Drácula y los doce mil gitanos
Desde el Oriente, pasando por Grecia,
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Domingo Martínez Castilla |
Escrito para quienes quieren ser diferentes,
que siempre cuesta, y a veces paga.
«[...] el célebre Gitano, que no desprestigiaba a su raza porque de gitano no tenía un pelo, aunque bueno, las patillas, sí, pero que hay que ver [...] cómo son de complicadas las cosas de este mundo al mismo tiempo sí desprestigiaba a los gitanos, pues creció entre ellos y la maldad de la gente afirmaba que ahí sin duda se le pegaron la maña, el apodo y las patillas.»
(Alfredo Bryce Echenique: Reo de nocturnidad)
En 1445, el príncipe de Valaquia, Vlado Dracul (o «Demonio», en la lengua del lugar), regresó triunfante de Bulgaria, y trajo con él a 12,000 personas de piel oscura, de ropa y costumbres remotas, cautivos y esclavos. Sólo 26 años después, Esteban el Grande de Moldavia venció a los de Valaquia y se trajo consigo 17,000 gitanos, no sin antes empalar por el ombligo a más de dos mil de sus prisioneros, precediendo así en la fama de crueldad a su primo, amigo y aliado, Vlado Tepes («Empalador»), o Vlad III o IV, o Vlad Dracolea, el «Drácula» histórico que como héroe nacional de la resistencia ante los turcos daría origen, por un lado, al poema épico rumano Tiganeada (o «Gitaneada», en traducción libre) de Budai-Deleanu y como malvado villano al «Drácula» sanguinario que deviene vampiro en la novela de Bram Stoker.
Y más de quinientos años más tarde, por 1960, en Jauja, tranquila ciudad en el corazón de los Andes, donde algunas niñas y jóvenes aún recibían clases de baile flamenco, de vez en cuando llegaban gitanos y armaban sus raídas carpas frente al cosmopolita Sanatorio Olavegoya, donde se quedaban algunos días en los que los niños recibíamos toda clase de advertencias, mientras mirábamos asombrados y llenos de temor a las gitanas que leían las cartas y las manos de la gente, y nos turbábamos ante la belleza de sus niñas y los cabellos desordenados de sus niños. Esclavos en Transilvania o errantes en el Perú, estas gentes extrañas se las han arreglado para mantener un idioma y unas costumbres que en algunos casos se pueden remontar a milenio y medio de caminar por el mundo, originando leyendas y malentendidos, creando músicas hermosas y feos prejuicios, y estando, como Dios, en todas partes sin que nadie los pueda ver.
e tratado de escribir este artículo por unos siete meses, gracias a un interés permanente por la discriminación, y por otro sobre casos extremos aquellos que ponen a prueba la validez de las reglas; en este caso particular, un libro de una periodista norteamericana (Isabel Fonseca: Bury Me Standing: The Gypsies and Their Journey), me acabó de convencer de que los gitanos son un caso extremo, quizá único, pues enfrentan prejuicios de parte de prácticamente todo el resto de la gente que sabe de su existencia. A partir de ese libro, empecé a leer otros, buscar cosas en la Internet, y a percatarme de que el caso es tan especial que no hay acuerdo respecto a casi nada que se refiera a los gitanos, salvo a su origen y las raíces de lo que queda de su lengua. Cada nueva lectura me mostraba que lo anteriormente aprendido no servía de mucho, y sentía que tenía que empezar de nuevo. De tanto avance y retroceso vino la evidencia de que en realidad es imposible encontrar consenso, ya sea entre los expertos más expertos, o entre los gitanos más gitanos. La ignorancia y el prejuicio de los gadyé o no gitanos y el hermetismo de los sí gitanos, así como la falta de registros escritos propios (toda la tradición gitana es estrictamente oral y raramente compartida con los gadyé) se han coludido para crear una enorme barrera de incomprensión que sólo puede resultar en desconfianza.
