13 diciembre 2004 |
Código SurCuento |
Antonio Bou |
No vale la pena quedarte solo ahí, me dice Kuchna. Hacía un frío bárbaro, menos diez, menos veinte, ¡qué sé yo cuánto bajo cero!... Éramos siete esta vez en el zódiac, bueno, nueve, si contamos al guía y al tripulante que había conducido la balsa por el mar de témpanos...
Lo más adentro, dice Kuchna, lo más cerca del polo sur que podemos llegar... No sé por qué te estoy contando esta historia, pero así fue... comienza en la expedición al continente helado.... ¡es que hay que contar!, como si le fuera la vida a uno en ello. Y por eso había bajado hacia el sur desde Santiago, hacia lo más al sur, por llegar a Tierra del Fuego e intentar navegar hasta la Antártida. ¡Y allí estaba!
Nir, quien siempre me parecía que me miraba con intensidad de vigilante, con actitud de agente, se me acercó para pedirme que no me quedara solo allí... no era seguro, dijo, pueden pasar tantas cosas al pie de un glaciar tan alto como éste... Te vas a morir de frío, volvió Kuchna a insistir. Pero yo quería estar solo frente al monstruo en medio del blanco descampado de nieves infinitas. Si tengo toda la ropa térmica, capa sobre capa, si debo de estar sudando debajo de tanto abrigo. Además, no voy a estar tan solo... Julián se quedaba guardando el zódiac. Claro, que se veían el zódiac y Julián como dos puntos negros allá en la costa donde habíamos desembarcado esta vez... Tengo las gafas, estoy protegido... No llevas guantes, dice Nir... Nunca los uso, los dejé en el rompehielos... Se te van a helar las manos... Tengo bolsillos, y con esta ropa soy una hornilla, pierde cuidado.
Ya se iban, empecinado me había salido con la mía... se violaban varios artículos del reglamento de la expedición dejándome allí, no hay que pasar ese detalle por alto... acataban, respetaban mi trabajo. Kuchna se aseguró de que subiera a unos diez metros más por lo menos... un gran pedazo de hielo que cae al mar puede levantar una ola de considerable altura, y en aquellas aguas no se dura con vida más de tres minutos. Lo sabíamos todos, nos lo habían dicho y redicho tantas veces. Aquí está bien, si tienes que moverte sólo camina en dirección al zódiac. Si se te duermen las piernas, muévete un poco, pero nunca te alejes en otra dirección.
Comprendía yo perfectamente. Nir vino de nuevo, mira, me dijo, te dejo la bufanda, no la necesito. Le sonreí, quise ser amable, déjala aquí doblada, puede que me salve la vida si baja la temperatura, pero en verdad dudo que vaya a necesitarla. Kuchna lo llamó que se apurara. Renata, la bellísima portuguesa que recogía especímenes a cada paso, me pareció una foca cuando me hacía señales de despedida... Los demás, Ian, el historiador frisio, Kim, la bioquímica americana, bella como su homónima la Novak, y los doctores alemanes, Hugo y Franz, se despedían saludándome con la mano antes de comenzar a subir.
La caminata en ascenso iba a durar tres horas, y otras tres el regreso. No habrá peligro subiendo, tienes que venir, había dicho Kim, que creía que mi intención de quedarme al pie del glaciar se debía al miedo a una caída, yo iré detrás. No había desembarcado esta vez Luciana, la doctora en física, especialista en hielo, que siempre iba tras de mí en caminatas anteriores para asegurarse de que no me cayera si daba un mal paso.
Es fácil dar un mal paso si se camina sobre nieve virgen cuya profundidad se desconoce. Lo peor es cuando sientes rocas cubiertas de líquenes bajo tus pies. Resbalan más que el jabón. Luego te carga la conciencia de explorador responsable... toma miles de años a un liquen crecer sobre una roca debajo de la nieve. Las instrucciones son claras, te quedas perfectamente quieto hasta que el guía venga a ayudarte... la tensión por el esfuerzo de no moverte es agotadora, el cuerpo parece pesarte dos o tres veces más de lo normal... tomas conciencia de ese volumen de masa que eres... masa destructiva que puede dañar la labor de miles de años de un pequeño y fuerte organismo vegetal, tu hermano sobre la faz de la tierra. Pero no por eso quise no ir con los demás.
