16 octubre 2005

Como me estoy sintiendo morir...

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

No es sólo lo que fue sino que aún sigue siendo
y sos parte de mi vida aunque el tiempo me lo niegue.
G. Tonarelli, poeta mendocino

Como me estoy sintiendo morir... algo que pensé que nunca sentiría... mejor te cuento, te cuento a ver si no me muero... que la idea no me gusta ni un poquito, la de morirme. Te cuento del Luciano, que es sabio a su manera... aunque de dudosa escolaridad. El domingo, Luciano quería ver nieve... nada extraño en esta ciudad donde la nieve nunca llega pero siempre está al cantío de un gallo.

Se había puesto de acuerdo con Atilio para ir a la montaña, y me invitaron a mí... Se puede pensar que me invitaron por el autito, que el Atilio había tenido que vender el suyo para salir de un aprieto... Pudieron haber ido en micro, me digo... quizás querían que yo fuese por disfrutar la compañía, no hay que ser malpensado... y menos con los amigos.

Claro que la plata no les sobraba, y yo tenía mi guita más o menos siempre disponible... y no soy tacaño, tiro el peso si hay que tirarlo... aún más si voy con amigos... más bien amigazos, que eso eran el Luciano y el Atilio para mí. No se puede decir que fuéramos de clavo pasao, pero andábamos juntos y nos reíamos las gracias y compartíamos las penas.

Antes de salir de la ciudad comenzaron los problemas. Ya sabes que el Luciano no se distingue por su paciencia. El caso es que sabe Dios por qué maquiavélicas razones los cajeros no funcionaban esa mañana. Ni Atilio ni Luciano tenían un mango. Yo tenía poco, y había que comprar nafta, y luego nos iba a dar hambre. Luciano se enojó y Atilio para desenojarlo tuvo que darle un beso, así se las arreglaban estos dos. A veces discutían un poco... pero todo se resolvía con un beso.

Pasada una hora, o una hora y media, yendo de cajero en cajero, por fin encontramos uno que respondiera. Pero esa espera fue suficiente para amargar al Luciano, que ya sabemos de su poca paciencia. Atilio le habló fuerte, vino el enojo con mala cara y todos los aditamentos posibles... yo no decía una palabra, esperaba la sesión de besos... y ya íbamos por la autopista. Hacía frío, un frío simpático... al Luciano le gustaba ese tramo de la carretera, quizás ni él mismo sabía por qué... y todo parecía que iba a marchar bien de ahí en adelante.

Como se le enredaban al Luciano las partes y el todo, comenzó una sesión de comentarios la mar de amables sobre el paisaje. Atilio reconocía los árboles y los nombraba, lo que me gustaba, porque yo nunca pasé de identificar plátanos o álamos. Ese inmenso es un eucalipto... mirá vos, un eucalipto, son buenos para curar las vías respiratorias... ¿Habrá guanacos?, dijo Luciano saltando de flora a fauna. Puede ser, respondí. Habrá de todo, dijo Atilio, ya verán.

El camino se ponía cada vez más agradable, olía a yerbas aromáticas, a lavanda, a menta. Luciano a cada momento interrumpía la paz con alguna pendejada inoportuna. Ni Atilio ni yo le hacíamos caso. Atilio conducía, yo iba en el asiento de la muerte, Luciano, atrás. Cada vez más curvas y más precipicios, y más imponente el paisaje. Atilio detuvo la marcha porque vio un cóndor posado sobre una roca a orillas de la carretera. Mirá, mirá, Luciano, está a punto de levantar vuelo...

No le hizo gracia al Luciano que nos detuviésemos. El cóndor había levantado vuelo majestuosamente, Atilio se bajó a intentar una foto... ¡Ya, vámonos!, refunfuñó Luciano. Me bajé yo también... hay que ventilarse, le dije, van tres horas de carretera. Así nunca llegaremos, contestó. Atilio ponderó al cóndor y su vuelo, dijo que habíamos presenciado algo excepcional. Volvió al auto algo amoscado, quizás por la reacción de Luciano... mirá, Luciano, si estás enojado te quedás enojado. Luciano puso cara feísima. No hubo besos esta vez.

Llegamos a Villavicencio y no había nieve... digo mal, había su poco de nieve, pero no la que buscábamos, para eso había que seguir hasta Penitentes. El hotel estaba cerrado, y teníamos pensado almorzar en el restaurante del hotel, que es famoso por lo bien que se come. Mirá, vos, me dice Atilio, que estamos de malas... Claro que no, che, quizás no convenía... dice la señora que hay un restaurante allí a la entrada... vamos, vamos allá... Luciano volvió a joder, a pesar de que se quejaba por el hambre que decía tener, quería que siguiéramos adelante...

