Márgenes 16

De los indigenismos en el Perú: Examen de argumentos*

Evaluación del indigenismo, a propósito de dos libros recientes que discuten el tema.

[Ciberayllu]

William Rowe

 

Relectura del indigenismo

Si es innegable la importancia del indigenismo en la cultura peruana de este siglo, lo difícil reside en delimitarlo. Las descripciones abundan pero no la claridad sobre sus relaciones con el resto del campo cultural. Y es que esas relaciones tienden a hacerse borrosas cuando se comienza a hablar del indigenismo, como si éste nos hubiera entrampado en su mirada y en las dualidades que la sustentan. Una de las razones de este fenómeno estaría, sin duda, en que el indigenismo se ha mostrado más perdurable como propuesta que como conjunto de obras acabadas; o en que posiblemente sea una necesidad que anida en el imaginario social. Pero queda la dificultad de lograr una definición adecuada y de establecer los cortes témporo-espaciales apropiados. Quizás su capacidad de perdurar como problema puede atribuirse a los siguientes factores (la lista no pretende ser completa): (1) La historiografía: los relatos se ocupan más de las continuidades imaginarias que de los procesos. (2) Los espacios culturales: establecer sus dinámicas, sus articulaciones y sus horizontes es una tarea muy compleja en el Perú: —los más eficaces han sido los micro- o macro-estudios. (3) La forma: si en el arte la forma es lo perdurable, es ésta, sin embargo, que ha resultado ser la parte más deleznable de la discusión.

La clásica definición de Mariátegui sirve para delinear el tipo de concepciones espaciales que entran en juego cuando se habla del indigenismo: las páginas de los Siete ensayos dedicadas a él comienzan con dos encuadres, el que «el problema indígena, tan presente en la política, la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y del arte» [p. 286] y el que «el criollismo no ha podido prosperar en nuestra literatura [...] porque el criollo no representa todavía la nacionalidad.» [p. 287] Estas afirmaciones aparentemente inobjetables acarrean, sin embargo, una serie de problemas, como bien demuestra Mirko Lauer en su reciente libro Andes Imaginarios. Discursos del Indigenismo-2.1 Consideremos algunos de los cortes y deslindes que propone. Entre ellos está el que indica el título del libro: «el indigenismo-2», fenómeno «literario, plástico, arquitectónico o musical» que se dio aproximadamente entre 1919 y 1945. Se llama así para distinguirlo del indigenismo socio-político, con el que no tendría una relación de continuidad. En cuanto a sus horizontes literarios y plásticos, no incluye a Arguedas o Vallejo (el de después de Trilce).

Estos deslindes preparan el terreno para que puedan explayarse las definiciones. Las definiciones se componen por un lado de relatos y por otro de conceptos. Comencemos por los primeros. «Lo que pintaron y escribieron los primeros indigenistas-2 —hoy se ve— no fue una tempestad en los Andes [...] sino una fantasía de capas medias urbanizadas en ascenso hacia una modernidad conflictiva, y finalmente inviable» [p. 23]. Además, nunca constituyó una base para la negociación con el poder (estatal), porque «se trató de una visión esencialmente bucólica y sin peligrosidad social, sin lugar para las imágenes y las transacciones del conflicto y de la producción agrarios, del trauma de la existencia oprimida y de la lucha por la supervivencia en el campo, de la guerra silenciosa del racismo» [p. 24]. Sin embargo, al enmarcar su propia intervención, Lauer habla de y desde un espacio por el que fluyen preocupaciones todavía vitales; «aquí se intenta explorar el espacio de posibilidades ubicado entre las dos opiniones que alternativamente definen lo autóctono como algo rescatable para completar una nacionalidad inacabada o como algo transculturado y perdido en el crisol del mestizaje» [p. 17]. Aquí, pasado y presente se solapan en la formulación de las necesidades, constituyendo una continuidad necesaria para el debate pero tal vez en alguna medida dudosa para el análisis. A esto retornaremos luego.