Cuando ya se veían mis compañeros como minúsculos pingüinos casi al tope del monte por donde subían, comenzó a escucharse el ruido... el bramido del glaciar que se quebraba. Nir se hubiera querido quedar, lo sé porque como criptólogo él sabía que hacer los registros, a lo que me aprestaba, era básico para cualquier estudio lingüístico a nivel de significante natural. Había estado sumamente atento a mis observaciones sobre los témpanos. Hacía preguntas brillantes que abrían nuevas posibilidades de desarrollo a mis teorías. Mientras yo revelaba por las noches en la biblioteca del rompehielos las anotaciones del día, con la ayuda de Gloria, una estudiante mendocina, la más joven de la expedición, Nir se quedaba con nosotros, en silencio, observando con detenimiento las coloraciones registradas en aquel mundo que a simple vista era totalmente blanco.
La voz del glaciar se dejó oír ahora como trueno largo antes de que cayera el primer gran pedazo de hielo. ¡Un bang fastuoso, espléndido! La ola, carroza terrible sin auriga, llegó hasta mis pies, confirmando la experiencia de Kuchna. No me moví. Vi aquel edificio desplomarse, escuché el aparatoso estruendo del coloso que caía, registré sus espeluznantes signos en mi memoria... ¡Tchaikovsky!... ¡Napoleón!... ¡1812!... Se fueron sucediendo uno tras otros los golpes del glaciar, quedando en el agua apenas espacio entre témpano y témpano... apretado código... enérgicas cuadrigas implacables de mil formas, de estructura gigantesca correspondiente a la de los copos de nieve... San Juan invencible atacada por Drake... Estalingrado... Dresden... registros de exploración de uranio en Vietnam bombardeado. No iba a moverme.
Llegó Julián a traerme coñac y un bocadillo. ¿Está usted bien?, me dijo, aprovechando una breve tregua del brutal cíclope... Si quiere puedo llevarlo de vuelta al barco, pinta feo el derrumbamiento, sus compañeros tardarán otras tres horas en regresar... No, no, estoy perfectamente bien... este espectáculo lo han presenciado muy pocos, y será nuestro último desembarco... Mientras Julián regresaba al zódiac, el ulular feroz del viento se entremezclaba con los rugidos cada vez más débiles del desmesurado ventisquero. A la vez iba yo serenándome... recordaba el gran Teatro de la Zarzuela en Madrid... Wagner... alucinaba... walkirias... hasta la nota final del concierto... hasta que me envolvió el más completo silencio.
Bajaron con un herido. Franz sangraba profusamente. Lo cargaban Kuchna y Hugo. Se fueron los tres en el zódiac con Julián, las dos mujeres y el historiador belga. Quedamos Nir y yo esperando que regresaran por nosotros. Por Nir supe del accidente, una brusca caída a causa de un mal paso sobre una roca cubierta de líquenes... No usaste la bufanda, dice Nir... En un momento pensé que la necesitaría, pero vino Julián y trajo brandy... No hablamos más... ante el espectáculo del Apenodytes forsteri regresando a la costa, y sus predadores el Macronectes giganteus y el Hydrurga leptonyx, que se desarrollaba tras el secreto mutismo del titán helado.
Cinco días después, en Ushuaia, en El Café de la Esquina, hicimos Gloria y yo que el mozo nos sacara una mesa afuera, al sol. Con doce grados nos parecía puro verano. Era un almuerzo de despedida, al aire libre, con mi dulcísima y eficiente ayudante voluntaria... Nadie se extrañaba de lo que en cualquier otra latitud hubiera parecido imprudente desvarío... Sin Gloria no hubiera podido terminar mi trabajo, organizar los cientos de impresiones registradas... Tomábamos sendos margaritas gigantescos, tan grandes que luego supe que por preparárnoslos habían acabado con las existencias de tequila en la ciudad... Vi a Nir que cruzaba la San Martín en dirección a nosotros. Justo llegaba el remís que conduciría a Gloria al aeropuerto para su largo viaje de regreso a Mendoza.
Nir había estado buscándome toda la mañana. Como le había dicho que pasaría por el Cusco antes de regresar a casa, pensó que quizás aceptaría su compañía con lo que se aseguraba, según dijo, un intérprete inteligente en Machu Picchu... Por supuesto, no faltaba más, pero tengo todavía un compromiso que cumplir en el sur de Chile. Una semana, lo más una semana y media... ¿Qué tal si nos encontramos en trece días en Puerto Natale o en Punta Arenas?... Precisamente voy a Puerto Natale. Eso sería el día doce, ¿no?... Exactamente. Pues no hay más que hablar. Te va a seducir, después de un mes en la Antártida, hace falta algún monumento humano verdaderamente imponente como Machu Picchu para relajarse. Anotó algo en su agenda y se despidió con un nos vemos el día doce en Puerto Natale... Cualquier cambio, le dije, nos ponemos de acuerdo por e-mail.
