Individualismo, relativismo moral y crisis de transición* |
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Nelson Manrique |
ace unos días conversaba con una mujer a la que el Perú le debe mucho, por su trabajo de recuperación del patrimonio cultural de la población afroperuana. Ella me decía que, en lo que recordaba de sus 77 años de vida, y lo que recuerda que le contaban sus padres y abuelos, no encontraba ningún momento de nuestra historia con que pudiera compararse la corrupción y la descomposición moral a los que ha llegado el poder en el país, hoy.
Existe un riesgo, cuando se habla de ética, que fue agudamente señalado por la filósofa judía Hanna Arendt, escribiendo sobre el holocausto perpetrado por los nazis, durante la Segunda Guerra Mundial: el de la banalización del mal. Cuando uno habla del exterminio de seis millones de judíos en los campos de concentración, la magnitud de horror es tan grande que sencillamente no tenemos cómo conectarnos con esa realidad atroz. Aunque nos esforcemos, seis millones es una cifra, y es probable que finalmente nos sacuda más la muerte de un ser querido, de alguien cercano, que el exterminio de seis millones de seres humanos, algo que, paradójicamente, cuanto más se repite, termina siendo más abstracto.
Creo que en el Perú existe también el riesgo de banalizar del mal. Nos hemos acostumbrado tanto, a lo largo de esta década, a recibir periódicamente denuncias acerca de actos de inmoralidad, de violaciones de los derechos humanos, a ver elevada la mentira a política de gobierno, que hemos perdido la capacidad de indignarnos. ¿Es que acaso ignorábamos realmente que se cometían latrocinios, que había tráfico de influencias, que los servicios de inteligencia y la SUNAT eran utilizados como instrumentos de espionaje contra los ciudadanos y como arma de chantaje contra quienes discreparan con el régimen o, peor aún, denunciaran sus tropelías, que se perseguía y detenía arbitrariamente a personas, y que los organismos de seguridad utilizaban el asesinato y la tortura como armas para lograr los fines del poder? No; es simplemente que nuestro sentido moral terminó por embotarse y las denuncias terminaron pareciéndonos redundantes, con lo que el mal terminó haciéndose banal. La impotencia para conseguir que se hiciera justicia, cuando se formularon las primeras denuncias, preparó el camino a la impunidad sistemática para los continuos delitos cometidos en adelante por los gobernantes, de tal manera que, luego de algún tiempo, nos acostumbramos a leer los diarios saltando sobre las nuevas denuncias, que aparecían con regularidad, como solemos saltar por encima de la publicidad que está en los diarios y que, si no nos involucra directamente, sentimos nos bloquea la lectura fluida de la información verdaderamente interesante.
Quiero abordar el tema desde una perspectiva que nos puede parecer más cercana, trayendo el testimonio de un padre de familia, publicado el día de hoy en el diario Liberación, bajo el título de «Montesinos y mi hijo». Un ciudadano, involuntariamente, alcanza a oír una conversación de su hijo de 16 años con amigos de su misma edad, opinando sobre la situación política en el Perú: «lo más relevante para ellos son los dólares de [Vladimiro] Montesinos, su talento personal para los negocios, su presunta habilidad para manejar, crematísticamente, a la cúpula uniformada; el Rólex de US $ 40,000 que luce en la muñeca, la forma en que neutralizó a Vaticano [cuando fue denunciado de recibir cupos para proteger el narcotráfico, NM] y expolió los ahorros de militares y policías, vendiéndoles inmuebles en la Caja por el cuádruple de su valor. Les encantó enterarse de que en Panamá existen compañías «off shore», con acciones al portador, que ocultan el rostro de los malhechores. Tuvieron estos jóvenes, a la mano diversos ejemplares de un diario opositor, que no falta en mi casa, del cual sacaron sus conclusiones y preferencias de adolescentes»1.