En el nivel de los conceptos, Lauer reformula críticamente la concepción mariateguiana de la relación entre lo criollo y el indigenismo: «el resultado concreto [del indigenismo] no fue el retorno de lo autóctono sino la expansión del ámbito de lo criollo como lo dominante» [pp. 16-17]. Y añade un concepto nuevo, el de la «reversión», que está entre las propuestas más interesantes del libro. A diferencia de la resistencia («un concepto de historia de lo colonial») [p. 27], la reversión se define como el «intento [...] de un movimiento cultural de apartarse de manera total o parcial del avance de la modernidad internacional sobre un espacio social en un momento dado, y que incluso es un esfuerzo por darle un nuevo sesgo local a esa misma modernidad que llega.» [p. 26] Se trataría de una articulación de fuerzas en la que hay una mirada ambigua tanto hacia lo tradicional como hacia lo moderno: por eso, sugiere Lauer —en lo que constituiría una reformulación de los puntos de vista de Cornejo Polar— que hablar de «una disyunción [...] entre significante/significado, o espacio urbano/espacio rural» sólo puede hacerse «en el sentido de que se trata de una relación interna de ida y vuelta dentro de un mismo espacio cultural, como una estrategia cultural de clase dominante» [pp. 27-28].

La idea de la reversión se asemeja, en más de un aspecto, a la noción del capital cultural (desarrollada por Bourdieu). Por ejemplo, al comparar la reversión con el cargo cult (retorno de los ancestros con los dones del capitalismo industrial) [Lauer, p. 26], delinea ese espacio liminar entre la sociedad no capitalista y el mercado de bienes culturales (entre ellos el libro y el lienzo) que esquematiza el concepto de capital cultural. Uno de sus aspectos más interesantes sería la posibilidad de romper con el supuesto que la ideología y, lo que es su base, la representación son los elementos claves de la discusión, al sustituir el factor del control de lo simbólico. Dicho en otras palabras, suministraría una herramienta metodológica capaz de analizar el paso desde una sociedad no-moderna a una moderna sin que los métodos impliquen un afianzamiento acrítico de la segunda. Pero este tipo de concepto sería una herramienta de doble filo, porque al desestabilizar la relación entre la sociedad y las ideas, pondría en tela de juicio las del propio estudioso: permitiría leerlas también como cargo cult. Tal vez por eso la insistencia de Mario Vargas Llosa en preservar las líneas de la batalla indigenista: le permite invertirlas y ocupar, en el acto, el espacio anhelado. Retornaremos a la cuestión de cuál es ese espacio.

Por ahora, volvamos a lo criollo y las dificultades que conlleva. Cuando Lauer habla de «la capacidad de lo criollo, entendido como de lo no autóctono, para hacerse cargo de la cultura nacional como totalidad» [p. 55], cabe preguntarse si se trata de una entidad ideal más que sustancial —una totalidad imaginaria que surge de la dificultad de imaginar el espacio nacional— y, si es así, ¿no tendría lo indígena la misma característica? Dicho en otras palabras, ¿no sería lo criollo el nombre que se da a ese deseo? (y «lo autóctono» el nombre de lo que se quiere incorporar). El problema remonta a las definiciones manejadas por Mariátegui y puede reducirse al del Estado ausente. Lauer lo expresa así: «la cuestión de fondo de este eje a partir del cual se constituye lo indígena es el Estado» [p. 110]. En esto, vale decir, en el imaginario del Estado republicano, la épica sería la forma de la totalización historiográfica y la ideología la espacial, la primera fallida y la segunda, hasta hace poco, exitosa. Y lo criollo tendría un doble estatuto: (1.) lo empírico (las hábitos y los símbolos); (2.) la conformación de una totalidad ausente.