Salí de Ushuaia la siguiente mañana. Como había tiempo decidí no ir en avión sino tomarme un autobús hasta Punta Arenas. La lentitud de los buses conviene después de expediciones agotadoras como el cruce del Drake en un rompehielos ruso sin estabilizadores. Se me pasó el tiempo de la travesía dormitando, revisando ese mes de ensayo e investigación intensos. Me estaba esperando en la estación de Punta Arenas mi viejo amigo Eduardo Viértel. Después de comer, en su antiguo Land Rover de colección yendo hacia Puerto Natale, hablamos sobre el proyecto que me traía esta vez a Chile. Trabajo que no me entusiasmaba, pero que me obligaba por tratarse de la petición de un amigo a quien debía lealtad por tantas veces que nos habíamos jugado la vida descifrando código.
El proyecto de Viértel consistía en revisar cientos de bultos que contenían documentos de Neftalí Reyes Basualto. Los papeles eran parte de un gigantesco estado financiero del poeta desde su primer viaje a Birmania en 1927, luego a Ceilán, Java y Singapur, y más tarde a España en tiempos de la República, hasta los años en que disfrutaba de la atmósfera estatista del Chile de Allende. El objetivo: descubrir patrones, más que otra cosa morfosintácticos, que corroboraran la autenticidad de los escritos. ¿A quién podrá interesarle esta información?, me preguntaba, pero nunca le insinué a Viértel que muerto el rico propietario, me parecía el trabajo más irrelevante que hubiera hecho en mi vida. Tan estúpido como escribir un ensayo para probar que Borges hubiera alguna vez abominado de Hitler o que Lorca y Dalí hubieran sido en algún período de sus vidas homosexuales prácticos.
Pasaron los días rápidamente. El frío no me abandonaba. Almorzábamos en la casa, la criada de Viértel nos preparaba sustanciosos cocidos y horneaba el mejor pan. Por las noches cenábamos en un restaurán vegetariano muy elegante en la plaza de armas. El resto del tiempo lo trabajamos perfectamente concentrados hasta revisar con la mayor cautela el último de los documentos. La sencilla conclusión, todo es auténtico, sin lugar a la más mínima duda, sin el mínimo margen de error, le alegró el semblante a Viértel. Me dio un sobre sellado donde estarían mis honorarios en euros. Salimos a tomar una copa para celebrar. En aquel bar estaba Nir, un día antes de lo convenido. Le pedí al mozo que le llevara un whisky de mi parte. Eduardo Viértel se despidió, era obvio que no quería conocer a Nir.
Nir llegó con cambio de planes. No quería ir a Perú, al menos no de inmediato. Había surgido un asunto de prioridad en Buenos Aires. Quería que fuera con él en calidad de perito... ¿Buenos Aires?... ¿volver a la Argentina?... y por dos semanas. Era de pensarlo... Esa noche de cuarto creciente, bajadas dos del mejor Cordillera del 99 durante la cena... tomé la decisión. No sólo era tentadora la oferta en términos monetarios... la oportunidad de trabajar con un colega de las credenciales de Nir no se podía rechazar. A primera hora al otro día hacíamos las reservaciones para el vuelo Punta Arenas, Santiago, Buenos Aires.
Llegamos a eso de las dos de la madrugada a Buenos Aires. Fuimos directo al Panamericano donde nos esperaba una suite con cuatro camas. No dormimos. Nir me explicaba el proyecto con lujo de detalles. Un proyecto difícil y hasta peligroso. Se trataba de inspeccionar más de mil cuerpos de doscientas hojas cada uno, la causa AMIA*. Supe por primera vez del alto puesto en asuntos especiales del ejército israelí que ostentaba Nir. Me santigüé antes de decirle que no tenía objeción alguna en trabajar con él ni con el gobierno del Estado de Israel. La mañana siguiente, después de una hora en el gimnasio, nos preparamos para ir a la Embajada donde habían improvisado una magnífica oficina para nosotros. Se sucedieron días extenuantes a causa de la magnitud de la faena y la vehemencia que la misma nos exigía.
