Algunas reflexiones sobre el colonialismo, el racismo y la cuestión nacional
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Nelson Manrique |
Los conflictos sociales en el Perú republicano han estado permanentemente atravesados por la cuestión étnico racial. Ésta se ha articulado con las contradicciones socioeconómicas de manera específica de acuerdo a cómo ha evolucionado históricamente la correlación global de las fuerzas sociales. Una clara expresión de este hecho es la continua reducción del peso de la fracción de la población definida como «india» en el Perú a lo largo del siglo XX: a inicios de siglo Manuel González Prada consideraba que ésta constituía las nueve décimas partes de la población, hacia fines de la década del veinte se creía que representaba las cuatro quintas partes (como lo sostiene Mariátegui en numerosos textos), en la década de los cuarenta algo menos de la mitad7, y actualmente, de manera asaz impresionista pues nadie puede definir con precisión qué es un indio entre la tercera y la cuarta parte de la población8.
Estos cambios expresan no tanto un incremento acelerado del mestizaje biológico sino más bien cambios en las percepciones de las diferencias raciales, derivados en buena medida del incremento del peso demográfico de la costa, a expensas de la sierra, y de las ciudades, a costa del campo. El campesino inmigrante en la ciudad se desindigeniza y se convierte en cholo9.
Las ideologías racistas han permeado los diversos proyectos de construcción de la nación elaborados desde el siglo XIX. En sus rasgos esenciales, los intelectuales orgánicos de la oligarquía veían al Perú como un «país vacío», puesto que a la población nativa no se la consideraba peruana. Para la elite criolla y los sectores mestizos que compartían sus valores y su visión del mundo la constitución de la nación pasaba, para los más retrógrados, por la desaparición de los indios: su exterminio puro y simple la «vía inglesa», una posición suscrita ampliamente por fracciones de los gamonales, que aparentemente no reparaban en la contradicción que suponía desear la eliminación del sector social que producía el excedente económico gracias al cual ellos existían. Para otros, algo de zootecnia: promover la inmigración de individuos de «razas vigorosas», que permitieran superar las taras biológicas de los indígenas a través del mestizaje biológico, gracias una política de cruces sabiamente administrada. Aún a fines del siglo XIX «desarrollo nacional» era sinónimo de inmigración y ésta a importación de población europea, como lo consigna la Ley de Inmigración de 1893 en su artículo primero10. Para los progresistas, en fin, se trataba de redimir al indio por medio de la educación, entendida directamente como la desindigenización: la redención del indio como diría Guillermo Bonfil Batalla, a través de su eliminación11.
Los ejemplos sobre los juicios racistas en este período podrían multiplicarse indefinidamente, pero me limitaré a citar la opinión de uno de los intelectuales que hasta hoy sigue siendo considerado uno de los grandes forjadores del pensamiento educativo en el Perú, cuyo nombre ha sido perpetuado asignándolo a varios colegios de la República: Alejandro O. Deustua. La influencia política y social del personaje permite sospechar hasta qué punto sus afirmaciones eran aceptables para las elites ilustradas. Deustua fue civilista, llevó una vida de gran relieve dentro del mundo político y cultural peruano, siendo diplomático, senador, jefe de diversas misiones enviadas a estudiar los modernos sistemas de enseñanza, ejerciendo también el cargo de ministro de justicia y ocupando, entre otros puestos, la dirección de la Biblioteca Nacional y el rectorado de la Universidad de San Marcos12. En uno de los últimos textos de su vasta producción, publicado en 1937, sentaba su posición sobre los indios:
