Revisando a Casiopeya

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 
Un día, estaba Acisclito con Ruiz en el bar de la esquina dándose unos palos (esto es para que entiendas de qué te estoy hablando y no te me confundas), y vieron calle abajo acercarse una mujer. A ésa no se lo mete ni el diablo, dice Ruiz. La mujer era la hija de Acisclito, que no tan mujer sino más bien niña aunque bastante desarrollada. Venía la jovencita del colegio, la prestigiosa Academia de la Santa Flagelación (fundada en la jovial Santurce por dedicadas trinitarias irlandesas), donde destacaba en las artes y las ciencias.

No vamos a decir que competía por el título de la mujer menos agraciada del universo todo, tampoco hay que exagerar a esos extremos. Se llamaba Casiopeya, Cristo sabrá por qué. Hay que decir que tenía notas excelentes en la Flagelación, lo que importa mucho si tomas en cuenta que en los tales días, aún sin Vaticano Segundo, en la institución alternaban estudiantes de ambos sexos. Así íbamos todos a la misa en latín a las siete y media todos los días, antes de entrar a clase. Casiopeyita estaba en mi grupo. La conocía bien. Las monjas la tenían en mucho por servicial y dispuesta, y hasta cantaba en el coro.

Vivía con sus padres (el papá le decía Casio, la mamá le decía Peya) frente a la Academia, lo que siempre supuse que le resultaría muy práctico. La imaginaba regodeándose en las ociosas plumas media hora más cada mañana. Por eso un día, mientras esperábamos que el sacristán abriera la capilla, vimos a la madre de Casiopeyita tratando de levantar vuelo desde la torta de su casa, una de las pocas que tenían torta en esos años. Luego en la vida me encontré con algo similar en una novela de Cortázar. Cuando leí el Ulises a la fuerza, tuve que recordar también a la señora madre de Casiopeya intentando alzar vuelo.

Leopoldo Bloom acaba de levantarse, va al baño, sale al balcón, sube la escalera con la jabonera de afeitarse en alto, como cura consagrando. Viste sólo bata de baño, abierta al frente, puesta al descuido, sin atar, y el viento se la levanta a lo capa de Supermán en vuelo. La madre de Casiopeya vestía un salto de cama, levantaba los brazos en alto, al parecer invocando espíritus. Luego aleteaba mientras corría de un lado a otro recitando de memoria poemas de Julia de Burgos, de Poema en veinte surcos. Una mujer con más cordura hubiera recitado a Pablo Neruda, dices tú. Bueno, sí, quizás tengas razón, pero vas a ver, vas a ver, no te me precipites.

Peligrosamente se trepa a una rama del grosello que hay detrás de la casa, la que tiene más cerca. De pronto el viento que nunca duerme le da y la pone en posición tan difícil como a aquella Talita que cruzaba la calle por una viga puesta de ventana a ventana entre casa y casa, según después llegué a saber por mis lecturas. No había caso en interrumpirla para decirle que se le veía hasta el vellocino, y menos a una mujer tan seria. Nos limitamos, tras pensarlo a fondo, a concluir que le patinaba el coco, con lo que comprendimos otra versión de la expresión corriente de estar mal de la azotea. La observamos absortos en su intento de altos vuelos, hasta que nos tocaron la campanilla.

Un día, estaba Acisclito con Ruiz en el bar de la esquina dándose unos palos, (esto es para que entiendas de qué te estoy hablando y no te me confundas), y vieron calle abajo acercarse una mujer. A ésa no se lo mete ni el diablo, dice Ruiz. Esa no era otra que Casiopeya, la hija de Acisclito. La otra, la que quería alzar vuelo, y no como te piensas, era la mujer de Acisclito, a la que nos referiremos de ahora en adelante, de ser necesario, como doña Casiopeya, de la que acabamos de concluir que le fallaba la coclaina, después de verla aleteando en el techo de la casa recitando el Poema en veinte surcos.

Decía Casiopeya, la hija de Acisclito, mi compañera en la Academia de las trinitarias irlandesas, que a Julia de Burgos la habían ejecutado en Nueva York por culpa de Pablo Neruda, que había escrito aquellos Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que hasta Lissette cantó luego por la radio. (Disculpa que me reitere, pero es para que entiendas de qué te estoy hablando y no te me confundas.)  Todo se debió, explica Casiopeya, a un tractor de arado que se inventaron los de la International Harvester. Tremendo aparatón con dos aletas que se extendían hacia los lados, cada una con cinco cuchillas para arar. Los amigos de Julia habían querido que la conociera Pablo Neruda. No la dejaban en paz con el asunto, insistían en que Julia le pidiera un prólogo para un libro, algo así como Llorens Torres cuando vino Santos Chocano.

Mira qué casualidad, le decían, Poema en veinte surcos y Veinte poemas de amor. Queda perfecto. Julia era una mujer perfecta, muy religiosa, muy católica, habla ahora Casiopeya. El tractor de la International Harvester convertía en un bilí preparar el campo para la siembra. En un predio, con un ir y venir de las diez potentes ruedas de arado se hacían veinte surcos (esto es para que no te me confundas). Así que Julia no tenía cara para irle a Neruda con el cuento de las influencias y de la admiración desde niña. ¿Por eso la mataron? Calma, piojo, que el peine llega, que lo del tractor fue en tiempos de la huelga en la caña.

Un día, estaba Ruiz con Acisclito en el bar de la esquina dándose unos palos y vieron calle abajo acercarse una mujer. Muy bien desarrollada la Casiopeyita, aunque ya sabemos de qué pata cojea. Tenía obsesiones con Julia de Burgos a la que admiraba horrores. Sí, mira, la mataron en Nueva York los de su mismo bando. Contaba, luego de que fuera a Nueva York a investigar, que la calle estaba toda hecha un gran charco de sangre rosadita, que antes de que levantaran el cadáver ya habían regado bien la calle y no se notaba nada, pero que los vecinos lo recuerdan clarito. Todo lo que hay que hacer es ir y preguntar. Los de su mismo y los de no su mismo bando, aclaraba, que un bando era uno y otro era otro pero en esos años no se sabía, decía Casiopeya, la hija de Acisclito, mi compañera en la Academia de las trinitarias irlandesas.

La última vez que la vi, Casiopeyita estaba vieja, estaba Ruiz con Acisclito en el bar de la esquina dándose unos palos, y vieron calle abajo acercarse una mujer. No la misma, que sabes lo que nos hace el tiempo. Iba andando y antes de que Ruiz pudiera decir una palabra, me reconoció y me hizo señas para que me detuviera, iba yo en el Forito viejo de siempre.

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Comentario privado al autor: © Antonio Bou, 2000, [email protected]
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