El horror del padre, al escuchar esta conversación, le lleva a buscar una explicación a lo que ha oído, y su primera reacción es autoinculparse: «La culpa de esta deformación espiritual no es de Montesinos sino mía, que no supe inculcar valores éticos, a pesar de mis modestos esfuerzos». Reflexiona después sobre el rol de los medios de comunicación en la formación moral de los jóvenes peruanos: «¿Qué les queda a nuestros hijos, deformados por el contenido de la TV canalla? Indudablemente Vladimiro Montesinos, cuya peor actuación, según los chicos, es haber seducido a una animadora de televisión que no encaja en ninguno de los patrones de belleza». Reflexiona, finalmente, sobre la responsabilidad de los padres en la formación de los hijos: «No es suficiente obligarlos a que estudien, se bañen diariamente, no hablen con la boca llena y usen el tenedor para el pescado. Hay una tarea más importante, enseñarles lo que significa el decoro, la dignidad, el trabajo, la honestidad, la lealtad a determinados principios, el esfuerzo por levantar este país que es el suyo y será el de sus hijos. Hacerles ver que el lumpen no sólo asalta bancos con metralletas, sino que también usa influencias y se asocia a mandatarios para repartir el país como una torta».
Este artículo me ha conmovido profundamente por ser padre, y me hizo reflexionar sobre lo que ha pasado durante estos años con nuestro país. Pero quisiera precisar que los jóvenes cuyos juicios hemos visto reseñados forman parte de la juventud de nuestro país, pero no representan a toda su generación. Como profesor universitario me siento inmensamente orgulloso de mis estudiantes, que se movilizaron primero contra la disolución del Tribunal Constitucional de Garantías y este año contra el fraude electoral, la corrupción y el secuestro del poder delegado por los peruanos, por un asesor presidencial y jefe de facto de los servicios de inteligencia. Quiero llamar la atención sobre el hecho de que estos estudiantes no se movilizaban en demanda de mayores rentas para la universidad o por cualquier otro legítimo reclamo gremial. Lo hicieron por una causa tan abstracta y desinteresada como es la indignación, frente a cómo es empujado el país al abismo y cómo se pisotea la moral, arrasando con los valores más elementales. Estoy convencido de que sin la movilización desinteresada de los jóvenes no habríamos podido presenciar esta movilización nacional contra la corrupción y el abuso del poder. Cuando se escriba la historia, se valorará la acción de estos jóvenes como un momento decisivo para remontar este período oscuro de nuestra existencia como colectividad nacional. Creo firmemente que los jóvenes constituyen hoy la principal reserva moral de la que dispone el país para su regeneración.
Hagamos un esfuerzo y recordemos qué pasó en 1990, cuando un desconocido ingeniero agrónomo fue ungido presidente del Perú. ¿Por qué votaron los peruanos? Por una persona, sin duda, pero también por un conjunto de valores éticos que consideran importantes, y que estaban condensados en su lema electoral: «Honradez, tecnología, trabajo». Una década después, ¿cuál es el balance que podemos hacer con relación a la honradez, la tecnología y el trabajo? Por cierto, el saldo es desolador.
Intentemos una explicación a qué sucedió, tomando como punto de partida una reflexión sobre la naturaleza de los períodos históricos de transición. Vivimos una crisis de transición, no sólo en el Perú sino a nivel mundial. Termina una época, la era de la sociedad industrial de masas, y nace una nueva, la era de la sociedad de la información. Está claro que una época se cierra pero no es igualmente claro hacia dónde vamos y qué tipo de sociedad es ésta que está emergiendo. Es en estos períodos de transición, en que se siente la sensación de estar en el aire, donde todo lo sólido parece desvanecerse, cuando los valores más firmes suelen relativizarse.
Revisemos que sucedió en el mundo entre 1989 y 1991: la caída del muro del Berlín, el colapso de la Unión Soviética, y el fin del bloque socialista de Europa del Este, el fin de la guerra fría y del orden bipolar basado en el equilibrio del terror nuclear. Estos procesos marcharon paralelos a la crisis de los partidos obreros y los sindicatos, al reflorecimiento del racismo y la xenofobia, a la emergencia de grupos neonazis en Occidente, y a la declinación de las utopías que creían encontrar respuestas a los problemas de la sociedad en la acción y la organización colectiva de los trabajadores. En este contexto se impuso el neoliberalismo como un nuevo sentido común, que proponía la libertad individual como el valor fundamental y el mercado libre como el medio a través del cual se preservaría la libertad de los ciudadanos. Los supuestos fundamentales de esta transformación del sentido común eran, de una parte, que la libertad es, ante todo, la capacidad de elección del individuo, y, de otra, que la capacidad de opción supone que existan alternativas entre las cuales escoger. A continuación, en una suerte de salto dialéctico, el espacio donde se brindan estas alternativas terminó equiparado con el mercado y el liberalismo con el liberalismo económico. Así, el contenido del liberalismo sería ante todo la libertad de mercado y la defensa de ésta sería la manera fundamental de defender la libertad individual (política) de los ciudadanos. Un corolario de esta idea es que la ciudadanía se construye a través del consumo. Ser ciudadano es sinónimo de ser consumidor, y la incorporación al mercado es la vía por la cual se puede acceder a los derechos ciudadanos. Según esta lógica, la extensión del mercado de libre competencia es la extensión de la ciudadanía. Estas ideas las he escuchado sostenidas por gente tan comprometida con el tema como son los funcionarios de Indecopi, la institución peruana de defensa de los consumidores.
