Cenizas que aún humean - 4 |
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Charles F. Walker |
En los procesos, los abogados y testigos expresaban claramente las opiniones oficiales que prevalecían en relación a los indios y la política del Estado, frente a la población indígena de postrimerías del período colonial. Aunque los abogados defensores en los juicios relativos a prácticas abusivas contra los indios llevaban largas y a menudo amargas batallas legales, sus argumentos revelan las nociones que por entonces eran comunes sobre los indios. Las ideas de la Ilustración sobre la posible racionalidad de los indios no se habían filtrado en el discurso legal del siglo XVIII. Desde los conquistadores del siglo XVI hasta los caciques interinos en las décadas finales de la Colonia (y en el período republicano), los funcionarios habían argumentado que a causa de que los indios eran irracionales e infantiles requerían la guía o el estímulo de los forasteros. A la inversa, a lo largo de todo el período colonial, el Estado sostenía que los indios requerían protección. Ambos lados estaban de acuerdo en la necesidad de intervenir en la sociedad indígena; pero estaban en desacuerdo sobre la naturaleza y el agente de esta intervención. Quienes no eran indígenas afirmaban que el levantamiento de Túpac Amaru era la prueba de la urgencia de esta intervención.
La defensa de aquéllos acusados de conducta impropia contra los indios era directa. Si no eran compelidos por forasteros, los indios se inclinarían a la ociosidad y el vicio. Sin coerción o persuasión, los indios producirían sólo para la subsistencia, comprarían poco, evitarían trabajar en las haciendas y no pagarían los tributos. Volverían las espaldas a la Cristiandad, regresarían a ritos paganos, y beberían demasiado. Era frecuente que los participantes en procesos argumentaran que las autoridades tenían que usar la fuerza con los indios, un argumento de larga data en el Perú colonial. En 1793, un subdelegado trajo abajo las acusaciones que se le hacían de azotar y golpear a los indios en los siguientes términos: «Estos son dignos de desprecio pues los indios los necesitan en tal modo que si no se les aplica correcciones, sin pasarles el mano exceso se alteran sin remedio... si a los indios no se les corrige con azotes, será inevitable su altanería y mala aplicación a la borrachera y osiosidad para no asistir a Doctrina, misa, ni pagar sus tributos con perjuicio de los caciques.». En prácticamente todos los procesos abiertos contra un funcionario por conducta abusiva, el acusado argumentaba que siempre había tenido en mente los mejores intereses de los indios y la Corona y que su esfuerzos buscaban, en último término, facilitar el cumplimiento de las obligaciones coloniales y prevenir la subversión. Por lo general mencionaban la necesidad de violencia ocasional contra los indios y el hecho de que éstos no merecían la confianza de los tribunales.
Los Procuradores Generales o Protectores de Indios empleaban un discurso similar en la defensa de los indios. Argumentaban que si no eran protegidos por el Estado, los Indios caerían en manos de forasteros explotadores. Por lo general, estaban implicadas tanto la incapacidad concomitante para cumplir con el tributo, como las obligaciones de trabajo. Cuando defendían a un supuesto delincuente, los protectores alegaban que la situación de ignorancia o minoría de edad del indio lo había conducido a tal conducta. Por ejemplo, en 1820 un Procurador defendió a un indio acusado de asesinato señalando la inmadurez e irracionalidad de su raza: «la flaqueza de ingenio, falta de razón, rusticidad y ningún talento de los indios, que aun no les dispensa discernimiento alguno para prever los laces y evitar el mal. Situación tan deplorable que les excusa de la malicia en sus operaciones, no por otra causa que la vida incivil y ninguna ilustración en que miserablemente vegetan, constituidos por privilegio en clase de menores. Así lo tienen proclamado uniformemente todas las leyes y ordenanzas municipales que los tratan con tanta lenidad... más allá aun la de los menores». José Baquíjano, Protector de Indios en Lima y famoso precursor de la Independencia del Perú, en 1779 usaba una retórica similar. En su defensa de un indio que había admitido haber cometido un robo, Baquíjano habría argumentado que el propio testimonio del acusado debería ser ignorado porque él era «un indio ignorante, temeroso, mentiroso y borracho». En el terrible ambiente intelectual post-Túpac Amaru, las perspectivas alternativas sobre los indios fueron una rara excepción.