Cada mañana hacíamos lo mismo. Una hora en el gimnasio... a eso de las once llegábamos a la Embajada. Allí trabajábamos unas nueve o diez horas seguidas. Se me hace difícil explicarte la densidad del trabajo, a veces pensaba que se iban complicando todas las figuras públicas de la Argentina en aquel gran rompecabezas. Me sentía mal. No me satisfacían las conclusiones o, dicho de otra manera, no llegábamos a conclusiones satisfactorias. Llegué a creer que me estaba robando lo que iban a pagarme. Aprendía yo demasiado y no resultaba nada certero de lo que investigaba. Saber demasiado suele ser arriesgado, me decía... sufría bajo tensiones reales o imaginarias difíciles de comprender.
Todos los días al salir, ya oscuro, íbamos Nir y yo a cenar en alguno de los mejores restaurantes de la ciudad... siempre juntos... probábamos los mejores vinos argentinos. Luego, casi borrachos, para poder distendernos y poder dormir, teníamos que ir a bailar. A bailar solos en el Asia Cuba, discoteca de Puerto Madero, lo que se conoce como el Buenos Aires de Ménem. Allí ultimábamos no sé cuántos margaritas y daiquirís de frutilla... hasta que nos rendíamos y llamábamos la limosina que nos llevaba al hotel para dormir unas cinco o seis horas y comenzar otra vez. Nunca me quejé. Cuando llegó el momento de rendir informes, sin embargo, no tenía yo criterio para discernir si era realmente importante lo que concluíamos. Pero confiaba en Nir. Nir me aseguraba que habíamos hecho un trabajo excelente.
Cumplidas las dos semanas de mi contrato y rendidos los informes necesarios esa mañana, quedamos Nir y yo en encontrarnos a las dos de la tarde en la esquina de Corrientes y Florida... Por primera vez me sentía libre en este viaje a Buenos Aires... pero fui puntual... Me esperaba Nir en una limosina blanca. Se bajó unos minutos, entramos a una tienda de calzado donde intercambiamos nuestros maletines. Allí estaban mis honorarios, esta vez en dólares. Nir me dio un abrazo de despedida, me dijo al oído que regresara al hotel, recogiera mi equipaje y que saliera de Buenos Aires lo antes posible. No hablamos nada más... un remís puesto allí como por encargo me recogió justo cuando salía la limosina que llevaría a Nir al aeropuerto... Me llevó al hotel. Bajé el equipaje. Me senté en la barra frente a un martini... a escuchar Tomo y obligo... pensando a dónde ir...
Fui a la estación de buses y compré un billete de coche cama para Mendoza. Quería darle otra mirada al Aconcagua, cruzar la cordillera por tierra para llegar a Santiago a iniciar mi viaje de regreso a Ítaca. Al llegar pregunté en la oficina de turismo por un hotel barato y limpio y ante todo seguro. Aunque llevaba montones de dinero, no quería hacer ostentación alguna. Me deshice de mi equipo de trabajo y de la ropa que había usado en el viaje, compré unos vaqueros, unos tenis y par de suéteres para cambiar mi apariencia, hasta comencé a entonar como mendocino. Tres días en Mendoza, la hermosa ciudad de la cordialidad, el buen gusto y el buen vino, como vacación... y otro autobús para volver a Santiago... Justo en el paso del Aconcagua me detiene inmigración chilena. Me destruyen el pasaporte y me niegan la entrada a Chile.
Regreso como indocumentado a Mendoza. Me confundo, no sé qué hacer. Llamo a amigos, pero es fatal intentar resolver este tipo de asuntos por teléfono. Trato de conseguir a Gloria. La madre, que contesta el teléfono con mucha suspicacia, me informa que se encuentra en Suiza. Con la ayuda de un contacto hecho a través de Nir en la Embajada de Israel, luego de más de un mes haciendo gestiones de todo tipo, me consiguen un pasaporte norteamericano. Salgo así de la Argentina.
En casa, una semana después, recibo un correo electrónico del doctor Hugo Schroeder con la triste noticia de la muerte de Franz... Siento el deber de cumplir con el colega difunto. Quiero ir al cementerio. Voy solo. El cementerio es un vasto campo blanco... Estoy ante la tumba de Franz... al que ejecutaron, me consta, ¡a causa de nuestro trabajo en el sur!... No me preguntes por qué... No sé... y si sé, ahora no puedo decirte... Pero escúchame con resuelta atención... ¡procura descifrar el código!... ¡Estoy ante la tumba de Franz!... me hallo solo frente al monstruo en medio del blanco descampado de nieves absolutas.
* AMIA, siglas de Asociación Mutual Israelita Argentina. El 18 de julio de 1994 ocurrió en Buenos Aires un terrible atentado terrorista. 85 muertos, 300 heridos y una investigación judicial que, 10 años después, aún no da con culpables.
© 2004, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Código Sur. Cuento», en Ciberayllu
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