18 setiembre 2004 |
Black JackCuento |
Antonio Bou |
Si te da el tiempo... y los fondos... para divertirte en Mendoza puedes dar una vueltecita por el casino. Hay dos. Uno flamante, propiedad del gobierno provincial, algo fuera del centro de la ciudad. Otro, privado desde tiempos de Ménem... como un flechazo en el corazón de Mendoza, en plena plaza de la Independencia, casi justo donde antes estuviera situado el anterior.
Los mendocinos pudientes se divierten jugándose los capitales gordos y flacos... pasan las horas de la noche hasta la madrugada en esos ambientes chic que los casinos proveen para hacer sentir menos compungidos a los tristes, menos solos a los solitarios... Se agrupan a las mesas personajes que de tanto acompañarse en las poco frecuentes alegrías y las acostumbradas pesadumbres de ver esfumarse lo apostado sin compasiones ni misericordias... en las buenas y en las malas... acaban amigos y, si no amigos, colegas, cofrades, cómplices.
Como los mendocinos faman de gente amable y dulce en su trato, se salen estos casinos del molde que estructuraran cine y literatura (desde Dostoyevski hasta Pileggi y Scorsese) con retóricas de imponentes dramatismos. Los mendocinos brillan de buena gente... siempre serenos, quizás también andan ciegos, como ciegos andamos todos cuando tenemos la traviesa realidad demasiado cerca... No faltan en el casino el usurero y el matón, y no faltarán los suicidas... pero no los vemos, que también me siento mendocino de corazón y debo incluirme en esa primera plural de la ceguera compartida.
Se encuentran en el casino mendocinos de toda cepa, pura e impura, dura y blanda... el mundo del dinero habilitado para jugarse los pesos mientras ve pasar el tiempo y espera que se arreglen las cosas si la Argentina... por un golpe de suerte inusitado... acierta y se lleva ¡el gran jackpot que todo lo resuelve! Uno no ingenúa, ni como mendocino ni como puertorriqueño... no olvida a la abuela Evangelina, quien cuando la prima Agata se comprometió con el crupier que luego de llevarla al altar la abandonó con ocho meses de embarazo, afirmara contundente que del casino no podia salir nada bueno. Falso, creo que la abuela se equivocaba, especialmente si nos referimos a los casinos mendocinos, donde conocí a innumerables amigos que llevo en el corazón por sus atributos y cualidades de nobles seres humanos de excepción.
No obstante, conoces también alguno que otro caco o ratero, como el caso de este Jack amigo mío, quien no sé si por curas en saludes o por mera amistad me contó parte de lo que ahora quiero contarles a ustedes, distinguidos, mientras nos acompañábamos como buenos hermanos este australiano de armas tomadas y yo en un viaje siniestro ante el cual se queda en pañales desechables aquel famoso Mexican Bus Ride.
A Jack no lo conocí así como se conoce la gente en la vida normal... no me lo presentó nadie, ni nos dimos la mano ni dijimos un gusto ni esta boca es mía... La segunda vez que lo vi me dijo que me conocía y me hizo recordar la primera vez que lo había visto. Lo miré fijo a la cara, me parecía tener registrada en algún resquicio del cacumen aquella sonrisa entre angelical y diabólica... ¡ah sí!... por supuesto, había estado sentado al lado mío, digamos que un mes antes, ¡en una mesa de Black Jack en el casino!, el de la plaza de la Independencia.
Como andaba huyendo, a mi manera, de la irrealidad de mi último mes en Mendoza, quise salir de allí de manera no brusca, sino despacio... suavemente... paradójico en un viaje lento de tres días con sus noches... desde Mendoza a Lima, para desde allí abordar el avión que me traería de vuelta a la del encanto... La única manera en que pensaba que iba a poder hacerlo... dejar los paraísos mendocinos a los que me había acostumbrado, y llegar a romperme el corazón definitivamente por aquello de que ojos que ven corazón que siente... tan al contrario de la visión sabatiana de los argentinos... ¡y tan la misma cosa! No me impresionó en lo más mínimo que Jack se me definiera de sopetón como criminal... que al igual que yo andaba huyendo.