Lauer trae a colación la obra de Gramsci para dar más precisión a las formulaciones: «Antonio Gramsci definía la cultura popular como algo ‘fragmentario y contradictorio’, con facetas de lo provincial, en la medida en que era particularista y anacrónico [...] En el fondo, la discusión debería girar en torno a si la subcultura criolla estaba por encima de estas limitaciones de lo popular —en este caso lo autóctono—, es decir si tenía capacidad de asimilar a las demás formas de lo cultural» [p. 55]. Sin embargo, nos parece que la analogía propuesta afianza una lógica deshistorizante, semejante a la que recorre el mismo indigenismo-2: las culturas populares andinas no son sinónimo de lo autóctono, construcción ideal éste del anhelo indigenista, y traen todavía rastros de formas históricas de un estado andino, bastante visibles hasta 1780. Más precisa nos parece la caracterización del paisaje en las obras indigenistas, «presentado como un espacio bucólico sin historicidad, reificado, y en esa medida funcional a la modernidad urbana que busca la posesión total del discurso histórico y cultural, y que constituye una suma de progresismo y conservadorismo» [p. 69]. Aquí se dibuja la relación compleja de las líneas de tensión, complejidad que se traduce —¿se reduce?— en esa ambigüedad de mirada ya mencionada. Se nos ofrece un excelente análisis de ella: se trata de figuras «que miran directamente al espectador, como si hubieran hecho un alto en su existencia para posar con la mirada clavada frente a ellos. [...] podría argumentarse que la cultura criolla se devuelve su propia mirada» [pp. 24-25]. Esta lectura de los mecanismos de la mirada en la plástica indigenista hace preguntarse cuál sería lo equivalente en la literatura. Lo que sí muestra Lauer es cómo ambas prácticas coinciden en su tratamiento del paisaje: «Ese limitado sentimiento de la naturaleza puede ser leído [...] como una indiferencia frente al tiempo [...]» [p. 62]: produce un paisaje en el que la memoria cultural no puede ser leída. [p. 66] Y la obra de Arguedas no sería la excepción porque está del otro lado del horizonte indigenista.

Hablar del tiempo y la memoria es convocar la historiografía, no en cuanto método u oficio sino como posibilidad de espacio público. Así lo demuestra la forma en que Lauer entabla la discusión de la relación entre memoria y temporalización: «¿Por qué la cultura dominante ‘se acuerda’ de lo autóctono en una clave contemporánea cuando antes lo había hecho en una clave histórica —incaica—, y practica una ‘memoria de lo ajeno’ en ese momento? […] Quizás el imperativo de nación [...] suponía ‘recordar’, y eso significaba a la vez reconstituir el planteamiento ideológico original de inicios del s. xix» [p. 82]. Ahora, ¿qué es lo que vacía esta «memoria» e impone las comillas? «De otra parte», señala Lauer, «ni los indigenistas-2 ni su público recuerdan u olvidan algo realmente propio, ni lo pretenden».

Tenemos entonces un corpus de obras (las del indigenismo-2) cuya lectura se propone construir sobre, o alrededor de, una aporía. Sugerimos que esta aporía podría llamarse, más que utopía, ucronía (ver el ensayo de Magdalena Chocano, publicado en Márgenes N°1). ¿Qué sucedería si estas obras fueran leídas, no desde la ideología (sea indigenista o anti-indigenista), sino desde la aporía misma? En esto reside tal vez la provocación más fértil y necesaria del estudio de Lauer. Hay ciertos momentos, sin embargo, en que el mismo discurso de Lauer se asemeja al del indigenismo, como por ejemplo en la siguiente caracterización del incaísmo modernista de José Santos Chocano: «La idea de base es fijar a los Incas en el pasado de manera definitiva, evitar que sean contagiados por el presente, algo que los humillaría en sus descendientes, para quienes en efecto la vida ha sido una lucha cuesta arriba para sobrevivir biológicamente y mantener la dignidad histórica al mismo tiempo» [p. 95]. No nos referimos al sentimiento sino a cómo se construye la oposición entre la imagen degradada (modernista) y la población andina realmente existente. El ropaje discursivo que se atribuye a esta última («dignidad histórica») tiene algo, nos parece, de tono indigenista (el cambio comienza desde la expresión «en efecto»). Y esto sucede, proponemos, no porque fallan los instrumentos de análisis de Lauer sino, precisamente, porque falta todavía una representación nacional de esa población, es decir, cuando se escribe sobre ella, la aporía ya mencionada tiende a persistir en algunos de sus rasgos. Por eso quizás —entre otras razones— la categoría de indigenismo se ha mostrado de tan difícil delimitación en las historias literarias, como cuando, por ejemplo, se ha hablado de él como tendencia que se prolonga mucho más allá de 1945.

