Walker: De Túpac Amaru a Gamarra

Cenizas que aún humean - 1

Tercer capítulo del libro De Túpac Amaru a Gamarra. Cusco y la formación del Perú republicano 1780-1840, (traducción de Maruja Martínez, Centro de Estudios Bartolomé de las Casas, Cusco, 1999)

[Ciberayllu]

Charles F. Walker
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Para los indígenas de los Andes del sur, particularmente para aquéllos que presenciaron la ejecución de Túpac Amaru y sus seguidores y la exposición de las partes de su cuerpo desmembrado, la brutal derrota de la rebelión presagiaba tiempos terribles. Un ánimo lúgubre inundó la ciudad el día de la espantosa ejecución, cuidadosamente planificada. Un súbito aguacero fue interpretado por algunos como un signo de dolor del cielo y los elementos. El levantamiento había demostrado la vulnerabilidad del Estado colonial, obligándolo a grandes esfuerzos para detener a los rebeldes. En combinación con el incesante deseo de los Borbones de aumentar la cantidad extraída de sus colonias americanas, esta furia impulsaría la represión física y cultural, y aumentaría las exigencias fiscales y de mano de obra. Los caciques enfrentaron no sólo duros castigos sino también esfuerzos por eliminar el propio cargo de cacique. La rebelión también intimidó a quienes no eran indígenas, particularmente a la elite española y criolla, alentándolos a suavizar sus quejas sobre el colonialismo de los Borbones y a pensar dos veces en alianzas con las clases más bajas. En este período conocido como el de «el Gran Temor», se endurecieron las líneas divisorias entre los indios y quienes no lo eran, y entre los Andes y la costa.

Sin embargo, a consecuencia de la rebelión no se produjo un asalto indiscriminado a los recursos económicos de los indios, ni la multiplicación de los tributos o de carga de trabajo, ni la pérdida de su cultura. Si bien se escribieron feroces folletos anti-indígenas, y se discutían planes para castigar, vigilar o incorporar a los indios, no hubo una segunda conquista de los Andes. La derrota de los rebeldes en el campo de batalla fue más fácil que la implementación de los cambios concebidos por el Estado Borbónico. El intento del Estado por imponer nuevas autoridades, aumentar sus demandas y, en general, racionalizar la burocracia al costo de la autonomía y el bienestar económico de los indios, enfrentó desafíos persistentes y —con frecuencia— exitosos. Este capítulo analiza la forma cómo se reelaboraron las relaciones entre el campesinado y el Estado a raíz de la rebelión.

Fueron diversos los factores que intervinieron en el fracaso de los Borbones en sus intentos de reordenar las relaciones entre el pueblo andino y el Estado y de debilitar la cultura andina. En primer lugar, es necesario analizar las contradicciones y deficiencias de las propias reformas y su implementación. Si bien el Estado colonial logró su objetivo principal que era aumentar la cantidad de ganancias extraídas de los virreinatos en América, no creó una burocracia notablemente más eficiente que pudiera haber debilitado a los grupos de poder local y estrechado la conexión entre el Estado y la sociedad. Las divisiones al interior del Estado colonial, y la resistencia mostrada por los Borbones a gastar dinero en sus colonias, impidió que estas reformas se llevaran a cabo. Los problemas económicos enfrentados por la región son el segundo factor analizado. Si bien eran tiempos difíciles para los campesinos indígenas —productores, comerciantes, consumidores, y contribuyentes— el estancamiento económico también debilitó las presiones externas sobre los recursos de los indígenas, particularmente la tierra. Finalmente, las actividades de los propios indígenas constituyeron el obstáculo más importante para que los Borbones reconquisten el sur de los Andes. Los indígenas saturaban las cortes pugnando por impedir la imposición de forasteros en el cargo del cacique, y también para cuestionar la conducta abusiva de las autoridades.

