La piel y la pluma

Algunas reflexiones sobre el colonialismo, el racismo y la cuestión nacional

Introducción al libro La piel y la pluma

[Ciberayllu]

Nelson Manrique
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Existe consenso en torno a que el racismo antiindígena es uno de los componentes fundamentales de la dominación social instaurada por las repúblicas oligárquicas. El racismo cumple una función decisiva en la legitimación de las exclusiones, pues «naturaliza» las desigualdades sociales, consagrando un orden en el cual cada uno tiene un lugar inmutable, en tanto éste no aparece fundado en un origen social sino anclado en la naturaleza. Como toda creación humana, el racismo tiene una historia, que puede ser reconstruida. En la dinámica social, el racismo es, ante todo, una ideología y, como tal, sirve para consagrar un status quo determinado, de manera que va cambiando de acuerdo a cómo cambian las relaciones socioeconómicas y las correlaciones de poder establecidas. No existe pues un racismo. Como toda construcción histórica, éste asume diversas formas de acuerdo al contexto social en que se genera. Su historia no puede desvincularse de la historia social.

El debate académico sobre la existencia de las razas es tan antiguo como la Antropología Física, que en sus orígenes pretendía ofrecer una clasificación científica de las «razas humanas». Para el tema que nos interesa, es irrelevante que las razas existan o no. No es nuestro interés demostrar su inexistencia o la (des)igualdad entre ellas. Parto de que no son las razas las que crean el racismo sino es a la inversa: el racismo construye las razas. Y la cuestión que verdaderamente importa es que basta que una fracción significativa de la población crea que las razas existen para que esta convicción establecida en la intersubjetividad social tenga profundas implicaciones en la realidad social1.

El racismo tiene también elementos de lo que Georges Duby denomina mentalidades: ese sustrato inconsciente que sirve de base a nuestras formas de pensar, nuestras reacciones cotidianas no racionalizadas, nuestros horizontes culturales generacionales, las ideologías políticas, y que, no siendo inmutable, sin embargo cambia en un tiempo histórico distinto al de los otros fenómenos mencionados, el tiempo que Fernand Braudel denominó la larga duración y que en el terreno del imaginario social ha sido explorado, entre otros, por el mismo Duby, L. Frevre y J. Le Goff. Naturalmente, la aproximación a este objeto de estudio exige recurrir a aproximaciones interdisciplinarias.

Debiera distinguirse el racismo teorizado; es decir los debates y la normatividad en relación a la cuestión racial, con sus recopilaciones legales, los estudios médicos, jurídicos y sociales, los expedientes judiciales, etcétera, que consagran la condición de los integrantes de las diversas «razas», y el racismo en estado práctico, como una praxis social, un sentido común, actitudes no racionalizadas, en buena medida inconscientes, profundamente enraizado en las vivencias cotidianas, que podría acercarse a lo que Le Goff sugiere con la expresión «l'imaginaire», pero que se distancia de él en que, en tanto ideología, impone una manera de mirar el mundo2.

El racismo peruano es, en esencia, un racismo colonial. Se construyó a partir de las categorías mentales que portaban los conquistadores, forjadas en los conflictos que enfrentaron a los cristianos contra los musulmanes y los judíos en España en el crucial momento de su constitución como nación. El fundamento de la identidad española, una cuestión problemática, dada la enorme diversidad de los habitantes de sus reinos, terminó siendo la condición de cristiano viejo. Surgió así, a partir del siglo XIV, un cristianismo intolerante y excluyente que, comenzando con una persecución religiosa contra los semitas, devino en una feroz persecución cultural contra los judeo conversos, hasta cristalizarse en una abierta persecución racial, en particular los judíos, la obsesión por la pureza racial, consagrada en la instauración de los «estatutos de limpieza de sangre» que se generalizaron desde mediados del siglo XV y a lo largo del siglo XVI, descalificando a todo aquel acusado de tener «sangre infecta» (los cristianos nuevos), por razones abiertamente biológicas. Todo esto sucedía en el mismo período crítico cuando América era descubierta, conquistada y colonizada. Este hecho dejaría profundas huellas en la construcción del orden colonial. Enfrentados a una nueva realidad, los conquistadores terminaron construyendo nuevas formas de marginación y exclusión, ligados a la explotación colonial. Aunque a veces se ha invocado el mestizaje como una prueba de que los españoles no tenían prejuicios raciales, en tanto estaban dispuestos a mezclar su sangre con la de los conquistados3, este argumento no se sostiene cuando se repara en la naturaleza asimétrica de estas uniones, invariablemente establecidas entre varones conquistadores y mujeres conquistadas. Allí donde, por excepción, se produjo el mestizaje de varones indios y mujeres españolas fue en esos espacios marginales, de frontera, donde los grupos indígenas nómades no pudieron ser sometidos y en sus eventuales incursiones militares secuestraron a mujeres de la hueste conquistadora, las cautivas cristianas. En la intersección entre el racismo y la discriminación de género la mujer ha sido invariablemente un botín de guerra para los vencedores.