El caso de los gitanos es un ejemplo de sociedades marginales y extremas, como hay muchas otras en el mundo: grupos humanos que se mantienen distintos por muchos siglos, por lo general ayudados por el aislamiento geográfico; pero, en este caso peculiar, se trata de una cultura diseminada por todo el mundo occidental y que ha interactuado con éste por seis o siete siglos, lo que hace que mucha gente tenga opiniones y prejuicios basados en la tradición oral y muy raramente en contactos directos. Probablemente no haya en el mundo occidental gente más sistemáticamente perseguida, temida y vilipendiada por tanto tiempo.
Es muy difícil trazar el pasado de un pueblo no preocupado por su propia historia, sin registros escritos, sin restos arqueológicos. Pero poco a poco, en los últimos docientos años, los orígenes de los gitanos europeos están saliendo a la luz. Primero fue el lenguaje: europeos curiosos en la época de la colonización del subcontinente indio empezaron a descubrir el indudable parentesco de varios dialectos gitanos con el sánscrito y varias lenguas vivas de esa región. A partir de esa evidencia inicial, estudios de antiguas crónicas persas, turcas, griegas y del resto de Europa obviamente, escritas por gadyé, han ayudado a trazar una peregrinación que lleva ya mil quinientos años, probablemente iniciada cuando un rey persa, Bahram Gur inmortalizado como el gran cazador del Rubaiyat pidió y consiguió del rey de la India el envío de músicos y bailarines, que habrían salido de los Doms, una de las castas peripatéticas hindúes que hasta hoy existen. Y hay quienes proponen grupos de varias castas que habrían salido de la India lideradas por un grupo militar para enfrentarse a los expansionistas ejércitos turco-afganos. Fueron derrotados e iniciaron así el periplo interminable. El asunto de cómo llegaron a Europa no está pues muy claro, pero probablemente está ligado a la expansión otomana a partir del siglo XIII. Lo que sí está más claro es que los gitanos estaban ya establecidos en la Grecia bizantina, muy probablemente venidos de Armenia, pasando por Tracia y Macedonia.
Egipto Menor
El deterioro del imperio otomano parece haber provocado el inicio de la dispersión gitana, primero hacia el norte de los Balcanes, y luego al resto de Europa, con resultados que hasta hoy mismo, como se verá más adelante, constituyen un serio problema social y de derechos humanos en muchos países europeos.
En la época de las cruzadas, cuando en Europa era relativamente común ver pasar alucinados peregrinos de todo el mundo cristiano en sus viajes hacia y desde el Asia Menor, señores y príncipes, burgueses y aldeanos, auxiliaban a los viandantes con posada, comida y agasajos, dependiendo de su importancia. Los gitanos, sin ningún interés especial por quedarse en Grecia y alrededores, empezaron a dispersarse siguiendo las rutas de los peregrinos, y descubrieron rápidamente la ventaja de presentarse como cristianos penitentes. Por alguna confusión originada quizá por su piel oscura y por sus prácticas adivinatorias, la gente empezó a llamarlos egipcios, sin que ellos probablemente habiendo ya olvidado sus orígenes surasiáticos pusieran objeciones. Las crónicas europeas del siglo XV muestran la presencia itinerante de duques y condes peregrinos de Egipto Menor que reciben, inicialmente, el auxilio y los agasajos de otros señores feudales para, poco a poco, empezar a despertar la desconfianza frente a este peregrinaje circular y repetido.
Las cosas no fueron tan mal mientras duró el Hokkano Baró («gran truco») de presentarse desde los Balcanes hasta el sur de España como mendicantes o peregrinos, ya sea perseguidos por los musulmanes, o en otros casos sufriendo un autoimpuesto castigo por haber sido ellos quienes habrían forjado los clavos de la cruz de Cristo. Pero, poco a poco, la desconfianza empezó a acumularse entre los anfitriones, especialmente cuando se hacía evidente que el peregrinaje no terminaba nunca y que a un príncipe del Egipto Menor le seguían tres duques, cuatro condes, todos seguidos de «cortes» y «vasallos» que, animados por el éxito de quienes se lanzaron primero en la más extraña conquista, dejaron la triste certidumbre de la no-patria sedentaria por la no-patria peripatética.
