¿Por qué una moral nueva y qué clase de mundo nuevo?*Discusión sobre la idea del progreso, la ética y la humanidad. |
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Juan Abugattás |
al vez la consecuencia más importante de la desilusión con la idea del progreso sea la renuncia a la cómoda convicción que todo futuro es necesariamente mejor que el presente o el pasado. Ahora, que la conciencia de la posibilidad tangible de que la humanidad se autoelimine se ha extendido, la reflexión moral se ha hecho más urgente y pertinente que nunca.
Ésta, sin embargo, tiene que hacerse desde dos premisas novedosas: (1) Que la conservación de la especie depende enteramente del esfuerzo colectivo que se haga para asegurarla; (2) Que no es obvio que tal esfuerzo valga la pena o deba siquiera intentarse. La pregunta central de la reflexión moral contemporánea, una vez que se la despoje de majaderías, pedanterías y toda suerte de sentimentalismos, y una vez que se ose abandonar el estilo esquivo y carente de contenido que ha caracterizado a gran parte del debate ético en los últimos decenios, debate que no ha hecho sino soslayar, refugiándose en el formalismo, las cuestiones más álgidas de la moral, esa pregunta podrá formularse, al modo de la célebre pregunta de Heidegger ¿por qué humanidad y no más bien nada?
La seriedad del preguntar moral demanda, por ende, plena conciencia de la endeblez de la condición humana contemporánea, que es la cuestión que queda soslayada sistemáticamente bajo el dominio de la ideología que sustenta a la ciencia y a la tecnología. Y es que, además de las formas sociales que adopta esa dominación, hay, en la esencia misma del pensar científico y tecnológico, elementos inadecuados y congeladores de un auténtico pensar moral. En efecto, últimamente ha primado, bajo el comprensible entusiasmo generado por los éxitos de la ciencia, la tendencia a olvidar que el pensar científico es un pensar limitado y limitante, un pensar de preguntas menguadas, una forma trunca del preguntar. La ciencia, y en eso radica su radical e insuperable diferencia con la filosofía, tiene siempre necesidad de fijar un límite absoluto a su preguntar, un límite más allá del cual se negaría, lanzándose a un infinito laberinto, su propia posibilidad de ser.
No podemos culpar a la física por detenerse al borde del universo y por no indagar allende las condiciones previas o iniciales del Big Bang. No es ésa su tarea, ni es ésa su vocación. El problema, pues, no es de la ciencia cuando se adopta una perspectiva limitante, sino de aquellas disciplinas que, sin ser científicas, la imitan. Nada ha sido tan dañino, por ello, que pretender reducir la moral al pensar científico. Nada es más torpe que pretender convertir todos los niveles de la indagación moral en una ciencia.
Ciertamente, a un primer nivel, la moral no solamente puede y debe ser rigurosísima en el sentido del pensar científico. Esa modalidad del pensar, que finalmente nada puede comprender sino en términos de su funcionalidad, tiene que sacar a luz la necesidad de la moral para la construcción de las sociedades humanas. Su finalidad, a ese nivel, es mostrar las condiciones de posibilidad para la organización de comunidades humanas. Esa tarea puede, sin embargo, completarse plenamente y no aportar en absoluto a la solución de las otras dimensiones del problema moral y menos a la principal de ellas, a saber, la pregunta por el sentido de la vida.
Esto es así debido al carácter plenamente formal de las normas y virtudes que sustentan la praxis social humana. Los imperativos universales, que designan lo que debe hacerse para construir un orden social humano, no responden, ellos mismos, a la pregunta sobre el sentido que tienen tal construcción o las razones que podría tener la especie o cada uno de sus miembros para no suicidarse.
Tradicionalmente se ha escapado a esta cuestión de dos maneras. Una primera era postulando el carácter sagrado de la existencia humana y el imperativo divino de conservarla para que se cumplan ciertos fines, explícitos o inescrutables, fijados por la providencia. La otra salida era postular un valor intrínseco a la existencia racional. De esta modalidad, sin duda el ejemplo más notable y explícito acaso sea la filosofía moral de Kant.
Los ahora tan criticados positivistas lógicos han tenido razón en su reflexión sobre moral cuando hacían hincapié en el hecho que el pensar científico no deja espacio alguno para ninguna de estas formas de reflexión. Eso no es, sin embargo, lo que las ha tornado obsoletas como instrumentos de teorización ética en la actualidad, sino otro tipo de limitación más profunda aún.
