Historia, memoria y olvido en los Andes quechuas1
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Rodrigo Montoya Rojas |
o tenían los incas en 1532 un alfabeto para escribir su lengua pero se servían de sus kipus para contar, llevar contabilidades complejas y, también, para recordar. La invasión europea cortó todas las posibilidades de desarrollo autónomo de las grandes civilizaciones y del resto de pueblos americanos. Quienes fueron encargados de montar el poder colonial no estaban en condiciones de preguntar cuánto sabían los incas, mayas o aztecas y menos aún de acercarse a ellos para aprender. Como los llamados indios no tenían alfabetos para escribir sus lenguas los calificaron de ignorantes2. Identificar la sabiduría exclusivamente con un alfabeto para escribir y leer una lengua ha sido, sin duda, uno de los errores de más lamentables consecuencias para el desarrollo del conocimiento de la humanidad. No sabremos nunca cómo construyeron los incas esos fantásticos edificios antisísmicos de piedra; cómo cortaron y pegaron enormes bloques de piedra; tampoco sabremos sobre sus técnicas de experimentación para desarrollar una avanzadísima agricultura biológicamente diversa y de gran rendimiento para haber producido a comienzos del siglo XVI el único reino sin hambre de la Tierra3; se perdieron irremediablemente sus técnicas para trepanar cráneos y curar a los enfermos; lo mismo ocurrió con su saber hidráulico que les permitió irrigar los campos en la Costa y en los Andes, valiéndose sin duda de lo que otros pueblos como los moche en el norte y los nasca en el sur ya conocían antes que se formara el imperio de los incas4. Los Ayllus o pueblos quechuas en la clandestinidad trataron de guardar sus kipus; desgraciadamente, el último sabio o Kipukamayuq murió hace unos diez años. Se perdió para siempre esa técnica propia de contar y guardar la memoria valiéndose de un complejo sistema de nudos en cuerdas de grosor y tamaño variables.
Si el quechua se hubiera escrito sirviéndose del alfabeto castellano, del mismo modo que los europeos tomaron prestada la escritura descubierta en el oriente, otra habría sido la historia. Por una simple cuestión de poder un instrumento de conocimiento como la escritura sirvió también como un arma para oprimir y separar a las personas. Sólo los herederos de la aristocracia inca tuvieron el privilegio de aprender a leer y a escribir en un colegio reservado exclusivamente para ellos, de no pagar tributos, y de tener indios para su servicio. Algo parecido ocurrió también en México y en América Central. Las llamadas élites indígenas fueron aliadas indispensables para que los españoles pudieran gobernar sin grandes sobresaltos. Cuando esa alianza se rompió con la rebelión de Túpac Amaru II en el Cusco, en 1780, el imperio colonial estuvo a punto de caer.
Perdida la posibilidad de escribir libremente las lenguas indígenas, la memoria oral siguió siendo el único camino para guardar por lo menos parte de la historia. Sin embargo, la coexistencia de las élites indígenas dentro de los imperios coloniales, abrió la posibilidad para que aún de modo muy restringido una parte de la memoria oral de los pueblos americanos fuera escrita por los primeros mestizos y por algunos quechuas. Garcilaso Inca de La vega, Guamán Poma de Ayala y Titu Cusi Yupanqui, son los casos notables de la historiografía andina.
En este artículo reflexiono sobre la memoria en la cultura quechua a través de las fuentes escritas, de una danza, de la oralidad en 1998 y de la búsqueda consciente del olvido de esa memoria por parte de los extirpadores de idolatrías del siglo XVI, de hoy y de los años que vienen.
