Historia, memoria y olvido en los Andes quechuas
[dos]

[Ciberayllu]

Rodrigo Montoya Rojas

Tercera parte

 

UNA DANZA EN MEMORIA DE LOS DIOSES ANDINOS

En la noche del jueves santo de 1565, producida la muerte ritual de Cristo, salieron, en varios lugares de lo que hoy es el Departamento de Ayacucho (Lucanas, Parinacochas), «los diablos a pasear». Luego de su resurrección, los diablos volvieron a la prisión por otros 362 días (Núñez, 1989). Con esta ironía recuerdan los danzantes de tijeras de los Andes peruanos la rebelión de las «Guacas» (dioses andinos) contra los dioses españoles, conocida como «Taki Onqoy»12. Como ya sabemos, la Iglesia católica llamó diablos a todos los Dioses andinos, y el compromiso de los danzantes con los Dioses Montaña y la Madre Tierra, de quienes reciben su fuerza, fue presentado como un «pacto con el diablo». La danza fue prohibida, reprimida y a pesar de todo, se mantuvo para salir luego de la clandestinidad hasta convertirse ahora en un espectáculo digno de admiración en todas partes. De acuerdo con el principio quechua de educar con el ejemplo, los danzantes bailan y reproducen fragmentos de su memoria13.

Al hablar de las danzas y la memoria habría que recordar también que, por razones tácticas para la evangelización de los llamados indios, la Iglesia Católica permitió que ellos danzaran para los Dioses cristianos los mismos bailes consagrados a sus Dioses andinos14.

MEMORIA ANDINA EN LA ORALIDAD

Con la invasión española la cultura quechua dejó de ser dominante y pasó a ser dominada. Perdió el poder que tenía en la medida en que el estado colonial ocupó el lugar de los incas en la jerarquía social. El centro situado en el Cusco desde donde era posible articular los múltiples fragmentos de la propia cultura quechua y de centenares de otras culturas en la Amazonía y la Costa se perdió. Los procesos de articulación central y regional fueron cortados y reemplazados por otros, nuevos y lentos, de la monarquía española. El localismo fue la consecuencia inevitable por la convergencia de dos procesos paralelos: de un lado, cada fragmento volvió a su situación anterior y, de otro, la corona tuvo el interés estratégico de asegurar que los fragmentos del viejo estado y sociedad incas se mantuvieran divididos, alejados y enfrentados para evitar una posible reunificación capaz de cuestionar el naciente poder colonial. Las reducciones de indígenas, impuestas por el virrey Toledo a partir de 1569, se formaron con trozos de ayllus incas desmembrados y llevados a lugares lejanos para repoblar el territorio con nuevas unidades sociales.

En las condiciones descritas se perdió el centro ordenador de la memoria colectiva desde un centro con poder y prestigio, el Cusco. Los restos de los ayllus o pueblos indígenas quedaron a la deriva, solos, con los fragmentos dispersos de su memoria. Lo que acabo de decir puede entenderse mejor si se tiene en cuenta el colapso demográfico entre 1520 y 1620, período en el cual la población indígena pasó de nueve millones a solo un millón (Cook, 1891). Sólo los indígenas descendientes de la nobleza inca estuvieron en condiciones de guardar, gracias a la escritura y a su memoria oral, parte de esos fragmentos. En 1780, se cerró ese proceso y las Comunidades de indios, convertidas en Comunidades de Indígenas en 1920 y en Comunidades Campesinas en 1969, quedaron aisladas unas de otras, salvo los contactos entre pueblos vecinos.

Ya no hubo un centro cusqueño para guardar una memoria en cierto sentido oficial, respaldada por el poder y por el prestigio de los Incas, y se diluyeron también los esfuerzos de algunos que, como Túpac Amaru II, trataron no sólo de conservar la memoria sino de actuar políticamente para rebelarse e intentar expulsar a los criollos descendientes de los españoles, doscientos cuarentiocho años después de la conquista.