Hicimos esta vez lo que quería Atilio, ignorando las protestas, pedimos una mesa y, al punto de ordenar... Se me quitó el hambre, dice Atilio, quizás deberíamos compartir algo. Traiga una ensalada primero, le digo al mozo... ¿De tomar?... Agua, dice Atilio... ¿Con gas?... No, no... Luciano, por puro llevar la contraria dijo que no quería nada. Comé ahora, le digo, que luego no hay otro sitio y vas a pasar hambre. El enojo que tenía no era conmigo... No sé qué pedir... pedime algo vos. Traiga dos milanesas con papas fritas, para compartir.

Acabó Atilio echándose al cuerpo casi todas las dos milanesas y todas las papas... a mí también se me había quitado el hambre, solo comí la zanahoria rayada de la ensalada con algo de pan, Atilio se comio el resto. Luciano quería postre. Trajeron la carta. Pidió flan. ¿Con crema o dulce de leche?, preguntó el mozo. Con las dos, respondió. Seguía enojado con Atilio, porque hubiera sido mejor seguir adelante. Yo le hubiera dado par de besos para refrescar el ambiente. Atilio estaba de mal humor.

El camino hacia Penitentes es más pesado porque no está asfaltado. Nuevas protestas del Luciano. Atilio se tomaba en serio el paisaje, hacía comentarios de esto y de aquello, nos señalaba cosas. Luciano no quería saber nada de nada. Estaba pidiendo a gritos un beso. Atilio no se ablandaba. Yo les hubiera hecho el favor. Con las milanesas al Atilio le dio por pasar gases, no olían muy mal, pero se sentían. Los intestinos eran probablemente responsables de su estado anímico.

Mirá, si te estás cagando, pará y cagá, que soy catador y me parece que andás grave. Con esto le saqué una sonrisa. Bueno, me pensé, así mejoran las cosas, quizás le dé par de besos al Luciano y se acaben las malas vibraciones. Decidió desviarse Atilio por un camino a la derecha, no para cagar, sino para llegar a un balcón desde donde se tenía una vista monumental del Aconcagua... Antes de llegar al balcón, nos hizo bajar a gritar por un desfiladero para que oyéramos el eco. No se oye nada, decía Luciano harto displicente.

No sé si por la altura, a mí me empezó a doler el corazón. Se me habían quedado las nitroglicerinas. No dije nada, seguimos trescientos metros más hacia arriba por el camino hacia el balcon escénico. No hay nieve por aquí, dijo Luciano. La temperatura había bajado a extremos. Por fin el balcón, y allá en lontananza el gigante de piedra y hielo... el más alto del mundo, según Atilio. Lo había buscado en el Internet y había resultado ser cierto. Esta vez Luciano no dijo nada. De ahí en adelante nadie volvió a decir nada... nada relevante, quiero decir.

Una hora más de camino y Atilio ya no podía aguantarse... ¿hay papel o servilletas?... No había un carajo... Trataba de ayudar, pero nada... A Luciano el asunto no le importaba. Paramos a la orilla de la carretera. Que se joda, dijo Atilio, me limpio con el calzoncillo y lo tiro. Cómo va a ser, le digo... lo traes y luego se lava. Cuando abrió la puerta se nos metió al auto un frío de muerte. Se puso feo de verdad. No sé cómo se atrevió el Atilio a bajarse. No estaba muy abrigado el pobre. ¿Dónde irá a cagar?, me preguntaba ante el precipicio que teníamos al lado... Nevaba y hacía un viento zumbador... como si tuviéramos un helicóptero parado encima...

Ni se te ocurra abrir la puerta, Luciano... Pero a Luciano nada le importaba... aún así me echó los brazos al hombro... querrá un beso, pensé... La nieve se acumulaba sobre el parabrisas y el autito temblaba por el viento... Mirá la nieve, Luciano, ¿no fue a eso que vinimos?... En eso abrí la guantera y encontré las servilletas. Pensé en el pobre Atilio bajándose los calzones en medio de aquella tormenta... y para extremos no tener ni con qué limpiarse. Dejá llevarle las servilletas, pero tené cuidado, no se te ocurra bajarte a vos, hay mucho viento...

Hubiera sido mejor no hablarle... No hice más que salir del auto y tras de mí salió el Luciano corriendo... ¡No me dejes solo!, gritó... Se resbaló... vi que iba a caerse, traté de impedirlo, caímos los dos por el precipicio... Caímos largo, la nieve cada vez más abundante, el frío cada vez más terrible... Tenía a Luciano abrazado a mí, lo cubría la nieve... pensé que estaba muerto... lo besé... Desde muy lejos allá arriba me pareció escuchar la voz del Atilio... no estoy seguro... tengo mucho frío... me estoy quedando dormido...

* * *


© 2005, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Como me estoy sintiendo morir.... Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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