Los litigantes de Cusco señalaban el mal comportamiento de los acusados por lo general autoridades invocando diversos códigos de conducta. Solían emplear una noción habsburguiana de Estado y sociedad en el cual se entendía que las autoridades eran los guardianes de los indios, una parte de un pacto entre la Corona y sus súbditos. Los litigantes describían la mala conducta de los acusados, poniendo el énfasis en la violación de la práctica corriente pasada por alto por Su Majestad el Rey. Los indios también cuestionaban la validez de los recién llegados que se les había impuesto, quejándose de que su posición y conducta violaban las relaciones tradicionales entre el Estado y el campesinado indígena. Este antiguo lema «Viva el Rey y Muerte al Mal Gobierno» no era simplemente un esfuerzo retrógrado por resucitar el pasado colonial. Como lo muestran tanto las luchas de los comuneros rebeldes de Nueva Granada, como el levantamiento de Túpac Amaru, y la Guerra de la Independencia en el sur andino, ese lema podía ser usado para deslegitimizar a los gobernantes e incluso para justificar el derrocamiento del Estado, pues contenía un potencial revolucionario. Por otro lado, los demandantes también utilizaban una propuesta más directamente funcional, señalando que la actuación abusiva de las autoridades disminuía la capacidad de los indios para cumplir con sus obligaciones en tributo y trabajo. Los demandantes se hacían eco del voceado objetivo del Estado de sacar de raíz a las autoridades abusivas y a las redes de alianzas políticas y económicas, poniendo en juego el deseo de los Borbones de desbaratar la acción de los intermediarios corruptos, mejorar la recaudación de tributos, e impedir el desasosiego instigado por autoridades licenciosas.
Con frecuencia, los demandantes reforzaban su caso detallando el desprecio de los acusados por las prácticas morales aceptadas. Por ejemplo, un cacique de Cotabambas fue acusado no sólo de fraude y agresión sino también de matar a «una hermana», de robar en la Iglesia y de vivir en «completo adulterio». El capitán Vargas, recaudador de Lamay mencionado líneas arriba, también fue acusado de insultar a los mestizos y españoles locales y de secuestrar mujeres. En una acusación contra el Marqués de Cochan, subdelegado de Cotabambas, el demandante argumentaba que éste vivía con otra mujer además de su esposa, «en su propia casa». Más aún, «Embriagado con los amores de su amancia estudia con prolijidad enriquecerla... para el mismo esfuerzo mantiene notoriamente juegos prohibidos como son los dados». Anselmo Hinojosa, cacique de Calca, supuestamente no sólo tomaba tierras sino que también «inquieta a mujeres solteras y casadas». Tanto para los demandantes como para las autoridades de Cusco o Lima, éstas y otras infracciones morales significaban el abandono de relaciones aceptables con la población subordinada. Estos casos indican que los indios consideraban a la conducta abusiva sea explotación pecuniaria, violencia, «vicios» morales o una combinación de cualquiera de ellos como ilegítima, y sabían que lograrían ser escuchados por los funcionarios coloniales a nivel de Intendencia.
