Nocturno cuatro

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Desde que me mudé a la torrecilla que da al sur por ser la más calurosa y, por lo mismo, la mejor refrigerada, a los muertos les ha dado por venir a visitarme. Quizás se deba además porque justo en la entrada de esta torrecilla hay unos tablilleros muy desordenados de contenido donde se guardan cajas como de zapatos con restos pulverizados de muertos de la familia, y los otros muertos, quiero decir los que no de la familia, pues se sienten en confianza de dejarse caer, como dicen en las películas, por mi último refugio, dicho de mejor forma, mi más reciente.

No les tengo miedo a los muertos. Por mí, si vienen tranquilos y ni hacen desarreglos ni viran los ceniceros, pueden pasarse aquí todo el tiempo que quieran. Naturalmente, uno aprecia la intimidad, pero los muertos no ocupan espacio y, si callados, en nada estorban. Los respeto, no hay vuelta que darle, y si de boya, los escucho atentamente, porque quién te puede enseñar más sobre la vida que un muerto. Luego, si se tiene en cuenta que las varas de medir verdades y mentiras en ultratumba no se dan, se torna verdaderamente delicioso registrar sus informes en este mundo cruel donde todo pasa y todo queda, como decía Machado, o donde nada verdad ni mentira, como dijera aquel don Ramón el de los lentes de colores.

Lo que dicen los muertos cuando vuelven huele a flores, no a flores de esas en proceso de descomposición que adornan los cortejos fúnebres sino a las blancas de concentrados olores, como gardenias, jazmines y, especialmente, azucenas, que ya se sabe que atraen a los espíritus que llaman buenos y dan suerte a las familias y a los negocios familiares si se ponen adentro en floreros para que impregnen los ambientes con fuerte aroma. Si el muerto quiere hablarte, sentirás profundo olor a una de esas flores y sabrás distinguir si se tratara del auténtico olor o del de alguna fórmula aromática embotellada. Si desarrollas bien el olfato no te vas a engañar. Para ti, con tus narices en su sitio, un muerto siempre un muerto y una vecina una vecina. A ellos, que no tienen nariz, los puedes engañar, si quieres atraerlos, regando en dependencias y habitaciones esas esencias que se consiguen comercialmente. Hasta las más baratas los atraen, pura matemática, a los muertos quienes concluirán, gracias a limitaciones olfativas e ilimitadas ilusiones, que se trata de una gran fiesta a la que los han invitado.

La otra noche se me metió en la torrecilla un joven perfectamente materializado, muy correctamente vestido aunque no calzara zapatos, y comenzó a hablar sin prolegómenos en un lindo español quizás algo anticuado por lo poco cruzado con el inglés de América. Soy José, me dijo, pero no quiero que me llames Pepe. Disculpa, José, le dije, no pensaba llamarte Pepe, pero ahora que lo dices pues aún menos, ni pensarlo. Se quedó pensativo y silencioso tapándose la boca con la mano, entornó los ojos con cierta salpicadura de amaneramiento y, como si de valor se armase y las circunstancias lo exigiesen, me dijo muy mírándome de frente que ya no importaba que lo llamara José o no.

No la primera vez que hallo muerto vacilante, me importó un santo prepucio la tal veleidad. Como no tenía intención de llamarlo ni José ni Juan ni Pedro, me limité a sonreírle mientras me desvestía para adentrarme en los campos siberianos de mi casto camastrín de fraile. Advertí que se puso algo nervioso, pero luego de verme arropado, José, o como hubiera que llamarlo, se sentó a los pies del estrecho catre. No negaré que sentí al punto mi intimidad de algún modo violada, sensación como esa particular en la punta de la nariz cuando alguien se te acerca demasiado, pero como difunto el pobre José, quise por caridad cristiana y por mi devoción sincera de tantos años a las benditas ánimas del purgatorio, no tomárselo a mal.

Se sintieron en los aires sutiles acondicionados de mi alta torrecilla suspiros ultratúmbicos de alivio. José se me identificó como náufrago, colombiano y poeta. Estuvo largo rato explicándome, como si me hubiese leído el pensamiento, lo que quería decir con náufrago, ya que no pudiérasele considerar a la exacta, víctima de naufragio. Ahora yo, que cada vez le temo más a la fea alternativa de morir ahogado, llené de expiraciones de dulce alivio la atmósfera de la climatizada torrecilla. Con ello parece que José se sintió aún más confiado y disertó en monólogo por largo rato sin lograr que me aburriera y dejara de escucharlo, cosa maravillosa para que la logre un vivo, y ya qué no diremos si la logra un muerto.