Sacerdotes indígenas como encargados de guardar la memoria de su cultura

La tarea de guardar la memoria de la cultura quedó en manos de los sacerdotes indígenas locales (Yachaq, Altumisayuq, Awki, Yatiri). Este es el complejo y aún insuficientemente conocido proceso de la memoria oral de los quechuas y de los aymaras en los Andes sudamericanos. Ellos representan la continuidad histórica de tres procesos convergentes. El primero es la tarea de guardar las normas de la cultura quechua con los Dioses Montaña (Apus, Wamanis, Achachilas, Hirkas) y con la Pacha Mama, Madre Tierra, y entre los hombres y mujeres de las Comunidades. El culto de las ofrendas de gratitud a los Dioses por el agua recibida, y a la Madre Tierra por los alimentos recibidos, es el espacio privilegiado de este proceso. Son ellos quienes establecen las normas de los ritos y ceremonias, quienes aseguran la fidelidad con los rituales, los que establecen —en última instancia— lo que es o no es quechua. A ellos les corresponde vigilar que las reglas que castigan el incesto, por ejemplo, sean efectivamente cumplidas. El segundo, es el saber médico que permite a estos sacerdotes quechuas asegurar las condiciones de buena salud de los miembros de las comunidades y un saber muy especial para liberar a las personas de los daños producidos por otros. En la franja de lo oscuro desconocido se sitúa el otro lado de ese saber: producir por encargo un daño en otras personas. El tercer proceso es la capacidad de estos hombres15 para ilustrar, a quienes les piden consejo, de las diversas posibilidades que tienen para resolver sus problemas personales y colectivos. Actúan como una especie de hermanos mayores, personas de reconocido prestigio, cuya experiencia es fundamental. Una gran parte de estos sacerdotes indígenas son monolingües quechuas, sabios en cultura andina quechua, pero analfabetos. Se puede ser sabio y analfabeto al mismo tiempo, aunque esta aparente contradicción no sea entendida por los fundamentalistas de la modernidad que creen ciegamente en la aparentemente irreductible oposición entre modernidad y tradición.

Una condición para el ejercicio de estos hombres encargados de la memoria colectiva es su clandestinidad. Los sacerdotes indígenas fueron y siguen siendo los blancos preferidos de los extirpadores de idolatrías del pasado y del presente. Los cultos andinos pueden, en principio, hacerse libremente en el campo, aunque cada ayllu tiene sus lugares preferidos. Esta puede ser una razón que explique la ausencia de centros ceremoniales comparables con los templos católicos o protestantes. Esta libertad se pierde en Lima, porque allí los cerros están ocupados. Es entendible, en consecuencia, que los migrantes sienten la necesidad de fijar en alguna parte un lugar sagrado para ellos y ellas16.

En el universo antropológico, se nota claramente una ausencia notable de estudios sobre religiones indígenas. El llamado «sincretismo» merece la mayor parte de la atención. No es gratuito que sean sacerdotes católicos o estudiosos fuertemente influidos por el catolicismo quienes se ocupan preferentemente de esos estudios y a quienes les interesa sobremanera ver la mano del Dios católico en los Dioses indígenas y argumentar que el catolicismo indígena sería el componente más importante de la llamada «religiosidad popular». «Nuestras religiones son separadas», le dijo Felipe Maywa, un sabio quechua de los Ayllus de Puquio, al antropólogo y novelista José María Arguedas, en 1955 (Arguedas, 1964), advirtiéndole que no cometa el error de considerarlas como una sola, a pesar de las apariencias.

Lo que sé y describo en este texto sobre los sacerdotes indígenas quechuas es el resultado de lo que guardo en mi propia memoria, tanto por lo que vi y oí desde la infancia, como de mis múltiples trabajos de campo y de mi reciente y particular reencuentro con la literatura. En mi novela El tiempo de descanso, aparecen dos personajes quechuas que surgieron en el proceso de la ficción literaria sin que estuvieran considerados en el bosquejo inicial de lo que podría ser la novela. (Montoya 1998, capítulos 15 y 22). Llamé Candelario Inca al primero, hablando en general de los sabios indígenas, sin pretender volver a ocuparme de él. Cuando escribía un nuevo segmento, sentí la voz de ese personaje que me decía «hablas de mí, pero me gustaría que me des la palabra». No entendí, quedé desconcertado, y seguí avanzando dos capítulos más. Luego, volví a oír esa misma voz que con mayor firmeza me dijo: «¿Por qué no me das la palabra? Quiero hablar en primera persona». Este diálogo con personajes inexistentes es uno de los múltiples secretos de la creación literaria. Luego, frente a una página en blanco, comencé a escribir lo que él, como sacerdote indígena, podría decir para aconsejar a un dirigente quechua y a un hacendado, colocados frente a frente, en las batallas iniciales por la libertad. Nunca antes había tratado en mis trabajos antropológicos de ordenar mis ideas y de volver a leer mis notas de campo sobre las ofrendas y los diversos tipos de sacerdotes indígenas que conocí. En el texto literario, absolutamente libre, sin atadura alguna para ceñirme a los estrechos márgenes de los datos disponibles, recompuse los fragmentos dispersos de mi memoria quechua, sirviéndome de un ficticio encuentro entre Candelario Inca con un hacendado y un dirigente indígena que van a su encuentro para pedirle consejo17. Al concluir el capítulo sentí la felicidad que brota del placer de escribir. Más tarde, cuando la novela estaba ya terminada, volví los ojos sobre los textos y notas que tenía, conversé en el Cusco con los antropólogos Aurelio Carmona y Juan Nuñez del Prado, profesores universitarios convertidos en sacerdotes indígenas, y recordé con gran nitidez mis encuentros con los sabios indígenas de Puquio y con el yachaq Alberto Taxzo en Quito. Tal vez, más tarde, escriba un artículo antropológico con el material reunido.

