EL (POCO DISCRETO) ENCANTO DE LA BURGUESÍA

Distancias sociales y discursos legitimadores en el Perú de hoy

[Ciberayllu]

Juan Carlos Callirgos

 
 

La muerte de la culpa

Algo ha cambiado entre las élites. No sólo porque se den estos tipos de consumo, sino porque su exhibición es alentada. Los discursos neoliberales han legitimado la riqueza; pero también han derrumbado la culpa. Aquella conciencia que en otros momentos permitía la solidaridad y, en algunos casos, el «compromiso», se encuentra en franco proceso de extinción Hoy en día, no sólo se adquieren los «símbolos exteriores de riqueza» —denominación que, significativamente también ha entrado en desuso— sino que se alienta su alarde. La revista Caretas y un programa noticioso dominical, por ejemplo, dedicaron sendos reportajes a una casa de playa de un conocido cirujano estético[11]. En el medio escrito, se hace alarde del gasto implicado, de los lujos, y del estilo de vida del dueño:

«Hace doce años, el doctor ... le puso el ojo al último peñasco de la exclusiva playa de Los Embajadores en Santa María Entonces dijo: "Tiene que ser mío, tiene que serlo." Ahora lo es. Y allí, desafiando al equilibrio, ha construido su casa de verano. Cuatro niveles. Desde un sótano se ve, a través de un vidrio, a los que se bañan en la piscina que queda en el primer piso... [el doctor] detesta la soledad y quiere que su hogar sea, permanentemente, un «open house», como el día de su cumpleaños número 50, hace muy pocos días «1,542 personas pasaron por aquí, tuvimos que contratar el 911 security».. Desde el yate de 36 pies, con televisor, microondas y tres dormitorios, vemos la casa en toda su magnitud... El doctor aprovechó de su yate para dirigir, vía celular, el sistema de iluminación de su casa.»
El reportaje en cuestión conjuga los valores predominantes: se resalta la firme decisión del sujeto para lograr sus objetivos «desafiando al equilibrio» —a tono con el discurso del «self made man» importado desde los Estados Unidos, que como veremos más adelante, viene imponiendose en nuestro país—, el confort, la modernidad expresada en la tecnología de punta —microondas, celular— y en el «911 security». Junto con esa supuesta modernidad, aparecen los valores aristocráticos: los cientos de invitados al ritual de ostentación, y la exclusividad del lugar donde se ubica la casa.

Y son las casas de playa otro ejemplo mayor de la necesidad de lograr la exclusividad. Los tradicionales balnearios en donde se ubicaban las viviendas de los sectores altos y medios han sido prácticamente abandonados por las élites más pudientes, tal como décadas atrás se abandonara el centro de Lima. Su cercanía a la ciudad, especialmente a los «conos» donde habitan los (ya no tan) nuevos limeños, los convirtieron en espacios demasiado inclusivos. Aunque fuera durante los fines de semana, tales balnearios «se cholearon» Una persona de clase media culpaba específicamente al presidente Velasco: «cómo se le ocurrió decir que las playas eran de todos, ahora Ancón está lleno de cholos». Se imponía, entonces, buscar espacios alternativos, más alejados e inaccesibles Y en los últimos años ha proliferado un nuevo tipo de balneario: lejano, lujoso y privado. Guachimanes se encargan de restringir el paso a quienes no hayan sido invitados previo aviso:  una nueva privatización el espacio público que no es combatida por las autoridades. Y si las viviendas de los balnearios tradicionales eran más austeras, las de los nuevos se caracterizan por su amplitud y lujo. No faltan las piscinas y los jacuzzi, por ejemplo