De pronto, se desmaterializó por unos segundos para regresar de inmediato portando un maletín todo incrustado de corales de donde pendían algas muy vivas que llenaron por instantes de peculiar olor a mar la estancia. Del maletín parecía salir un ruido bastante raro para maletín, como de agua hirviendo a borbotones. José, sin esperar mi pregunta, me adelantó que se trataba del eco de las corrientes submarinas. La confianza que me brindas me ayuda mucho, me dijo, hace más de cien años que estaba por hacerlo, más de un siglo, pero hoy me tomó apenas un segundo rescatar este maletín del fondo del Caribe. No sabes lo doloroso que me resultó perderlo. Mi vida se arruinó por ese naufragio donde debí haber muerto antes de haber salido a flote sin este maletín que guarda secretos importantísimos para Colombia y para el mundo.

Vaya, vaya, me dije. Asintió. Sí, vaya, vaya, y me quedan tantas cosas por hacer. Lavar el honor de mi pobre hermana se me ocurre lo primero, mi hermana que sufrió más que nadie el daño que nos hacían. Se buscó algo en el bolsillo del gabán, y sacó agarradita con índice y pulgar, el meñique siempre en punta como el de señorita que coge una rosa o que agarra una copa de fino cristal, una elegantísima tarjeta de presentación impresa en florido gótico, y me la dio. Por aquí pudimos haber empezado, Asunción, dije de broma, pero de bromas no sabía, o si sabía, ahora todo se lo estaba tomando supremamente en serio. Casi levita al responderme: ¡No vuelvas a pronunciar esa palabra, por favor! ¿Cuál? Esa, dijo apuntándola con el índice derecho mientras con el izquierdo se cruzaba los labios. Si la repites, los ángeles vendrán de nuevo a buscarme y ya no cabrá negarme, a la tercera va la vencida.

Hice silencio. También él, pero no por mucho tiempo. Suspiró acongojado y meditabundo. Vamos, Silva, le dije entonces, que no voy a volver a pronunciar esa palabra. ¡Ah —casi gritó— no me llamo Silva, mi familia cargó con ese castigo por siglos! ¿Qué castigo? El de usar obligada un nombre inventado por sus enemigos. Bueno, pues habrá que romper esta linda tarjeta. No, no rompas la única que me queda. Mírala por detrás, mira bien, tiene la firma de Oscar Wilde. En aquellos días, para ostentar fama y títulos de poeta había que haber pasado por París. Fui a París y alterné allí entre los jóvenes afortunados que Oscar Wilde aceptaba a su vera, dijo, retirándome la tarjeta y guardándosela de nuevo en el bolsillo del perlado gabán. De Oscar aprendí mucho. Supe por él del origen milenario de mi familia en América. De mi sangre guanche y bereber por la que me odiaban los nuevos conquistadores ignorantes de mi ascendencia. ¡Ah, malditos, mataron a mi padre como a todos mis antepasados y nos pusieron ese horrible nombre Silva, cuando debíamos llamarnos Selva, porque en la selva nos habíamos establecido desde miles de años, mucho antes de los viajes de Colón! Y tras mi muerte han persistido por otros cien años de necedad con la tal infamia.

No pude evitar mostrar cierto débil dubitativo semblante que el astuto José captó de inmediato. ¿Lo dudas? Pues venimos desde el Sahara cuando valle fértil y florido. Primero fuimos a lo que hoy se conoce como las Canarias y de allí llegamos a América. ¿Nadando? —no pude evitar preguntármelo en silencio, lo más para mis más recónditos adentros. No, nadando no, dijo, poniendo cara muy seria, sino en barcas de juncos como las que todavía se ven hoy surcar el río Nilo. No me quedó más remedio que dejar de pensar para que no llegaran a ofender mis intimísimos pensamientos al perspicaz muerto poeta, y hasta loco quizás, que me había caído en suerte esa noche. Sin dudas temí, temer se cuenta entre las humanas virtudes, porque nunca se sabe a lo que pueda llegar un loco, y más si poeta y aparecido.