Si es así, se podría decir que el indigenismo no se nutre sólo de la relación fallida entre las capas medias y el Estado sino también de las aporías del espacio público en el Perú del siglo xx. Consideremos otro ejemplo de como narra Lauer el paso del incaísmo al indigenismo-2: «Frente a todo lo anterior, en contraste, el indigenismo-2 cree estar haciendo el esfuerzo de ubicar al hombre andino contemporáneo en el espacio heroico del indígena incaico, sustituyendo el mito por la realidad, pero consciente de que la historia oficial es veneno para su proyecto. Pero entre los años veinte y cuarenta no hay realmente una historia no oficial, o alternativa. La idea es que la creación misma, la representación en el espacio público peruano, va a hacer el milagro y producir una nueva mirada, una nueva ética, sobre lo autóctono» [p. 97]. Habría que hacer un deslinde entre lo atribuido a los indigenistas y el lugar desde el que se atribuye. La interpretación comienza con la historia oficial y se enmarca sobre todo por la construcción de equivalencias entre historia/ mirada/ ética/ lo autóctono. ¿Qué es lo que hace posible, legible a estas equivalencias? El análisis de este problema tendría que tomar en cuenta las relaciones entre espacio público y discurso intelectual en el Perú.

Lauer afirma que el indigenismo-2 «no fue un movimiento de redención de lo autóctono sino un desplazamiento de la cultura criolla hacia un tema de su periferia» [p. 108]. La misma afirmación, si se le diera vuelta, hablaría de una legibilidad de la cultura criolla construida por el hacer legible «un tema de su periferia». De este modo, se haría evidente la dimensión de totalidad imaginaria de la cultura criolla; también, quizás, se ayudaría a la reflexión sobre la relación entre el capital cultural y la historicidad de la forma artística.

Indigenismo y anti-indigenismo

El libro de Mario Vargas Llosa La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo2 se presenta sobre todo como un libro de historia: se narran la historia del indigenismo, la biografía de Arguedas, y la serie de sus libros. Aunque prevalece el relato sobre la discusión de los conceptos, consideremos, en primer lugar, los supuestos con los que construye la literatura peruana. En el primer capítulo se introduce una idea de la autonomía de la literatura, idea que —se asevera— no se ha cumplido en el Perú y América Latina: «la razón no estaba tanto en las condiciones sociales, la enormidad de los abusos, como en que la literatura, para bien o para mal, había sido desde los comienzos de la vida republicana el principal y a menudo único vehículo para su exposición pública» [p. 18; ver p. 127]. Esta idea funciona en los argumentos de Vargas Llosa como un modelo; no se trata de un valor ético o estético —de lo que la literatura debería ser— sino de lo que, bajo condiciones favorables, simplemente es.

Pero el modelo, al contrario de las condiciones, no se historiza: no se refiere al debate sobre la literatura en el Perú que pasa por Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Antonio Cornejo Polar, entre otros, ni a las conceptualizaciones ya clásicas de Pierre Bourdieu sobre la autonomía de la literatura. El modelo de Vargas Llosa se compone de una imagen individualista de la literatura, del lenguaje de la expansión del mercado editorial desde los años 60, y de un encuadre neo-positivista. En cuanto a lo último, se hace evidente cuando se dice que, a resultado de la supuesta distorsión de la literatura, ya citada, sucede lo siguiente: «El reino de la subjetividad se convirtió en América Latina en el reino de la objetividad» [p. 20; énfasis original]. Si la falta de autonomía se atribuye a la falta de democracia y libertad, se trataría de la convergencia de dos relatos: la de la llegada de la modernidad y la de la historia literaria. En este respecto, en la mezcla de individualismo y positivismo, y en la elisión entre mercado editorial y crítica literaria, Vargas Llosa produce un tipo de relato compatible con las formas predominantes de la crítica anglosajona es decir con la tendencia prevaleciente del discurso académico en los estudios literarios latinoamericanos.