En 1609, el Inca Garcilaso de la Vega publicó sus Comentarios reales de los Incas. Hasta donde sabemos es una de las primeras historias escritas por un testigo de los primeros años de la conquista de los Incas. Hijo «natural» o «ilegítimo» de un noble andaluz conquistador y de una princesa de la alta aristocracia inca, Garcilaso que vivió como exiliado en España desde los 20 años hasta su muerte tomó la pluma para «no olvidar» y contar el otro lado de la historia narrada por los cronistas hispánicos, historiógrafos que recibieron el encargo de la corona para presentar a los incas como salvajes, paganos, indignos del respeto y hasta sodomitas5. Hablaba el quechua lengua que bebió «en la leche materna», según sus propias palabras y por lo tanto sabía lo que contaba. En el siglo XVI como ahora no había una historia neutra: en última instancia se estaba a favor o en contra de los incas. Su opción lo condujo a exagerar las virtudes de los incas y a minimizar sus defectos y problemas. Ese libro, traducido a varias lenguas y con muchas ediciones, fue decisivo para que en Europa el naciente ideal de la modernidad se nutriera del sueño de un reino sin hambre, posible en la tierra y no sólo fuera del tiempo y del espacio como en Utopía, aquel libro maravilloso de Tomás Moro, publicado en 1516 cuando los europeos no sabían nada aún de la existencia de las grandes civilizaciones americanas6. Louis Baudin escribió el libro El imperio socialista de los Incas, título que ilustra con plena transparencia el encanto que produjo ese imperio entre los intelectuales europeos.
En tiempos coloniales, la aristocracia indígena en los Andes leyó Los Comentarios reales de los Incas, para guardar la memoria y soñar con una sociedad futura que se pareciera a la de los Incas. Túpac Amaru II conocía ese libro. No fue por azar que la Corona, después de la rebelión en 1780, prohibió su lectura y ordenó a sus funcionarios retirarlo de la circulación.
Guamán Poma de Ayala (1980), envió en 1615 una larguísima carta de más de mil páginas y doscientos dibujos al Rey de España titulada Nueva Crónica y buen gobierno, para darle una versión de lo que pasó después de 1532 desde el mundo indígena en abierto contraste con los cronistas españoles y para recomendarle algunas medidas de política que podrían servirle para gobernar bien. No era un aristócrata como Garcilaso, no fue al Colegio para nobles indígenas y aprendió a medias el castellano sirviendo como ayudante de un extirpador de idolatrías. Escribió en castellano pero su carta está llena de palabra quechuas, aimaras y dibujos con los que trataba de compensar sus limitaciones en el dominio de la lengua de Castilla. El dio cuenta de la primera gran transformación luego de la llegada de los españoles: el mundo se puso «al revés». Estuvo convencido de que los españoles no eran cristianos en los hechos, mientras los llamados indios sí lo eran a pesar de ser considerados paganos y seguidores de los demonios. Aconsejó al Rey para que convirtiera a los españoles en cristianos. No sabemos si esa carta llegó a manos del Rey. Más de tres siglos después, el manuscrito apareció en Copenhague, y fue publicado en una edición fasimilar en Francia. A diferencia de Los Comentarios Reales, La nueva Crónica y Buen Gobierno no pudo tener influencia alguna sobre la élite indígena andina colonial. Su tardía publicación produjo un enorme impacto en el mundo de la Historia y la Antropología, y puede decirse sin exageración alguna que es un punto decisivo para marcar un antes y un después.7
Ambos libros, así como la breve crónica de Titu Cusi Yupanqui, no son conocidos por la inmensa mayoría de quechuas en Ecuador, Colombia, Venezuela, Perú, Bolivia, Argentina y Brasil, que no saben leer y, si lo aprendieron, su castellano incipiente no les sirve para entender textos tan grandes y complejos. Sólo una minoría de intelectuales quechuas y aimaras en formación, sobre todo en Ecuador y Bolivia, tienen noticia y los conocen por lo menos de oídas8.
