Cenizas que aún humean - 2

[Ciberayllu]

Charles F. Walker
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Reformas borbónicas con venganza

Después del levantamiento de Túpac Amaru, el Estado Borbónico continuó haciendo esfuerzos tanto por centralizar la administración colonial como por aumentar sus ingresos. En 1784, se introdujo en el Perú el sistema francés de Intendentes. Se creó ocho Intendencias, y la de Puno fue transferida al Virreinato de Río de la Plata. Se creía que los Intendentes serían capaces de mantener en sus regiones una vigilancia más estrecha que aquella de las autoridades de Lima. Conscientes del hecho de que los abusos de los corregidores habían sido la causa principal de las revueltas indígenas en los Andes a lo largo del siglo XVIII, y que las actividades económicas de tales autoridades habían sido un obstáculo para la recaudación de tributos, la Corona los reemplazó con subdelegados que serían estrechamente supervisados por los Intendentes, que en este caso tendrían su sede en Cusco y ya no en la distante Lima. Con el fin de desalentar embrollos financieros entre los subdelegados y los grupos de poder local, se prometió a las autoridades salarios adecuados. Los Borbones intentaban que un fuerte vínculo entre la sociedad local y el Estado virreinal reemplazara el poder de los curas, los caciques, los ricos, y las autoridades. En el Perú, los Borbones tuvieron éxito en lo que consideraban su principal objetivo: aumentar los ingresos que extraían de las propiedades en América. Sin embargo, fracasaron en sus esfuerzos por colocar autoridades autónomas en todo el virreinato para, de esa manera, reformular las relaciones políticas y económicas, pues la política local continuó siendo similar a aquélla de tiempos de los Habsburgo. De esta manera, la introducción del sistema de Intendencias no quebró las redes locales de poder económico y político ni desarraigó la autonomía política de los indios; si bien hicieron frente a tendencias centrífugas, los Borbones no pudieron modernizar el Estado en la forma como lo hubieran deseado.

Diversos factores explican la incapacidad de los Borbones por transformar las relaciones entre la sociedad local y el Estado colonial de los Andes. Las propias reformas no eran un conjunto de políticas coherentes y unificadas, ya que constituyeron una reacción más bien tardía a la decadencia de la Península Ibérica en Europa, en la cual los gastos necesarios por modernizar la administración eran abandonados una y otra vez a causa de necesidades inmediatas que, por lo general, eran gastos militares. Un fuerte cisma separaba el contenido de las reformas y su aplicación. Esto es más evidente por el hecho de que a pesar de la insistencia en la necesidad de impedir una recurrencia de los abusos de los viejos corregidores, el sistema de Intendencia no tuvo como resultado el establecimiento de funcionarios controlados centralmente ni con pagas aceptables. Más aún, los conflictos entre los funcionarios del gobierno a diferentes niveles (la Corona, el Virrey, el Intendente y los subdelegados) obstaculizaban una administración eficiente. En el Cusco post-Túpac Amaru, las incongruencias e inconsistencias de las reformas eran particularmente flagrantes y, por otro lado, el temor a provocar otro levantamiento campesino y la preocupación sobre los obstáculos para la recaudación de tributos atemperaron los impulsos más draconianos y represivos. Las autoridades abandonaban las políticas diseñadas para renovar el Estado (y sobre todo, para recaudar mayores tributos) por sus costos económicos y políticos de corto plazo. Más aún, el Estado colonial no sabía en quién confiar. No sólo no disfrutaba del favor de los campesinos y la Iglesia, sino que la elite de Cusco estaba dividida y también era considerada como potencialmente rebelde.

La incapacidad de la Corona por crear una administración política más eficiente reflejaba las ambigüedades de la política borbónica, pues a pesar de que los corregidores habían sido reemplazados por subdelegados, en la práctica su estilo continuaba. A causa de la falta de recursos económicos y de su bajo status, se consideraba que los subdelegados eran subordinados débiles ante los intendentes; por tanto, con el fin de acumular recursos y respeto para así establecer su poder, a menudo ellos forjaron alianzas deshonestas y explotadoras con caciques, curas y otros. Con frecuencia los subdelegados estaban involucrados en prácticas económicas locales por lo general monopólicas y abiertamente explotadoras. El aumento de los salarios no hubiera detenido de un golpe la corrupción y explotación. El control de los funcionarios locales constituía un inmenso desafío en los amplios distritos del sur andino, donde una alta proporción de la economía se basaba en la explotación de los pobladores indígenas en tanto consumidores, tributarios, productores y trabajadores. La ineficiencia de las reformas borbónicas se tradujo en la prolongación de las prácticas y autoridades tradicionales de Cusco, particularmente los caciques de sangre.

