CocodrilosCuentoAntonio Bou |
uando a Imanol le llegó la edad de casarse, si edad hay para ello, se contaba entre los solteros menos despreciables de Santurce. Los fondos de la familia habían crecido en los fructíferos años 60, las propiedades se tasaban en cantidades insospechadas. Tenían tres carros y un chofer. En cuanto a servidumbre hubo mejores tiempos, pero había tantos inventos nuevos, tantas ideas regeneradoras, tanta libertad sexual que la escasez de sirvientas no se hacía notar. Las máquinas se habían quedado con el mundo. Los enseres caseros, después de un siglo, rebasaban en minúsculo, dueños y señores, metas importantes de la revolución industrial. Se liberan las domésticas del trabajo doméstico. El pluriempleo de las jíbaras desaparece de aquellas coordenadas. El Club 22 se arruina.
Los habitantes del centro de Santurce entraban en pleno éxodo en distintas direcciones. El Santurce ya no propiamente residencial comenzaba a competir con los nuevos centros comerciales en las urbanizaciones de los suburbios. En Nueva York, la desarraigada puertorriqueñidad se multiplicaba a la vez que los mercados que la suplían, convertida la de las calles sin nombre, sin menosprecio de Santurce, en la más grande ciudad puertorriqueña. Los ahorros se invertían en hipotecas. Se poblaban sin aparente control nuevas zonas, una vez se acababan de sustituir arrabales con caseríos. Cándida vivía ahora en San Juan viejo, allende los muros de La Perla, y se lo andaba todo. Había echado tantos hijos al mundo que se perdía la cuenta. Siempre con moretones y chichones matizados, operaba su radar libre de obvia intervención administrativa nacional o estatal. En lo económico, el capital ahora lo manejaba el chulo de turno quien también administraba palos, puños y bofetadas sin necesidad de cómputos. Por lo que Cándida, a la buena y a la mala, se había ido convirtiendo en una de esas multinacionales que excitan las sospechas de los adeptos a las teorías de las conspiraciones. Los fondos generados iban a la larga a parar de las lavanderías a las arcas del Banco de Inglaterra después de fabulosos saltos bancarios y financieras carambolas. De ahí corrían por los ricos condados extraterritoriales de la República financiando los grandes negocios de armamentos y estupefacientes. Luego, recrecidos los caudales, volverían a lavarse para ser nuevamente invertidos. El negocito iniciado por Buga para bien de todos los interesados se le había ido de las manos echando raíces inusitadas y ramificaciones peregrinas. Cándida sin saberlo, o a sabiendas dentro de las extrañas estructuras que organizaban su mentalidad taína, fundamentaba uno de los más amplios mercados del mundo cuyas movidas a través de los tiempos y los espacios podrían aclarar y explicar los procesos históricos que caracterizan a la puertorriqueñidad. Imanol en cambio se interesó en esos años felices por las artes. No que no admirara ni emulase a la vieja profesora que en otras artes lo iniciara. Tuvo su tiempo, digno de tomar en cuenta, siguiendo los ejemplos de la natural educadora.. Una vez que doña Sayo y sus hijos, hasta el maricón, descubrieran la industria de Cándida y Buga, acumularon tanta prueba contra ellos como se necesitó para convencer a doña Bárbara de que dispusiese de la muchacha. La moral del barrio y por extensión de la ciudad entera estaba en entredicho según los suspicaces observadores del vecindario prestos a delatar al negro y a la india. Un Santurce moderno con todas sus calles recién embreadas y flamantes encintados se merecía otras coyunturas éticas. Había que fomentar no aquélla sino las bellas artes. El tinglado de la galería de las sobras debía ceder su lugar a una sala de conciertos o a un teatro de la ópera. Delataron pues los delatores dadas estas apropiadas circunstancias y doña Bárbara sin muchos aspavientos echó a la calle a Cándida quien bien le había servido. Aprovechando que el edificio contiguo aún se construía y que aumentaba el número de obreros de la construcción, y que ahora con la altura tenía mayor visibilidad y libre perspectiva, Imanol se inició, en esos días en que ya Cándida no estaba, en un nuevo proyecto creando un espectáculo para deleitar y entretener a los obreros a cierta distancia. Un proyecto que le rindió bastante. Una misa diaria que hacía llover monedas en el patio, colectas sonoras que al recogerse y contarse aventajaban las del rastrillo del señor cura los domingos. Llegada la hora de la siesta, Imanol se retiraba a su cuarto mientras doña Bárbara echaba la de ella en la galería como tenía por reciente costumbre. En el cuarto, Imanol abría de par en par la ventana y arrastraba la