Los últimos energúmenos

Cuento.

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

«Lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura»
Quevedo

Anoche me entraron al cuerpo seis rusos blancos. Mala mía. Llegar con poco dormir al Instituto no ayuda en nada. Están los energúmenos que no saben sino chocarla, tantas veces como hacen para cruzarse contigo. Nunca se sabe, que no anda uno por conventos. ¡Entregaría el alma por un café!

Cuando ponen la puerta de espejo ha pasado algo sonado, algo que no quieren que veas, a menos que no te quede más remedio que tocar, que te abran y entrar. A veces no me doy cuenta de por qué la ponen, aunque el Niño, al que le dicen el Papa por infalible, me lo aseguró hasta la convincencia. No me lo juró, pero por qué no iba a creerle. Ahí vienen los energúmenos a chocarla. Vamos entrando, vamos entrando, dejen las socializaciones para el recreo.

No salió de mí lo de venir al Instituto. El cerdo, bueno, le decían el cerdo, propuso el contrato como la gran cosa. Pagaban unos tres pesos más por hora, si se sacaba la cuenta. Cuando el cerdo preguntó si había alguien que se hubiese leído El Quijote, no dije una palabra. Las viejas se encojonaron, pusieron la cara fea de encojonadas. El cubano se hizo el sueco y el cura venga a silbar la Borinqueña. Quedaba yo. El cerdo me preguntó, no ya si me había leído El Quijote, sino si quería el chichito del Instituto que pagaba bien, o mejor que la Universidad y con menos responsabilidades. Quieren un cervantista, dijo. Las viejas se sonrieron una con la otra y con la otra con maliciosos pucheritos, arrugando aún más las comisuras. ¡Qué gente! dijo una entredientes, sentada ante la maquinilla, sin dejar de teclear. Parecía tonta, siempre parecía tonta como todas las viejas, a pesar de las batatas que lo último en rendírseles.

El cubano se escabulló porque iba tarde para la primera clase, lo siguieron las viejas y me dejaron allí solo y medio asustado con el cerdo y el cura. El cura no daba clase hasta las once. Deberías aprovechar esa buenísima oportunidad, Ramón. Cosas así no se dan todos los días. Y caí de pendejo por pasarme de listo, no por oír al cura, con todo y haberme leído el Quijote par de veces. ¡Por pasarme de listo, por querer ganarme tres trapos de pesos más la hora que el cura, las viejas y el cubano! Así empezó todo.

El anfiteatro está mal hecho, recoñamente mal diseñado. Las butacas están fijas en el suelo como en un cine. En el escenario han puesto una mesa y una silla. Algún considerado puso un abanico eléctrico. Hay que pasar lista, instrucciones muy claras, tantas y tantas instrucciones y lecturas de cartilla y advertencias y la puta madre de lo que se les ocurra, y este servidor se metió seis rusos blancos al cuerpo anoche y no ha dormido más de dos horas y hace un calor de pingas.

El Niño hablaba en clave, por lo de la ley de la selva, pero cada vez que hablaba la pegaba sin pasarse. Daba gusto. Nos hicimos amigachos hasta el punto en que no se necesita hablar, ni por señas, y empiezan a revelársele a uno in pectore siete estados bajo tierra. Aprendía yo más que cualquiera de los energúmenos. De todo. El Instituto se me desplegaba con la sencillez de un cómics, se me abría como una puta, después de las lecciones del Niño. Eso que dije antes de que no estábamos en un convento me lo enseñó a decir el Niño, tenía vocabulario y capacidad de expresión, pero están las leyes, y sobre todas, la ley de la selva. En la selva, mejor no hablar y cuanto menos, mejor. Hay que estar en guardia en todo momento. Como en la guerra.

Pasa un mes y sigo jodiéndome la mente con el diseño del anfiteatro, cuando una cosa está mal hecha no hay quien la arregle. Lo peor resultaba cuando no había luz, entiéndase siempre. Quiero decir luz eléctrica, que el puñetero sol nos freía en aquella sartén con una sola puerta, una puerta más puñetera que el anfiteatro por donde se metía el sol como en la tumba de Tutancamen. No te dejaba verles las caras a los energúmenos, y al no verles las caras, si hablaban bajito no los oías. Pero pasó el mes y ya habíamos leído y discutido los primeros cinco capítulos, que los energúmenos no leían muy bien ni a gusto, por eso habían pedido un cervantista. Me explico, un cervantista suele hablar y hablar largo sobre una palabra o una línea, con lo que les da el chance a los energúmenos de leer a su ritmo de transfusión.