Los caciques y la autonomía local

Las ambigüedades de la política de los Borbones son particularmente evidentes en el destino de los caciques quienes, desde el siglo XVI, constituyeron la figura central en la relación entre el Estado y la sociedad indígena. Estos jefes recolectaban el tributo —directamente o a través de representantes—, organizaban el cumplimiento de otras obligaciones fiscales y de trabajo y, en general, hacían cumplir el orden social. Pero, llegado el siglo XVIII, estos funcionarios enfrentaban tres presiones interrelacionadas que los amenazaban individualmente y se combinaban para comprometer el propio cargo. En primer lugar, enfrentaban la competencia creciente por el cargo, que provenía tanto de otros indios nobles de la localidad como de forasteros, competencia que terminaba en largas batallas legales. En segundo lugar, cada vez les resultaba más difícil cumplir las demandas —continuamente crecientes— del Estado español sin poner en peligro las relaciones con la sociedad indígena local. En tercer lugar, había propuestas para abolir el propio cargo, particularmente después de la rebelión de Túpac Amaru. A causa de estas presiones, a fines del siglo XVIII no predominaba un determinado tipo de cacique ni de relación cacique-sociedad. Había caciques ricos y pobres, caciques respetados y repudiados, y caciques españoles, criollos mestizos e indios. Su situación económica y su legitimidad ante los ojos de los campesinos indígenas, ante las personas que no eran indígenas y ante el Estado, eran muy diversas. Pero es necesario observar que, en general, los indios preferían a los caciques de sangre tradicionales en lugar de forasteros nombrados por el Intendente, y luchaban por la existencia de este cargo, que ellos consideraban era central para la autonomía política relativa de que disfrutaban; en muchos casos, tuvieron éxito en la defensa de sus caciques de sangre.

El Estado español cuestionaba la posición del cacique por una serie de razones conflictivas. Algunos criticaban la existencia de los caciques pues para ellos constituían un vestigio obsoleto que estorbaba una administración eficiente; muchos se preocupaban pues los veían como políticos subversivos en potencia; y otros llamaban a limitar el poder de los caciques para poner coto a los abusos que éstos cometían contra los indios. Pero, por otro lado, algunos defendían al funcionario por ser legítimo y a la vez expeditivo. Estas opiniones opuestas sobre los caciques salieron a la superficie con la rebelión de Túpac Amaru. Después de la sublevación, el Visitador Areche llamó a abolir todos los cacicazgos que no estuvieran manejados por personas que hubieran demostrado su lealtad a la Corona, lo que supuestamente incluía a los caciques que habían permanecido neutrales durante la rebelión a quienes, intentó reemplazar con gobernadores y alcaldes elegidos. Su plan no se llevó a cabo, y en su lugar se entablaron duras batallas legales y locales por el control del cargo. De esta manera, una vez más se pusieron al descubierto las contradicciones entre el castigo y el apaciguamiento, y entre la modernidad y la tradición administrativa que caracterizó la ideología y la política de los Borbones.