El relato biográfico sobre Arguedas se inscribe dentro del relato-modelo de la literatura que ya se ha indicado. Su vida fue una «tragedia», consistió en «el sacrificio de su talento»: «Arguedas fue un gran escritor primitivo; nunca llegó a ser moderno» [p. 198]. Esta narración se tiñe más de una vez por un tono sarcástico («Arguedas trató de actuar en sintonía con esa concepción que hace del escritor un ideólogo, un documentalista y un crítico social al mismo tiempo que un artista, para así emprender el largo viaje en paz con sus conciudadanos»), para no decir grotesco («Era un hombre considerado y, a fin de no perturbar el funcionamiento del claustro, eligió para matarse un viernes por la tarde, cuando se había cerrado la matrícula de estudiantes para el nuevo semestre»). [p. 18, p. 13].

En cuanto a la lectura de las novelas y cuentos, ésta se supedita al relato ya indicado. El resultado, muchas veces, es una lectura sumamente pobre de los textos, especialmente de Todas las sangres: «era él quien tenía que escribir la gran novela progresista del Perú. Todas las sangres es un gigantesco esfuerzo por obedecer ese mandato, la inmolación de una sensibilidad en el altar ideológico» [p. 31]. Sugerimos, al contrario, que uno de los logros de esa novela sería la convergencia de una sensibilidad con una narración que asume el reto de la historia ausente, una narración que, dicho en otras palabras, ocupa el espacio historiográfico vacío del que ya hablamos arriba, cosa que los interlocutores de Arguedas en la «Mesa Redonda sobre Todas las sangres» no quisieron o no pudieron ver, ceguera que ahora, —después de Buscando un Inca de Alberto Flores Galindo— sería más voluntariosa.

Bajo la idea de la «utopía arcaica» Vargas Llosa reúne: la obra de Arguedas, el indigenismo, y cierta imagen escrita de la cultura andina desde el Inca Garcilaso. Se trata, sugerimos, de continuidades dudosas. Por un lado, porque se apoyan en una lectura simplificante, como cuando se dice que «Luis E. Valcárcel es [...] quien de manera más influyente reactualiza la utopía arcaica inaugurada por el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales de una raza y una cultura quechuas preservadas metafísicamente a lo largo de la historia, esperando su momento para, en un gran estallido —una tormenta andina— restaurar, en los tiempos modernos, aquella remota sociedad de seres iguales, sanos, libres de codicia y de cálculo comercial, que el Imperio incaico encarnó y que la Conquista había deshecho.» [pp. 73-74] Esta lectura literal —«cándida»— y anti-indigenista está teñida por la misma actitud dualista —aquí invertida— del indigenismo. El método consiste en el manejo de grandes bloques ideológicos, colocados en un espacio discursivo simplificado, y en mayor o menor medida destemporalizados. En segundo lugar, las continuidades desplegadas por Vargas Llosa son dudosas porque descansan sobre conceptos reductivos, como en las siguientes afirmaciones cuya serie constituye el eje central del relato: «la visión que los modernistas —muchos de los cuales jamás estuvieron en la sierra ni tuvieron ocasión de ver a un indígena de carne y hueso— presentan del indio es más fantaseosa que fundada en la experiencia» [p. 60]; «partiendo de un conocimiento más directo y descarnado de la sierra que los modernistas o los primeros indigenistas, Arguedas no desfiguró menos la realidad de los Andes. Su obra, en la medida en que es literatura, constituye una negación radical del mundo que la inspira: una hermosa mentira» [p. 84]; y, sobre el autor de El zorro de arriba y el zorro de abajo, «su ideal es arcádico, hostil al desarrollo industrial, antiurbano, pasadista. Con todas las injusticias y crueldades de que puede ser víctima en sus comunidades de las alturas andinas, el indio está allí mejor que en Chimbote» [p. 307] Como en la novelística, la lógica de la reducción del adversario empobrece al protagonista. Esta encadenación de dualidades (experiencia/fantasía, realidad/mentira, moderno/arcaico) resulta de poca capacidad explicativa frente a la complejidad tanto de El zorro como de lo que se supone que el corpus de obras «indigenistas» forma parte, es decir de la literatura peruana.