El uso de los tribunales, ¿reforzaba los códigos ideológicos que subyacen a la posición subordinada de los indios en la sociedad colonial? Ciertamente, el sistema legal constituía un foro clave para que los representantes del Estado y los miembros de la elite expresaran y propagaran su desdén por los indios. El espíritu anti-indígena del «Gran Temor» post-Túpac Amaru surgió claramente en los litigios de esos tiempos. En relación a los propios indios, sería conveniente una interpretación más cautelosa, pues la invocación de términos y estrategias legales que implícita o explícitamente justificaban el dominio español y las jerarquías coloniales, no necesariamente significa la aceptación de estos códigos. La hegemonía no es tan simple. El uso del sistema legal reflejaba y tal vez reforzaba estas divisiones, pero en modo alguno las causaba. Si bien en los tribunales los indios no cuestionaban explícitamente la ideología predominante que consideraba a los indios como inferiores necesitados, esto no significa que ellos aceptaran estas opiniones. Significa que ellos sabían que no deberían desafiarlas en sus litigios y que no necesariamente sus representantes consideraban que esto era expeditivo o incluso correcto. Por otro lado, los grupos subalternos no debieran ser acusados de una cierta resistencia ladina cada vez que usaron las instituciones coloniales en su propio interés. Si bien pudieron sacar beneficio de sus litigios y ciertamente también se vieron perjudicados en los tribunales no podemos asumir que entendieran sus propias gestiones como actos de subversión, aunque tampoco se podría afirmar que rehuyeran las derivaciones ideológicas y políticas que para ellos implicaba la utilización de los tribunales.
No se ha hallado ninguna sentencia en el 67 por ciento de los casos de la Real Audiencia y en el 84 por ciento de los casos de la Intendencia. En aquéllos que tenían sentencia en la Real Audiencia, las formas más comunes de castigo eran la destitución del cargo (10 por ciento del total) y multas (8 por ciento). Los costos de los juicios, el tiempo de carcelería y la absolución habían ocurrido tres veces cada uno. Así, el desenlace de numerosos casos sin decisión sigue siendo un enigma. El hecho de que se hallaran casos en los cuales los acusados eran absueltos indica que ausencia de sentencia no era lo mismo que veredicto de no culpabilidad. En los casos donde hubo sentencia, la pérdida del cargo, fuertes multas, y otros veredictos constituían castigos incómodos para el culpable. A pesar del alto número de casos sin sentencias, los juicios constituían una poderosa amenaza. El repetido uso que los indios hicieron de los tribunales sugiere que ellos los consideraban un arma eficaz.
Cualquiera fuera el resultado, enfrentar un proceso como acusado representaba una pesada carga. No sólo era un proceso costoso y que tomaba tiempo, particularmente a causa de la célebre corrupción e indolencia de los tribunales peruanos, sino que un acusado perdía legitimidad ante los ojos del Estado y de la sociedad local. Los procesos sacaban a la luz arreglos y alianzas políticas que se habían mantenido en la sombra. El acusado tenía que organizar una defensa y enfrentar los cargos y, a menudo, la demanda en su contra era reforzada con la participación de antiguos enemigos y de aliados de éstos. De esta manera, un pequeño cargo podía resucitar disputas y conflictos de décadas. Incluso si el acusado creía que no había hecho nada malo y podía convencer al tribunal, una lectura pública de las acusaciones contra él era desagradable. Al igual que en la América Latina contemporánea, para un funcionario la acusación de corrupción y abuso representaba una calamidad potencial.
¿Por qué el Estado Borbónico era sensible a procesos presentados por los campesinos y sus representantes en una zona que recientemente había sido el lugar de un masivo levantamiento campesino? El motivo principal era que estaba preocupado sobre la posibilidad de otra rebelión y porque el tributo indígena estaba en el centro de sus persistentes actividades por aumentar los ingresos fiscales. Así, la política post-Túpac Amaru combinaba la represión con la negociación. Las autoridades coloniales, conscientes de que los corregidores explotadores y otros funcionarios locales habían ayudado a encender la rebelión y con frecuencia habían obstruido la recaudación de impuestos, apoyaban el castigo a funcionarios erráticos.
La numerosa población indígena de Cusco incluía un gran porcentaje de tributarios del virreinato. En los testimonios contra los funcionarios, por lo general los demandantes señalaban la conducta destructora de los acusados y el incumplimiento de sus obligaciones coloniales, de modo que el Estado tomara nota. Más aún, los funcionarios virreinales creían que para la defensa del Perú era esencial controlar Cusco. A causa de su preocupación sobre amenazas internas y externas a la seguridad, y por su búsqueda de mayores ingresos, tenían poca simpatía por los funcionarios que despertaban las iras de la población indígena.