Las medidas de Areche se disolvieron lentamente en batallas legales que se retroalimentaban y que involucraron a las principales autoridades e instituciones. Un decreto real del Consejo de Indias, emitido en 1790, enmendó normas anteriores, y puso límites a la prohibición de convertirse en caciques a aquéllos que habían apoyado a Túpac Amaru: desde esos momentos, los caciques que habían permanecido neutrales por decisión propia o porque la rebelión no había llegado a sus jurisdicciones, ya no estarían sujetos a remoción. En 1798 la Real Audiencia de Cusco prohibió a los subdelegados el nombramiento de caciques gobernadores en «pueblos indios», defendiendo de ese modo a los caciques de sangre. Muchos caciques temporales fueron reemplazados mientras otras autoridades locales que no eran indígenas simplemente dejaron de utilizar el título de cacique. No obstante, los cambios originados por la introducción del sistema de Intendencia en 1784 incluyeron la eliminación del rol de los caciques como recaudadores de tributos y, por tanto, limitaron severamente su importancia en el sistema colonial. La información proveniente de los juicios en los tribunales, que se analiza líneas abajo, indica que los alcaldes varayocs fueron reemplazando lentamente a los caciques en esta función. Por otro lado, los caciques de sangre enfrentaban la competencia de autoridades no sólo indígenas sino también de autoridades que no eran indígenas que, por lo general, mantenían alianzas con altos funcionarios. Lo que ocurrió con los caciques a nivel local varió en gran medida, lo que demuestra la distancia entre la política de la Corona y los acontecimientos en las colonias americanas. Resulta claro que muchos caciques de sangre pudieron mantener su posición a pesar de la hostilidad del Estado colonial.

Un documento de 1806 describe la coexistencia de nociones y políticas contradictorias respecto a los caciques. En una relación de treintinueve casos sobre cacicazgos, que se presentaron ante la Real Audiencia, los candidatos al cargo empleaban razones divergentes. Muchos, como Juan Huacoto del pueblo de Cupi en la provincia de Lampa, ponían énfasis en su «derecho de sangre». Otros, como don Simón Callo de Sicuani, solicitaban ser restituidos, pues muchos caciques habían sido suspendidos del cargo después del levantamiento de Túpac Amaru. Otros no eran claramente herederos de caciques. Don Gregorio Roldán, candidato a cacique de Asillo, donde continuaba un conflicto de siglos por el cargo, señalaba francamente que, durante su breve permanencia, hubo un aumento «para Su Majestad, de dinero y tributarios». Los funcionarios y aspirantes comprendían —y manipulaban— las nociones contradictorias que en ese período se manejaban en relación al cargo de cacique, en lo que se refiere a sus calificaciones y deberes. En los juicios relativos al cargo, que se revisan líneas abajo, con frecuencia un lado argumentaba derechos y tradición heredados, en tanto que el otro ensalzaba la conveniencia de tener a un español y no a un indio a cargo del gobierno local.

Numerosas grietas dividían Cusco: ningún grupo en particular asumía el poder local pues en la realidad, el cargo de cacique no había sido abolido en forma definitiva. Algunos caciques de sangre solían asumir el cargo mientras otros, por lo general forasteros, se tornaban poderosos. Curas, líderes de la milicia, subdelegados e indios que rivalizaban por el cargo de alcalde, se aliaban y luchaban por el poder con o contra los caciques. La rebelión de Túpac Amaru y la posterior política de los Borbones había complicado la ya compleja división del poder. La ambigüedad de la política oficial tendía, inadvertidamente, a apoyar las prácticas tradicionales y a dejar un gran espacio para las maniobras políticas. En el contexto de guerras internacionales intermitentes, de conflictos entre diferentes niveles del Estado en España, Lima, y al interior del Cusco, entre la Real Audiencia, el Intendente y los subdelegados, así como de las contradicciones generales del pensamiento y la política de los Borbones, los miembros de la elite económica y política no eran los únicos con motivos y capacidad para cuestionar o desobedecer las órdenes del Virrey, la Real Audiencia o el Intendente. En tal sentido, antes de analizar las gestiones del campesinado, se revisará la economía del Cusco a fines del período colonial.

La economía

La situación económica del campesinado indígena del sur andino también parecía haber quedado desolada a causa del levantamiento de Túpac Amaru. Un Estado vengativo buscaba aumentar la ya pesada carga tributaria y estaba deseoso de quebrar la práctica colonial tradicional, permitiendo que forasteros usurpen tierras de los ayllus. Más aún, los infortunios económicos de la región afectaron adversamente a los campesinos, que eran productores y consumidores importantes. Pese a todo ello, en las décadas finales del dominio español, el Estado no impuso sus exigencias a voluntad ni los forasteros asumieron el control de grandes áreas de terreno. Al igual que sus primeros sucesores republicanos, el Estado Borbónico fue incapaz —y en gran medida no lo deseaba— de poner en práctica las exigencias de la elite regional, principalmente porque tenía fondos escasos, desconfiaba de sus seguidores que estaban divididos, enfrentaba una guerra interna y hacía malabares con nociones divergentes sobre cuál era la relación, entre el Estado y las masas indígenas, que convenía fortalecer. Asimismo, el estancamiento de la economía de la región había disminuido el interés de los forasteros por usurpar tierras de las comunidades. Con el fin de entender la economía regional, revisaremos tres factores: los efectos del levantamiento de Túpac Amaru, los cambios jurisdiccionales impuestos por los Borbones, y la situación económica general de la región.