Ni me impresionó ni me lo tomé en serio... seguimos hablando de sabe Dios qué cosas de las que ahora no quiero acordarme, mientras me acomodaba en la silla al lado de la suya, los asientos uno y dos del tren transportador de prisioneros a la Siberia... u otro tren que llevaba a los últimos nazis fuera de Alemania tras ganar los aliados la guerra... Y resultaba eso o mucho más, o mucho peor quizás... ¡la guagua de los infiernos!... según la perspectiva desde la cual se observara el fenómeno...
Aquel bus llevaba obreros peruanos de vuelta a su patria... hacinados, sobrecargados de equipaje, cada uno a su modo contrabandista o traficante, al menos en ilusiones. Señoras que servían en Buenos Aires, muy calladas y formales... la mayoría analfabetas, y la que no, harto ignorante de sus derechos como pasajero y como individuo. Personajes que sin pensarlo mucho hubiera podido llamar esperpénticos recordando a Valle Inclán, si no estuviera convencido de que los peruanos si cobraran por dignidad y decencia, se pasearían entre los millonarios y no habría en el mundo país más rico que el Perú.
Naturalmente que hedían, tanto a sudor como a excrementos, estas pobres gentes... ¡mejor no acercárseles!... pero al fin y al cabo acabamos hediendo también largo y sustancioso Jack y yo, lo que comenzó a hacerse notar después de la primera noche. No había baño disponible, ni agua, ni café, ni entremés ni caramelito de cortesía... Nada de nada sino pasar y pasar por los increíbles paisajes desde el gran monte nevado al amarillo desierto hasta la costa gris del Pacífico... ¡Sólo una parada al día!... para bajar a estirar las piernas, a comer lo que vendieran, a beber y a usar los más primitivos aseos de la ruta.
Sentados en dos butacas estrechas y apenas reclinables, día y noche, Jack y yo no pudimos sino intimar a las más elevadas potencias a las que se puede sin llegar a compenetrarse... La primera noche, el gigantesco parabrisas enfrente... apenas veinticuatro centímetros para los pies... (un pie para dos pies diríamos en no métrico)... comenzamos muy tiesos y derechos a pescar después de dieciocho horas de agotadora inacción... Caímos fácil... sin vueltas ni ronquidos... indiferentes a los olores que emanaban del grupo humano que nos acompañaba dócil... niños que vomitaban... viejos que ampulosos meaban en botellones vacíos de gaseosas... mujeres que vaciaban... con suspiros de satisfacción... los oscuros intestinos en bolsitas plásticas que luego cerraban anudándolas y las guardaban en otras bolsas que dejaban debajo de los asientos... Culos mal limpiados, bajo capas y capas de mantas y toallas... Manos sucias embadurnándolo todo...cubriendo toda superficie de católica pegajosidad... rascaduras de pies llagosos... sobacos como fuelles... grajos centellantes... y el continuo peer y follonear en círculos y sin fronteras de aquellas nobles almas por tanto tiempo privadas de servicios higiénicos no ya adecuados, sino de ninguna índole.
Esa madrugada desperté sobresaltado sintiendo detrás de la oreja derecha algo que entre sueños había creído pesado aparato telefónico... ¡un tennis de Jack!... Mi pierna izquierda yacía totalmente dormida hasta la nalga y en el brazo zurdo sentía calambre... Ambos, pierna y brazo los tenía pillados bajo la espalda corpulenta de Jack... En el brazo derecho sentía el peso de la pierna izquierda de Jack que me cruzaba incongruente el pecho (la mano izquierda la suponía agarrando el teléfono). La sensación se me figuraba como la del que entierran vivo en una fosa común. Al advertir una tercera mano que me hacía ademanes frente a los ojos, casi grito al creerla también mía... ¡una tercera mano!... ¡me estaba convirtiendo en mutante!
Con lo que acabo de describirles podrán llegar a explicarse por qué me hice amigo de los conductores y pasaba larguísimas horas abajo en la cabina donde además me permitían fumar. Sólo cuando ya el cuerpo se me rendía de cansancio, regresaba al catreasiento de las desdichas. Podrán igualmente concluir sobre el grado de intimidad al que llegamos Jack y yo en poco tiempo... y se verá verosímil que me contara con tanta confianza sobre su manera de operar en los casinos de América del Sur...