«El Perú debe su desgracia a esa raza indígena, que ha llegado, en su disolución psíquica, a obtener la rigidez biológica de los seres que han cerrado definitivamente su ciclo de evolución y que no han podido transmitir al mestizaje las virtudes propias de razas en el período de su progreso (…). Esta bien que se utilice las habilidades mecánicas del indio; mucho mejor que se ampare y defienda contra sus explotadores de todas especies y que se introduzca en sus costumbres los hábitos de higiene de que carece. Pero no debe irse más allá, sacrificando recursos que serán estériles en esa obra superior y que serían más provechosos en la satisfacción urgente de otras necesidades sociales. El indio no es ni puede ser sino una máquina. Para hacerla funcionar bastaría aplicar los consejos que el Dr. E. Romero, ministro de Gobierno, consignó en una importante circular a los prefectos».13
La opinión de Deustua condensa un sentido común racista ampliamente extendido en el Perú de antes de la Segunda Guerra Mundial. Contra lo que pudiera pensarse, no se trata de ideas circunscritas a los sectores más retrógrados de la sociedad. Por el contrario, se puede probar que, como sustrato inconsciente, el racismo, en sus diversas variantes, formaba parte del sentido común inclusive de los intelectuales progresistas que mayores simpatías sentían por los indios. Deborah Poole ha trazado un notable análisis de las secretas correspondencias existentes entre la concepción de lo que era el «indio» para los indigenistas que, como José Antonio Encinas, abogaban por leyes tutelares de defensa y redención de los indígenas y la de los racistas positivistas. Ambos compartían una visión criminalizada del indio, fuertemente influida por las ideas del italiano Enrico Ferri14. La idea de la «tutela» sobre los indígenas, por cierto, tampoco era algo que desagradara a los gamonales: «Sin alternativas que ofrecer, los hacendados se limitaron a 'solicitar garantías' ante la rebeldía indígena. Una vez recuperado el orden, se restablecería 'la armonía'. No había otro camino posible para controlar y proteger a una población que carecía del 'concepto de nacionalidad' y que, dado su 'estado de inferioridad mental y limitada capacidad jurídica' requería de un status particular ante la ley. De esta manera se evitaría que los indígenas fueran objeto de la manipulación de 'agitadores', al mismo tiempo que quedaban garantizados 'los intereses de los blancos'«15.
Queda una interrogante flotando. D. Poole ha anotado agudamente que buena parte de los teóricos indigenistas provincianos venían de una formación jurídica que permite asimilarlos a la categoría gramsciana de «intelectuales tradicionales», convencidos, debido a su propia inserción en la realidad social en la cual actuaban, de su autonomía, tanto con relación al bloque dominante cuanto de la población indígena que representaban16. Ante la crítica planteada a estos abogados indigenistas, que al impulsar la creación de leyes tutelares de defensa de los indígenas construían nuevas formas de exclusión, pues ponían a estos en un status diferente e inferior al del resto de los ciudadanos peruanos, cabe preguntarse hasta qué punto era posible pensar en alternativas diferentes desde del universo mental entonces existente. Como se verá en los textos dedicados a la revisión de las opiniones de Mariátegui y Arguedas sobre las razas y «el problema del indio» puede concluirse que el margen para la gestación de alternativas igualitarias era muy estrecho. Hay el riesgo pues de proyectar retrospectivamente una crítica políticamente correcta, hoy, anacrónicamente, sobre el pasado17.
Existe acuerdo en que Mariátegui (Lima 1895-1930), el fundador del marxismo peruano y uno de los pensadores más originales de América Latina, sentó las bases para la moderna reflexión social en torno a la cuestión indígena. Mariátegui sostenía que la base del problema era eminentemente socioeconómica y rechazaba categóricamente que el «problema del indio» fuera educativo, moral, religioso o «natural», rechazando vigorosamente la «solución» por medio del mestizaje biológico. Pero, como veremos en varios de sus escritos los límites entre lo cultural y lo biológico entendido como lo genéticamente transmisible son tenues.
Tópicos semejantes se encuentran en la producción antropológica de uno de los escritores menos sospechosos de abrigar prejuicios antiindígenas: José María Arguedas. En los años cincuenta Arguedas dedicó algunos estudios claves a las comunidades del Valle del Mantaro. Exploro su visión del problema nacional y el lugar reservado al indio en él a partir del análisis de estos escritos.