Mira, Ramón... Cuando oía un mira, Ramón, viniendo del Niño, me tensaba como las cuerdas de un violín. Mala pata venía. Me atreví a interrumpirle, a preguntarle si era posible conseguir café en el Instituto. ¿Café? ¿Quieres café? No venía al caso detallarle de mi relación enfermiza con los rusos blancos que me metía en el cuerpo noche tras noches para quitarme las ganas de no levantarme al otro día para llegar al Instituto. Ahora vuelvo.

No despreciaba yo al Instituto sin tener razones. Me jodían las reglas, a las que no les hacía mucho caso nadie, pero que allí estaban en blanco y negro para hostigarte con cargos de conciencia. Que si nunca entables con los energúmenos conversaciones que no tengan que ver exclusivamente con El Quijote, como si las hubiera. Cero tertulias. Que no les des mensajes ni les hagas encargos. Que ni cámaras fotográficas ni equipos electrónicos de ninguna índole, sólo se les permiten aparatos de radio a los energúmenos. Con los radios hacen maravillas. Envían correos electrónicos a toda la isla. Se enteran de las preguntas que van a salir en los exámenes. Reconstruyen imágenes porno y revenden pornografía infantil. No me pregunten, que lo mío con la electrónica nunca existió, pero la manera se la han buscado y de que lo logran lo logran.

Llega el Niño seguido de dos energúmenos que yo no conocía. Traen una mesita con mantel de hilo bordado en punto de cruz, ponen sobre ella un servicio completo de té. Me sirven café. ¿Leche? No, gracias. ¿Azúcar? No, gracias. Tacitas auténticas de Limoge. Dejan allí mesita y servicio y se van, no sin antes hacer que se las choque par de veces. Como hay tiempo, y el Niño, que casi nunca habla, tiene algo que decirme, a la vez que me saboreo el puya lo escucho. Mientras lo escucho, me fijo en el tatuaje que tiene en el pecho, nunca le he visto el pecho descubierto, pero el tatuaje le llega al triángulo que se dibuja entre el cuello de la camisa y la barbilla. Tiene también cruces de varios estilos tatuadas en los brazos, como hechas en casa, no por un profesional del tatuaje.

Bou: Ultimos energumenosEl cerdo nos dio un curso sobre Shakespeare, dice. Ah, pienso, también le llaman aquí el cerdo al cerdo. No pasamos del Mercader de Venecia, que la más fácil según el cerdo. Los energúmenos, quienes desde que descubrieron mi partir peras con el Niño se inhibían de venir a chocarla cada vez que me echaban el ojo, no se cohibían de acercarse cuando llegaba la hora, o mejor decir el momento en que por fin se destranca el cerrojo de la única puerta del anfiteatro. Se les iban solas las manos a los más nuevos, pero no se atrevían a insistir. El Niño, la mera presencia del Niño, los mantenía a raya, y Ángel, el guardia que abría los cerrojos cuando había que abrirlos, quien de un día a esta parte asistía de oyente a las conferencias.

Diserté como un bendito, y hay que ver lo difícil que resultaba entre los energúmenos disertar de esa santa forma, sobre el Mercader de Venecia, que en poco se apartaba de El Quijote, al menos dentro de las circunstancias del Instituto. Nadie iba a quejarse, les daba más tiempo a los energúmenos para hacer la lectura asignada, mañana será otro día.

Ángel cada vez se me acercaba más. Llegamos a convertirnos en un círculo cerrado Ángel, el Niño y yo. Ángel se me descubría vaso de erudición, casi tan sabio como el Niño, y más locuaz. No tan simpático, pero algo más eficiente cuando de culturas rápidas había menester. No tan profundo, aunque no hay que despreciar el hecho de que Ángel tenía a cargo la seguridad de todo el Instituto. Vestía extraño uniforme para guardia, blanco, perfectamente almidonado, con galoncitos dorados, y siempre andaba muy derecho, parecía estar hecho de pasta, por lo rígido.

