El supercementerio

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

A Guayaquil lo tengo demasiado despierto en este sueño nuevo como si esta historia surgiese de otro sueño. En Guayaquil también pasamos un día en el puerto, como en Santo Domingo y en Panamá. Un día en el puerto no resulta más que una aventura fructífera y dolorosa. No sé cómo se me ocurrió comer en este puerto de Guayaquil, cómo pedir nada menos que un cebiche de ostras o de conchas que trajeron a la mesa como un estanque negro de muerte y pesadumbre como en el «Buscón» en aquella famosa cena del solitario garbanzo en la sopa, con amargura de limones rotos y de jarra de algún vino sofocado. Cómo, sin estar borracho, sin esperar más que más dolor de aquel episodio blando cuan rutinario indagar por lo no existente o como una pregunta vuelta a las nubes del deseo cernudiano.

Guayaquil, Guayaquil tiene un gran cementerio que se podría llamar el supercementerio. En las sencillas palabras de algunos habitantes, ciertamente fruto de una tradición llamada a desaparecer. En labios de una exótica matrona de la cultura subvencionada por el Banco Central, un espectáculo digno de admirarse. Dios quiso seguir un entierro que pasaba. Le dije que mejor lo siguiéramos de lejos. Y así hicimos, tras comprar una bolsa de mandarinas que nos fuimos comiendo poco a poco, yo con cierto recelo.

Y seguimos también el entierro buscando ángulos del rocoso paisaje para tirar fotos como turistas. Fotos con o sin Dios de un patio citadino donde se criaban pavos reales o no. Pavos reales próximos a un cementerio inmenso como nunca hubiera podido concebir, y varias tiendas de flores que Dios pudo bien calificar como agraciadas con la existencia de tan extraordinario lugar que de irreal sólo en sueños podría organizarse como realidad descriptible.

Esto me emociona con una frialdad a la que yo mismo le temo ahora que Dios no está y que me ha dicho al parecer tantos insultos como un ángel que ha venido a evitar que me pierda.

—¿Estoy loco? —me preguntó en algún momento, sin dejarme saber si preguntaba el actor o el niño triste.

Pero aún así me dijo que me recostara con la cabeza muy cerca de la suya y rezara el Avemaría que minutos antes le había copiado en su cuaderno. Se envolvió la cabeza con un paño, y asegura que lloró bajo el paño mientras rezábamos.

Yo sólo pronunciaba las Avemarías. Lo escuchaba decir amén al final en un tono grave y convincente por lo que ahora no puedo dudar que se trataba de ente angelical que Dios me concedía para salvarme o para no perderme.

Antes le había dado yo una mandarina a un niño.

Estábamos los tres en un banco redondo alrededor de un árbol, en una de las calles con mausoleos entre hileras de nichos. Había Dios minutos antes depositado una ofrenda floral sobre la tumba de Josefa Patiño. Una tumba interesante por tres grandes corazones de bronce atravesados por una flecha, que la adornaban. Ahora me da un poco de miedo, sólo un poco de miedo, ahora que Dios no está y quién sabe cuándo vuelva a verlo. Pero dejando el miedo como no lo tenía entonces, debería más bien hablar del árbol al que nos habíamos arrimado, a cuya sombra nos cobijábamos para rezar. Acostados, supinos, él con la cabeza cubierta con un paño, probablemente la camisa a cuadros de Giogio Armani, yo con los ojos en el cielo y en las ramas del árbol. Sobre aquel árbol, o en aquel árbol, o por aquel árbol volaba un picaflor, un colibrí, un zumbador.

Un solo zumbador que Dios relacionó posteriormente con su abuela, y los entierros se sucedían múltiples y casi idénticos. Con marchosas mujeres de luto o casi luto. Con jóvenes portadores de ligeros féretros sobre los hombros. O pesados féretros que llegaban muy antes que los deudos.

Ataúdes tal vez hechos de la misma mano o en la misma fábrica con el mismo molde.

Si Dios no hubiese estado extraordinariamente molesto quizás sólo por las finanzas pero sin lugar a duda por la condición de sus intestinos, hubiésemos llegado a otras conclusiones antes de llegar a Lima y hubiéramos levantado grandes oleadas de tierra para recubrir todos los posibles cementerios. Ahora no me da miedo, ni interpreto el asunto yendo por lo macabro. Nada más que luego buscar una iglesia, si el querido lector perdona la escritura automática y el fluir de la conciencia. Por lo de Santa Madre Iglesia. O por el mar, la mer en francés, y esa madre reconstruida que cada cual tiene en el pellejo.

En definitiva, recuerda Dios o me recuerda que le debo un entierro a mi madre como él al de ella le debe una madre y así, así, hasta que pudimos o quisimos salir del cementerio, cementerio, supercementerio, y llegar a la fuente de piedra frente a la vieja iglesia con el letrero de Paz y Amor y la oración de san Francisco de Asís. La fuente de piedra con el gran colibrí, el gran zumbador, el gran picaflor.

© Antonio Bou, 1998, [email protected]
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