Imelda se fue. Y nuestras lágrimas tienen un extraño sabor épico, un sabor de vida heroica. Humana hasta el final de sus días. Cada célula de su cuerpo comprometida con aquello en lo que creía.
La recuerdo a principios de los sesenta en nuestro colegio común, el Carmen. Una de las chicas brillantes de su promoción. Pero por más esfuerzos que hago no puedo hallar en mi memoria ninguna imagen suya de esos años donde su rostro mostrara algo de superioridad, de arrogancia, o siquiera de legítimo orgullo. No. Siempre fue como la flor de la retama, de una alegría sencilla, y muy nuestra..
Algunos años después la volví a encontrar, ahora en Lima. Alfabetizando a gente de un pueblo joven con el método de Paulo Freire. Fue una sorpresa. Ella del contingente de la UNI y yo de la Católica. Ella con unas ideas y yo con otras no muy diferentes. Pero ambas de izquierda, ambas con los sueños de esos tiempos, pensando que había que hacer todo por buscar un mejor destino para nuestro país, con la pasión de los diecinueve años...
Nos reencontramos hace unos cuatro años. En la pasión por Jauja. Cuando supo que yo tenía algunas ideas, de inmediato me llamó. Comenzamos a reunirnos. Su casa y la mía fueron testigos de múltiples confidencias "jaujinas". Me contó la historia del cotón en Jauja. Me habló de las casonas y de los balcones. Y vino lo de la Plaza de Armas. Luchó hasta que lo logró. Preocupándose de todos los detalles, hasta de los mínimos, como cuando presentó la maqueta en Lima. No hizo su tesis ni cuidó su salud. Y más de una vez de sus frágiles bolsillos salieron fondos que nunca regresaron. Era ostensible el dolor que sentía porque el día tuviera más horas para estar con Carlitos, su hijo.
Trabajó en silencio, huyendo de las cámaras, sin entender por qué todos la queríamos y apreciábamos su trabajo. Pues en su espíritu generoso no había lugar para los halagos ni los honores. Siempre estaba ocupada soñando. Y dando aliento a todo proyecto útil para Jauja. Soñaba con la hermosa plaza, con la afluencia de turistas, con un renacimiento económico basado en lo que es nuestro, en el patrimonio escondido que se empeñó en sacar a la luz.
Yo agregué a sus sueños el Museo de Jauja, que ya no es un sueño lejano. Porque no concibo otra forma de recordarla que continuando lo que ella comenzó. Ojalá que se respete el plano original de la Plaza de Armas: el canto rodado, los árboles, el bronce. Ojalá que a nadie se le ocurra poner luces de colores o la "modernidad" del mal gusto.
Y no lejos de esta plaza, en honor a Imelda, algún día tendremos el museo que no nos permita olvidar de dónde vinimos, el archivo histórico y musical que muestre a los nuevos jaujinos la trayectoria de la música y la alegría de las cuales son herederos. Ya no estamos en Jauja, pero podemos permanecer allí con algo más que la nostalgia. Ayudando a que los jóvenes que hoy la habitan, como nosotros lo hicimos hace varias décadas, puedan hacer realidad sus sueños.
Estoy triste. Miro los aretes azules que Imelda me regaló durante nuestra última entrevista, que ella sabía que era una despedida. Y nuevamente hablamos de la Plaza de Jauja y de todo lo que ella pensaba quedaría inconcluso.
Y mis lágrimas son por tristeza pero también de orgullo, por haber tenido el privilegio de tenerla cerca. Y porque su vida es un testimonio de que todavía son posibles la verdad, la generosidad, la belleza, y el sueño por un mundo mejor.