Jinetes de la puna |
(En recuerdo de Alberto Pumayllalla, incansable amante de la puna, que me llevó a Palcán, unos diez años antes de que la violencia terminara con su vida en otras punas lejanísimas.) |
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La puna es enorme, limpia, y sus colores mudan del amarillo de la estación seca hacia el verde de un tapiz interminable de los meses de lluvia. Muy de vez en cuando, algunas casas se agrupan en el paisaje, desordenadas, como para protegerse del frío inescapable que la envuelve cada tarde, cuando el sol se va a dormir llevándose rápidamente los cinco o diez grados con que se entibian los mediodías. Las noches despejadas traen el espectáculo incomparable de estrellas, galaxias y planetas que, de tan abundantes y brillantes, producen sombra aún sin la presencia de la madre luna. Casi nadie sabe cómo serán las noches en campo abierto: es un secreto reservado a algunos pastores y a otras almas fuertes que rescatan vida o la eliminan en el frío que parece interminable y que alimentan los fuertes vientos esteparios. No hay nada como una choza pequeña para protegerse: muros de barro y techo de paja brava, una pequeña puerta y siempre una pequeña ventana para permitir que escape el humo de la fogata y deje entrar el aire necesario para hacer latir los corazones y alimentar el fuego imprescindible. Palcán es un pueblecito más que escondido, al noroeste de la laguna de Chinchaycocha llamada Junín en los mapas del Perú, y muy cerca de donde nace el río Mantaro, cinta de plata y cobre que marca el centro del Perú. En 1980, cuando se tomó esta foto que incluye a casi un tercio de todos los varones mayores del caserío, Palcán era una cooperativa exitosa, dedicada casi exclusivamente a las ovejas. A casi 4500 metros de altitud, en la puna húmeda del centro del Perú, la gente de Palcán miraba al futuro con optimismo y sin temor pero quizá con algo de desconfianza, innovando y experimentando en cosas tan variadas como razas de animales, gestión empresarial y mercadeo. No sé qué será de ellos hoy en día, ni si el pachakuti de la violencia habrá pasado por ahí dejando su huella de sangre y pena, de destrucción y olvido. Y si por alguna razón el pequeño experimento de Palcán sorteó de alguna forma la violencia abierta y literal, aún hay que ver si los tiempos modernos y neoliberales habrán podido vencer a la esperanza. ¡Cómo no querer volver! ¡Cómo no querer subir al lomo del caballo para explorar los caprichos del bosque de rocas! ¡Cómo no querer pulsar la guitarra para escuchar las altísimas voces de las mujeres andinas! Cuando salí de Palcán Pasando por Colquijirca ¡Cómo no querer volver!, me digo, me grito y me repito.
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