A los dualidades señaladas por Lauer —que conformarían la versión indigenista de los intentos de las capas medias de ejercer un control sobre la modernización— Vargas Llosa añade otra, la de realidad y ficción (o realidad real y realidad literaria), que ha utilizado sistemáticamente desde su libro sobre García Márquez. Aquí no hay espacio para comentar todos los aspectos de este concepto de sesgo neo-positivista. Baste indicar uno: el concepto dependería del presupuesto de que la «realidad real» se nos hace disponible como tal, sin transmisiones y modelaciones por las que pasaría también el lenguaje. Si se lo toma así, de manera literal, entonces todo objeto verbal sería literatura. Traducido a una práctica de lectura, el concepto nos da apreciaciones como la siguiente, que se refiere a Todas las sangres: «Arguedas creía que la literatura debía expresar fielmente la realidad, y sentirse desautorizado por sociólogos y críticos de izquierda como descriptor de ese mundo andino del que se sentía valedor y conocedor entrañable lo hirió profundamente. Pero se equivocaba. [...] La verdad y la mentira de una ficción están fundamentalmente determinadas por su poder de persuasión interno, su capacidad para convencer el lector de lo que cuenta.» [p. 263] Aparte de la consolación ofrecida con un tono paternalista que colinda con el sarcasmo ya mencionado, estas afirmaciones apuntan a otra lectura de la notoria dualidad realidad/ficción: se trataría de la retórica clásica del realismo, que se convalida oponiéndose a las versiones falsas de la «literatura», retórica que Vargas Llosa, al hablar del indigenismo, utiliza en dirección invertida.

La riqueza retórica se traduce en pobreza epistémica. Vargas Llosa no reconoce que los materiales que Arguedas trabaja en sus novelas y cuentos incluyen los que surgen de una larga labor de conocimiento empírico en la etnografíca (consciente desde, al menos, mediados de la década del 30), en la educación (desde 1939) y de traductor (desde 1930, digamos). Todos estos materiales acarrean formas propias, adquiridas a través de procesos temporales largos o cortos pero siempre complejos, formas que no sólo se pueden percibir en las narraciones novelescas de Arguedas sino que llegan a suministrar algunas de sus modalidades estéticas mas importantes. Todo esto fue dicho ya por Rama y luego, con más precisión etnográfica, por Lienhard. Pero de éste Vargas Llosa sólo toma lo que parece asimilable al relato indigenista/ anti-indigenista [ver pp. 316-317] y no la interdisciplinariedad etnográfico-literaria ni lo que ésta contribuye a la discusión de la historicidad de la forma, eso que Lauer señala como problema irresuelto en la historia de la literatura y la plástica peruanas.

El concepto de «utopía arcaica» depende, en fin, de una narración sobre el Perú a la que le falta información historiográfica, como cuando se dice que «el Perú feudal» siguió existiendo hasta la reforma agraria del gobierno militar velasquista [p. 327], como si esa caracterización no hubiera recibido una crítica sustancial (por ejemplo por parte de Nelson Manrique) basada en información puntual sobre el papel primordial —desde las décadas finales del siglo pasado— del capital comercial en la formación del gamonalismo y de éste en la creación de las haciendas. Además, la mirada dualista de Vargas Llosa, desprovista de conocimiento etnográfico y etnohistórico, resulta gruesa para el material tratado, como cuando dice que Arguedas-escritor se nutre de un mundo que «está incontaminado de modernidad» [p. 273], atribución que no dista demasiado de la que se aplicó a los comuneros de Uchuraccay, es decir que tendría que ser leída desde una apreciación de la injerencia del Estado en las maneras en que, para citar otra vez la frase de Lauer, «se constituye lo indígena».


NOTAS
  1. Mirko Lauer: Andes imaginarios: Discursos del indigenismo-2, Sur Casa de Estudios del Socialismo, Lima, 1997.
  2. Mario Vargas Llosa: La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. Fondo de Cultura Económica, México, 1996.
© William Rowe, 1999, [email protected]
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