Más allá de los puntos de cercanía y aparente unidad, las religiones son espacios diferentes, mundos a los cuales se llega con fines distintos: los quechuas de los Andes peruanos, ecuatorianos y bolivianos, por ejemplo, se dirigen a sus Dioses Montaña y la Madre Tierra, para pedirles que llueva lo suficiente para que haya un buen año agrícola y ganadero; a la Virgen Del Carmen, por ejemplo, para rogarle que permitan el ingreso de sus hijos a una Universidad, y al Dios de los Mormones o de los testigos de Jehová, para que el negocio de la pequeña tienda dé más ganancias. Las personas que viven en distintos espacios de la multiculturalidad de un país escogen sus Dioses en función de lo que quieren de ellos y sus opciones religiosas dejan de ser exclusivas gracias a la fuerza de las circunstancias.

Memoria de la cultura entre indígenas quechuas comunes y corrientes

Las personas que vivimos en los países de intensa composición multicultural en América Latina nos dividimos en dos grupos claramente diferentes: los que hablan el castellano y poseen la cultura dominante a través de cualquiera de sus subculturas (urbana dominante, urbana popular, rural) y los que hablan lenguas indígenas y pertenecen a culturas a medias, subalternas y dominadas. En el primer caso, la cultura es plena; en el segundo, son de sobrevivencia, porque carecen de autonomía para decidir sobre su propia suerte y su propio desarrollo. Entre ambos bloques diferentes, desiguales y con posibilidades claramente distintas, hay un área sombreada de frontera cultural caracterizada por el bilingüismo y una aparente biculturalidad, generalmente descrita con la categoría «cultura mestiza», que sólo es una metáfora y no un concepto teórico útil para entender la realidad. Se trata de núcleos demográficos importantes de personas que sólo excepcionalmente viven una situación de biculturalidad aritméticamente equivalente; es decir, 50 por ciento de una y 50 por ciento de otra. Lo que predomina es el fenómeno de una biculturalidad y un bilingüismo desiguales: en otras palabras, predominantemente indígenas o predominantemente quechuas. En el mundo de la educación bilingüe e intercultural, son muy pocos los maestros y maestros que hablan las dos lenguas con igual dominio: una prima sobre la otra.

El acceso individual a la memoria de una cultura cualquiera es posible sólo a través de algunos de sus fragmentos por dos vías principales: la experiencia personal propia, intensa, de alegría o de dolor, que adquiere sentido sólo en el contexto de los valores propios de la cultura; y la segunda es el encanto de los relatos que oímos (o leemos) de quienes guardan la memoria de nuestros pueblos: abuelos y abuelas, padres y madres, sabios e intelectuales. Los fragmentos de esos relatos quedan grabados en nosotros en la medida en que tocan nuestras propias fibras individuales. De lo que acabo de decir se desprende una probable conclusión mayor: el acceso a la memoria colectiva sólo es posible a través de la experiencia individual.