El nuevo estilo de consumo no sólo garantiza la exclusividad en vida: en Lima han aparecido hasta tres nuevos cementerios para preservar a los muertos de las élites de la indeseable cercanía con otros sectores sociales. Tarea que no podía ser cumplida por los nichos de los cementerios tradicionales, ubicados unos encima de otros en grandes pabellones. Los Jardines de la Paz, el Parque del Recuerdo, y Campo Fe, más bien, son cementerios amplios que cuentan con tecnología de punta, y los nichos están ubicados en cuidados jardines que reciben riego por goteo. Aparentemente, el de éstos cementerios es un negocio rentable Campo Fe, por ejemplo, «tiene sólo un año de funcionamiento y ya cuenta con planes de ampliación y crecimiento»[12]. El cuadro global es de seguridad, limpieza y paz. Elementos que se logran manteniendo férreas barreras que excluyen a sectores menos pudientes, a vendedores ambulantes, y limitan el acceso a quienes no cuenten con automóvil. Un reportaje de Caretas nos sirve para ilustrar el panorama:

«[Sobre una laguna artificial de 4,000 m. cuadrados erigida en un área antes desértica]  «Ahora lindos patos y hasta un pavo real se pasean cómodamente por la zona, futura área exclusiva donde sólo podrán reposar los restos de quienes tienen —o mejor dicho tuvieron— una mejor situación económica. Las plantas son cuidadas una por una, fumigadas y cortadas con podadoras especiales dándole el look y el corte de pedicure que el tipo de flor demanda... [Hay] plantas de cuatrocientas variedades, muchas de ellas importadas de Holanda que son atendidas como a recién nacidas. En el «nursery», como se le llama al invernadero, se vigila día y noche que ningún intrépido hongo quiera hacer de las suyas en la próxima alfombra de grass que servirá para tapar las tumbas de los recién llegados.»

Son nuevos espacios de un sector en expansión. No es casual que dos de ellos estén ubicados exactamente sobre ruinas prehispánicas, y el otro junto al santuario de Pachacamac Para la construcción de uno de ellos, hubo que desenterrar y destruir —literalmente— un cementerio prehispánico, lo cual indica a las claras cuáles son los muertos merecedores de respeto.

La cantidad de información disponible es realmente abrumadora Tendría que mencionarse muchos otros elementos: nuevas universidades que remarcan su carácter empresarial y que excluyen de sus planes de estudios todo lo no considerado útil para la formación profesional —especialmente la formación humanista y comprometida con el país. Las nuevas clínicas, más exclusivas, especializadas y caras. Pero el nuestro objetivo es ahondarnos en los cambios que vienen ocurriendo en las mentalidades de las élites y sus repercusiones en la sociedad en general.

Ya dijimos que no se trata sólo de resaltar la expansión del consumo experimentada por un reducido sector de la población. Los significados de este proceso son más amplios: el consumo viene acompañado de un conjunto de discursos que lo legitiman, no solamente ante quienes quedan excluidos, sino también ante la propia conciencia de los privilegiados. Considerando el aumento de la pobreza y sus dramáticas consecuencias, sólo puede gozarse plenamente de los beneficios mediante mecanismos ideológicos que los justifiquen. Y es que las realidades que se pretenden esconder mediante la supuesta «modernidad», los casinos, los celulares, autos del año, los «pubs», las playas privadas y los restaurantes de «fast food» también aparecen crudamente: los muertos antiguos y recientes, la miseria, la desnutrición, los locos, las diferencias sociales, la violencia política, el terokal, las pandillas juveniles y mil etcéteras. El retorno de lo reprimido, diría Freud. Por lo mismo, muchos huyen a través de la televisión, los sueños de Miami, me compré un celular más chico que el anterior, pero no por eso dejo de mostrarlo, y te cuento que abrieron otro MacDonalds. Pero allí también están las empleadas domésticas —«cada vez está más difícil conseguir una que se quede en su sitio»—, la delincuencia —casi no falta reunión clasemediera sin anécdotas sobre el tema— y la «necesidad» de amurallar las casas y enrejar las calles; los niños que ofrecen limpiar las lunas de los autos —«tómame la tabla del trece»—, los motines en Maranguita y la toma de rehenes en la residencia del Japón. Mensajes y síntomas que deben atenuarse para poder vivir la ilusión de que, realmente, se vive mejor.