La perspectiva de la solución del «problema del indio» a través de la desaparición de los indios era un sentido común largamente interiorizado en la sociedad peruana. El racismo antiindígena que servía de soporte ideológico al orden oligárquico tenía raíces hondas. Pero, como toda construcción ideológica, la categoría «indio» estaba minada por profundas contradicciones, que, sin embargo, no mellaban su eficiencia como instrumento para construir órdenes sociales excluyentes. Diversos estudios recientes llaman la atención sobre la manera cómo se construyen las categorías raciales, de tal manera que el término «indio», visto como unívoco para definir a un segmento de la sociedad por oposición a los demás (indios/no indios) se fragmenta en un conjunto de significantes de los que se podría afirmar que lo único absoluto es la completa relatividad de los términos18.
Las contradicciones en la visión construida en torno a la cuestión racial y al indio en el Perú se encuentra en los orígenes mismos del discurso más importante construido sobre el tema, el indigenismo. Por cierto, este movimiento es plural y se requiere cautela al enjuiciarlo. Pero, a pesar de la multiplicidad de voces que provienen de él, es posible señalar algunas constantes en sus formulaciones, que derivan en buena medida de su carácter de discurso exterior al mundo indígena. Por una parte, está su marcada ambigüedad, que, como veremos, aparece plenamente desplegada ya en la novela fundadora del indigenismo literario, Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner. El indigenismo está atravesado por flagrantes contradicciones. Algunos de los indigenistas más conspicuos, siendo exteriores a la sociedad india, formaban con ella parte de un complejo social y cultural mayor la constelación gamonal, integrando el bloque de poder local que oprimía y explotaba al indio. El trágico fin de Andrés Alencastre (Kilko Waraka), estudioso de la realidad andina, un destacado revalorizador de su cultura y fino poeta en lengua quechua, muerto por sus excolonos cuando trataba de recuperar la hacienda que le había expropiado la reforma agraria, es sólo la manifestación extrema de un fenómeno mucho más generalizado de lo que se cree.
Por otra parte, formando parte de un país con una fuerte tradición centralista y proviniendo del interior, marginado económica, política y socialmente, los indigenistas tenían reivindicaciones anticentralistas frente a la sociedad criolla del litoral, que los marginaba y discriminaba, considerando a su mundo ajeno, «bárbaro» y «atrasado»: la gran traba que impedía la modernización de la nación. Los mistis, considerándose «blancos» por oposición a los «indios» en sus regiones de origen, podían proclamarse retóricamente «indios» cuando se dirigían a otros auditorios. Quizás el caso extremo sea el del gamonal cusqueño, escritor y parlamentario José Angel Escalante, un personaje de un asombroso oportunismo político, quien, cuando militaba en las filas del leguiísmo, escribió un ensayo polémico dirigido contra Mariátegui y Luis Alberto Sánchez titulado «Nosotros los indios», en el cual, descalificando a sus oponentes, escribía: «les negamos el derecho de intervenir en la solución de nuestros conflictos, tanto porque no aciertan ni pueden acertar, puesto que no los conocen, cuanto porque nosotros, los indios, nos bastamos y nos sobramos, dentro de la actual ideología gubernamental, para buscar remedio a nuestros males»19.
Mirko Lauer nos ha recordado la necesidad de distinguir entre el movimiento indigenista como movimiento político y como movimiento cultural:
«en el movimiento político, indígena es sobre todo una metonimia de campesino, mientras que en el movimiento cultural indígena es una metonimia de autóctono. Lo que tenemos en ambos casos es el clásico deslizamiento del significado respecto del significante y la formación de nuevos núcleos de sentido (...). La primera figura indígena /campesino es reducible a una categoría histórica concreta de relación productiva con la tierra (…). No obstante, la segunda figura indígena/autóctono no es, aunque lo parezca, una categoría de relación concreta con la cultura sino, en el mejor de los casos, con la geografía (autóctono de un territorio dado). En lo cultural lo autóctono es un concepto genérico referido a una totalidad, con muy poco poder explicativo, que se fragmenta en numerosas especificidades que la mirada criolla no logra articular en la cultura, y que no se han logrado articular ellas mismas por fuera del programa político antioligárquico, programa que les es esencialmente ajeno»20.