cama junto a ésta de modo que pudiera enfocarse aquélla completa desde cualquier andamio del edificio en construcción. En la cama se echaba a contonearse al ritmo de un bolero que sonara en la radio. Al instante se oían caer las primeras monedas. Juzgándolas suficientes, procedía Imanol a ir desvistiéndose paso a paso, deteniendo el proceso cada vez que dejaban de sonar las monedas que tiraban los obreros de la construcción entusiasmados con el espectáculo. Nuevas lanzadas al juipipío y continuaba el ballet horizontal de Imanol. Llegado el momento se aprisionaba el muchacho sus partes entre los muslos, cruzaba los brazos sobre el pecho fingiendo tetas y se exhibía todo desnudo semejando una doncella. Llovían entonces a raja tabla las monedas que les quedaban en los bolsillos a los hombres de los andamios. Los más coincidían terminando en el justo momento, empinándose peligrosamente, abandonados a aquel juego que los relajaba oxigenándolos para seguir el rudo trabajo hasta las cinco. Rindió fruto aquel espectacular negocio hasta que se terminó de levantar el edificio. Una vez lo habitaron inquilinos de la clase media, no parecía que se interesarían en patrocinarlo, ni a Imanol le pareció buena idea por no dar de hablar a aquéllos que iban a ser, sabe Dios por cuánto tiempo, sus vecinos. Junto a lo dicho, Imanol había tenido su violenta iniciación formal en el sexo a manos de un mulato que bien podía estar ahora entre las hordas de obreros que contemplaban el ballet de la ventana todas las tardes, enardecidos por aquel arte distanciado y rítmico que creaba el muchacho desde la intimidad de su recámara. Quin había trabajado en la construcción y le contó a Gen su hermano de lo que se veía por Santurce. Gen ya no se llamaba Gen, le decían ahora Papidín. Desde que salió de la operación estética subvencionada por la familia de Celes. El cirujano plástico había hecho lo suyo, y el agregado coleaba ahora la vivita copia del actor norteamericano según la foto que había llevado al médico para precisar lo que quería. Desde que regresó del hospital, la mujer y los cinco chiquitos le dijeron Papidín. Y así pase a la historia. Quin notificó a Papidín sobre el baile secreto de Imanol. A instancias de Din lo llevó Quin un día a San Juan a ver la función desde el andamio. A Papidín el espectáculo lo entusiasmó al extremo y quiso conocer personalmente a la estrella. Quin, que tenía más calle, se las arregló para llegar hasta Imanol.
Doña Bárbara se asustó cuando Imanol le pidió permiso. Insegura sobre qué hacer dada la diferencia de edad entre el nieto y el nuevo amigo, y dudando, desconocedora del ballet ventanero, de los orígenes de aquella amistad, pensó que mejor Imanol consultara con sus padres primero. Los padres ni pusieron el grito en el cielo como hubo sospechado doña Bárbara ni le dieron mayor importancia al asunto. Tal parece que los cautivó la nueva belleza plástica de Papidín y se sintieron orgullosos de que Imanolito hubiera hecho tan grata amistad. Papidín sin proponérselo los había seducido a los dos y doña Bárbara estaba por caer. Ese fin de semana se quedaría Papidín con Imanol. Irían al cine, al Sixto Escobar y a ver los cocodrilos del parque Muñoz Rivera. El otro, Papidín se llevaría a Imanol al campo. La primera vez que Imanol fue al cine con Papidín coincidió con la primera vez que Papidín fue al cine. A Imanol le pareció gratísimo acontecer, puesto que después del rapto del mulato no había vuelto al Matienzo. Vieron una de Tin Tan y Marcelo en que salía Tongolele. Papidín se fascinó con el séptimo arte, lo que tendrá sorprendentes consecuencias en la historia de su vida, que quién sabe si llegue a contarles el humilde amanuense que hoy pretende nada más que entretenerles con lo que les está contando. Por ahora les adelanto que para la autoestima de Papidín la película vino como anillo al dedo. Si Tin Tan podía con tal cara de imbécil, qué no iba a poder Papidín con su nueva cara de James Dean, aunque él nunca hubiese tenido claro a quién se parecía después de la intervención quirúrgica. No estaba México a la vuelta de la esquina, pero la posibilidad de llegar a los umbrales de Churrubusco Azteca para estrellar y hacerse famoso y correr el mundo en celuloide se veía mucho más sencilla y fácil de lograr que cualquier otro sueño que hubiéralo ilusionado. Con miras claras nada impide la felicidad del hombre. Siempre que se tengan metas fijas habrá hacia donde dirigir los pasos con alegría, motivado, seguro y contento con uno mismo. El sábado tempranito se fueron en el trolley al Muñoz Rivera. Otra iniciación para Papidín. Imanol se sentía importante guiando a su nuevo