Una memoria de la totalidad social, compleja, completa, coherente, no existe; aparece y se expresa sólo a través de fragmentos, que son pocos, incoherentes y contradictorios en las personas que simplemente viven sin plantearse grandes preguntas sobre su historia y su memoria. Quienes tratan y tratamos de guardarla, o de buscarla para servirse y servirnos de ella en los y en nuestros combates del presente, sólo tenemos la particularidad de acceder a más fragmentos, al esfuerzo de ligarlos y de componer o recomponer lo que pudo haber sido la historia.

El carácter parcial de la memoria, derivado de la estrechez de la experiencia individual, se vuelve transparente si introducimos en el análisis el carácter selectivo de nuestra memoria que nos conduce al olvido como contraparte inevitable de la memoria. Recordamos y olvidamos lo que nos interesa. No es neutro nuestro recuerdo: pasa por el filtro de lo que queremos recordar y de lo que queremos olvidar. El Inca Pachacútec, uno de los mayores constructores del Imperio de los Incas, sólo quería que se recuerde lo bueno del pasado. Mao Tse Tung eliminaba de las fotos de la larga marcha a quienes dejaban de ser sus aliados, del mismo modo que en la versión staliniana de la revolución soviética, sus rivales sólo aparecen como cómplices de los enemigos del pueblo. En la dimensión cotidiana y simple de la vida el uso de las tijeras para cortar los rostros de las personas a quienes no queremos recordar es una norma frecuente. Lo mismo ocurre en las sociedades ágrafas, sin fotos pero con recuerdos que se guardan o se esconden.

Los intereses individuales y grupales son, en última instancia, universales, aparecen en todas las culturas, mientras que los intereses de clase surgen sólo en determinadas sociedades. Las competencias rituales y cotidianas entre cazadores para ser los mejores, entre los jóvenes varones y mujeres para conquistar a las parejas más deseables, o para ejercer cargos de dirección en formas embrionarias y aún pasajeras de gobierno, muestran los intereses individuales y grupales en las sociedades en las que no existen clases sociales. Con el surgimiento de éstas, el conflicto de intereses alcanza una dimensión mayor en la medida en que la lucha por el poder —para alcanzarlo, ejercerlo, no perderlo y reconquistarlo— se convierte en una constante política de todos los días.

Los quechuas comunes y corrientes, no tienen acceso a las fuentes escritas de algo que se pueda llamar memoria de la cultura quechua, aún si fueron a la escuela y aprendieron a escribir. En los textos de la educación oficial los pueblos indígenas aparecen a través de su ausencia. Sólo tres de cien niños indígenas en el Perú recibían una educación bilingüe, cifra que ahora es seguramente menor. Sólo tienen su experiencia personal, con trozos dispersos de una cultura reducida, que se defiende para sobrevivir.

Dos son los elementos que los quechuas guardan del pasado lejano: de un lado, no hubo hambre entre los incas; de otro, tuvieron la ética del trabajo, de la honradez y de la verdad, que se expresan en el saludo «ama qilla, ama suwa, ama llulla»: no seas ocioso, ladrón ni mentiroso. Entre los quechuas del Cusco, esa memoria tiene un tercer elemento: los incas fueron grandes constructores de caminos, de canales de riego, de fortalezas y templos. Ese es el universo de la piedra y la luz, que los quechuas de otros pueblos tanto del Perú como de los países vecinos, no conocen. Su pobreza, condición estructural, no permite viaje alguno de turismo. En los últimos años se pueden ver en Lima y en muchas provincias banderas del Tawantinsuyo —nombre quechua de la sociedad Inca, con los colores del arcoiris— que antes flameaba sólo en el Cusco.

La memoria corta, del pasado inmediato, que se confunde con el tiempo de la memoria oral (cuatro generaciones), está marcada en los quechuas de hoy por la práctica desigual de algunos de los valores centrales de la matriz cultural quechua. A modo de ilustración enumero alguno de los más importantes: a. El principio de reciprocidad en cada una de las esferas de la vida social: recibir para comprometerse a devolver. b. La unidad de los runas —seres humanos— con la naturaleza, nosotros como parte de la naturaleza y no por encima ni en conflicto con ella. c. El principio de bipartición: todo dividido en dos a partir de la verticalidad del territorio: arriba y abajo. d. La pertenencia a un ayllu —-familia o grupo de parientes— como el rasgo mayor de lo que puede llamarse una identidad colectiva. e. La ética del trabajo y la valoración de la faena colectiva como condición para que la producción familiar e individual sea posible. f. El trabajo familiar como sinónimo de riqueza, y como factor de una aceptada división social entre los que tienen más y los que tienen menos. g. El placer de la fiesta asociada siempre al trabajo. h. La familiaridad con los Dioses Montaña y la Madre Tierra, dioses directamente ligados a la producción.