Es necesario desmontar estas ideas. El gran politólogo italiano Norberto Bobbio, un liberal auténtico, ha subrayado pertinentemente que el liberalismo político y el liberalismo económico no son la misma cosa. Son distintos, tanto por su origen, cuanto por su contenido. El liberalismo político surgió como una reacción frente al creciente poder que acumulaban los estados a costa del individuo y con la explícita voluntad de defender al ciudadano frente a ese estado omnipotente, cuyo creciente poder terminaba convirtiéndose en una amenaza para la libertad de los ciudadanos.
El liberalismo económico, en cambio, surgió para defender la libertad del mercado; no la del individuo. De allí que radicales librecambistas (librecambismo era el nombre que entonces adoptaba el liberalismo económico), como Locke y Hobbes, fueran definidamente hostiles a la idea de la democracia, y que liberales políticos auténticos, como Jean-Jacques Rousseau, fueran abiertos adversarios del librecambismo. Pretender que el liberalismo económico (cuya bandera principal es la defensa del mercado contra la intervencion del estado, no la libertad de los ciudadanos, salvo, claro está, que estos sean reducidos a la simple condición de consumidores) es lo mismo que liberalismo político es un grueso contrabando ideológico.
Pero, ¿por qué razón los liberales políticos eran hostiles al liberalismo económico? Se debe a que el mercado de libre competencia, dejado a su libre dinámica, genera incesantemente desigualdad económica y, ésta, llegada a un cierto punto, se convierte en una traba insalvable para la existencia de la democracia.
Examinemos el funcionamiento de la economía de libre mercado. El supuesto de partida del liberalismo económico es que hay una cantidad grande de empresas, cada una de las cuales no tiene la envergadura suficiente para manipular los parámetros que impone el mercado (oferta, demanda). Estos parámetros se les presentan como realidades objetivas, independientes de la voluntad y la acción de cada empresa, y la igualdad en la competencia supone que influyen por igual en las decisiones de todos. Ahora bien, cada empresario quiere ganar una fracción mayor del mercado (en eso consiste la competencia) y, si se produce una misma mercancía, con igual calidad, quien ganará la competencia será quien ofrezca los menores precios. Pero para vender a menor precio es necesario reducir los costos, y la forma cómo se consigue este objetivo es incrementando cada vez más la escala de la producción. De esta forma, surgen empresas cada vez más grandes, que acaparan fracciones cada vez mayores del mercado, hasta que, en el límite, surgen grandes monopolios: unas pocas empresas de gran tamaño, capaces de imponer sus condiciones al mercado, y de ahogar a las pequeñas empresas que están en la competencia.
La libre competencia, dejada a su propia dinámica, engendra pues los monopolios, que liquidan la competencia. Este proceso era ya evidente a inicios del siglo XX, y el presidente de los EEUU, Theodore Roosevelt, se vio obligado a dictar leyes antimonopólicas para poner freno a la voracidad de los grandes capitalistas. Pero, aclaremos que estas leyes no penan la formación de los monopolios (¿cómo podrían hacerlo, si está en la naturaleza misma del sistema formarlos?), sino el abuso de la posición monopólica; su uso para perjudicar a los competidores. La experiencia ha demostrado que estas leyes no pueden impedir que los monopolistas se pongan de acuerdo para eliminar la competencia, y con ella la capacidad de elección de los consumidores, como una manera de asegurar sus ganancias. Un ejemplo: no vemos muchos automóviles norteamericanos circulando por los caminos del Perú (a diferencia de lo que sucedía en la década del cincuenta), y sí muchos asiáticos y europeos, por uno de estos acuerdos entre empresas monopólicas. De esta manera, la libertad de elección de los consumidores en el mercado es liquidada en nombre de la libertad de mercado.