En el levantamiento de Túpac Amaru, las haciendas y los obrajes fueron dañados y destruidos, un gran número de personas fue asesinada, herida o desarraigada, y las fuentes de crédito desaparecieron. La rebelión dejó suficientes evidencias de la enorme devastación física causada por ambos lados. Las fuentes de archivo indican las fatales consecuencias de la rebelión en términos de desplazamiento de población. En 1786 un recaudador de impuestos en Cotabambas señalaba que la producción agrícola se hundió en 1781 y 1782 porque «muchos estaban ausentes por temor de la rebelión, unos y otros por haberlos hecho ir a las expediciones». También en 1786 un cacique acusado de recaudar tributos a quienes estaban exentos afirmaba que él estaba compensando a aquéllos que habían muerto a causa de la rebelión de Túpac Amaru. Un reciente estudio del diezmo en la región ha hallado que entre 1780 y 1783 ocurrió una aguda caída en la producción agrícola y en la capacidad de recolectar este tributo; a partir de allí hubo un retorno a niveles anteriores. Existen pocas dudas de que el daño fue extenso. Sin embargo, la rebelión por sí misma no explica las dificultades económicas. Otras áreas se recuperaron relativamente rápido a pesar del daño físico masivo y los trastornos socioeconómicos. La rebelión de Túpac Amaru no hizo sino exacerbar una situación que ya era seria.

En la década de 1780, el Estado colonial continuó implementando políticas que amenguaban el virtual monopolio de Lima como almacén para el comercio transatlántico, así como el rol central de Cusco en la comercialización y producción para el Alto Perú. En 1784, la Intendencia de Puno fue transferida al Virreinato de Río de la Plata. Más aún, la política de «libre comercio» abrió los Virreinatos de Río de la Plata y Perú a las importaciones europeas; sin embargo, estas políticas no indujeron a un diluvio de importaciones ni crearon barreras económicas que estropearan la producción del sur peruano, pues los productos de Cusco continuaron hallando un mercado en Potosí. Según un estudio, «la división entre el Virreinato del Río de la Plata, en cuyo territorio se encontraba Potosí, y el Virreinato del Perú, efectuada en 1776, no significaba en modo alguno la constitución de fronteras sobre el comercio. Las intendencias bajo peruanas de Arequipa, Cuzco y Lima efectuaban en 1793 más del 50 por ciento del tráfico de efectos de la tierra que tenía como punto de destino a Potosí». Las reformas borbónicas prefiguraron dos procesos relacionados que atravesaron el siglo: la creciente importancia del transporte marítimo por sobre el transporte terrestre y la caída de los circuitos comerciales andinos que vinculaban el Alto y el Bajo Perú. Ambas tendencias amenazaban la importancia económica y política de Cusco.

