La violencia del tiempo

El rojo fuego de los médanos*

En torno a la novela peruana
La violencia del tiempo,
de Miguel Gutiérrez

Ciberayllu

César Ángeles L.

«(...) reconstruía cruda y sin atenuantes la historia de un agravio, de una herida»
La violencia del tiempo, vol. II, p.314

«(...) un agravio que se había consustanciado con la conciencia de todos los Villar del mundo»
(ob. cit., vol. II, p.322)

«(...) él —él y su sombra— quería cubrir toda la ruta a pie,
sufriendo y gozando a plenitud de los parajes de médanos ardientes,
rojos y púrpuras a la hora del ocaso»
(ob.cit., vol. II, p.518)

I

La obra de este escritor peruano —y, en especial, la novela que aquí nos ocupa— aguarda todavía un análisis crítico que esté a su altura, así como una mayor divulgación en otros países. Lo siguiente sólo son algunos comentarios a propósito de mi lectura emocionada de La violencia del tiempo (1991; edit. Milla Batres, Perú; volúmenes I y II; 1058 pp.), aunque lleguen algunos años después de su publicación.

Para aquel análisis, arriba aludido, ayudaría considerar las múltiples historias que sabiamente se yuxtaponen en La violencia.... Asimismo, indagar en la lograda construcción de personajes y en lo que ellos simbolizan; algunos de los cuales resultan inolvidables, como la genial Primorosa Villar, el desmesurado e incorruptible Santos Villar, el irreverente cura Azcárate, el esperpéntico Francois Boulanger de Chorié, el socialista francés Bauman de Metz o el propio Martín Villar que es sobre quien recae el peso de esta novela. Por otro lado, cabría considerar qué significados se encierran en ese constante paisaje desértico; con esas dunas, presenciadas —de día o de noche— con sentimiento religioso tal si de huacas se tratasen: suerte de ombligo nutricio de la creatividad, en esta prosa, y de donde viene, de donde parte, y adonde finalmente vuelve Martín Villar para hacer su mejor obra: su novela. Este paisaje suele ser, asimismo, no sólo el escenario preferido de la mística sino, en general, de la introspección individual dentro de cierto arte contemporáneo imbuido del llamado sentimiento postmoderno (Cf. La era del vacío, de Gilles Lipovetsky; edit. Anagrama, 1986).

Un asunto central, por supuesto, es la confrontación con el tema principal; lo que suele ser el corazón y otorga el espíritu a toda creación. Como anuncian las citas iniciales de este artículo, y como ha reconocido el propio autor en su ensayo Celebración de la novela (1996, Lima-Perú; c.f: p.173), se trata de un agravio «familiar y nacional». Aquel agravio familiar inicialmente remite a la compra que hace el blanco Odar Benalcázar León y Seminario (el hacendado más poderoso de la región piurana) de Primorosa Villar, «la más bella potranca» de Congará, con el consentimiento e intermediación de su autoritario padre, Cruz Villar, quien cree obedecer así a las voces divinas convocadas por el San Pedro, el cactus alucinógeno con que droga a sus pequeños hijos a fin de conocer el pasado. En estas prácticas, Cruz Villar busca en realidad al alma de su padre: «el derrotado soldado godo Miguel Francisco Villar», quien, hacia fines del virreinato, se había unido a la india Sacramento Chira, descendiente del clan del cacique La Chira, calmando así su sed de venganza ejercida contra los indios del lugar. Con su voluntario sacrificio, la india Sacramento detiene el genocidio y crea una prole; pero finalmente el español parte, abandonando su familia. Tiempo después, Cruz Villar renegará de su sangre materna y buscará obsesivamente, por contra, el alma de su padre; lo que es a fin de cuentas la búsqueda de un mundo perdido: el mundo occidental y cristiano, la Arcadia de la civilización moderna, simbolizado todo ello en un personaje de la conquista española.

Éste es el origen de la conciencia atormentada de Cruz Villar. No hay que ser demasiado perspicaz para ver que aquí está, ni más ni menos, la historia de América Latina; o más específicamente la historia del mestizaje en el Perú. Pueblos e imperios indios cortados en su proceso histórico por la conquista española; simultáneamente sojuzgados por ésta. En nuestro caso, el Inca Garcilaso ha devenido en el paradigma de esa conciencia atormentada por esta fractura sico-social. El Inca Garcilaso buscó en su propia persona, sin conseguirla jamás, la reconciliación —sesgada, por su sentimiento elitista— de los dos mundos: el indígena-cusqueño y el europeo-español.

