31 marzo 2004 |
Café MendozaCuento |
Antonio Bou |
i sales de paseo y da la mala suerte que no tienes cambio, quiero decir si sólo llevas en la billetera un par de billetes de cien pesos, la vas a pasar mal. Mejor no tomar un taxi... peor será cogerlo... porque pagarle con uno de a cien al taxista es faltarle... ofenderlo malamente, o tal parece... como si quisieras robarle.
No te quedará más remedio que sentarte a una mesita de uno de esos cafés de los que hay uno en cada esquina, y entre esquina y esquina, en los cuales nunca se sienta nadie... y pedir un menú del día, que a cualquier hora será lo mismo en cualquiera de ellos. Te acompañas el del día con media de tinto, que no es caro y que estoy seguro te salvará de no morir envenenado, luego un postrecín por aquello de hacer el gasto y que se acerque la cuenta a los veinte pesos... para que aparezca cambio hasta para la propina. Serás pues feliz por un rato con tus setenta y pico u ochenta pesos en billetes de a veinte, de a diez, de a cinco y de a dos.
Por aquello de la búsqueda de la felicidad, o dicho en constitucionales términos, the pursuit of happiness, me eché al cuerpo el bife de lomo, esta vez sin papas... porque las fríen en grasa de no se sabe y aunque se ven harto apetitosas, no te las puedes comer o, como dice el jíbaro, no hay quién se las jampe. Con la buena prensa y el buen cine que han tenido siempre los cafés al aire libre... y con la brisa, ni caliente ni fría, y con el cierto razonable control de la contaminación por los no tantos vehículos... respiras satisfecho y hasta pides con gracia y donaire el flan y el cafecito... para hacer tiempo hasta que acabe la siesta y comprar lo que tengas que comprar si es que en ésas andas, o para diligenciar tus diligencias.
Ya borracho, o próximo a ello, y con monetario en el bolsillo... ¡ah, la dicha!, qué sencilla y asequible como el aire y la sombra y el agua y el buen vino en esta ciudad plantada en medio del desierto, no te remedia más queditud que aspirar satisfecho el ambiente y percibir lo que se ondea y transpira... yendo más allá, más allá... más adentro... que un vulgar cazaminas o que un mosquito japonés cliqueando hasta la saciedad para llevarse a su casa de papel imágenes e imágenes de lo que no vio por pasarse las vacaciones fotografiando.
Me regodeo en el otro tinto, que no está mal... que me recuerda los buenos tiempos que no conocí del cafetal y el acabe... hay que tirarse ahora un cigarrillo para echar humo como la central y deleitarse con la apacible calma... Cáese un cigarrillo al suelo sin que lo notes, pero allá hay un muchachito, a quien describiré para tu gusto y placer, lector, uno o dos párrafos más abajo, que te anota y acota sobre el caído... lo recoges y le das las gracias al muchacho y sigues en la de sorber y echar del humo...
Mas se advierte que dos mesas más allá, en diagonal, casi al borde de la calle, justo sobre la acequia, unos raros sujetos montan oficina... y habiendo tiempo y ganas de registrar experiencias, siendo uno, antes que nada, narrador y paciente por ello observador, también habrá que contarte sobre el particular.
No será difícil juntar ambos temas en una misma historia, si nos fijamos que el muchacho, una especie de River Phoenix en Indiana Jones (porque entiendas en jolivudense), le llama ¡papi! a uno de los tipejos que negocian al borde de la calle (todos ellos barrigones y digamos, por hacerles el honor, que cuarentones pasada ya la media) con el cual también se excede el River en confianzas como poniéndole el brazo sobre el hombro y hablándole en cariñoso castellano de vos y de che y de bueeeno.
Cuando en esas aberraciones estás a punto de dejar caer tu pensamiento, entra a escena una señora bastante ajada y peor trajeada, jinete en destartalada bicicleta, que viene a hacer negocios con los negociantes del pavimento y el acerado. ¡Ah!, le pregunta la vieja al River ¡vos no vas a la escuela!... Sí va, dice el padre o padrastro.
Se densa el ambientillo con bastante airada discusión entre los dos últimos... no sobre la escolaridad del efebo... sino a causa de un apartamento o departamento que los callejeros comerciantes, expertos en mendocinos bienes raíces, le han mostrado y ofrecido en alquiler. ¡No, no, no!, dice la doña, no fue eso lo convenido y no voy a pagar tanto por el inmueble... No hay quilombo, no lo tomás y aquí paz... ¡Es que lo necesito! Si me conviene ese departamento... si me queda perfecto para mí y para las niñas... Entonces pagá lo que te pedimos y todo resuelto. ¿Me creés estúpida?... ¿Querés que te muestre otro muy cerca algo más barato? Vení, vamos a verlo.