Un corolario fundamental de esta tendencia a la liquidación de la libre competencia por los monopolios es que este proceso va acompañado por una creciente concentración de la riqueza, en un polo de la población, y la generalización de la pobreza y miseria, en el otro. Y allí donde la desigualdad económica entre los ciudadanos se vuelve extrema, es simplemente imposible el funcionamiento de la democracia política. He allí la razón por la que los verdaderos fundadores del liberalismo eran hostiles al liberalismo económico. Y esa es la razón por la que defender la libertad de mercado no es lo mismo que defender la libertad de los ciudadanos.
Hay quienes afirman que en la nueva economía estos problemas se han superado. El teórico de la administración Peter Drucker afirma que el capitalismo ha quedado atrás, pues, al estar la propiedad de las acciones de las empresas principalmente en poder de las empresas administradoras de pensiones, donde depositan los trabajadores sus ahorros, ahora son éstos los verdaderos dueños de las empresas. Así, ahora no hay ya capitalistas, y la nueva sociedad es postcapitalista. Este argumento es otro contrabando ideológico. Aunque yo, y ustedes, depositemos los ahorros de toda nuestra vida laboral en una AFP, es evidente que no tenemos la menor intervención en la dirección de las empresas en las que nuestros ahorros son invertidos. El control sigue en manos de los capitalistas que usan mis ahorros, y los suyos, como parte del capital con el que especulan en el mercado.
Otro argumento asegura que, con la desaparición de la gran empresa, que es remplazada crecientemente por las pequeñas y medianas empresas enlazadas en red, el capitalismo se ha vuelto democrático. Este argumento confunde la centralización del capital con su concentración, pero estos son procesos diferentes. Actualmente se viene imponiendo la descentralización, funcional, del capital, gracias a las redes electrónicas. Pero este proceso no ha detenido la concentración del capital en un número cada vez menor de manos, sino lo ha acelerado dramáticamente. Según un estudio publicado en octubre de 1998 por las Naciones Unidas, sobre la desigualdad económica en el mundo, las 225 familias más ricas del planeta tienen un patrimonio equivalente al que, en el otro extremo de la pirámide de la riqueza, poseen 2,500 millones de seres humanos: nada menos que el 40 % de la humanidad. Y, con datos de julio de 1999, los tres principales accionistas de Microsoft, Bill Gates, Paul Allen y Steve Vallmer (que ocupan el primero, segundo y cuarto lugar entre los hombres más ricos del mundo, respectivamente), tienen un patrimonio equivalente al que controlan 600 millones de humanos, habitantes de cuarenta países. Dicho sea de paso, el valor en bolsa de Microsoft, antes de la sentencia en el juicio antimonopolístico que hoy se le sigue, era de 500 mil millones de dólares. Para tener una idea de lo que esto significa, baste señalar que el total de los dólares - billete que circulan en el mundo equivale a 350 mil millones.
Nunca antes en la historia de la humanidad el proceso de concentración de la riqueza había llegado hasta tal extremo. He allí el saldo de una década de libre mercado en el mundo.
La tendencia a la creciente concentración de la riqueza, y del paralelo incremento de la desigualdad social, que termine liquidando la democracia, y con ella las libertades ciudadanas, exige la intervención del estado, como garante del bien común. El estado tiene que actuar con una política de compensación social hacia los grupos sociales desfavorecidos (algo que hasta los organismos multilaterales que impusieron la ejecución de los ajustes estructurales reconocen ahora), de una parte, y, de la otra, de control de la concentración de la riqueza, si es que el mundo va a ser un lugar habitable para todos los humanos. La concentración de la riqueza en una escala de miles de millones de dólares en manos de unos pocos individuos, mucho más allá de cualquier necesidad de consumo que se pueda imaginar que tengan, mientras que hay continentes completos, como el África, donde millones de personas mueren de hambre, pestes y miseria, no tiene ninguna justificación lógica ni ética.
Examinemos, finalmente, el argumento que afirma que la libertad de mercado es la verdadera garantía de un régimen político abierto, plural y democrático, donde los ciudadanos tengan garantizada su libertad como ciudadanos. Durante la década del noventa el Perú vivió un proceso de radical desregulación, apertura del mercado y desmantelamiento de los organismos estatales que, como el Instituto Nacional de Planificación, buscaban, a través de la intervención estatal, imponer una dirección al proceso económico que permitiera construir una sociedad más justa y equitativa. El Perú se convirtió al neoliberalismo, y el mercado libre se convirtió en el nuevo credo de la burocracia estatal.
