MuchachosCuento |
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Antonio Bou |
onocí a Toñito hace mucho mucho tiempo... en el 59, en el 60... que de verdad recuerde... aunque lo pude haber conocido desde mucho antes. De algún modo aprehendimos juntos aquel Santurce ingenuo, en aquellos años en que como muchachos comenzábamos a apartarnos de la tutela paterna y nos dejaban ir solos, montarnos en la guagua, caminar horas y horas para nada...
Fue una de esas grandes amistades de la escuela, una de esas amistades de los catorce o quince años. Amigos que uno puede hacer con la frescura de esos días, sin proponérselo, sin darse cuenta de la importancia de hacerlos, amigos que uno no cuida más que por la manera sencilla de uno ser como le enseñaron en casa... y quizás por ello duran mucho más... Años sencillos en esa Academia que a veces no me gusta recordar...
Toñito era un tipo excelente. Lo que más me gustó entonces, y no olvido, era la rapidez con que comprendía lo que podía decírsele. Algo muy excepcional en aquella escuela donde mis compañeros hablaban de cosas que muchas veces no me interesaban, y parecían nunca escucharme. No sé cuándo ni por qué dejé de verlo. Hubiera sido una amistad para cultivar toda la vida... y de algún modo pienso que lo ha sido... hoy... unos cuarenta años después... cuando volveré a verlo.
Nos juntamos una vez por idea suya para hacer un proyecto para la feria científica, con Manolito, al que conocía desde que nací, porque era mi vecino, vivía en la 22, al lado de casa de abuela. El proyecto resultó un éxito con todas las aventuras que supuso, incluyendo un particular anecdotario que todavía muchos compañeros no olvidan. Nos dieron, si no me equivoco, el primer premio en la escuela y luego el primer premio en la feria regional de Santurce, en ciencias biológicas.
Siempre tuve en casa el pequeño trofeo, pensando, siempre, que en justicia lo deberían guardar Toñito o Manolito... No sé por qué fui yo el que se quedó con él... Funcionó como el mejor recuerdo de aquellos años buenos... siempre le tuve cariño a Toñito y ese cariño estaba allí en la tablilla, en el librero, conservándose... intacto... sin que el pasar del tiempo pudiera afectarlo...
Cuando me casé en el 1970, se quedó en casa de mis padres el trofeíto que nunca llevamos al grabador para poner nuestros nombres en la pequeña placa... Cuando desmonté la casa de mis padres, después de morir mamá, en el 90, fue la última vez que vi la estatuilla aquella de la mujer con la coronita de laurel en alto... y ese día, importante día, recordé con especial emoción a Toñito... y los viejos tiempos en que lo conocí...
Hace un año, por referencia de un compañero en común, llamé a su consultorio pensando que no me recordaría... Vino al teléfono, fue claro y quise verlo, pero era demasiado dar el salto de esos cuarenta años sin más ayuda... y por razones tan distintas a las que caracterizaron lo que fuera nuestra amistad... No fui a su despacho, quise mejor no ir a verlo... en esas circunstancias... era como desacrar el sentido de un buen recuerdo... y decidí cultivar nuevamente aquella distancia que impedía todo tipo de frustraciones, refugiarme nuevamente en la delicadeza de un pasado que persistía como una realidad natural hermosa que se repite y repite sin cansarnos... como el sol cada tarde... cada mañana...
Esta vez no pude negarme. El mismo compañero que una vez me hizo llamarlo, me hizo la cita. Busqué excusas. Vacilé, hice par de llamadas antes... intentando defenderme de ese reencuentro. No tenía miedo...sólo que no quería tener que concebir la idea de que se pudiera romper aquel espejo... de que se esfumaran los recuerdos con una nueva experiencia... con un choque desalentador, frustrante... con que se quebrara la ilusión de un pequeño pasado con sanas tangencias de felicidad que se guardan, que se conservan por siempre.
El despacho de Toñito está ahora en la avenida Ponce de León, en la 22, casi frente a Plaza Europa... al lado de lo que fue la casa de mi abuela y muy cerca de la casa donde vivíamos en la calle Alianza cuando conocí a Toñito... Ya el saber a donde tenía que ir me asustaba un poco... sentía como nubes entre las cosas y yo... me parecía mirar por un cristal empañado...
Dejé el carro en el gran estacionamiento que es ahora la casa de doña Crucita. Al tener que pasar por el recibidor del gran edificio, miré hacia arriba y vi balcones nuevos justo donde antes estaba la galería del segundo piso... Se abría un surtidor de recuerdos gratos pero inconexos, cuando salí a la calle frente al Centro de Bellas Artes... el tráfico del centro complicado de Santurce lo pudo contener...
Cruzar, subir en el ascensor, llegar a lo de Toñito fue como caminar por un bosque denso... de luminosidad opaca... vagar por aquella selva del Magdalena donde una vez quise huir. Por suerte estaba allí también esperando el compañero que me había coordinado la cita... me senté a su lado, hablamos un rato... volví a percibir las cosas, según creo, en lo que debe ser su justa y objetiva realidad...
Toñito me recibió con una gran sonrisa en la que se podía apreciar aún lo que pudo pasar por flor de su juventud... y justo antes del abrazo, dudé del pasar del tiempo... ¿seríamos aún los muchachos del sesenta? ¿los mismos? ¿estaríamos todavía buscando ratones blancos en los laboratorios de la vieja Escuela de Medicina Tropical, para nuestros experimentos?... Vuelve a nublárseme la vista...
Vamos por el pasillo que a un lado tiene vidrios que a primera vista parecen como espejos... al otro lado se ve el mismo pasillo, pero vacío... con las mismas puertas, los mismos detalles de construcción... pero vacío... Tenías un 544... ¿dónde está ese Volvo? Nunca debiste haber salido de él... me dijo... Se abren nuevas puertas a cámaras de nubes, se hace difícil mantener la concentración...
Me hace entrar Toñito a un cuartito blanco con resplandores de algún sol que desconocíamos, como el que debe iluminar la tierra hueca... Sensación comparable sólo a lo que pienso que debe ser la muerte... ¿habré muerto?... En aquella luminosidad refulgente se cruzaron mil imágenes olvidadas... pasaban la película de la existencia a cámara rápida... tan rápida que me iba mareando... casi dejándome caer sobre constelaciones que se dispersaban en un universo tan oscuro en contraste con la luz inicial. ¿Será la muerte?
Te me desvistes, te me quitas todo, me dijo, hasta los calcetines... que quiero examinarte completo. No sé qué pasó luego... sólo pude escuchar como un timbre que sonaba lejano y distiguir chispetazos de luz como relámpagos en el horizonte...
No recuperé la conciencia hasta no verme otra vez en la calle... A los reflejos anaranjados de un magnífico crepúsculo, desperté de un sueño que pudo haber sido terrible... sólo quedaba muy leve e imprecisa cierta sensación como la de una finísima fibra que se rompe... Pero no fue difícil mirar el Longines y saber la hora... y la fecha... 22 de octubre de 1960... Sonreí... afuera y adentro... ¡todo seguía igual!
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Comentario privado al autor: © Antonio Bou, 2001, [email protected]
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