Amor eterno

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Vi a Gorko en Cádiz hace siete años y desde entonces lo sigo. He viajado el mundo siguiéndolo. Os juro que vale la pena. Lo vi por primera vez en misa un domingo de primavera. Me gustó desde ese feliz momento de mi vida. No me malinterpreten, la seriedad ha caracterizado siempre mi honesta femineidad. No iba a gustarme el muy zorro. Le sacaba cabeza y media a todos los demás. Alto. Altísimo. Un monumento. Como un futbolista. Y qué cuidado, qué esmero en el aseo personal, qué bien vestido. ¿Pero para qué os canso?

Gorko no sabe que lo sigo a todas partes. Y mira que se mueve. Mira que camina. Pero yo no voy a contarle a nadie las cosas que hace, ni a insinuar siquiera que Gorko hace cosas que no debiera. No lo espío ni investigo. La vida de Gorko la respeto como cosa suya. Así debe ser. Nunca me pareció bien lo que hacen los detectives, las novelas de detectives las odio. Las novelas de misterio no digo que no tengan su aquél, pero a eso no enfilo ni de eso se trata la relación sincera que quiero hacerles de mi seguir por todo el planeta hasta el final al hombre que más me ha gustado en la vida.

Él no lo sabe porque quizás no deba saberlo todavía. Pero también os diré que el pobrecillo va siempre como al despiste por esos mundos, aunque en verdad no pueda yo decir ni quiera que no sabe lo que hace. Bien que lo sabe. No pertenezco yo al club de las tontas. Gorko no mueve un pie más que por interés. Le encanta el dinero, siempre quiere mucho dinero. Pero no lo mueve la avaricia, claro que no. Bota todo lo que gana. Si me dejaran administrar a mí las fortunas que se echa al bolsillo, ya las haría crecer, que mi algo sé de inversiones. Yo jugaría a la bolsa, que así se hacen ricos los ricos. Nada de comer fuera todos los días, eso arruinaría al barón de Rothchild. Pero este hombre Gorko no sabe que yo lo sigo, y que lo amo, porque por qué no iba a gritarlo a los cuatro vientos. Lo amo.

Bou: PinturaNo todo hombre tiene la dicha de que lo amen como yo amo a mi Gorko. A mí me enseñaron a amar, yo tuve padre y madre, cumplo fielmente con lo que manda la madre Iglesia. En Madrid una vez casi me lo quita una mala mujer de esas que no piensan en otra cosa que en casarse. Bruja. Me lo llevó hasta a conocer a sus padres. Me lo engañaba con la mar de zalamerías. Pero yo no dejo de ser quien soy, no me iba a quedar cruzada de brazos por más que despreciara a los detectives. Hasta me despreocupé un poco de Gorko en esos días. Y como lo que el hombre tapa, el diablo lo destapa, me enteré de varias cosillas de la bribona y la puse en evidencia. Ya había estado la mosca muerta antes con otro hombre y se me le fingía doncella al Gorko. Él no sabe lo que hice por él. Cuando lo sepa me lo va a estar agradeciendo hasta que se muera.

Pero Gorko no se me muere, ah no, no mientras yo viva. Nada de cuentos ni de poemas, aquí la realidad llana y escueta. Tarde o temprano tendrá que enterarse de todo lo que hago por él. Antes me daba algo de vergüenza que pudiera enterarse de todos estos años que llevo siguiéndolo, pero ahora que la ingeniería genética está tan adelantada me he puesto hasta caripelada. Puedo hacerlo fácilmente padre de mi hijo. Cuando una mujer buena como yo ama a su hombre, no hay impedimento para los mayores sacrificios. Ni para los más atrevidos experimentos. Un día de estos me le voy a enfrentar y que se sepa lo que se tenga que saber.

Así se hablaba Trinidad en el avión que la volaba a Atenas. Hablaba sola, pero yo la oía perfectamente mientras me hacía el dormido. Gorko, imposible de no identificar, estaba cuatro filas de asientos más adelante, chocándole la cabeza con el panel del techo. No parecía, en la humilde opinión de un agente cazanazis como este servidor, la gran cosa de hombre, pero para el gusto se hicieron, ya se sabe, y cada cual guste de lo que le guste. No está mal esta petisa que habla dormida. ¡Qué olores a ámbar del bueno! Las rodillas que me luce, atraen, y el escote, aunque demasiado cerrado para mi gusto, oculta volúmenes comedidos pero interesantes. Si en una barra, me le adelantaría: ¿me invitas a un trago, guapisísima? De no haber inconvenientes acabaríamos encamados en mi casa o en la de ella o en algún hotelito próximo.