Terminada la conferencia nos reuníamos los tres en la oficina, pequeño cubículo con banco y dos sillas como puestos allí con premeditación y alevosía por algún enemigo de las reglas del Instituto, para fomentar nuestras tertulias. Como había confianza desde hacía largo entre aquellos dos buenos sastres, el Niño disertaba a niveles intrépidos y a osadas alturas. Le concedíamos a la oficina carácter de célula neutral. Hoy habló mucho el Niño, y vale decir que, en la oficina, el Niño no comenzaba nunca a hablar con las introductorias aquellas de mira, Ramón, que siempre me ponían frío allá en el patio frente al anfiteatro.

Habló de los ratones y de las trampas para ratones, que tres según sus cálculos. Todas ellas salen del ratón mismo, porque el creador de los ratones no pudo evitar incluir en la estructura interna de su creación la clave ineludible e inevitable para exterminar ratones. Que si se comen el queso, decía el Niño, ¡ah, ya te joderás, ratón de mierda! Y de la sique interna del ratón, una vez observada, salía la idea de envenenarles el queso.

Ángel rió por primera vez, no a carcajada limpia, pero al menos la primera vez que lo vi reírse como un pateta. Que si te comes el queso, ratón de los mil demonios, que si llegas al queso por ese hociquito que Dios te dio, esa naricita que en proporción vale más que tu cabeza. ¡Qué cabeza, ni qué cabeza, ratón de la concha de Sumatra, si no tienes cabeza! Ángel interrumpió para decir, como el que aparenta improvisar versos: apéndice husmeante y fisgón amargo, con cuatro patitas, nariz roedora y rabo largo. El Niño, inmóvil con la boca abierta, guardó unos segundos de silencio que parecieron un minuto, en señal de asentimiento.

¡Jódete, ratón!, dije yo, concluyendo veloz como aventajado discípulo de aquel instituto dentro del Instituto, y exclamé: ¡Eureka, he ahí la ratonera!

Para cortarte la puta cabeza, prosiguió el Niño sin demostrar haberse sentido intimidado por mi intervención, con lo que me hizo el día, ja, con lo que me hizo el hombre más feliz del Instituto. Hasta ese punto estaba yo sometido a las leyes de la selva, que poco a poco había venido a conocer con la ayuda de mis nuevos cuates.

¡Ratón marica, te acabas de joder! ¿Que si ya te cortamos la cabeza con la ratonera? Sí, lo que digas. ¿Que nada nuevo, que eso ya lo tenías programado en tus códigos genéticos? Pero te la cortamos. ¿Que si tienes patitas muy dispuestas para llegar rápido y calladito al queso? ¡Ah ratón daopoerculo, me cago en tus muertos, que no te salvas de la que te espera! Una bandejita de apariencia inofensiva, como la de tus críos, rata asquerosa, pero vas a ver, vas a ver. ¿Quieres deambular? Anda, deambula, que vamos a poner estas bandejitas llenas de cola, pensadas expresamente para tus patas flacas y débiles. Si caes en ellas, y vas a caer, tendrás una muerte lenta como la que te mereces por comer del queso que no te pertenecía. Ratón del diablo, que si no te mueres, que si sigues saltando intentando escaparte te vamos a dar un golpe certero, el tiro de gracia, y acabarán tus escuálidos restos en la basura.

Al otro día era martes, ni te cases ni te embarques ni de tu casa te apartes. Me había yo no tomado ni seis ni uno ni dos rusos blancos por haber sido lunes el día anterior, como todos los lunes, de abstinencia, que otros guardan sus fiestas y yo las mías. En los últimos días, llegar al Instituto se había convertido en un llegar para mí al paraíso, a la mismísima gloria. Siempre confié en la palabra, por algo me las daba de cervantista y estaba en las de terminar en esos días por tercera vez la segunda parte del Quijote. Los energúmenos irían por el capítulo trece o catorce, que no recuerdo. Por falta de la ayuda de los rusos, o de su no ayudar, que ya les dije, para esto de levantarse a trabajar y, arriba, llegar a tiempo, llegué un minuto tarde.

Había Ángel abierto el cerrojo y estaban todos en sus butacas esperando por mí. El Niño me interrumpió el paso, pero no quería yo interrupciones, le hice señas de luego hablamos. No pude evitar fijarme en lo especialmente aseado que traía el uniforme. Me detuve unos segundos a contemplar la fracción del tatuaje que le subía hasta la nuez. El cuello de la camisa dejaba ver parte de la camiseta. Entre la camiseta y la esmeradamente planchada camisa sacó las antenas una cucaracha que parecía confabulada con el Niño para detener mi ascenso. Me quedé sin palabras mientras la cucaracha salía completa y se colocaba en el pico blanco del cuello de la camisa del Niño, como uno de esos claveles negros que llevan algunos viejos en la solapa del gabán. Tampoco quise hacer ningún movimiento imprudente que espantara a la cucaracha o que llamara la atención de los energúmenos, quienes con lo aburridos que estarían hubieran hecho una fiesta ante cualquier curiosidad. Logré que el Niño se hiciera cargo, tomó la cucaracha entre pulgar e índice y la puso en el suelo, todo sin mirarla, y sin que no otro sino yo pudiera servirle luego de testigo. Pude por fin subir y comenzar la conferencia.