Explorando las posibilidades del indigenismo como movimiento cultural (lo que él denomina el indigenismo-2), Lauer considera que sus limitaciones deben entenderse como el resultado de «un desencuentro sincero entre un tema lo autóctono y quienes se interesaron por él los indigenistas-2, organizado por la ideología en tanto falsa conciencia. Por eso hay un énfasis en lo que podemos llamar las trampas de la modernización»21.
Ulises Zevallos Aguilar ha explorado el papel de representación del mundo indígena asumido por el «Grupo Orkopata», un núcleo intelectual puneño liderado por los hermanos Ántero Peralta y Gamaniel Churata, que editó el Boletín Titikaka entre 1926 y 1930 en la ciudad de Puno, una zona considerada definitivamente periférica en el Perú, articulando una reflexión que se legitimaba con el recurso a la novísima etnología, el marxismo y técnicas artísticas vanguardistas, como la escritura automática de los surrealistas, con que G. Churata escribió uno de los textos más fascinantes de la literatura andina, El pez de oro. Zevallos Aguilar muestra cómo el grupo, más allá de sus logros artísticos y políticos, al compartir un imaginario marcado por la herencia colonial, y las polaridades sociales con las que ésta invitaba a pensar la realidad, terminó convirtiendo su quehacer en una suerte de acto de ventriloquia social por el cual los integrantes de la pequeña burguesía del interior terminaban expropiando el discurso indígena y presentando sus propias reivindicaciones como grupo social, en el contexto de un país embarcado en un proceso de modernización22.
Aún más problemático es el papel de los indigenistas que migraban a las urbes occidentalizadas y afirmaban la vigencia de sus sociedades originarias a través de la idealización del indio; no el de carne y hueso, al que en muchos casos explotaban y consideraban racialmente inferior, sino del «indio histórico», creador de una gran cultura, que sólo esperaba ser redimido de su triste condición. Queda pues planteada la cuestión de si el discurso del indigenismo no constituyó una expropiación del discurso indígena. Después de todo, la condición para que el indigenismo existiera, en tanto que representación política, era la «incapacidad» de los indígenas (racionalizada con muy diversos argumentos) para hablar por ellos mismos. Un discurso sobre los indios que, a pesar de ser en algunos casos coetáneo con el despliegue de las vastas movilizaciones indígenas, permaneció ajeno a ellas, discurriendo paralelamente a la praxis histórica de los indios que pretendía representar.
Un elemento capital para entender la naturaleza de la actual crisis social peruana es la persistencia contemporánea de formas muy arraigadas de discriminación étnica y racial en el Perú23. Un dato significativo, para entender la violencia política de los ochenta, es que los cuadros intermedios que constituyen la columna vertebral de la estructura partidaria de Sendero Luminoso (los denominados «mandos»), no provienen de las capas más pobres de la sociedad peruana sino principalmente de la clase media baja provinciana: individuos jóvenes, provenientes de procesos de descampesinización reciente, en su mayoría con estudios universitarios, étnica y racialmente caracterizados como mestizos24.
En el Perú de hoy se afirma que la población indígena es hoy minoritaria y que el mestizaje generalizado ha liquidado las bases sobre las cuales se asentaba la discriminación racial. Adicionalmente, las instituciones que permitían su reproducción social, como el tributo pagado por los indígenas, la servidumbre cuasi feudal en las haciendas tradicionales, el relativo aislamiento geográfico de las poblaciones indígenas, antes confinadas a la sierra y la selva, la escasa integración nacional, la debilidad del estado central, sobre la cual creció el gamonalismo, han desaparecido o están por desaparecer. La desaparición del racismo sería sólo cuestión de tiempo.