Como se ha estudiado en el capítulo anterior, el levantamiento y las reformas administrativas y económicas de los Borbones no fueron las únicas causas de la crisis económica. La debilidad interna de la economía de la región y la consecuente incapacidad de competir con productos foráneos también jugaron un rol importante. El caso de la producción textil de Cusco, que era central para su economía, echa luces sobre el predicamento en que se hallaba la economía de Cusco. En ese período, luego de la rebelión de Túpac Amaru, mientras los obrajes languidecían, prosperaron unidades de producción más pequeñas denominadas «chorrillos». Las calamitosas condiciones de trabajo en los obrajes, así como la tecnología atrasada, limitaban su capacidad de competir. Los obrajes dependían del trabajo de los convictos, lo que por un lado permitía a estos pagar deudas e indemnizaciones y, por otro, proporcionaba al Estado una alternativa para mantener a los prisioneros en lugares diferentes a las cárceles inadecuadas y en permanente saturación. No obstante, y a pesar del pago, los prisioneros temían este destino. En 1792, un abogado de los indios alegaba contra «la pena cruel de los obrajes». Aun cuando una revisión de los talleres europeos de este período también develaría prácticas explotadoras y condiciones de trabajo miserables, los obrajes de Cusco no sólo eran tecnológicamente atrasados, sino que sus trabajadores eran albergados bajo vigilancia y en condiciones aterradoras que se combinaban con alimentos inadecuados o por lo menos inapetecibles. En el contexto de la inestabilidad política de fines de la Colonia e inicios de la República, estas condiciones hicieron que los obrajes fueran vulnerables ante el sabotaje interno e externo, e incluso ante la destrucción. Los propietarios vivían en constante temor de una repetición de lo que había sucedido al propietario del obraje Guaro durante la rebelión de Túpac Amaru, donde «los primeros que me saquearon mi obraje de Quero fueron los mismos dependientes de él». Esta inseguridad cundió entre los obrajeros hasta la primera mitad del siglo XIX.

Los productores de otros bienes principales de Cusco, tales como azúcar y coca, enfrentaban dificultades similares a las de aquéllos de la industria textil. Esta dependencia de mercados distantes y de una fuerza de trabajo inestable y a menudo coercitiva, los hizo vulnerables a desórdenes en los lugares de trabajo, mientras la ausencia de una autoridad política estable creaba óptimas condiciones para protestas o fugas. Escasos de capital, enfrentaban la competencia creciente de otras regiones; así, cada vez en mayor medida, Arequipa proporcionaba azúcar al Alto Perú, mientras los cultivos de coca se ampliaban hacia la región del Lago Titicaca. Desde mediados del siglo XVIII, los precios de los productos agrícolas se habían estancado en niveles muy bajos. Las series de precios de maíz entre 1720 y 1795 demuestra una declinación estable de precios. El mercado de granos, por ejemplo, se vio saturado en el período post-Túpac Amaru. De esta manera, estando ya deprimida durante las décadas finales de la Colonia, durante la primera mitad del siglo XIX la producción de azúcar y coca en Cusco se estancó.

No se puede avizorar la economía a nivel local, particularmente en las comunidades indígenas, simplemente a partir de este panorama general de la decadencia económica, ya que las condiciones variaban entre una y otra región, e incluso al interior de una determinada comunidad, surgían diferencias importantes. Sin embargo, a partir de una variedad de fuentes, se puede distinguir dos tendencias generales. Por un lado, las obligaciones tributarias de los indios se elevaron enormemente debido, sobre todo, al mejoramiento de los mecanismos de recaudación de tributos que, como se ha analizado en el capítulo anterior, entre las décadas de 1750 y 1820 en Cusco se multiplicó por dieciséis. Esto constituía la causa principal de la zozobra económica de los indios, y el primer logro de las reformas borbónicas ante los ojos del Estado. Por el otro lado, esta penuria económica se vio mitigada por el control local —en algunos casos recuperación— de la tierra y de otros recursos por parte de las comunidades rurales, principalmente indígenas.

Con el fin de evaluar el verdadero impacto de los crecientes ingresos provenientes de los tributos, se debe considerar tres factores. El primero es el crecimiento de la población: Magnus Mörner calcula una tasa de crecimiento de 0.4% anual para el Cusco en el período 1689-1786, lo que significaría una tasa promedio de crecimiento anual de 1.3% en un período de setentidós años. Otro especialista encontró un rango de tasas anuales de crecimiento que oscilaban entre 0.6 y 1.3% para el período 1791-1850. Aunque la falta de cifras —incluso aproximadas— sobre el número de muertos en el levantamiento de Túpac Amaru hace que cualquier estimación sea azarosa, incluso tales cálculos gruesos como aquéllos indican que es posible que una parte del aumento en la recaudación provenga del crecimiento demográfico.