En la construcción del racismo colonial americano entraron en abierta contradicción el discurso que afirmaba la superioridad de la raza conquistadora y exaltaba la «limpieza de sangre» como el valor supremo sobre el cual debía organizarse la convivencia social, y el hecho objetivo —e incontrolable, tratándose de una empresa eminentemente masculina— del mestizaje generalizado entre los conquistadores y las mujeres indígenas de los dominios coloniales. La cuestión se complicó aún más cuando se generalizó el mestizaje con la población africana, traída en condiciones de esclavitud. El fracaso del intento de consagrar la separación entre la «república de españoles» y la «república de indios» —frustrado por la continuación del mestizaje— dio lugar a la constitución de las castas, una categoría cuya función era cuantificar el grado de mezcla racial de los habitantes del virreinato para perpetuar la segregación racial. Como toda ideología dominante, el racismo colonial no sólo fue portado por los colonizadores sino que fue interiorizado, y aceptado como «verdadero», por los grupos colonizados. Esto contribuyó poderosamente a la estabilidad del orden colonial.

Hasta fines del siglo XVIII la condición de los indígenas era más bien heterogénea, con la existencia de los curacas de sangre, con un conjunto de privilegios y una relativa consideración social. La rebelión de Túpac Amaru II intentó unificar a indios, mestizos, negros, y españoles americanos en un proyecto nacional pluricultural y multirracial. Su sangrienta derrota abrió el camino a la degradación de la condición general de los indígenas peruanos, en un proceso que culminó hacia mediados del siglo XIX con la desaparición del estrato indio noble y el establecimiento de una situación, que persiste hasta la actualidad, por la cual la condición de «indio» terminó equiparándose con la de «campesino» y «pobre» (sin que todos los campesinos y pobres, en cambio, sean necesariamente indios). Esta marginación económico social generalizada contribuyó a reforzar el estereotipo de la «inferioridad natural» del indio. En adelante en el imaginario nacional oligárquico el camino del progreso pasaría por la desindigenización de los vencidos.

La situación no cambió sustantivamente con la ruptura de los vínculos coloniales que nos unían con España. Al no cambiar en lo esencial el carácter colonial de las estructuras internas de dominación, el racismo antiindígena pasó a cumplir el rol de soporte de la dominación de la elite criolla y de los gamonales del interior. En el orden oligárquico que se implantó, el discurso racista sirvió para legitimar la dominación social, de la misma manera como antes sirvió a los colonos españoles cuyos privilegios heredaron de éstos sus descendientes criollos.