Como la multiculturalidad del Perú es uno de sus rasgos estructurales desde tiempos pre-hispánicos, y como entre las culturas que coexisten en un mismo suelo se abren espacios de encuentro además de los de confrontación, las memorias no aparecen por separado18. Pertenecen, sin duda, a matrices diferentes, pero sus rasgos se mezclan y superponen dando la apariencia de una sola. A partir de esta unidad exterior tienen sentido las nociones de cultura mestiza y de sincretismo. Las palabras señor y madre (Apu y mama) pronunciadas así, de modo islado, dan lugar a dos lecturas: en una corresponden al Dios montaña y a la Madre Tierra y, en otra, a Cristo y a la virgen María, por ejemplo.

Casi quinientos años de dominio colonial han producido un hecho singular en el proceso de formación de la memoria: para una parte importante de la población quechua, no tiene sentido recordar y guardar la memoria de un pueblo sin prestigio, de una lengua considerada sólo como un dialecto sin valor. Es posible que haya una relación muy estrecha entre el poder y la memoria no sólo por lo que las clases dominantes quieren gruesamente que se recuerde y olvide, sino porque se recuerda lo que tiene prestigio, lo que está socialmente aceptado. En otras palabras, para que los individuos recuerden, alguien con autoridad debe haber establecido qué es bueno recordar19. Otros, excepcionalmente, pueden valorar lo suyo, en abierta oposición a los discursos discriminatorios socialmente aceptados. Las clases dominantes del Perú, desde el siglo XVI, creyeron y siguen creyendo que los llamados indios son una traba para el desarrollo del país, que son ignorantes, de raza inferior. Hubo propuestas en los años veinte para mejorar la raza llevando mujeres europeas. En esas condiciones no debe sorprender a nadie que una parte del pueblo quechua no esté de acuerdo y no quiera su propia memoria y haga lo posible para que sus hijos aprendan castellano y dejen de «ser indios». La vergüenza y la afirmación étnica por lo menos parcial coexisten dentro de procesos de formación contradictoria de identidades20.

Ahora, a fines del siglo XX, cuando los movimientos indígenas reivindican sus territorios, sus lenguas, sus culturas, sus identidades, y defienden su estrecha unidad con la naturaleza, aparece este criterio de autoridad que legitima el recuerdo y la memoria21. En el grupo Ayllu —formado por migrantes quechuas en Villa El Salvador, un nuevo y muy poblado distrito de Lima—, que reivindica no sólo la memoria sino una vida cotidiana guiada por la cultura quechua, comienza a aparecer la necesidad de un conjunto de personas escogidas que con autoridad establezca qué es bueno y qué no para la defensa de la cultura quechua. Este punto conduce a un nuevo y delicado problema en la historia de la conflictiva relación ente la cultura y la política. Los ejemplos israelí e islámico de presencia de cúpulas religiosas en los núcleos que toman decisiones políticas ilustran muy bien los problemas de construcción de formas democráticas de gobernar dentro de las aún incipientes democracias del siglo XX.

Límites de la memoria oral y desventaja histórica de no tener una memoria acumulativa

La memoria oral es la fuente de conocimiento más importante de las culturas ágrafas. Es un excelente complemento cuando se tienen fuentes escritas, como en el caso peruano, examinado en este artículo. Su uso, sin embargo, requiere de aproximaciones críticas porque los textos escritos no son neutros, están cargados de silencios, de excesos, de ausencias, de intereses explícitos y escondidos, de múltiples arbitrariedades, y porque la tradición que deriva de la historia oral es siempre inventada y reinventada.

Una crónica del siglo XVI, impresiona, infunde consideración y respeto; del mismo modo que el relato de una persona anciana. Abuelos y abuelas sabios y sabias trasmiten una visión que debe ser vista antes que nada como un relato individual, como el fruto de una persona con intereses concretos para recordar y olvidar, para mejorar la versión que le conviene o empeorar las versiones que él o ella no comparten, y para ser oídos, tenidos en cuenta y bien considerados. Cuando sólo se tienen relatos de memoria oral la posibilidad de mostrar los vacíos, los errores y las contradicciones de los relatos sólo depende de la habilidad crítica de quien se sirve de ellos. Lo ideal sería confrontar los relatos a otras fuentes, posibilidad que tenemos cuando trabajamos sobre tiempos republicanos y coloniales, y que es nula si se trabaja con pueblos ágrafos prehispánicos o contemporáneos en la Amazonía, allí donde el contacto es muy reciente, como ocurre en el caso del Brasil.