Antes de que en España surgiera el teatro del siglo de oro, el pueblo quechua «era dueño de una tradición dramática», como sostiene Jesús Lara, uno de los estudiosos bolivianos más importantes de la cultura quechua (Lara, 1957). El encontró en Chayanta, un pueblo de los Andes bolivianos, un manuscrito fechado en 1871, que contiene un poema en quechua que es una pieza de teatro sobre la muerte del Inca Atahuallpa, ocurrida en 1532. Es muy probable que se trate de una versión escrita de una pieza sobre la muerte de ese inca que se representó en la Plaza de Armas de Potosí en 1555, junto con otras siete piezas más, citada por el cronista Nicolás Martínez Arsans y Vela en su Historia de la Villa imperial de Potosí. El contenido de ese manuscrito y lo que escribe el cronista refiriéndose a la representación de 1555 son plenamente coincidentes: una de las ocho representaciones trataba «de la ruina del imperio inga: representóse en ella la entrada de los españoles al Perú, prisión injusta que hicieron de Atauhuallpa, tercio décimo inga de esta monarquía, los presagios y admirables señales que en el cielo y el aire se vieron antes que le quitasen la vida, tiranías y lástimas que ejecutaron los españoles en los indios; la máquina de oro y plata que ofreció porque no le quitasen la vida y muerte que le dieron en Cajamarca» (Lara, 1957: 10).
Los intelectuales indígenas quechuas representaron en un taki, o wanka, su visión de la muerte del Inca, el hecho más traumático de la conquista. Si gran parte de los nueve millones de habitantes del imperio no podían mirar a los ojos del Inca, nadie tenía el derecho de quitarle la vida. Para que esa historia y sus consecuencias fueran conocidas, los encargados de guardar la memoria representaron los hechos y lo hicieron desde la perspectiva de su propia cultura. Esta pieza de teatro es importante no sólo porque está escrita en un quechua impecable, sino porque expresa un punto de vista indígena sobre la muerte del Inca. Al final de la pieza, Pizarro lleva la cabeza de Atauhuallpa ante el Rey de España:
«Venerable señor de España
vengo de haber ejecutado
tu real voluntad.
Aquí te traigo la cabeza y su Llauto»9 .
El rey de España, indignado le responde:
«¿Cómo has ido a hacer eso?
Ese rostro que me has traído
es igual que mi rostro
¿cuándo te mandé yo
a dar muerte a este Inca?
Ahora serás ajusticiado
[...]
Ay Pizarro, Pizarro,
Cómo eres tan abyecto traidor
Corazón nacido al pillaje».
Pizarro muere por la palabra del Rey y éste cierra toda la historia diciendo:
«Lleváoslo si es así [si está ya muerto]
id a entregarlo al fuego y que perezca
y con él su descendencia toda
y haced que destruyan su casa.
De ese guerrero infame
no debe quedar nada
esto es cuanto yo ordeno».
Ningún fraile español habría podido escribir un texto como ése; tampoco habría permitido que una pieza con ese contenido fuera vista libremente en las plazas públicas. Por eso, esa representación fue seguramente clandestina y se conservaba por lo menos hasta 1871, más de tres siglos después de Potosí. No tenemos evidencias de una representación de esta pieza teatral en la campaña del ejército de Túpac Amaru II, pero sí que sus soldados vieron Ollantay, una representación colonial del siglo XVIII escrita en quechua, muy probablemente por un cura, y en la que sólo alguien ajeno a la cultura inca podía imaginar que un simple guerrero podría desafiar el poder del Inca para casarse con una doncella. Tampoco fue por azar, que la monarquía española después del levantamiento de Túpac Amaru prohibió, además de la lectura de Los Comentarios reales de Garcilaso Inca de La Vega, las representaciones teatrales entre los llamados indios, y el uso del quechua; prohibió, además, que se vistieran con las ropas de la época incaica, que aprendan a leer y a escribir; y les negó el privilegio de no pagar tributos y de tener indios a su servicio. En dos palabras, con la derrota de Túpac Amaru II en 1781 desaparece la aristocracia indígena y los quechuas quedaron reducidos a la doble y exclusiva condición de pobres y de analfabetos forzosos. Los nobles indígenas aliados de la monarquía española contra Túpac Amaru, no sobrevivieron por mucho tiempo.