En segundo lugar, gran parte de este incremento se originó en el mejoramiento de los procedimientos de recaudación. De esta manera, algo del aumento en ingresos provenía del bolsillo de recaudadores corruptos más que de los indios tributarios, ya que las revisiones más frecuentes y efectivas de los tributos luego de la década de 1780, denominadas «revisitas», pudieron reducir el fraude y la evasión. Un tercer factor fue la prohibición del reparto; por ejemplo, en 1754, cuando en los distritos de Cusco se permitió a los corregidores la venta de mercancías —vía el reparto—, el total de las transacciones llegó a un valor de 961,900 pesos. Con frecuencia, los ingresos reales de las ventas forzadas eran más elevados, con márgenes de ganancia que llegaban al 300 por ciento. En 1754, en Cusco se recaudó sólo 15,898 pesos de tributo. Como insistían aquéllos que proponían la abolición del reparto, la venta de mercancías con sobreprecio disminuía la capacidad de los indios para cumplir otras obligaciones, particularmente el tributo. Aunque ciertos funcionarios continuaron con esta práctica incluso después de su abolición en 1780, se redujo la carga que significaba la venta de mercancías con sobreprecio, liberando así el dinero para el pago de tributos.

No sólo ocurría que los indios recibían bajos precios por sus productos, sino que el estancamiento económico de Cusco en este período significó la escasez de fuentes alternativas de ingresos. La creciente población de vagabundos sin tierra era el reflejo de las dificultades económicas que los campesinos enfrentaban, y de los efectos devastadores de la rebelión de Túpac Amaru. En 1790, Pablo José Oricaín denunciaba el alto número de indios que vagaban «por las más escarpadas y áridas cerranías, comboiando sus familias y ganados, con el pretesto de mudar de pastos. Estos van cargando unos cortos palos, y en donde encuentran aguada, y rasonable pasto forman su media chosa, hasta que los naturales del lugar medio los obliguen á qualquier cervicio ó pención;... assí, se trasponen de un lugar, á otro». Oricaín calculaba que un tercio de la población de la diócesis de Cusco era pobre, y que de estas 80,000 almas, dos tercios eran pobrísimos. Una fracción de ellos eran pordioseros, incluyendo «muchísimos españoles». La ominosa vulnerabilidad de los campesinos ante las crisis de corto plazo, sean ellas atribuibles al hombre o al clima, también da testimonio de los tiempos de dificultades económicas. En los Andes, con su topografía difícil y sus caprichosos patrones climáticos, las desgracias podían convertirse rápidamente en catástrofes que amenazaban la propia vida. En las postrimerías del Cusco colonial, las mayores obligaciones fiscales se unían al estancamiento económico general de la región, exponiendo a gran parte de la población indígena a un enfrentamiento con tiempos muy difíciles.

La crisis económica también tuvo consecuencias positivas para la población indígena del campo. Como numerosos historiadores lo han señalado en relación a los primeros tiempos de la República, en medio de una caída económica los foráneos tenían pocos incentivos para usurpar las tierras y otros recursos. El argumento de Nils Jacobsen de que en Azángaro, en el período entre Túpac Amaru y la Independencia, las comunidades ganaron batallas seculares en relación al control efectivo de la tierra, se aplica a Cusco. En contraste con lo que ocurrió con los indios mayas, en las décadas finales de la Colonia las elites terratenientes no usurparon grandes extensiones de propiedad de los indios en el sur andino. El potencial de violencia renovada, la ambigüedad de la política y la acción del Estado, y la situación de estancamiento económico desalentaban a los foráneos a invertir tiempo, capital, o potencialmente sus vidas para usurpaciones de tierra, ventas obligadas, o trabajo forzado. Como lo muestra el análisis de los juicios en tribunales, que mostramos a continuación, estas prácticas continuaban, pero en menor medida e intensidad como hubiera sido el caso si la economía transandina hubiera ofrecido mayores posibilidades de ganancia. Por supuesto, la incertidumbre política, las disputas de las clases altas, y el malestar económico no son las únicas explicaciones sobre la vacilación del Estado y de los no-indígenas para asaltar la autonomía relativa y los recursos económicos de los ayllus. Los indios de la región de Cusco defendieron agresivamente estos derechos, sobre todo a través del sistema legal. Aprovechando la zozobra de los Borbones frente a la posibilidad de otra rebelión de masas, así como de los esfuerzos conjuntos del gobierno por reconstruir su relación con las masas tributarias, a través del uso generalizado del sistema legal, el campesinado puso trabas a los abusos de los viejos y nuevos caciques y de otras autoridades.

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© Charles F. Walker, 1999, [email protected]
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