amigo por la ciudad. Todo el mundo lo conocía aunque en esos días Imanol no tenía la mínima noción del hecho. Miraba sorbiendo aquella realidad, inconsciente de que su presencia tuviera relevancia ciudadana alguna. Aunque aparentara y ostentara, Santurce se comportaba en esos días como un gran pueblo, formándose a la ligera con emigrantes de todos los pueblitos de la isla fascinados por la proximidad a los muelles, tentados por nuevos emporios, arrebatados por modernas especias. El crisol de la boricuidad se dejaba llevar plácido, entre olores de azucenas, madreselvas y brillantina, en amarillas carrozas chirriantes. La despejada puertorriqueñidad esbelta y completa movíase resoluta con energía extraída del aire puro y la ilusión de progreso que se escondía convocándola tras las tres metas rojas de pan, tierra y libertad. ¡Qué mundo tan consciente y creído de las posibilidades de alcanzar el trolley de la dicha! Papidín vio el mar al llegar al puente de San Antonio y quiso acercarse a la playa. Imanol le prometió llevarlo más tarde, pero le aseguró que en el momento importaba más ir a ver los cocodrilos y hasta intentar darles de comer. Recordó el agregado el ruido del mar atrapado dentro de un carrucho que una vez se pegó a la oreja. Había bajado al mar con toda su larga parentela un cuatro de julio por única vez. La tía Adela lo llevaba de la mano en una atrevida caminata por la orilla, saltando para no mojarse los zapatos. Tendría a lo más siete años. A pesar de que la arena se le metía en los zapatos poniéndolos pesados e incómodos, Genarín no se retiraría por voluntad propia de aquella aventura marina. La tía Adela, con su aburrimiento de la vida a cuestas, tampoco iba a desviarse de ligero vagabundo destino de tarde fresca por la orillita del inmenso Atlántico. El sol, el yodo, el salitre, la brisa suave, la arena pegajosa le devuelven a la mujer la alegría de vivir reconcentrándose en las coordenadas isleñas. Nada para mujeres como las islas. Aislas a su punto, lamdas por un mar insistente y constante, visictas por celosos marineros, raptas por piratas, alzas por ventoleras caprichosas, por venturosos faros quiméricos rectas. ¡Oh intuitivas! ¡Oh fláccidas! ¡Oh faldas! ¡Oh mal llegtas aunque bien directas! ¡Oh superlatas! ¡Oh rígidas! ¡Oh esmeraldas sin agasajos cósmicos! ¡Oh palmeras cimbreantes! ¡Oh anchas! ¡Oh mis dueñas! ¡Oh prisioneras del enuí y del esplín! ¡Oh santa descompaña! La alfombra rebordada de la costa les ofrecía a los paseantes sus tesoros. Pescaban sin redes y sin anzuelo de aquel templo del oxígeno líquido. Los cielos se le pintaron a Genarín de azules aceitosos, oliendo a brea, y a combustibles burdos, a causa de sus impresionantes años. Seguir, seguir. Adela, enamorada de la cresta espumosa de las olas, perdía épocas y vagaba por las adiposas marismas de la infancia. Muñeca que jugaba, frondas y bosques de aventuras de lobos y princesas abusas. ¡Qué difícil caminar por la playa sin recordar la dicha ingenua de los primeros reverberos de la pasión! Sin aún podernos irnos por ahí, querida Adela, te llevamos al pozo de la felicidad. Ven, trae al niño, no te dejaremos caer esta vez ni te haremos correr. Las cosas cambian en apariencia, pero están los mismos ángeles furiosos en las mismas cuevas. Llegan al pozo construido por desconectas causas con mecanismos ignotos en la arena. Si a alguno ofenden los desnudos o las reconditeces descubiertas de la sexualidad humana, es el momento para no salir de su capullo, jure si sigue ser mayor de dieciocho con lo que nos curaremos en salud, y entre si entra por habernos engañado con la que nos inculpa hasta algún límite sin engorrosos agravantes legales. Vamos pues. Allá Moncho, en el fondo del pozo, a unos diez pies de luz inversa, se autoexhibe y autosatisface a manos llenas, enseñando la dentadura pulcra en trinco gesto con fulgor de sonrisa. El pene tieso en ángulos se le escapa contra las paredes del pozo abriendo tajos de donde manan chorritos pausas como de relojes para medir que no registra el tiempo. Esta vez no huye Adela de la visión profunda, clava los ojos en Moncho, el mismo Moncho blanco de ha lustros y de retorno eterno. Lo ve. Lo ve hasta que a su amor termina como si fuera lumbre que lo alumbra. Él la ve y se propasa, exagera las notas del concierto. Ella no huye. Mana un huevo del punto y se rompe en burbujas de cerveza. A todo, Genarín transpira el susto. No sé cuáles explicaciones le ha dado al evento y a la imagen. De seguro recibe una lección importante no de bestias del campo, una clase de higiene personal que no desea olvidar. A usted que lee, le parecerá mala lección habiendo tantos