En efecto, la justificación por la Providencia no es convincente pues remite a la idea que el cumplimiento del destino de la humanidad no solamente está previsto y delineado de antemano, sino que tal cumplimiento debe ser un proceso, y uno largo en verdad. Pero, ¿qué sentido trascendental puede tener que aquello que se puede lograr rápida y eficazmente haya de alcanzarse con lentitud agobiante, que deba transcurrir toda la historia universal de las infamias para que el Espíritu Absoluto termine de realizarse? ¿Por qué ha de ser más valioso el viaje de Ulises que su llegada a casa?
La idea, tan extendida en la religión y la filosofía tradicional, que las razones de las cosas y los sentidos de los acontecimientos deben buscarse mirando hacia atrás, es inconsistente desde todo punto de vista. Si algún sentido tienen las cosas, tal sentido deberá buscarse y encontrarse en las formas del presente y en su relación con la construcción de algún futuro posible y determinable desde el presente.
La otra forma de justificación, que llevaba a la convicción del valor intrínseco de la vida, y particularmente de la vida racional, es precisamente la que está en cuestión en la era de la ciencia y de la técnica. Es el dominio del pensar científico el que está conduciendo a una desvalorización de la vida humana. El dualismo cartesiano en su forma original y más burda tenía una cierta ventaja, pues preservaba un ámbito, el del espíritu y el de las cosas humanas en general, fuera del ámbito grande de aquello que es susceptible de ser tratado en los términos funcionales del pensamiento científico. Es cierto que ese dualismo no es del todo consistente y por ello se ha mantenido hasta hoy la polémica sobre el carácter de las «ciencias sociales». Pero el deseo de llegar a controlar los eventos humanos con un conocimiento estricto de los mecanismos que los determinan tenía que conducir inevitablemente a una tecnificación del fenómeno humano. El positivismo, lejos de ser una aberración, es una consecuencia lógica del dominio del pensamiento científico. Las reacciones posteriores, a lo Dilthey y sus seguidores actuales, son una reacción comprensible de quienes desean salvar la idea del valor intrínseco de la vida racional. Lamentablemente, la fuerza de las cosas da a esas esfuerzos un valor casi estrictamente simbólico de resistencia heroica. Quien con más claridad vio ese dilema fue sin duda Martin Heidegger. Él, contrariamente a lo que se insinúa aquí y allí, jamás pensó que se podía renunciar al pensar científico. Es más, dice explícitamente en sus ensayos sobre el principio de razón que su dominio se manifiesta precisamente en el hecho de haberse tornado imprescindible para garantizar la supervivencia de la humanidad. El reto era otro, de envergadura muchísimo mayor: hallar una nueva forma del pensar. Solamente esa nueva forma del pensar, decía Heidegger, sería una respuesta a las preguntas centrales de la actualidad.
En efecto, el problema es que, ante el avance del dominio de la ciencia y la técnica en todos los ámbitos y esferas de la vida, todas las formas alternativas del pensar ensayadas hasta ahora se han tornado irremediablemente obsoletas. Lo determinante en este proceso no han sido los procesos lógicos del pensar científico. No estamos ante el dominio de la formalidad científica, aunque, como se tiene dicho, eso ya en sí mismo acarrea consecuencias de gran envergadura, pues tiende a la funcionalización del pensamiento. La forma más importante del dominio científico está en el ámbito de la práctica. La vida misma, como señalaba Heidegger, no es posible sin crecientes dosis de técnica. El hecho central de la época es, por ende, la artificialización radical del medio. Es el único fenómeno del cual no hay escapatoria ni salida.
Un planteamiento de la cuestión moral que no se haga a la luz de este hecho es, por ende, absolutamente superficial. Esto queda en evidencia cuando nos preguntamos en qué consiste esta artificialización del medio y que alcances tiene para la naturaleza de la vida humana.
