La ruana mágica

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

I rónicamente, o quizás sin ironía, la primera historia que tenemos que contar o, ahora que Dios no está, la primera historia que quiero contar trata de la ruana mágica. Una ruana excepcional que hoy se me perdió en una corta caminata por Miraflores. No sé exactamente cuánto me costó esa ruana. La compramos el día en que compramos nuestra manta que ahora mismo no sé si puede llamarse la manta nuestra o la de Dios o la mía.

No quiero decir que haya habido nada verdaderamente excepcional en la tal ruana, ya que según entiendo todas las ruanas cumplen la misma función. Sin embargo, hoy que a duras penas pudiera decirse que estoy y no estoy pasando hambre y frío, la he perdido totalmente despreocupado por ella o porque la cogió la camarera Magali. No excepcional mas común y corriente, esa dicha ruana abrigaba cumpliendo con su obligación como si asunto de moral religiosa. Abrigaba más o mucho más que un sobretodo normal. Allá en aquel extrañísimo hotel de Quito que me hizo recordar alguna película hispanoamericana, o que sería capaz de relacionar por los cristales enfrentados con alguna cinta de Fassbinder, se sentía como sistema de calefacción ambulatorio independientemente de las piezas de ropa que se llevasen debajo. Abrigaba muchísimo más que un suéter, que lo que quizás pudiese abrigar un pellejo de elefante si se utilizan en alguna parte para abrigo.

Hoy, al perderse, la ruana mágica tal parece que va a impedir nuestro largo viaje a Tierra del Fuego, viaje que quizás haya terminado a mitad de camino, no exactamente por culpa de la ruana mágica que si se ha perdido se perdió después de una tormenta que ha puesto en peligro todo lo que recientemente me estabilizaba o nos estabilizaba la sencilla embarcación. Un quizás desastre del que no quiero hablar porque puede significar tantas horribles cosas, la peor de ellas no la pérdida de la sencillísima ruana mágica sino la pérdida de toda fe en el porvenir y la vida. Un rayo desintegrador e incesante que nos lanzaría a una existencia periódica y mediocre, y las niñas dejarían de jugar, haciendo aún más apartado y doloroso este viaje.

Mi querido lector, al que ahora tomo en cuenta y por ello ojalá me perdone, estará sintiéndose despiadadamente aturdido por esta historia sin ninguna congruencia a nivel de relato sobre una ruana que hasta me quedaba pequeña y a la que quizás esté pretendiendo atribuirle cualidades que a nadie interesan, y menos aún a un querido lector de libros de viajes por como ha pretendido este humilde texto hacerse pasar.

Ocurre que si cuento el sencillísimo día de hoy con hambre y frío y miedo y todos los agravantes de una batalla ahistórica sin fuerza para destruir ciudades pero sí para destruir corazones o corazones moribundos, la ruana mágica, ahora comprendo, le servía de armadura al corazón. Y si no yerro, y como creo resulta, José Asunción Silva se cuenta también entre los de Colombia poetas, luego pues, la humilde ruana operaba como estereotipado aparato medieval para evitar los flechazos sentidos de Cupido o de otras deidades hermanas o parientas del amor.

La ruana mágica, concluyo, evitaba que el corazón se le rompiera al poeta o al que la llevara. Por alguna razón extraña también la ruana evitaba que el amor trascendiera sus límites poéticos. Y la he perdido. La he perdido casi intencionalmente, porque Dios no quiso ponérsela cuando se la ofrecí como lo último que podía ofrecerle al verlo enfermo y entristecido por sabrá usté cuántas cosas.

Llegar a una conclusión ahora sobre esa ruana mágica y el horrible efecto que pudo haber tenido en mí usarla por tantos días y en Dios no haberla usado ni una sola vez, metería al lector en tales laberintos que no saliera ni aunque contase con la ayuda de todos los dioses del Olimpo agregados bajo los doce signos zodiacales.

© Antonio Bou, 1999, [email protected]
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