Se apartan los interlocutores del territorio dramático. Queda el River con el tío, o con aquél al que le dice tío y se entrelazan en melosas negociaciones. Papi no quiere que yo tenga moto, pero me da vergüenza ver los pibes de doce años ir por ahí... y tengo dinero, ¡andá, vendeme la moto!... Te doy cientocincuenta, andá. ¿Que de dónde?... pues papi me debe cien y tengo cincuenta. ¡Dejá verlos!... Prestame el casco... ¿El casco querés?... Sí, ya, trato hecho, cuando regrese papi te doy el dinero. No he dicho nada. ¡Andá, que la necesito!, y te doy el dinero hoy mismo... Bueno... Pues esperá a papi, luego vamos a cambiar los papeles. Bueno. Pues pagame un café con crema... ¿lo pido?... mirá que aún no he comido y van a ser las seis.
El tercer barrigón a todo esto se dedica a perseguir a los turistas ofreciéndoles habitaciones... corre tras los carros hasta el semáforo y allí algo tratan y transan o no transan... Va el tío a resolver no sé qué asunto allá en el cruce. River queda solo en la mesa y se dirige a mí para interrogarme. ¿Sos turista? ¿dónde te hospedás? ¿caro? No, le respondo, está muy bien, barato y limpio, y muy cómodo, tranquilo y con aire acondicionado, un verdadero regalo. Bueno, me dice... pero si necesitás mudarte... Gracias, gracias, pero no creo.
Regresa el tercero y me da por interpelarlo: ¡ea, caballero!, ¿tiene usted la oficina en medio de la calle? Así es. ¿Y qué vende, departamentos? Sí, departamentos, casas, autos, drogas, minas, críos... lo que quieras.
Pido la cuenta... ¡Están locos!, me dice el mozo... Sí, locos, respondo entre dientes mientras me despido con un saludo casi militar del pobre Phoenix que se está probando el casco. Sigo camino... ya con la mente enferma, desilusionado con la vida, justificando por igual a dictadores militares y a terroristas, ¡vengan bombas!, ¡vengan purgas!, vengan palos a diestra y siniestra, venga bugalú, venga el Chayanne, vengan los chinos y nos preñen a todos... ¡mándame más si más me merezco!
Sigo, sigo camino... llovizna un poco... cuadras y cuadras por San Martín. Veo los Mercedes, los BMW en las vidrieras... ¿Cuánto valdrá aquí un BM nuevo?... Voy a entrar, con preguntar no se pierde nada... Me encanta como brilla la pintura de los carros nuevos. ¡Ah, son una trampa!, pero me gusta la idea de montarme en uno por estas latitudes y seguir y seguir hacia el sur hasta que no se pueda más... Ushuaia, ¡el fin del mundo!... Punta Arenas, Porvenir, Puerto Williams... ¡hasta donde no haya más allá! Para eso son buenos los carros... voy a entrar... sabe Dios...
Justo en la entrada me interrumpe un niño, debe tener lo más unos ocho años, muy dulce y muy bonito, como debemos ser todos a esa edad. Me pregunta muy serio: ¿Conocés a una señora llamada Marcela?... Sí, le digo... conozco a muchas señoras llamadas Marcela. ¡Ah!, se asombra, pero ¿a cuál de ellas te refieres? ¿Quién es Marcela?... Marcela es mi mamá. ¿Tu mamá?... ¿estás perdido? Ven, vamos a entrar a ese café y te ayudo a buscarla, no te preocupes, todo saldrá bien. Cuando vamos a entrar, llega una mujer muy guapa y me pregunta qué ocurre. El niño parece estar perdido y busca a su madre que se llama Marcela, es lo único que sé. Yo soy Marcela, ¡soy la mamá! Ni siquiera da las gracias... Pues todo resuelto entonces, el niño perdido y hallado.
Sigo recorriendo la agradable calle de las bellísimas sombras... dos cuadras más allá, frente a la iglesia, se detiene frente a mí una moto. La conduce un tipo grande, fuerte, un san Miguel, perfectamente ario. Se baja de la moto, me mira fijamente y me pregunta si hay una confitería por allí cerca donde poder tomarse un café. Pues de seguro dos cuadras más adelante hallarás una... pero entonces veo que hay un café justo enfrente de la iglesia. Ven, le digo, hay un café justo al frente... te invito a un café... y cruzo inmediatamente la calle. No me sigue, desaparece... al frente de la iglesia ya no hay nadie, la puerta está abierta... desde aquí se puede ver hasta el altar mayor.
Pido un café. Me atiende una niña bellísima: Elizabeth. Le cuento lo ocurrido. Sonríe. Esta ciudad se ha hecho a fuerza del trabajo del hombre, me dice, son tierras robadas al desierto... las acequias nos lo recuerdan siempre, y esos árboles que hacen de Mendoza un oasis...
© 2004, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Café Mendoza. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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