¡Ah, las mujeres! Malditas, y cómo me gustan. Todas. La que más o la que menos, vieja o joven, guapa o fea, negra o blanca, me camela, me inspira cada cosa. Por las mujeres bajo yo al infierno y vuelvo. Siento esa sensación de poder en las entrañas cuando tengo una así tan cerca, dormitando, abandonada en el reino de las somnolencias. ¡Qué debilidad! El pene siempre me reacciona de la misma manera, dulce y perturbadora manera. ¡Ah monstruo, cálmate, que no te soliviantas en el mejor lugar ni el más apropiado momento! Estamos en pleno vuelo. Hay mucha gente aquí.

Pero estos vuelos vuelan, ya avisan que nos amarremos los cinturones para aterrizar. Deja despertarla. Gorko en estos precisos momentos se levanta para ir al water, supongo que para eso se levanta. La toco suavemente en el hombro, me mira con ojazos asustados y me dedica una sonrisa formal mientras se alisa la falda cubriéndose las rodillas. La azafata le llama la atención a Gorko. Debe quedarse en su asiento. Vamos a aterrizar. Gorko la empuja haciéndola caer a la bruta. Ahora saca una pistola. Viene hacia acá. Trae los ojos extrañamente descompuestos. Enrojecidos. Las pupilas de un blanco verdoso fosforescente fijas en mí. Me agarra por la pechera y me saca del asiento. Me dispara a quemarropas, una, dos veces. Caigo cuan largo en el pasillo.

Gorko, Gorko, amor mío, ¿qué has hecho? ¿De qué me conoces, perra? Soy tuya, Gorko. Te sigo desde el día en que te vi. Amor a primera vista. Para eso somos buenas las mujeres. Soy tuya, úsame, tómame de rehén, secuestra el avión, liberémosnos.

Gorko se confunde un poco, pero la oportunidad se le ha presentado de perlas y en bandeja. Pistola en mano y violentamente asido al escudo que se le ofrece, se dirige a la cabina sin darle tiempo a pensamientos. Trinidad se siente plena en sus estratégicas funciones semitrágicas. Le ordena Gorko al piloto que los lleve a alguna parte. ¿A dónde? ¡Al Caribe! A una isla. ¡Al paraíso, coño! El piloto y el copiloto tiemblan, ya hay un muerto a bordo y lo saben, y una azafata mal herida. No tenemos combustible. ¿No tenemos combustible? ¡Pues aterrice y aprovisiónese, coño! Piloto y copiloto se hacen la caca encima. Proceden al aterrizaje. Informan a la torre de control el secuestro del aparato, piden el combustible. Piden que se tomen las medidas de rigor en esos casos para bajar a los pasajeros. No se baja nadie, ni el muerto, tengo una granada, dice Gorko, no pise en falso.

Aclarado el asunto, todo fluye otra vez sin dificultad. Despega el avión nuevamente. Largo viaje. Sobre el medio Atlántico, a miles y miles y miles de metros de altura, Trinidad sonríe impertérrita. Pensándolo bien, le dice a su protegido, ¿por qué no explotar la granada ahora, aquí mismo en la cabina? ¿Estás loca? Si llevo dos millones de dólares en el maletín. Si lo que me espera es la felicidad total, mujer.

Trinidad se pega aún más a su hombre. Hace un mohín de tristeza y coquetería. Coquetea sin ambages, directa y atrevida, lo que nunca en su santa vida. Gorko siente aquel cuerpecito tan enligado al suyo. Ya la recuerda. Sí. Una mañana de primavera en Cádiz. La presión de aquellas masas femeninas lo domina, lo excita. Aquella perra acaba despertando en su corazón incauto de hombre de mundo el abismal e ineludible deseo de la eternidad.

© Antonio Bou, 2000, [email protected]
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