Es indudable que la vida humana se ha ido haciendo posible a través de la historia con procesos crecientes de artificialización del medio. La naturaleza, que hace posible la vida, no necesariamente es amable sin más con la peculiar forma de vida que es la humana. El mito de la modernidad, tan bien expresado en las alegorías de Pico della Mirandola, es ilustrativo al respecto. La humanidad ha sobrevivido, a pesar de su debilidad física, porque ha sabido transformar el medio con eficiencia. Esta transformación fue siempre inspirada en la promesa de hacer al medio cada vez más amable, cosa que tal vez no se haya logrado del todo. Pero lo que diferencia a la modernidad de las épocas anteriores es la convicción de que este proceso doble de transformación del medio y de su conversión en un lugar cada vez más acogedor podía acelerarse sin límite alguno. El ímpetu de la modernidad tenía implícita la tarea de la total artificialización del medio. El resultado práctico de la implementación de ese proyecto ha sido que se han sobrepasado de manera irreversible las barreras que podrían haber hecho posible un retroceso. El dilema es hoy complejo. Pues si por un lado no es posible renunciar a la artificialización del medio, seguir el proceso en los términos en que se está llevando a cabo puede fácilmente llevar a la extinción de la especie, a su autonegación, mientras que cambiar los términos de la tecnificación, pero continuarla conduce irremediablemente a una transformación espiritual tan profunda que la naturaleza misma de la vida racional tendría que cambiar radicalmente. Es claro que el actual proceso de artifícialización no es compatible ni con la supervivencia de las formas físicas, ni con la supervivencia de las formas espirituales actuales de la humanidad. Más aún, la supervivencia física de la humanidad, de ser posible y de no plantearse ahora la cuestión central mencionada sobre la pertinencia y el sentido de la existencia de la especie, implicaría, bajo fórmulas de artificialización creciente dominadas por el pensar científico y técnico actual, una negación total de la vida racional como hasta ahora ha sido concebida. Ya los psicólogos, algunos de ellos por lo menos, han anunciado este nuevo mundo, recordándonos que deberá estar más allá de la libertad y de la dignidad.
Veamos, brevemente, por qué estas afirmaciones no tienen un carácter tremendista ni son exageradas.
El estado actual de la tecnología permite al hombre no solamente transformar la naturaleza exterior a él, sino su propia naturaleza. Tal es el poder de las tecnologías biológicas y genéticas. No se puede contar, como hasta hace poco, con la convicción que hay rasgos permanentes en la naturaleza física de la humanidad que, por ejemplo, puedan servir de sólido punto de apoyo para la deducción de las formas posibles de la vida humana y de los sistemas morales. Pero precisamente porque el pensar científico es acrítico en un sentido radical, es decir, porque su preguntar es limitado y porque tiene un carácter funcional, no puede él mismo preguntarse sobre el sentido de su propia existencia, salvo, claro está, en la forma más bien pueril en que tienden a hacerlo los propios científicos, es decir, imaginando que están en pos de la «sabiduría» y perdiendo de vista que se les necesita simplemente para hacer posible y más eficiente la acción. El pensar científico se da a sí mismo por fundamentado, y no puede, por ende, plantearse la tarea de su autofundamentación en un sentido radical. Aunque, obviamente, tiene y debe hacerlo en un sentido restringido, es decir, revisando la eficiencia de sus métodos y procedimientos en relación a las tareas que se plantea a sí mismo.
Un ejemplo de esto último es el debate actual en torno a la vigencia del principio de simplicidad planteado por Prigogine y otros. Pero, en general, toda la cuestión de la epistemología contemporánea, formulada a partir de la aceptación acrítica del valor intrínseco del pensar científico, se ha mantenido a este nivel, salvo excepciones notables, como las reflexiones de Whitehead, que han sabido poner la reflexión sobre la ciencia en una perspectiva metafísica.
Es claro, frente a esto, que la cuestión moral y, en particular, la pregunta más básica y radical sobre el sentido de la existencia humana, es la pregunta más fundamental y necesaria que debe formularse. El problema no está, empero, solamente en el reconocimiento de este hecho, sino en la pregunta concomitante sobre el cómo. El pensamiento científico no proporciona ese cómo. La verdadera crisis de la filosofía actual es, sin embargo, que el cómo de la metafísica no se muestra con evidencia en ningún otro ámbito del espíritu.
Es esta carencia la que explica mejor que nada la regresión generalizada a formas de irracionalismo y de pensamiento pre–filosófico. Tal regresión constituye en sí misma uno de los peligros mayores que pueden hoy amenazar a la humanidad, pues pretenden que es posible soslayar lo insoslayable, es decir, la reflexión sobre las maneras de continuar el proceso de artíficialización del medio por otros medios. No es en la renuncia a la ciencia que se encontrará la salida al actual embrollo, si ella existe, sino en el hallazgo de otras formas del pensar, incluyendo el pensar científico. Lo que aquí se quiere sostener es que el prerrequisito mayor para identificar esas formas del pensar científico alternativas pasa por la solución más global a las cuestiones metafísicas centrales, dado que nada puede ya darse por sabido ni por sentado.
Reflexionando justamente sobre el impacto de la técnica en la vida moderna y sobre la validez de la sospecha de Weber que la humanidad está presa en una suerte de «jaula de hierro», Charles Taylor se muestra relativamente optimista sobre la capacidad de cambiar la dirección en que rueda el coche rescatando algunos de los valores originarios de la sociedad moderna. Nuestra libertad, dice Taylor, está restringida por la racionalidad instrumental, pero no es nula.