Jack pertenecía a una red de ladrones que se mueven por el continente suramericano visitando todos los casinos donde hubiera ruletas y mesas de Black Jack. La operación resultaba bastante sencilla... sabían los nombres de algunos crupieres asociados al grupo. Al localizarlos, se sentaban a jugar en sus mesas o a apostar en sus ruletas. ¡El crupier de ruleta sabe donde va a caer la bola!, me dice Jack... ¡no falla!... La función de Jack consistía en apostar a una serie de cinco números que se hallaren en serie en la rueda. El crupier con facilidad iba a acertar en uno de ellos... y con dos o tres apuestas fuertes cobradas, Jack estaba listo para irse a cambiar sus fichas.
En la mesa de Black Jack el procedimiento se daba más burdo y sencillo. Esperaba Jack los momentos en que no hubiesen jugadores y se sentaba a jugar solo con el crupier. El asunto consistía en que el crupier le pagaba a Jack su apuesta hubiera o no ganado. Esto no duraba mucho, pero en tres o cuatro manos se esquivaba el ojo del supervisor... si no se contaba como parte del grupo... y una vez se levantaban más o menos quinientos dólares, se iba Jack. Estos dineros así ganados no le pertenecían, sino que tenía que entregarlos, una vez salía del país, a un agente que encontraría en el aeropuerto del nuevo país al que fuera. De esos fondos saldría su sueldo... Como ves, me insistía Jack: ¡un criminal!... te lo digo así a la primera no te lleves luego sorpresas.
No le hacía mucho caso, me parecía que trataba de hacerse el interesante. Por otra parte, el hambre continua no me dejaba tiempo para pensar. Cuando llegaba el ansiado momento de bajarnos en algún friquitín de mala muerte, en los que paraba este autobús de infelices, se me encogía el corazón viendo que la mitad de mis compañeros pasajeros no compraban comida. Jack decía que no comía para no tener luego que necesitar ir al baño. Los otros, según los conductores, no comían porque no tenían dinero. A las torturas ya sabidas del viaje se unía doloroso el tener que sufrir este ayuno involuntario de muchos. Cuando le comenté a uno de los conductores sobre el ayuno de Jack, me sorprendí al oírle decir que algunos que no comían lo hacían porque llevaban droga en la tripa y no querían que se les saliera.
Entrados ya en Perú, paramos a hacer la comida del día. Se trataba de un ventorrillo bastante abierto en medio del campo y lo más curioso que había allí se reducía a una novilla atada a la puerta, rodeada de perros que la cuidaban. Todos tuvieron que ver con la novilla, el único divertimento en todo el largo viaje. Las mujeres llevaban a sus niños a acariciarla. Los hombres comentaban sobre su precio y sobre la cantidad de carne que se sacaría de ella. Fuimos Jack y yo también a ver la novilla... pero ¡qué terrible susto! cuando los perros se pusieron como endemoniados al ver a Jack y lo hicieron correr... ¡uno de ellos logró morderlo! un poco mas arriba del talón... pero Jack supo como zafarse.
Luego en el autobús, en el último tramo de nuestro viaje, Jack me confesó que los perros tenían algo con él. Me enseñó tres grandes cicatrices que le marcaban el cuerpo causadas por ataques de perros. No comenté nada... pero medité un poco... sobre perros y ladrones y sobre la capacidad que tienen los perros para reconocer la maldad en el que se les acerca... al ladrón se le señala modelo de deslealtad...al perro como ejemplo de extrema lealtad... divagaba... no se llevan... ¡el agua y el aceite!...
Entró la tarde calurosa, la modorra después del almuerzo nos hizo quedarnos dormidos... cuando despertábamos entrábamos en Lima. Al bajarnos en el terminal, le dije a Jack que iría al aeropuerto a dejar mi equipaje en consigna antes de hacer mi reservación de avión para el día después. Dijo que también tenía que ir al aeropuerto. Compartimos el taxi...
En el aeropuerto, hecha mi diligencia, nos sentamos en un barcito a tomar un café... Jack sacó del bolsillo de la campera un mazo de cartas... las barajó con la maestría de un auténtico crupier... Me pidió que cortara... Nos vamos a jugar los cafés, me advirtió. Me tiró dos cartas: as y jota...¡Black Jack!, dije sonriente, ¡qué suerte!... ¡Ah, Hispanoamérica!, exclamó Jack, recogiendo las dos cartas y devolviéndolas al mazo. Me hizo un guiño... pagó la cuenta... dijo que tenía que ir al baño... ¡desapareció!... como la pandilla del humo.
© 2004, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Black Jack. Cuento», en Ciberayllu
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