El racismo construye al objeto de la exclusión racial. El «indio» es el producto de un largo y contradictorio proceso de decantación de las ideas en torno a la naturaleza de la nación que se debía construir, y de construcción de las imágenes que las expresarían. Pasaron dos décadas y media desde el temprano discurso de escritores como el poeta Mariano Melgar, José Joaquín de Olmedo o Faustino Sánchez Carrión, que en la época de la Independencia imaginaban una nación que incluyera a los descendientes de los incas, hasta la formulación del proyecto que impuso la hegemonía limeña, cuya mejor exposición fue el sermón del sacerdote Bartolomé Herrera, del 28 de julio de 1846, por el 25 aniversario de la independencia, donde planteó que la expulsión de los españoles debía considerarse un paréntesis impuesto por Dios en la obra de unir a la nación bajo el catolicismo y la monarquía. Los criollos debían continuar esa obra de reconstrucción de la identidad nacional, respetando su legado hispánico, católico y monárquico, con un gobierno fuerte asentado en Lima, investido por Dios —o sea bendecido por la iglesia— con el derecho soberano de dictar leyes para todos, como una aristocracia del conocimiento creada por natura. El sufragio selectivo debía apartar a los indios del voto, puesto que su «incapacidad natural» los hacía inelegibles para ciudadanos4. La prosperidad brindaba al país por el guano brindó las bases económicas para la consolidación de este proyecto y las elucubraciones de Gobineau, entusiastamente asumidas por las elites latinoamericanas, le dieron legitimidad como hechos científicamente comprobados.

Pero la contestación de los intelectuales del interior planteaba objeciones que debían ser rebatidas. La grandeza del imperio de los incas, que capturó la imaginación del mundo gracias, entre otras cosas, a la enorme influencia de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, planteaba serios interrogantes en torno a la «natural incapacidad» de sus descendientes. Se construyeron entonces discursos que conciliaran la contradicción manifiesta. Uno afirmó que los incas eran una raza distinta a los indios. Tal fue la explicación brindada por Sebastián Lorente, un español afincado en el Perú, educador y autor de la primera «Historia del Perú», quien estaba convencido, además, de que la potencia genésica de la población europea terminaría por «blanquear» definitivamente al Perú así que se difundiese el mestizaje biológico. La otra fue recurrir a la degradación social de los indios como el resultado de una «degeneración racial», producto de la adicción a la cocaína, el alcoholismo, la servidumbre y el medio ambiente hostil. De una manera u otra, los indios contemporáneos terminaban siendo racialmente distintos a los admirables incas5.

Pero la construcción del discurso de la exclusión racial tiene vías muy complejas. Deborah Poole ha mostrado ejemplarmente la forma como una «economía visual», que comprendía el uso del espacio, las imágenes y las tecnologías de reproducción industrial de la imagen (las litografías y sobre todo la fotografía) crearon un circuito de producción, distribución, intercambio y consumo de imágenes, en un denso y rico intercambio entre Europa y los Andes, que modelaron una «imagen del mundo» de los pobladores de los Andes, disciplinando la mirada, contribuyendo a construir formas de ver la realidad y el lugar reservado al indio6.

NOTAS
  1. Lo demostró en el caso límite el holocausto nazi. Para un estado de la cuestión sobre el racismo y la discriminación étnica y racial a nivel teórico metodológico y en el debate académico en el Perú contemporáneo véase Juan Carlos Callirgos: La cuestión del otro (y de uno), Lima, 1993.
  2. «Lo ideológico implica una concepción del mundo que suele imponer a la representación un sentido que pervierte de la misma manera lo 'real' material, que aquel otro real, el 'imaginario'. No es sino con un golpe de fuerza que realiza para retornar a lo 'real' forzándolo a entrar en un cuadro preconcebido que lo ideológico tiene un cierto parentesco con lo imaginario». Jacques Le Goff: L'imaginaire médiéval. Essais, Paris, 1985, pp. II.
  3. «Tales sentimientos son impropios de un pueblo de vocación ecuménica que nunca hizo distinción entre razas superiores e inferiores y se mezcló ampliamente con todas». Antonio Domínguez Ortiz: La clase social de los conversos en Castilla en la Edad Moderna, s/r, p. 143.
  4. Deborah Poole: Vision, race, and modernity. A visual economy of the Andean Image World, Princeton, 1997, pp. 147-149.
  5. Cecilia Méndez: «Incas Sí, indios No: Apuntes para el estudio del nacionalismo criollo en el Perú», Lima, 1993.
  6. Deborah Poole: Op. cit, pp. 5-13.

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© Nelson Manrique, 1999, [email protected]
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