Cito a Taylor, porque siendo su visión una de las más equilibradas y prudentes de los filósofos del presente, es también muestra de una manera insuficientemente radical de formular la cuestión moral contemporáneamente. La modernidad no es la tabla de salvación, es el problema. Sus valores básicos son los que están en cuestión, pues lo que se demanda es una nueva forma de justificación de la validez de la vida humana, de su sentido trascendental. El fenómeno narcisista que tan bien describe Taylor se explica precisamente en el marco de una pérdida total de la convicción en el valor de la vida humana colectivamente considerada. La renuncia a las utopías es la renuncia a darle a la vida colectiva un fundamento común. El individuo aislado no puede asignarse como finalidad de su vida sino su propio goce.
El problema, sin embargo, no es solamente el de la pérdida de sentido de comunidad, sino la cuestión más radical de la pérdida de referentes y de criterios para juzgar la importancia de la vida humana como tal. En principio, nada impediría optar por la aceptación de la intrascendencia de la vida humana, y continuar haciendo las cosas como de costumbre. Lamentablemente, sin embargo, la cuestión de la supervivencia de la especie está planteada como un imperativo insoslayable . La pregunta no es puramente teórica. Hay que decidir que hacer con la vida y si vale la pena mantenerla y, si fuera así, si debe mantenerse en su forma actual o en alguna otra. En este contexto, la aceptación del carácter intrascendente de la vida podría convertirse más bien en un argumento de fuerza para no impedir su extinción.
Podemos formular la misma cuestión en la forma de la pregunta: ¿qué se perdería si se extinguiera la vida humana? o, en un tono menor, ¿qué se perdería si la vida perdiera su carácter trascendente?
Las respuestas posibles, si han de ser afirmativas, remiten obvia y inevitablemente a pensar en alguna conexión cósmica relevante. La vida humana no puede ser trascendental si no es vista como una manifestación importante de algún fenómeno cósmico en vías de realización. La vida humana debe aparecer así como instrumento de la realización de alguna posibilidad valiosa, implícita en la naturaleza del cosmos. La moral, sin metafísica, resultaría por ello intrascendente.
Pero asumiendo que sea esa la vía a seguir, esta admisión nos pone ante una perspectiva peculiar para tratar los dilemas morales actuales más apremiantes.
Tomemos como ejemplo el tema de la relación hombre–naturaleza y las cuestiones planteadas en torno al equilibrio ecológico. Hay, valorativamente hablando, tres posibilidades. O el valor supremo está en el orden mismo de la naturaleza, esto es, lo valioso es la capacidad de la naturaleza de producir y sostener la vida; o el valor supremo está en la vida misma, es decir, todas las formas de vida, por solo serlo tienen igual relevancia; o el valor supremo está en la vida humana y en lo que ella tiene de peculiar y distintivo. Si esto último fuera cierto, el valor de los otros elementos no podría ser sino funcional.
Que la capacidad de la naturaleza para sostener la vida sea un valor intrínseco, capacidad que hoy parece reconocerse como muy extendida por el universo, sea un valor supremo no implicaría nada especial sobre la vida humana, y, por ende, no contribuiría a resolver la cuestión planteada. Más bien, podría dar pie al tipo de postura absurda adoptada por los «ecologistas profundos» que Murray Bookchin ha denunciado tan aptamente, pues conduce a una minusvaloración de la vida humana y a la idea que la naturaleza, por lo menos en la tierra, estaría mejor sin la presencia humana. La segunda posibilidad es igualmente absurda. Pues si los hermanos lobos, gallinas, bacterias y árboles son iguales a los hombres en algún sentido relevante, no habría razón alguna para luchar por la preservación de la vida humana como tal. Desde el punto de vista de la relevancia cósmica de la existencia de vida, daría lo mismo que este fenómeno estuviere representado en la tierra por las cucarachas o por los seres humanos.
La tercera opción es pues la más sensata, pero ciertamente también la más difícil de fundamentar. La dificultad es doble, pues quien se proponga probar la importancia suprema de preservar la vida humana, deberá primero demostrar que tiene en general una relevancia cósmica el mero hecho que existan seres como los humanos, pero deberá luego argumentar más específicamente a favor de la superioridad de algún tipo específico de vida humana, pues es poco probable que pueda argumentarse convincentemente que cualquier forma de vida humana es valiosa en sí misma.