Advertí dos guardias con metralletas a cada lado del escenario, primero vi los cañones de las metralletas como había visto las antenas de la cucaracha. Ángel había cerrado la puerta, y a pesar del escaso voltaje de las bombillas pude verles las caras a los energúmenos. Para hacérmelo más fácil, comencé a leerles directamente del Quijote, que se me habían metido en los nervios los guardias, las metralletas de los guardias y la cucaracha. Con temblequera en las rodillas me arrepentía en los adentros, (sin detener la lectura pero sin saber lo que estaba leyendo), de no haberme detenido a escuchar lo que el Niño había querido decirme. El abanico eléctrico, que nunca funcionaba, me lanzaba gélida corriente que se me clavaba como puñal en la espalda.

Seguí leyendo, no había otra cosa que hacer sino seguir leyendo el Quijote en voz alta, y dejar acontecer los acontecimientos. Entraron unos cuatro o cinco soldados, armados hasta las descargaduras, e iban por las filas sacando de mala manera a uno que a otro energúmeno. Se los llevaban a trompicones. Los que no se llevaban permanecían inmutables, atentos a lo que les leía, que seguramente no escuchaban como yo mismo no me enteraba de qué estaba leyendo. De cuarenta y ocho energúmenos que había, quedaban unos veinticuatro, y luego luego, mientras pasaba el período de la conferencia, se fue reduciendo el número hasta sólo quedar tres, entre ellos el Niño. Al fin tocó la campana que indicaba el momento de regresar al patio los energúmenos para el recreo, aquellos recreos en que nos reuníamos Ángel, el Niño y yo en la célula neutral.

En el patio del Instituto, tras la puerta de espejo, se celebra un elegante sarao con música. Había colgando guirnaldas de banderines con los colores nacionales para crear ambiente. Los asistentes lucen sus mejores galas. Se sirven cocteles y entremeses variados a los concurrentes. Las viejas están muy arregladas, buenas piernas siempre tuvieron, y se dan a los highballs, vaso tras vaso de los que sorben sin disimulo. No faltan el cura, el cubano y el cerdo, que voraces pican camarones y pedazos suculentos de langosta mientras beben cuanto les place.

A pesar del bonito día de fiesta, el Niño y yo preferimos quedarnos en la oficina discutiendo puntos de mayor trascendencia. Ángel no está con nosotros, deben haberle exigido hacer unas horas en el patio por el barullo de los asistentes. Nos ha choteado, dice el Niño. No lo creo así, en celebraciones tan concurridas hay que aumentar los contingentes de seguridad. Pero no vamos a discutir, menos cuando llegan a la célula neutral los guardias de las metralletas y otros dos que, sin decir una palabra ni dejarnos hablar, nos esposan con las manos a la espalda y nos sacan de allí. Comienzo a sospechar que el Niño ha acertado otra vez.

Nos sacan al patio trasero. Allí sólo se escuchan rumores lejanos de charlas y risas y leves los acordes de la música que anima el festín. Traen nuevos guardias a los otros dos energúmenos que faltaban. Me resigno a chocarla con ellos par de veces, hasta que los guardias dicen basta ya.

Poco después, minutos o segundos después, ante el pelotón de fusilamiento, nos encapuchan y nos mandan a recostarnos de la pared. ¡Le vendería el alma al diablo por un ruso blanco! Ángel nos traicionó, se lamenta uno de los energúmenos. Otros lloran. Rechinar de dientes. El Niño pide que lo desesposen y lo desencapuchen para el fin. Se lo permitieron. Abre al cielo los brazos tatuados con toda clase de cruces y grita a los cuatro vientos: ¡La muerte hay que mirarla cara a cara, dijo el manco! No hubo manera de corroborar la cita.


Comentario privado al autor: © Antonio Bou, 2000, [email protected]
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