Al mismo tiempo que se multiplican las microescenas de las élites, la miseria y sus macrodramas también experimentan una expansión: hacia 1994 se estimaba que el 27,2% de niños menores de cinco años de edad presentaban deficiencias nutricionales crónicas; y hacia 1996, se estimaba que 2'037,044 niños de entre 6 meses a 3 años se encontraban en riesgo nutricional. En 1995, el salario mínimo llegó a ser el 16,1% de lo que había sido en 1980. El subempleo llegaba, hacia el primer trimestre de 1996, al 71,2% de la PEA; el subempleo grave a 49,3%. En 1994 se calculaba la pobreza extrema en 20,2% de la población.

En 1994, el 10% más pobre de la población se apropiaba sólo del 1,7% de la riqueza generada; mientras que el 10% superior gozaba del 34,2%. El 50% más pobre obtenía el 20,3% de la riqueza, y el 20% superior, el 50,4%. La desigualdad social ha ido en aumento en los últimos años, distanciando aún más a los peruanos. Aunque suene mecanicista, no debe sorprender que las tasas de criminalidad hayan empezado a subir con una fuerza inusitada desde 1992.

¿Cómo puede una realidad negar la otra? ¿Como se puede afirmar que el programa económico va rindiendo sus frutos?  ¿Cómo desconocer el impacto desigual —social y geográficamente hablando— de esos símbolos del progreso?  ¿Cómo se puede vivir a espaldas ante realidades que aparecen —literalmente— en cada esquina, y disfrutar mientras tanto de los beneficios del sistema? Más aún, ¿cómo puede disfrutarse con ostentación y sin culpa? ¿Qué significa esto respecto a la necesidad de consolidar la institucionalidad democrática y forjar una cultura de paz y de solidaridad?

Ya señalamos que son varios los mecanismos físicos para la exclusión: rejas, tranqueras, guachimanes, alarmas y cercos eléctricos, sistemas de serenazgo. A ellos podríamos añadir otras medidas de seguridad que cotidianamente toman los miembros de las élites: utilizar ciertas vías para transportarse, guardaespaldas y armas de fuego, camionetas 4 x 4, llevar cerradas las lunas de los automóviles, y los teléfonos celulares. Un comercial de televisión, que promociona un servicio de auxilio como complemento del teléfono celular, ilustra bien el temor: aparece una mujer manejando su automóvil acompañada de sus hijos. Luego de sufrir un accidente, desde su teléfono celular marca el número indicado para recibir la ayuda necesaria. Hasta aquí, parece ofrecerse simplemente el servicio que explícitamente se promociona. Sin embargo, otra de las escenas muestra a un sujeto —con rasgos físicos evidentemente «cholos» y bastante desarreglado— acercándose amenazadoramente a una de las lunas del automóvil, ante lo cual la mujer, sin bajar la luna, le explica que «ya están llegando»... Queda claro que no sólo se vende seguridad ante posibles accidentes: también se ofrece protección ante el peligro inminente de un robo. El que la persona afectada sea una mujer —obviamente blanca, y poseedora de un teléfono celular—, precisamente resalta la vulnerabilidad. Los rasgos físicos del hombre al acecho resaltan a quiénes se teme[13].

Tantas medidas de seguridad no hacen sino mostrar que se vive un profundo miedo a los actos de delincuencia. Pero tal miedo no existiría sin por lo menos la mínima conciencia de que se tiene más que otros. De allí, a reconocer cierto grado de desigualdad e injusticia social, habría sólo un paso. Pero dicho paso es impedido, precisamente por los aparatos ideológicos a los que hacíamos mención. Por ello, las reacciones ante la delincuencia no llegan al cuestionamiento del orden que beneficia a unos y perjudica a otros: lo que se pide, simple y llanamente, es represión y seguridad, tanto a nivel personal, como vecinal, o distrital[14]. En las constantes charlas respecto a las diferentes modalidades de robo, asalto, secuestro y estafa —siempre acompañadas de anécdotas—, características de reuniones sociales de clase media, media alta y alta, difícilmente se comenta la difícil situación del desempleo y la pobreza. Como si se tratara de problemas individuales[15].