Hice extremados esfuerzos por intentar ver lógica en lo que decía José sobre los orígenes de su familia, desconocedor este humilde servidor hasta esa noche de las teorías históricas de Heyerdahl el del Kon Tiki que el poeta me explicara paciente. Me agrada tu delicadeza, me dijo, comprendo tus dificultades tratando de comprenderme, pero de alguna manera premiaré tu hospitalidad y tu dulzura. Soy el rubio paje Abril. Advertí cierta esotérica agresividad en aquellas últimas palabras definitorias.

Comenzó a quitarse piezas de ropa. Llegó hasta una fina camisilla que mostraba un hueco dentro de un fogonazo dentro de una gran mancha de sangre coagulada. Mira, aquí tengo dibujado un corazón, justo donde queda el corazón. No veía yo dibujo sino las manchas. El dibujo lo hizo mi médico al que fui a visitar esa mañana. Un juego, sólo un juego de niños entre el médico y yo. Metiendo el dedo en el agujero dijo: esto no lo hice yo. Compinchándose con criados traidores entraron a mi alcoba esa noche y me suicidaron. Me abrieron el pecho y me rompieron el corazón. ¿Quieres ver? No, no, no quiero ver, respondí horrorizado. Pero compadecido se ablandó mi corazón y se me aguaron los ojos. Vi, sin poder evitarlo, que el rubio paje Abril se escurría debajo de mis sábanas y desaparecía. ¡Santo Dios! ¿Qué se habrá propuesto? ¿Dónde estará? Estuve tentado a gritar Asunción, para que los ángeles me libraran de lo que presentía como pesadilla violenta de satánicos íncubos y súcubos. ¡Cuán confundido!

Sentí que me penetró como un rayo por el oído derecho y que salió en un instante por el oído izquierdo. Pero un instante un siglo, como afirmaron el poeta y el filósofo. ¡Ah deliciosa sensación de bienestar la mía! Me poseyó la más armoniosa de las tranquilidades, algo como la paz en que descansarán los justos después del juicio. Perfecto orgasmo espiritual continuo y profundo como mar sin playas sentía aún al ver a José al otro lado del catre, sonreído y algo sonrojado, lo más que hubiese podido un muerto con sus circulatorias limitaciones sonrojarse. ¿Satisfecho? —preguntó. Sí, claro, ¿qué me has hecho? —respondí todavía aletargado. Nada malo. Lo sé. Te he dado a probar algo que los vivos desconocen. Desconocían, riposté, y me atreví a sonreírle con cierta malicia.

Se levantó entonces y pensé que ya se iba. Tenía yo el más agradable sueño, se me cerraban los ojos. Antes de que te duermas, quiero pedirte permiso para usar tu ordenador. ¿Mi ordenador? La computadora. Ah, claro, por supuesto. Disculpa, pero debo componer algo para la gran Colombia. Para que no la destruyan. Para que recupere lo que le pertenece. Sí, no faltaba más, ahí está, toda tuya, pero perdóname, yo me rindo. Me adentré en el más placentero sueño que hubiese jamás experimentado mortal alguno.

Más tarde, entre dormido y despierto sentí que mi muerto se despedía. Pero no pude salir del todo de las entretelas de aquel bendito sueño para despedirlo como Dios manda. Tranquilo, me dijo, me voy, pero te dejo un documento sobre la mesa de noche, el documento que va a salvar a Colombia, a América y al mundo. Se esfumó sin que me diera cuenta, como desaparecen un beso del aura o un rayo de luz. Seguí durmiendo. Desperté ya muy entrado el día y salté ansioso a buscar el documento. En la mesa de noche no hallé sino pliegos en blanco. Pliegos blancos que al tratar de leerlos se hacían polvo en mis manos.

¡Ah! —me lamentaba compungido, ¿polvo la respuesta? ¿polvo la salvación de Colombia, de América y del mundo? Pero no. Claro que no. El texto de José estaba archivado en mi computadora. Lo busqué. Lo encontré y le di gracias a Dios porque allí se conservaba aquel milagro cibernético. Un poema titulado Nocturno cuatro. Guardado, seguro, el futuro de Colombia, de América y del mundo, listo para imprimirse en cualquier momento o para echarse a volar por el ciberespacio a vencer la soledad por cien, por mil años, hasta que nos borrásemos, si Dios quiere y la Virgen lo consiente, de la faz de la tierra.

© Antonio Bou, 1999, [email protected]
Ciberayllu

Más literatura en Ciberayllu

145/990623