Este estudio concuerda con los hallazgos de aquellos especialistas que califican a los tribunales como una institución con las «dos caras de Jano», pues promovía los puntos de vista del Estado y de las clases altas y defendía su dominación, mientras a la vez proporcionaba un foro para cuestionar e incluso subvertir este mismo control. El sistema legal constituía un lugar de incorporación y reclamo. Se requiere abordar la cuestión de si el uso de la sala del tribunal aumentó la legitimidad del Estado Borbónico ante los ojos de los indios y otros demandantes, desde dos perspectivas relacionadas: si aumentaba el respeto por el Estado colonial e incorporaba a los indios en estructuras coloniales, y si así prevenía otras formas de acción política de masas, es decir, las rebeliones. En ambos casos la respuesta es un cauteloso no. Los resultados favorables que obtuvieron demostraron a los campesinos que el Estado colonial, o al menos ciertos representantes o estratos, continuaban reconociendo los derechos de los indios a la autonomía política relativa y a la libertad frente a personajes entrometidos y perniciosos. No obstante, al mismo tiempo, las derrotas que sufrieron en los tribunales, y una serie de demandas que los motivaban a establecer una querella, aumentaron su hostilidad hacia el Estado. Es necesario recordar que los indios no siempre ganaban batallas legales. No sólo perdieron muchos casos sino que lo que es más importante muchos de los juicios que hemos revisado para este estudio incluyen a indios en lados opuestos, tanto del lado del acusador como del acusado. Las divisiones políticas en las postrimerías del Cusco colonial no sólo incitaron los pleitos entre indios y no-indios, sino, en muchos casos, entre unos indios contra otros indios.
En términos de la relación entre el sistema legal y los movimientos sociales, los acontecimientos de principios del siglo XIX demostraron vívidamente que el uso de los tribunales no constituyó un impedimento para una conducta más radical. Entre 1805 y la Independencia, habiendo transcurrido décadas desde la rebelión de Túpac Amaru, Cusco fue escenario de numerosas revueltas, incluyendo la rebelión de Pumacahua en 1814-1815. Es decir, la utilización del sistema legal no impidió que el campesinado asumiera una acción más directa. El hecho de que entre 1787 hasta 1814 la confianza en los tribunales se situara entre dos revueltas masivas refuta el argumento de que tácticas «reformistas» como los procesos judiciales impidieron la ocurrencia de actividades revolucionarias. De hecho, los preparativos para un juicio podían movilizar a una comunidad, facilitando así la protesta organizada en el caso de que las soluciones legales fracasaran. Los rebeldes clamarían que la justicia no había sido receptiva cuando sus reclamos habían sido rechazados, o cuando la sentencia no les había sido favorable. De igual manera, si el juicio era contra las autoridades, ello no impedía que esas mismas personas se levantaran colectivamente.
¿Qué lograban los indios con el uso del sistema legal? Las contradicciones de la política borbónica, el estancamiento de la economía y, sobre todo, los esfuerzos del campesinado indígena principalmente a través de los tribunales, impidieron que el Estado colonial revanchista implementara las aceleradas reformas que anhelaba. La resistencia indígena, principalmente bajo la forma de querellas judiciales, constituyó un impedimento sustancial a los cambios que la Corona española preveía. Si bien no fue tan catastrófico como pudo haber sido, este período impulsó o profundizó los cambios que continuaron marcando a la sociedad andina hasta bien entrado el período republicano. Las corrientes centrífugas ganaron fuerza en la medida en que una serie de personajes se disputaban el reemplazo de los menguados poderes del cacique. Surgió un discurso anti-indígena, particularmente duro, que persistió durante la Guerra de la Independencia y la República. Se amplió el cisma ya enorme entre los intelectuales de los Andes y los de Lima. Sin embargo, mientras estos cambios tomaban forma, los indios no estaban simplemente a la espera.
© Charles F. Walker, 1999, [email protected]
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