La declinación de la economía global:
|
|
Jorge Beinstein
|
a crisis de 1997 sorprendió al neoliberalismo en pleno delirio triunfalista. Gurúes, periodistas especializados y altos funcionarios aparecieron sorprendidos ante lo que anunciaron como un fenómeno de corta duración centrado en Asia del Este y limitado a la esfera financiera. Cuando comenzaron las catástrofes y desaceleraciones productivas, las turbulencias políticas (como en Indonesia) y la aparición de la crisis en otras regiones, ensayaron confusas teorías acerca de «contagios» y «repercusiones» sin abandonar su fe en el triunfo final de la economía de mercado.
La euforia comenzó a fines de los 80: el ahora casi olvidado Francis Fukuyama proclamó el fin de la Historia, la instauración de un milenio capitalista sin guerras ni grandes disputas políticas y sociales motorizado por una incesante revolución tecnológica (Fukuyama, 1990) seguido luego por una larga lista de «pensadores» simplistas como Peter Drucker que anunció «el fin de lo social» reemplazado por el individualismo y la identidad empresaria (Drucker, 1993), o como Kenichi Ohmae para quien la avalancha globalizante significaba «el fin del estado nación» disuelto en regiones, enclaves industriales, financieros, comerciales (Ohmae, 1997). Lo que en realidad se produjo fue el fin de la fiesta (duró menos de una década).
Al derrumbarse la URSS y los estados socialistas europeos, los liberales creyeron tocar el cielo con las manos: su victoria parecía total; sin embargo, en ese mismo momento, Japón entraba en decadencia y a fines de 1994 se producía la crisis mexicana; en 1996 aparecieron en áreas clave del mercado internacional claros síntomas de saturación y en consecuencia de sobreproducción potencial y, sobre todo, inquietantes movimientos especulativos (no solo en Asia) que iban enturbiando el clima económico general. Finalmente en Julio de 1997 llegó el crac que aplastó a los que ahora llamamos ex-tigres asiáticos.
Los discursos arrogantes de comienzos de los 90 ocultaban su extrema fragilidad. Ello quedó demostrado a partir de 1997, cuando se hizo evidente que los economistas neoliberales eran incapaces para pronosticar la llegada de la crisis y su posterior prolongación y profundización.
Viejos y nuevos mitos se derrumbaron uno tras otro. Inauguró la serie la temprana muerte de la milagrosa «recuperación latinoamericana»1 a partir de la debacle financiera de México, luego le tocó el turno al paraíso de Asia del Este donde países emergentes como Corea del Sur, Tailandia o Indonesia mostraban crecimientos explosivos que los convertirían (según el Banco Mundial) en futuras potencias industriales guiadas por estrategias de desarrollo basadas en las exportaciones, aunque todo concluyó con una violenta explosión financiera. A continuación cayó la tercera ilusión periférica en la ex URSS y en Europa del Este donde la exitosa reconversión capitalista prometida devino involución productiva, proliferación de mafias, degradación social. Solo quedó en pie, aunque seriamente deteriorado y enfriándose mes tras mes, el milagro supremo de la superpotencia norteamericana, ya que si los tres fracasos descritos confirmaban la reproducción del subdesarrollo, el éxito de los EE.UU nos advertía que nuestros amos estaban más fuertes que nunca y que en consecuencia no valía la pena intentar eludir sus directivas. El capítulo optimista del discurso liberal se esfumaba, restaba el componente fatalista, los gurúes nos enseñaban que el libre mercado no permitiría a la periferia salir (por ahora) de la pobreza pero que ser independientes era impracticable; sin embargo, desde comienzos de 1998 era posible constatar que los países centrales declinaban (como Japón), se estancaban (como los de la Unión Europea) o agotaban su prosperidad (como Estados Unidos). De ese modo se corrió el último velo y la visión fue grotesca: los capitalismos emergentes habían perdido sus adornos y aparecían con sus indumentarias harapientas, las grandes potencias líderes veían esfumarse sus fantasías cibercapitalistas quedando al descubierto sus rasgos decadentes.
1997 aparece ahora como un punto de ruptura, no entre la prosperidad y la crisis, sino entre una breve etapa de euforia financiera e ideológica y el ingreso a una era recesiva de larga duración, la magnitud de los factores negativos acumulados deja poco margen para escenarios de crecimiento global significativo.
Las economías centrales (salvo Japón) pudieron eludir la crisis durante la mayor parte de los 90 prolongando tendencias parasitarias desatadas dos décadas antes, acentuando desajustes estructurales internos y esquilmando a la periferia. En este último caso el proceso combinó auges efímeros, grandes concentraciones locales de ingresos y pillaje-destrucción de fuerzas productivas, todo envuelto en una intoxicación ideológica sin precedentes. Antiguas y recientes cleptocracias subdesarrolladas oficiaron como clases dirigentes nacionales que cantaban la canción del ingreso triunfal al Primer Mundo mientras sus economías eran saqueadas, desde la Rusia de Yeltsin hasta la Indonesia de Suharto, pasando por la Argentina de Menem o el México de Salinas de Gortari. En los países ricos, un coro unánime de expertos coincidían en un fatalismo histórico sospechoso: nada se podía hacer frente a la avalancha mundial del capitalismo victorioso salvo intentar humanizarlo en la medida de lo posible, preservar algunos ecosistemas, desarrollar acciones puntuales de alivio de la marginalidad y la extrema pobreza, pero en definitiva someterse a la Historia. Pero la «Historia» resulto ser una estafa, la ola irresistible no era más que pura espuma; por debajo de la misma, tendencias profundas y mecanismos muy fuertes seguían trabajando sin pausa, amontonando basura con sus gusanos mafiosos y culebras financieras cuyo aroma pestilente terminó por sobreponerse a las evanescentes fragancias globales que esparcían los medios de comunicación.
© Jorge Beinstein, 1999, [email protected]
Ciberayllu