Los grupos que se habían ido se las arreglaron para encontrar nichos económicos algunos errantes, otros sedentarios en Europa: curanderos, herreros, expertos en caballos, quirománticas y cartománticas, músicos, juglares y domadores de osos, y también estafadores y ladrones de poca monta: oficios sin ancla para gente sin patria, sin historia, sin tierra prometida. Siendo siempre, tercamente, distintos, rara vez volvieron a gozar de la hospitalidad inicial, y sus caravanas fueron cada vez menos toleradas, si bien mucha gente estaba siempre dispuesta a pagar por un buen caballo, una buena ventura, una buena olla de metal. Poco a poco, la caridad que habían recibido se empezó a convertir en pagos para que se fueran rápido, y de ahí se pasó a la hostilidad abierta, sin que fueran raros los ajusticiamientos. Como caso anecdótico, un doctor llamado Johan Hartlieb, experto quiromántico, le pidió al duque de Bavaria que no permitiera la entrada de gitanos, porque éstos no leían las manos científicamente.
Quienes quedaron atrás cayeron en una trampa peor, de la que millones de sus descendientes aún no pueden salir: la esclavitud y el prejuicio, que son dos caras de una misma moneda acuñada en tiempo.
Los «otros» esclavos
En occidente, hablar de esclavitud en tiempos recientes trae inmediatamente la imagen de africanos y su progenie, principalmente en gran parte de América, que sufrieron esa ignominia desde la época de las exploraciones hasta mediados del siglo pasado. Pero en el sur de Europa hubo una esclavitud que empezó antes y que ha traído hacia sus víctimas los mismos estigmas que hoy aquejan a los descendientes de esclavos en otras partes del mundo.
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En los violentos Balcanes, príncipes y señores marcaron el inicio de una esclavitud que duró mucho más que cualquier otra en tiempos modernos. Terminó sólo en 1864. Esclavos de voivodes o señores feudales, de monasterios cristianos, de la corona, eran vendidos y comprados sin ninguna contemplación. Quinientos años de esclavitud.
Y si bien fue en los Balcanes donde se esclavizó a muchos gitanos por tan largo tiempo, muchos otros países se apropiaron de gitanos, abiertamente o bajo la guisa de trabajos forzados. En la renacentista Inglaterra, Eduardo VI decretó que los gitanos fueran marcados con una «V» en el pecho y fueran esclavizados por dos años; en caso de escapar o reincidir, se les marcaría con una «S» y serían esclavos de por vida. En la España de esa época (siglo XVI) también se imponía la esclavitud como una forma de castigo a los gitanos que escapaban de los trabajos forzados, pero ya la cosa venía de antes: en su tercer viaje, en 1498, el propio Colón transportó a los primeros tres gitanos que llegaron a América. También se declaró su esclavitud en la Rusia de Catalina la Grande, e Inglaterra y Escocia despacharon a gitanos, como esclavos, hacia la colonia de Virginia, en el siglo XVII. En muchos lugares, las niñas gitanas eran presentadas como una atención especial para satisfacer la lujuria de visitantes de nobles y ricachones.
La palabra tsigani (de donde provienen el zíngaro italiano, el zigeuner alemán, el tsigan francés, e incluso el kalé de zincali de los gitanos españoles) es de origen griego-bizantino y prestada probablemente del nombre de una secta cristiana herética de adivinos los Adsincani, samaritanos descendientes de Simón, y es aún en los Balcanes sinónimo de esclavo; mientras que el inglés gypsy (de Egyptian), el castellano gitano (de egiptano) y probable y curiosamente el griego moderno gúphtoi, derivan de la creencia medieval de su origen norafricano.
Como suele suceder con grupos dominados, ninguno de estos términos tiene nada que ver con sus orígenes históricos: ni son egipicios ni vienen de Hungría, como cree mucha gente. Sin embargo, de tanto repetir la historia de que eran nobles penitentes, duques, condes y hasta reyes de Egipto Menor a quienes los sarracenos habían expulsado de sus tierras, hay entre los mismos gitanos particularmente en Andalucía grupos que realmente creen en su origen egipcio.
© Domingo Martínez Castilla, 1998
Ciberayllu
Para citar de este documento:
Martínez Castilla, Domingo : «Drácula y los doce mil gitanos», parte 1, en Ciberayllu [en línea], julio 1998