Esta forma de plantear la cuestión confunde los términos del problema. El racismo en un fenómeno que opera fundamentalmente en la intersubjetividad social. Los cambios sociales objetivos no tienen la misma velocidad que aquellos que se operan en las subjetividades. Y cuando se produce un desfase significativo entre unos y otros se crea una brecha que se constituye en una fuente potencial de violencia social. Si a ella se unen determinadas condiciones, como resultado en este caso de una crisis social generalizada, el resultado puede ser la emergencia de un proyecto político como Sendero Luminoso25.
Las características del racismo peruano (y esto debe ser aplicable a la situación de otros países de América Latina) lo convierten en un fenómeno inabordable a partir de las categorías analíticas desarrolladas en otros contextos sociales. Una comparación puede ilustrarlo. El racismo blanco contra los negros, en los países anglosajones, supone la posibilidad de «objetivar» a aquel a quien se discrimina. En tanto el mestizaje fue más bien excepcional, el «blanco» discriminador siente al «negro» discriminado como algo ajeno y exterior a sí; un objeto sobre el cual se puede descargar la discriminación, el odio y el desprecio. En el Perú es imposible tal «objetivación» del discriminado, pues el sujeto discriminador no puede separarse del «objeto» que discrimina. Para la mayoría de la población peruana usar el término «indio» para insultar a otra persona, teniendo también sangre india en las venas, supone negar una parte de su propia identidad: discriminar, odiar y despreciar a elementos constitutivos del propio yo. La alienación radical. La imposibilidad de reconocer el propio rostro en el espejo. Se produce así una forma de racismo profundamente enrevesada y difícil de abordar.
La ideología del mestizaje afirmaba que a medida que avanzara la mezcla biológica y cultural se iría a una uniformización racial de la sociedad peruana, eliminándose las causas del racismo. Tal cosa no ha sucedido. El mestizaje biológico ciertamente se ha generalizado. Con las grandes migraciones de la costa a la sierra y del campo a la ciudad existe una mayor interrelación entre las diversas matrices culturales del país, así como la creación de nuevas matrices de sentido que surgen del contacto entre ellas, pero el racismo sigue manteniendo una enorme fuerza. En una encuesta aplicada recientemente a adolescentes entre 11 y 17 años de edad, en las diez ciudades más importantes del país, 65.3% de los encuestados opinó que existe racismo en el Perú, contra un 28.0% que cree lo contrario. Un 45.1% opina que los más perjudicados por el racismo son los cholos, un 38.7% cree que los negros, un 12.9% los indígenas, y un 0.4 los japoneses y chinos. Un 90.9% opina que las personas más racistas son los blancos, seguidos por los japoneses con un 3.1%, y los negros, con un 2.2%. La reducción de la importancia que se le concede al racismo antiindígena y la elevación de la del racismo antimestizo entre los adolescentes constituye toda una revolución en las mentalidades en el país. Por otra parte, la contundencia de la opinión abrumadoramente mayoritaria que considera al estrato blanco el más racista manifiesta una preocupante polarización social26. El racismo no ha desaparecido; habiendo sido dominantemente antiindígena, ha pasado a ser un racismo dirigido fundamentalmente contra los sectores mestizos de la población. La reseña del libro de Max Hernández dedicado al Inca Garcilaso y el mestizaje y el prólogo que redacta al libro de Juan Carlos Callirgos La cuestión del otro (y de uno) tocan esta cuestión.
Al momento de publicar estas líneas la cuestión del racismo ha mostrado, una vez más, su desagradable rostro con las denuncias contra las prácticas discriminatorias ejercidas por ciertas discotecas limeñas contra quienes no tienen un fenotipo aceptable según los propietarios del negocio. Y el respaldo que el Poder Judicial les ha otorgado, invocando como justificación la «libertad de mercado» (¡) muestra hasta qué punto el viejo tema del racismo sigue siendo una cuestión de actualidad. Una traba que impedirá construir cualquier orden moderno y democrático en tanto no sea encarada. Quizás haya llegado la hora de dejar de esconder la basura bajo la alfombra y empezar a hacer la necesaria limpieza en casa.
Lima, Enero de 1999
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NOTAS© Nelson Manrique, 1999, [email protected]
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