La revisión de más de mil juicios criminales arroja luces sobre una serie de problemas: la relación entre rebelión, resistencia y hegemonía; las contradicciones del propio proyecto borbónico; y la complejidad social de la sociedad andina de fines de la Colonia. Este capítulo analiza la cuestión de si el uso del sistema legal afianzó el colonialismo o sirvió para cuestionarlo e incluso debilitarlo. Los procesos judiciales indican que la rebelión armada y el uso de los tribunales no son estrategias contradictorias u opuestas —resistencia por un lado, sumisión por el otro— sino que constituyen más bien un continuum; de hecho, el estudio de Cusco en este período demuestra la íntima relación entre ellos. En los expedientes, los campesinos ponían de relieve las contradicciones y fisuras del Estado colonial. Si bien el temor a otra rebelión originaba que el Estado intensifique el castigo a insurgentes sospechosos así como la represión a la cultura andina, también lo hizo sensible ante los cargos de inconducta oficial que podrían hacer estallar otra rebelión. Las comunidades campesinas podían usar este interés en ventaja propia: sin embargo, éste también podría ser usado contra ellas.

El gran temor

Como se ha descrito anteriormente, en abril de 1781 los verdugos torturaron, humillaron y ejecutaron a José Gabriel [Condorcanqui, Túpac Amaru], Micaela [Bastidas, su esposa] y docenas de sus seguidores, en actos públicos. Las partes de su cuerpo fueron esparcidas en toda la región del Cusco para confirmar su derrota y para advertir a la población sobre los peligros de la sedición. El Visitador General Areche creyó conveniente que las noticias de la ejecución fueran ampliamente propagadas, «ebitando con ello las varias ideas que se han extendido entre quasi toda la nación de los yndios llenos de supersticiones que los inclinan a creer en la imposibilidad de que se le imponga pena capital». La represión no se detuvo en este punto, pues la propia rebelión no había terminado, ya que Diego Cristóbal había tomado las riendas de la insurrección, centrada en la zona del Lago Titicaca hacia el sur. Después de meses de negociaciones, a fines de 1782, cuando la hostilidad entre Túpacamaristas y kataristas ya había impedido una amplia alianza y socavado a ambos movimientos, aceptó un perdón; sin embargo, en marzo de 1783 Diego Cristóbal y cientos de sus seguidores, incluyendo a sesentitrés miembros de su familia, fueron arrestados. Si bien la mayor parte de los prisioneros fueron desterrados, Diego Cristóbal fue arrastrado por un caballo, torturado con tenazas ardientes y ahorcado. A su madre le cortaron la lengua. Según un autor, el Virrey Jáuregui buscaba «exterminar a toda la familia Inca».

El Estado no limitó su castigo a los líderes del movimiento. Los acontecimientos de Santa Rosa, ubicada en el lado puneño de la pradera altina de La Raya, que separa a la región del Lago Titicaca del Cusco, ejemplifica la brutal represión que siguió al levantamiento. El 22 de junio de 1781, las fuerzas realistas que llegaron al poblado fueron recibidas por indígenas que «pedían perdón». Los soldados les ordenaron retornar al pueblo y entonces mandaron que todos los adultos se reúnan en medio de la plaza. Algunos indios corrieron atemorizados y muchos de ellos se refugiaron en la iglesia. Sin embargo, toda la población del pueblo, incluso un «anciano español», indios que habían luchado por la Corona, y los portadores del anda con la efigie de Santa Rosa que había sido sacada para solicitar la protección divina, fueron obligados a ir a la plaza. Ejecutaron a uno de cada cinco hombres, el infame quintado, «en cosa de hora y diez minutos». En toda la región tuvieron lugar acontecimientos similares.

Las medidas punitivas fueron más allá de la exterminación ritual del liderazgo y la ejecución de aquéllos que fueran sospechosos de simpatizar con los rebeldes. El Estado Borbónico buscaba socavar la solidaridad panandina destituyendo a las autoridades indígenas consideradas leales a Túpac Amaru y debilitando el cargo de cacique en general, prohibiendo los Comentarios Reales del Inca Garcilaso, y proscribiendo danzas, vestido y artesanía asociados con la cultura indígena. Las autoridades llamaron a la «extirpación» del quechua y a la castellanización de los Andes. Se pusieron en práctica muchas de las propuestas del Obispo Moscoso de poner coto a la invocación de los Incas y de eliminar otros elementos de la cultura andina, que eran parte de las acusaciones histéricas e interesadas que este personaje había lanzado durante la sublevación. En una región recientemente devastada por lo que las autoridades consideraban una guerra de castas, los esfuerzos de los Borbones por fortalecer el Estado y homogeneizar a la población asumían un carácter particularmente urgente y etnocéntrico.