Y es que la imposibilidad de tomar conciencia de las injustas y extremas desigualdades, y la muerte de la culpa están estrechamente relacionadas con los discursos que individualizan la vida social. Uno de los discursos más fuertemente transmitidos en el Perú de hoy es el que proclama que el ascenso social y el éxito económico son posibles en base al esfuerzo individual. Efectivamente, se trata de una versión criolla del mito del «hombre que se hizo a sí mismo» («self made man») reinante en los Estados Unidos. Desde de Soto y su El otro sendero, parece ser parte del sentido común pensar que a base de esfuerzo y tesón, es posible escalar los otrora infranqueables peldaños de la estratificación social. Estaría demostrado que el progreso personal y la movilidad social están al alcance de todos. Basta el caso de Ricardo Márquez, hombre de origen humilde, hoy exitoso empresario textil y Vicepresidente de la República. También están los microempresarios de Gamarra, y el tan mentado aunque desconocido rey de la Papa: el esfuerzo individual tiene al triunfo como recompensa. Aunque no se diga explícitamente, la otra cara del tal discurso es fácilmente deducible: quien es pobre lo es porque no trabaja lo suficiente, o —como señalaba un teórico norteamericano de visita en nuestro país— porque su subdesarrollo es «mental».

Si bien este discurso tiene la indudable virtud de destacar la capacidad de los sujetos de luchar por el progreso, evitando echarle la culpa de todos nuestros males al «imperialismo», por ejemplo; pone todo el peso de la superación personal y el ascenso social en hombros de los individuos: como si las oportunidades fueran las mismas para todos y los casos citados anteriormente no fueran más que excepciones en un mundo popular más inmerso en la lucha por la subsistencia.

De tal manera, la pobreza compromete menos que nunca. Se trata de problemas privados, no sociales. Como en los casos de los violadores, la «violencia juvenil», y el consumo de estupefacientes, el vínculo entre sociedad y manifestaciones individuales desaparece. De paso, con ese discurso, se acabaron las preocupaciones por mecanismos de exclusión. Habrían quedado atrás los paradigmas aristocráticos mediante los cuales la apariencia física, el apellido, y la posición social, podían ser armas para la exclusión y discriminación.

Como obvia contraparte, la riqueza tiende a legitimarse. Sobre la capacidad de consumo el simple mensaje pregona que «el que puede, puede». Queda el camino expedito para la ostentación. Acaso si exista por allí algún rezago de culpa; pero éste se termina calmando mediante, por ejemplo, la hipócrita conmiseración. No es casual, por ello, que hayan aparecido los «Tips», fichas que se pueden entregar, en vez de dinero, a niños o ancianos que mendigan en las calles, o que ofrecen el servicio de limpiar lunas o de recitar la tabla del trece. Un reportaje de Somos[16] lo frasea de una manera transparente e inigualable:

«Al pagar sus compras de la semana en el Wong del Ovalo Gutiérrez, en lugar del vuelto en monedas, Mariela pide recibir su equivalente en Tips. La cajera le da ocho. Con el semáforo en rojo de Comandante Espinar, se le acercan dos niños a ensuciarle (sic) los vidrios del auto a cambio de una propina, . Ella les da un par de fichas a cada uno y acelera con la luz verde. Listo. Conciencia tranquila» (el énfasis es nuestro).

Esta vez los niños no acechan para robar; pero siguen siendo un peligro a evitar porque lo que intentan hacer, además de recibir una propina, es «ensuciar los vidrios del auto». La asociación pobreza-choledad-suciedad es repetida en los mensajes de los sectores privilegiados. Una manera de afirmar la supuesta «blancura» propia. O una manera de condenar a los pobres «porque son sucios». La solución ideal a la pobreza sería desaparecer a los pobres 17, o esconderlos para evitar el antiestético encuentro y mejorar el rostro del país o la ciudad. Como en el caso de los ambulantes: para «recuperar el Centro Histórico» (aunque no se dice para quién ni ante quién se recupera) y hacerlo más atractivo al turismo, se debe desalojar a quienes trabajan en la vía pública, sin importar que esas personas se queden sin una fuente de ingresos. Las conciencias quedan fácilmente apaciguadas.