Diez años después, ¿somos una sociedad más democrática? ¿Qué tiene que ver el estado policiaco, corrupto y corruptor, impuesto en nuestro país por una camarilla delincuencial con la libertad, la garantía de los derechos ciudadanos y la democracia? ¿Y es acaso accidental que el principal impulsor del viraje neoliberal y teórico del libre mercado, como régimen social idóneo para asegurar la libertad individual, el economista Carlos Boloña, sirva hoy, conscientemente y a gusto, a un régimen que es repudiado a nivel nacional y mundial por su carácter autocrático y su total carencia de escrúpulos?
Los defensores del neoliberalismo se apresurarán a afirmar que ésta es una desviación histórica, la excepción que confirma la regla, de lo que es el verdadero record del liberalismo económico en materia de construcción de órdenes democráticos. Que la inmoral asociación de algunos de más importantes abanderados del neoliberalismo con un régimen antidemocrático y autoritario no debiera llevar a generalizaciones injustas. Pero las evidencias históricas muestran lo contrario. La experiencia de los Tigres y los Dragones del Sudeste Asiático (las naciones que hacia los años setenta emprendieron un exitoso proceso de inserción en la nueva economía) muestra que la asociación entre libre mercado y regímenes autoritarios fue la norma, no la excepción. El liberalismo económico cerró el camino al liberalismo político y no fue, por cierto, el camino para la construcción de sociedades abiertas y democráticas. La razón es evidente: el neoliberalismo que se ha impuesto en el mundo ha liquidado conquistas sociales de los trabajadores que tomaron décadas de lucha, ha reducido al mínimo, allí donde no ha podido liquidarla completamente, la intervención del estado para compensar la creciente desigualdad social y económica y ha llevado a la pauperización de vastos sectores de la población.
Lo que sucede hoy en el Perú es parte de un proceso que abarca todo el mundo. Nuestro planeta es hoy mucho más injusto de lo que era una década atrás. La imposición de un programa semejante en los países pobres y atrasados, que perjudica inmensamente a las mayorías, es mucho más compatible con el autoritarismo político que con el funcionamiento de una democracia. Adicionalmente, hoy son millones los homeless, los sin-techo, que duermen en las calles, expulsados por el sistema a condiciones de marginalidad que son una afrenta a la dignidad humana, como una parte natural del paisaje social de las grandes urbes de todo el mundo. La desigualdad económica, la marginación social y su correlato de cada vez menos democracia crece no sólo en la relación entre las naciones sino al interior de las propias naciones, ricas y pobres. Esa es la razón por la que vienen creciendo las movilizaciones contra el orden económico mundial actual, como las que se dieron el año pasado en la City de Londres, en Seatte y Washington, y, más recientemente, en Davos y Praga.
Es natural que en un régimen económico que pregona como insignia el éxito económico a cualquier costo, que glorifica el egoísmo, presentándolo como la esencia del individualismo, y es profundamente hostil a la escala de valores que proclama que todos los hombres y mujeres somos responsables por las condiciones en que viven todos los hombres y mujeres en el mundo haya propiciado una crisis moral como la que ahora afrontamos. De la relativización de los valores, a la que llevó la crisis de la transición de la sociedad industrial de masas a la sociedad de la información, hemos transitado hacia la imposición de una escala de valores que atenta contra la dignidad humana. La anécdota de un grupo de adolescentes que eligen como héroe a un tenebroso delincuente, invirtiendo la escala moral de sus padres, es una simple expresión de un fenómeno mucho más profundo y universal. No bastará con expulsar del poder a un régimen autoritario e ilegítimo, surgido de un proceso fraudulento
La década final del milenio que ha terminado ha contemplado las más grandes hazañas científicas de la historia al mismo tiempo que la extensión de una profunda crisis moral que puede incubar enormes males para toda la humanidad. La ciencia divorciada de la ética es la fórmula segura para el desastre; ésa es una de las mayores lecciones que nos dejó el siglo XX.
Debemos decidir pues si la sociedad estará al servicio del mercado o si el mercado debe estar al servicio de la sociedad. Esa es la gran disyuntiva, de la que dependerá, en buena medida, el tipo de orden social que construiremos y legaremos a nuestros hijos.
* Originalmente preparado para un panel sobre «Etica e Individualismo» en la Municipalidad del distrito de Miraflores, en Lima.
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