Entre 1780 y 1786, el abogado madrileño Benito de la Mata Linares era el funcionario más importante en Cusco; había sido asesor del Visitador Areche durante la sublevación, presidió el tribunal para el juicio y ejecución de Túpac Amaru y la subsecuente represión, y fue el primer Intendente de Cusco entre 1783 y 1786. Mata Linares advertía incesantemente sobre la amenaza de otro levantamiento, y en 1781 consideraba que Cusco estaba poblado sólo por «traidores y cobardes», lo que para él implicaba que si bien toda la población había apoyado a los rebeldes, algunos eran demasiado pusilánimes como para convertir su apoyo en acción. En 1783, prevenía que la «fidelidad [de la ciudad], no está bien asegurada» y dos años más tarde ordenaba a las autoridades «[E]vitar que salte alguna chispa de calor a estas cenizas que aún humean» en Cusco. El Virrey Croix prestó oído a la preocupación de Mata Linares y su metáfora cuando en 1786 escribió que, con el recuerdo de Túpac Amaru aún fresco, «se debe temer a qualquiera que no haya dado prueba de su zelo, fidelidad, y amor al Rey, especialmte. Si es hombre de alguna distinción entre ellos; pues le sería muy fácil encender la llama de la rebelión, que aunque apagada al parecer enteramente, no deja de dar de quando en quando algunos indicios de que aún vive».

No se trataba de advertencias vacuas, o de meras expresiones de una dilatada paranoia post-rebelión, pues continuaban apareciendo signos de profunda indignación y de posible subversión. En 1783, una breve rebelión en la provincia de Quispicanchi, noticias del levantamiento katarista en el Alto Perú, y una rebelión en el poblado andino de Huarochirí, en las afueras de Lima, perturbaron a los realistas de Cusco. En diciembre de 1784, las autoridades informaban sobre una conspiración de los indios que vivían en la ciudad. Clemente Barrientos, un carpintero, afirmaba que se había hecho planes —una vez más en las chicherías— para matar a todos los españoles de la ciudad. Supuestamente un indio había arrojado a una mujer española, muerta, en una calle central, «con la cara morateada y una pierna hinchada»: fue la primera víctima de la violencia. Si bien la guardia patrullaba estrechamente las calles y arrestaba a algunos sospechosos, no podía confirmarse la conspiración. En mayo de 1786, sin embargo, pasquines colocados en las iglesias y en otras plazas públicas confirmaban la presencia de disidentes en Cusco. El primero censuraba al Rey, reivindicaba a Túpac Amaru, y describía un levantamiento que involucraba a Huamanga y Arequipa. Semanas más tarde, colocaron otro que se preguntaba: «Hermanos, hasta cuando aveis de estar dormidos... —armas no faltan— y millares de hombres suspiran por la libertad.» Se referían a un «tipo de república» a crearse, y a la prometida ayuda de «dos potencias poderosas», presumiblemente Inglaterra y Estados Unidos. Sobre todo, se quejaban del favoritismo hacia los españoles por sobre los criollos.

De esta manera, los carteles suscitaban el principal temor de las autoridades coloniales: un levantamiento masivo bajo la inspiración de Túpac Amaru y contando con el apoyo de los enemigos de España. Mata Linares culpaba a un pequeño grupo de renegados que estaban subvirtiendo a la plebe. Si bien los pasquines dejaron de aparecer, se enviaron cartas anónimas al Virrey, con quejas sobre los abusos de las autoridades. Los rumores y carteles mostraban el resentimiento en relación a la política de mano dura del Estado colonial y —como nerviosamente señalaban Mata Linares y otros funcionarios— la posibilidad de una nueva insurgencia. Las autoridades españoles se preocupaban de que otro levantamiento en el Cusco —una clara posibilidad— debilitaría en forma fatal a las defensas de las colonias, particularmente contra los ingleses. En 1786 Mata Linares escribía: «perdido Cuzco, todo el reyno se perdía, pues la sierra es el escudo de toda esta América». Esta preocupación en relación a las consecuencias militares de otro levantamiento en Cusco continuó hasta la Independencia, con un desenlace irónico: los españoles tuvieron su última base en Cusco, durante el gobierno del Virrey La Serna, entre 1821 y 1824.

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© Charles F. Walker, 1999, [email protected]
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