El proceso que va de la historia al mito, gracias a la invención y recreación teatral de la realidad, se vuelve más complejo si se toma en cuenta que en algún momento se convierte en un ritual y en una fiesta. En efecto, la muerte del Inca reaparece como un segmento teatral en las celebraciones andinas de Bolivia, Perú y Ecuador con ocasión de algunas fiestas patronales. El libro Nacimiento de una utopía: muerte y resurrrección de los incas, del historiador peruano Manuel Burga (1988), ilustra esta compleja conversión gracias a una aproximación en la que el historiador enriquece su perspectiva con el trabajo de campo propio de la Antropología10.
El rito, celebrado de año en año, no explica ni cuestiona la realidad. Sólo muestra algunos de sus fragmentos, cuyas versiones cambian de un lugar a otro mediando sólo unos cuantos kilómetros entre ellos. En uno muere el Inca, en otro no. Como se trata de tradiciones rituales, sólo se las reproduce y se las observa. Para las personas que participan como actores o son parte del público que mira y se divierte, esos fragmentos forman parte de un espectáculo cuya finalidad es únicamente divertir. Nada sabemos de la manera como los individuos procesan esos fragmento dentro de su propia memoria.
Doscientos años después de la rebelión de Túpac Amaru II, vuelven a aparecer intelectuales indígenas, que leen y escriben en sus lenguas y en castellano. Tienen una visión crítica de la historia y embriones de propuestas para algo que podría llamarse un proyecto indígena propio. Alberto Taxzo, un yachag o sabio quichua ecuatoriano que trabaja la tierra con sus manos, curandero, dirigente de base con una brillante actuación en el levantamiento indígena de 199011 es un intelectual indígena bilingüe que escribe en castellano y reflexiona sobre su propia cultura. Es el ejemplo más avanzado de una corriente que en el último tercio del siglo veinte afirma un liderazgo nuevo, originariamente indígena en los países andinos como Ecuador, Bolivia y Perú. Su pequeño libro (Taxzo, 1990) es una fuente de primer orden para conocer el modo de razonar de un quichua contemporáneo y para aproximarse a la memoria colectiva de su pueblo.
Desde la antropología, la literatura y la historia, se han producido y se producen numerosos libros y artículos en los que es posible encontrar fragmentos de la memoria colectiva quechua y esfuerzos por entender su complejidad. Citaré aquí algunos textos como ilustración de esa contribución. Los poemas Canto a Nuestro padre Túpac Amaru, y Katatay, Temblar, escritos en quechua por José María Arguedas (1964, 1972), expresan los valores más importantes de la cultura quechua guardados en la memoria, así como la valoración desde una perspectiva indígena de hechos contemporáneos como la guerra del Vietnam y el asombro frente a un jet.
Desde otra perspectiva, el historiador Alberto Flores Galindo se interesó por seguir las huellas de los que llamó la «utopía andina», en textos escritos desde el siglo XVI, relatos de sueños, dibujos y pinturas. El regreso del Inca, como deseo profundo dentro de un largo horizonte utópico, para buscar un reino sin hambre, que se parezca al imperio de los Incas, muestra una aguda reflexión del historiador a partir de los fragmentos que quedan de la memoria colectiva.
Con mis hermanos Luis (antropólogo) y Edwin (cantante y compositor), hicimos durante muchos años una recopilación de la poesía que se canta en la ocho regiones musicales quechuas del Perú. 333 de las más de mil canciones recogidas están publicadas en el libro La sangre de los cerros (1967, 1998) en una edición bilingüe. A través de los versos de las canciones tratamos de llegar a la matriz de la cultura quechua. Fueron indispensables los fragmentos de la memoria oral de quienes cantamos en quechua para reconstruir por lo menos parcialmente el complejo universo de la cultura.
En el variado espacio de la educación bilingüe intercultural se producen numerosos textos a partir de la memoria oral de los pueblos indígenas en la Amazonía y en los Andes peruanos, ecuatorianos y bolivianos. Los textos quechuas y aymaras del Proyecto de Puno (1978-1988), me parecen muy importantes.