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NOTAS
  1. «Ese movimiento se fundaba en que sobre la creencia, difundida por los predicadores indígenas que las huacas "andaban por el aire a secas y muertas de hambre porque los indios no le sacrificaban ya" [...] que todas las huacas del reino, cuantas habían los cristianos derrotado y quemado, habían resucitado… que todos andaban por el aire ordenando el dar la batalla a Dios y vencerle, y que ya la traían vencida, y que cuando el Marqués [Pizarro] entró en esta tierra, había Dios vencido a las huacas y los españoles a los indios; empero que agora daba la vuelta al mundo, y que Dios y los españoles quedaban vencidos desta vez» (Texto de Cristóbal de Molina, citado por Estenssoro, 1998: 101-102).
  2. Ana Uriarte, de TV Cultura ha presentado en 1998 un documental etnográfico sobre la fiesta de la danza de las tijeras en Huacaña, distrito de la Provincia de Sucre, del Departamento de Ayacucho, que es un testimonio de primer orden.
  3. Hayllis en el Cusco de 1551 o 1552, en honor del Santísimo Sacramento:
    «Pareciendo bien estos cantares de los indios y el tono dellos al maestro de capilla de aquella Iglesia Catedral del Cusco compuso el año de cincuneta y uno o de cincuenta y dos, una chanzoneta en canto de órgano, para la fiesta del Sanctísimo Sacramento, contrahecha muy al natural al canto de los Incas. Salieron ocho muchachos mestizos, de mis condiscípulos, vestidos como indios, con sendos arados en las manos, con que representaron en la procesión el cantar y el haylli de los indios, ayudándoles toda la capilla al retruécano de las coplas, con gran contento de los españoles y suma alegría de los indios, de cer con sus cantos y bailes solenizasen los españoles la fiesta del Señor Dios nuestro, al cual ellos llaman Pachacamac.» (Texto de Garcilaso el Inca, citado por Estenssoro, 1998: 150)
  4. Se trata de una especialización principalmente masculina. Sé de estudios que se están haciendo en Bolivia sobre Yatiris mujeres pero sabemos muy poco aún. Es frecuente sí la condición de curanderas entre las mujeres.
  5. En Villa el Salvador, en el cono sur de Lima, el cerro llamado Camote era el lugar propicio para las ofrendas. Desde el momento que una empresa de televisión puso ahí una antena y la cercó con alambres electrificados, es inevitable buscar otro lugar. No se sabe si las autoridades del Instituto Nacional de Cultura aceptarán que en la Huaca Pachacámac, el centro religioso prehispánico más importante de la costa peruana, se realicen las futuras ofrendas institucionales y particulares.
  6. En mi paso por La Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, aprendí del maestro Pierre Vilar la primera gran lección de la Historia Social Francesa iniciada por Braudel: en el trabajo académico serio, cada afirmación requiere de un documento que pruebe lo que se está diciendo. La imaginación es importante para formular preguntas, para encontrar caminos que nos lleven a las respuestas y para establecer conexiones entre los fragmentos dispersos de la realidad.
  7. Sobre los espacios de encuentro de las culturas, ver la tesis doctoral de Urpi Montoya, A convivencia multicultural: separar, conciliar, opor, Lima Século XX (Universidade de São Paulo, 1998).
  8. Walter Benjamin fue más lejos: escribió: «La vida pasada de los emigrados es, como sabemos, anulada, dice Adorno en Minima Moralia... ¿por qué? Pues porque todo lo que no fue reificado no puede ser contado o medido y deja de existir.» (Citado por Said, 199: 407).
  9. Sobre las identidades ver mi artículo «El espejo roto», en Montoya 1992.
  10. Para una examen más detallado de este punto puede verse el artículo «Movimientos indígenas na América do Sul: potencialidades y limites» (Montoya 1998 a).

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© Rodrigo Montoya Rojas, 1998
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