Pero no sólo se legitima la riqueza y la pobreza, sino también el propio paradigma aristocrático al que nos referíamos anteriormente. Sólo así se explica que, décadas después, antiguos dueños de haciendas expropiadas por la Reforma Agraria se sientan con derecho a reclamar que se les devuelvan las tierras. Como si los años no hubieran pasado. Dos hechos llaman la atención: que el pedido se realice precisamente en estos momentos y que convoque la atención de medios de comunicación que, sin ningún tipo de crítica, brindan sus espacios para tales pedidos[18]. En pocas palabras, la posibilidad de devolución está en el reino de lo posible.

Si antes era posible que el sentimiento de culpa tuviera un importante efecto movilizador para las sensibilidades de algunos sectores de las élites, al punto que fuera posible cuestionar el orden que los beneficiaba; hoy en día la culpa ha muerto. Es cierto que en algunos casos el «compromiso» culposo fue más bien endeble —cosa tremendamente evidente en estos momentos—, y que hizo que se estuviera en la búsqueda constante de un sujeto redentor —el indio, el proletariado, el campesinado, el «sujeto popular»—. También es cierto que por la culpa se idealizó la pobreza y, en casos más extremos y militantes, se negó la individualidad en aras del compromiso. Pero también es cierto que ahora no existe tanto campo para la solidaridad. Mucho menos para los proyectos colectivos. Se impone el individualismo extremo y, especialmente entre los más jóvenes, el «no lo pienses, diviértete»  que se convirtió en grito de batalla de un popular programa televisivo dirigido a ellos.

Si a todo ello sumamos el fin de las utopías, entenderemos porqué las desigualdades ya no producen el más mínimo pudor. Ni la violación de todas las conquistas laborales o el intento de acabar con la seguridad social. Mucho menos lo que suceda en provincias alejadas de Lima. La culpa se llevó consigo la solidaridad. Y la capacidad de indignarse.

Sin embargo, afirmar que las élites construyen su mundo feliz es idealizar el «progreso» y la «modernidad». En realidad, el precio a pagar no sólo se cuenta en dinero: el vacío, la soledad, el desasosiego, la exaltación de lo frívolo, la desconfianza, el frenesí del consumo, son consecuencias directas del individualismo. Son los jóvenes los más expuestos. Y su capacidad de respuesta parece limitarse a exacerbar la soledad y el consumismo. Un reportaje de Visto y Bueno es bastante gráfico desde el título: «Mi cuarto, mi isla. Un mundo feliz entre cuatro paredes»[19]:

«[Ante las preocupaciones cotidianas]... Sólo queda un camino inteligente: la huida, el claustro, el encierro. De preferencia, en la trinchera personal del dormitorio propio, medievalmente amurallado y provisto de cuanto se pueda desear... El sobreviviente en cuestión (cualquiera de nosotros)... eventualmente puede encontrar que las baterías se le fueron a cero y que hay que permanecer en casa para pasarlo mejor. Ahí es que resultan decisivos la infraestructura lúdica de un buen refugio casero y los dispositivos de felicidad instantánea con que se haya dotado a la referida habitación... Si se busca entretenimiento de dormitorio se necesitan otros elementos: pegarse a la tele, al cable, convulsionarse un rato con el control remoto en el puño, y sufrir tres docenas de ataques de zapping antes de poner un video se ha vuelto tan elemental como beber, comer, o amar; o como escuchar en el minicomponente los descuadres preternaturales de Iggy Pop/Jewel/Machito Ponce; mientras se repasa las aventuras urbanas y postmodernas de Loriga/Fuguet/Bayly, estos últimos, escritores calichines de malditos que deben haberla pasado igual en su momento... aunque aún no es necesaria la máscara de oxígeno en el dormitorio, sí se impone un pequeño friobar con compartimento secreto para insumos mínimos como la botellita de ron para las visitas gratas; el pomito de cloroformo para las ingratas, y el explosivo plástico para las indeseables (otras medidas de seguridad de la madriguera privada pasan por la colocación de un ojo mágico en la puerta, una contestadora de teléfono, un foso en el pasillo y una zona minada en el lugar por el que puede llegar el enemigo).»