Esto remite inevitablemente a una cuestión que está plateada en la actualidad con mucha fuerza en términos de la tensión entre lo universal y lo particular o de la homogeneidad versus la heterogeneidad de la vida humana y la diversidad de culturas.
Lamentablemente, el modo como se plantean estas cuestiones lleva a toda suerte de confusiones. Por un lado, es comprensible que exista cierta aprehensión frente a las tendencias homogeneizantes que tienden a afirmar el dominio científico y tecnológico. La fuerza de estas tendencias es arrasadora. Empero, no está allí el problema, pues es evidente que cualquiera que sea el rumbo futuro del mundo, habrán de existir ciertas formas universales de conducta funcional, pero ineluctablemente necesarias. Cualquier diversidad, por lo tanto, deberá fabricarse y gestarse a partir de ciertas homogeneidades básicas e irrenunciables. El valor de lo exótico no podrá ser sino relativo. Lo que evidentemente no podrá subsistir son las diversas formas de particularidad cultural que hay hoy y que tienden a fomentar particularismos excluyentes, La humanidad, de subsistir, será una, pues cualquier forma de división conflictiva que aspire a ser permanente llevará inevitablemente a la destrucción del todo. No es la actual diversificación lo que hay que defender, por ende, sino la posibilidad de una diversificación ulterior, pero sostenida por formas básicas de universalidad. En esas formas básicas deberá residir lo que de más valioso tenga la vida humana, en ellas deberá estar comprendido el valor cósmico que pudiera tener la vida humana.
Ese valor, a su vez, dada la naturaleza humana como se manifiesta hasta ahora, solamente puede residir en dos rasgos: la razón o la capacidad de goce de que están dotados los seres de nuestra especie. Es la contraposición de estas dos dimensiones lo que tiende a generar confusiones. Si la plenitud de la vida, o como quiere llamarla Taylor, la capacidad de autorrealización tiene un sentido cósmico, habremos encontrado la clave para la fundamentación de la importancia de la vida humana. Si tal sentido cósmico no existe, la vida humana estará condenada a una eterna irrelevancia y difícilmente podrá argumentarse a favor de su preservación indefinida.
Es menester, a estas alturas, tener muy en claro cuál es la demanda teórica central respecto del esfuerzo de fundamentación del valor de la vida humana. Señalar que existen ciertos valores o virtudes universales no resuelve la tarea, pues, como ya se dijo arriba, eso requiere apenas que se demuestre que tales valores son manifestación de las condiciones de posibilidad de la vida social. Pero esos valores no son obvia ni manifiestamente portadores de un sentido trascendental. Es ese sentido el que hay que demostrar de cara al dilema existencial radical que plantean la ciencia y la tecnología actuales. Amar al prójimo puede ser un requisito para la vida social. Pero, en primer lugar, el prójimo puede ser solamente mi vecino, con lo cual no hay universalidad irrestricta de la norma, o el amor mismo puede ser irrelevante, si la vida del prójimo es irrelevante en sí misma. Lo que hay que demostrar es que la constitución de una sociedad humana universal, es decir, que involucre a todos los miembros de la especie, es no solamente necesaria, sino relevante, cósmicamente relevante. Una reflexión ética que se plantee la tarea en términos más modestos no podrá contribuir de manera importante a la solución de las cuestiones de la época. Solamente si la respuesta a la pregunta central es afirmativa, podríamos, por ejemplo, entrar a debatir con sentido sobre las obligaciones de estas generaciones respecto de las futuras. Si la vida no se demuestra trascendente, solamente podrán alegarse argumentos de tipo sentimental y emotivos para defender a las generaciones futuras, aún a las más inmediatas.
Es asimismo totalmente obvio que la argumentación moral utilitarista en cualquiera de sus manifestaciones, incluyendo la que ahora último destaca el principio de eficiencia, es solamente, vista desde esta perspectiva, un ejercicio inútil en el arte de morderse la cola. La única utilidad relevante es aquella que se formule en términos del sentido cósmico que pueda tener la vida. Aunque, a la vez, respecto de esto mismo, hay que estar conscientes que ensayos, como los de la filosofía católica evolucionista, de fundamentar la relevancia cósmica de la vida en términos de los designios de la providencia, resultan también totalmente insatisfactorios, pues el sentido no puede ser algo preexistente que se despliega paulatinamente, sino que, si existe, ha de ser algo que se crea y genera con la acción y la actividad de las diversas generaciones. La creación de sentido es una aventura marcada por la libertad, o no es nada. Pues solamente desde esta perspectiva podrá cada generación sentirse portadora de una tarea importante y solamente así se habrá escapado, para siempre, del absurdo dilema del determinismo.
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