apropiados manuales para enseñarle a un niño a masturbarse sin los inconvenientes a la sique y atentados a la moral de turno que el acelerado curso del seudosexólogo Moncho según usted para un menor supone. Haga tranquilidad en sus aguas, aquiétese que sabe que la letra no entra así de fácil, que más falta que eso y cuando menos sobran pedagogías en estas menudencias de la carne. Genarín no aprendió a la primera sino que sólo se le despertaron las ansias y equivocado quiso volver a ver, revivir el extraño sortilegio del preste Moncho en el pozo. No que volviese pronto, como iba. Pero quedó en la maraña de las sustituciones aquel usted dirá peligro y sí lo era, conexo a la natural sobrevivencia erótica del muchacho. Con tal bagaje en el emporio de las reminiscencias llegó a su oído el cuento de Quin en Santurce, y de ahí sabemos dónde nos hallamos y adelante. De difícil resultancia el proyecto que ahora les ocupa, si Imanol accede a bajar con Papidín a la playa. Mas no tan quizás difícil hallar el pozo en el a propos sitio. Pero caerá, caerá, y revivirá el muchachón la experiencia que hizo enclaustrarse aún joven a tía Adela. ¿Para qué querrá un hombre hecho y derecho tirar un niño a un pozo? De no haber sido Imanolito experto en la materia, todo se hubiera desarrollado de manera impropia; pero había que ir antes a los cocodrilos y darles quizás de comer si los dejaban. La vida es larga, Genarín Papidín, todo se alcanza. Tu mundo tan sencillo de esos años educaba a trompicones y burrunazos, la guerra les había enseñado mucho a los que ganaron la guerra. Cuanto antes mejor el niño deja el bobo, aparato también conocido como chupete o mamona, acabada o no la mamadera, destetado a prisa por modas divulgadas o por redistribución de los capitales ideológicos y nuevos proyectos de mercadotecnia de ganaderos. Lo antes posible. Se comprende fácilmente en la isla, es la consigna. La paleta, el chupachú, el cachumbambé de la chambelona, el pirulí, y los polvos de gofio, ejercitarían la succión y el sorbimento. Pero no habrá educación completa sin una cálida y productiva visita a la charca pedregosa centro de atracción del parque Muñoz Rivera. Mamaréis de la teta flaca o de la teta gorda, pero todo culto se sustituye por el culto apestoso al cocodrilo. Los caimanes reducidos al foso o en céntrica custodia. Observables. Vivibles. Dirigibles. Nutribles, menos selectivos que el chivo. Asume sin proponérselo Imanolito el pedagógico quid de la posguerra, fresco el hongo de Hiroshima en la memoria, y lleva a su amigo ya del alma a ver los cocodrilos. ¡Qué viaje! Uno bosteza luciendo la embotada dentadura. Los titeritos tiran piedritas al cuero recurtido. No se inmutan las bestias planas. Uno, con calma chicha, parece que lo enfoca con ojo mortecino a Papidín. El más gordo repta y se tira al agua. Los demás lo siguen. El movimiento en el foso ha provocado el silencio en los espectadores ingenuos. Papidín ha dado involuntario paso atrás, Imanolito está serio. Cuando a Imanol le llegó la edad de casarse, si edad hay para ello, se contaba entre los solteros menos despreciables de la sociedad merecedora de Santurce. No olvidaba a los reptiles. Los recordaba como si flores, cocodriláceas. Flores que comían gente. Flores caníbales. Tampoco olvidaba el lenguaje complejo y dinámico de los cocodrilos. Animalias incomprendidas. Capaces de dar maravillosos saltos para alcanzar la fruta tentadora en la alta rama. Capaces también de construir las legendarias cavernas y pasos subterráneos escasamente conocidos por geólogos taínos y de otras castas. Sierpes antiguas desterradas del texto por sabe Dios que mitras inquisidoras. La preciosa reptilidad imposible de separar de nuestra esencia taína, transportada a Nueva Jersey. El olor peculiarmente femenino de esa fértil cocodrilidad boricua. Imposible de suprimir genéticamente una raza si fecunda. Nunca seguro aceptó el cambio de estado. El primer problema lo presentó el vestido. Luego el orden prefijado de ceremonial de los esponsales. La música. La marcha nupcial. La esquemática sílfide asopranada cantando con el a to'cojón volumen el Ave María. Las damas musicantes. El club repleto. Los enmascarados a la mesa. El bufet. La salsa. Los primeros vestigios del proyecto asesino. Se celebró la boda, el brindis, el vals, aún así sin contratiempos. Para bien o para mal. Sin pena ni gloria. La suerte estaba echada desde tiempos de María Castaña. Si te cae el sayo, póntelo. Si no te gusta, no te lo comas. Cuando se casó Imanol ya no había cocodrilos en el parque Muñoz Rivera. |
© Antonio Bou, 1998: [email protected]
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