El artículo está acompañado de un anexo en el que se especifican los precios de televisores, VHS, minicomponentes con control remoto, contestadoras telefónicas, camas, mesas de noche, escritorios, libreros, alfombras, sillas de cuero. Lo necesario para un templo consumista a la soledad posmoderna...

Lamentablemente, los discursos que brindan sustento a la inacción aparecen poderosos e incontrastables. Ante las situaciones descritas, hay poco terreno propicio para la búsqueda de alternativas más humanas y éticas. Se impone la apatía o la cómplice indiferencia. Tal vez una de las consecuencias de la propia guerra haya sido desensibilizarnos; de manera que hemos dejado de horrorizarnos e indignarnos ante lo intolerable.

Pero hoy, tal vez más que nunca, se hace indispensable la crítica y la terca apuesta por los ideales éticos que dieron origen a propuestas que buscaban hacer de este mundo una digna morada para todos. Donde reinara el respeto a los Derechos Humanos —entendidos en su sentido más amplio— de todos. No es una tarea fácil, y —tal vez por fortuna— no se cuentan con modelos para copiar. Para el ejercicio imaginativo y utópico se requiere, antes que nada, no darle la espalda a la realidad. Ni sublimarla mediante los sueños de progreso personal que aparecen como única alternativa. ¿Seremos capaces de reencontrar la dimensión utópica antes de ser absorbidos por las ideologías del privilegio?

* * *

 
Notas
[11] «Operación Roca». Caretas, # 1451. 6 de febrero de 1997.
[12] Caretas, #1454, 27 de febrero, 1997.
[13] Un reportaje de Somos sobre las modalidades de estafa en Lima deja en claro que los timadores muchas veces se aprovechan de los prejuicios de sus víctimas: o son burladas por alguien que por su «pinta decente» genera excesiva confianza, o por alguien que haciéndose pasar por «cholito» o «provinciano» (sic) genera la codicia del que luego será estafado. Somos, Año XI, Nº535, 8/03/97.
[14] Inclusive un colegio de clase media y media alta como «La Inmaculada», que tradicionalmente ha proclamado alentar el compromiso con el país y los más necesitados, cambió su discurso culposo sobre la pobreza por un gran muro que los separa de los asentamientos humanos de Pamplona Alta.
[15] Por supuesto, el trato que reciben quienes delinquen es diferenciado. Por ejemplo la persona de un sector social alto que secuestró a un conocido psiquiatra limeño. Caretas le dedicó varias ediciones y carátulas al caso, tratando de explicar por qué tal persona había cometido el delito y abogando por una pena benigna. Se dijo que sufría un trastorno emocional producido por su caída económica a pesar de (o precisamente por) pertenecer a una familia «decente». Sin embargo, se daba por descontado que no era un delincuente común debido a su extracción social. Al parecer, un delincuente común, desde esta perspectiva, sólo puede ser pobre y de rasgos andinos. De hecho, no se trata igual a quienes caen en la delincuencia por falta de oportunidades (¿será porque se considera que ese es su destino?).
[16] Somos, Año XI, No.533. 22/02/97.
[17] Al ser esta idea poco realizable, la siguiente alternativa es evitar que los pobres se reproduzcan. Se nos ocurre que esto está detrás de algunas iniciativas relacionadas con la anticoncepción y esterilización.
[18] «Llamado de la tierra. Agricultores afectados por la reforma agraria, expectantes ante posible restitución de derechos.» Caretas, # 1451. 6 de febrero de 1997.
[19] Visto y Bueno, Año 2, No.93, 14/02/1997.
© Juan Carlos Callirgos, 1997
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