Dicha fractura se reproduce a escala, en Congará, cuando Cruz vende su única hija al blanco Odar. Una clase, una cultura, se apropia de otra. De ahí que, en la venganza de Odar (provocada porque Primorosa lo abandona y huye con un circo itinerante), mientras azota a Cruz Villar éste lo confunda con su padre. Según el relato de Martín Villar, la escena fue así: «Dijo que en un arrebato de luz consideró la cara de Benalcázar, y él (Benalcázar) como que entendía y no entendía, pero alguna trama debió punzar porque el blanco esforzándose por afrentarlo: «¿Qué habla, so viejo cojudo? ¿Yo, Miguel Villar? ¡Váyase a la puta que lo parió!». Sin embargo él (mi bisabuelo) continuó con lo recién aprendido y poco importaba la derrota o la deserción o la perniciosa índole, el soldado godo Miguel Villar llegó a esta tierra y engendró vástagos de su sangre y llenó con su estampa y su ley el hogar y señoreó («Ah, y cómo ejerció alta potestad», dijo él), y un día desapareció. Desapareció. Y desde entonces su alimento fue la añoranza (...), y desconsuelo y aborrecimiento y desamor (...)» (de La violencia..., vol. II, p.173). Y este pasaje esencial, aún continúa de este modo en torno al martirio de Cruz: «(...) y su culpa («Al fin entendí, paisanos, hijos míos') fue vivir en embeleso huyendo del natural y las raíces y esta ley quiso amonestarle al blanco que antes partió en tropel y desapareció altanero entre grandes polvaredas como Miguel Villar redivivo (...)» (ob. cit., p.174).

No es aventurado afirmar, pues, que la historia del Perú, de esa fractura original que hace tan difícil hablar de una nación (si la entendemos como unidad e identidad sobre un territorio común), está cifrada mediante la alegoría en la historia y avatares de esta familia del campo piurano: los Villar. En concreto, está cifrada en esa historia dramática de la venta de Primorosa y en el azote ejemplarizador dado por el blanco Odar al padre del clan, que los diez hijos de Cruz acuerdan censurar en su memoria familiar (1). Un agravio que también llevó al protagonista, Martín Villar, bisnieto de aquél, a renegar por algún tiempo de su sangre, y que a punto de perderse irremediablemente en los brazos de la burguesía limeña corrige y decide volver a su ombligo: a Congará, como profesor de una humilde escuela y con el plan de escribir una novela sobre los acontecimientos de su familia. La trayectoria de Martín no es, pues, la de Garcilaso. Está acaso más cerca de la de Guamán Poma, el cronista indio que a diferencia del célebre mestizo no animó sus días por la fama o por el reconocimiento de la metrópoli española de sus títulos nobiliarios. Y, sin embargo, Martín también es un mestizo, y a su modo reproduce las dudas hamletianas que sobre su propia identidad tuvo su bisabuelo; como muestra el siguiente pasaje, donde dialoga con su joven amante, la india Zoila Chira: «Y yo vine a esta región, a este pueblo, pensando que era un retorno, diciéndome: Seré una comunidad. Pero no fue más que una huida, aunque en sentido inverso, semejante a la de mi bisabuelo Cruz Villar, pues no soy una comunidad y quizá nunca lo sea, de cualquier manera no soy más que un conglomerado de voces disímiles y antagónicas y me pregunto si pretender recuperarlas no sólo es vanidad y empresa imposible y dispendiosa como el contar las infinitas estrellas del señor, sino tarea inútil y vacua, pues para memoria sobran las vastas necrópolis y ellas tampoco nos han de salvar (...). Y vine y me asenté en este pueblo y abusé de la hospitalidad que se me brindó y te seduje y te obligué a escuchar la historia de los míos y a compartir el viejo rencor y la desesperación (...)» (ob. cit., p.176). Mientras dura ese recorrido en el tiempo, que es la vuelta (o la recuperación de la memoria) a su pasado familiar y social, Martín tampoco tendrá descanso sino más bien una conciencia asaltada por preguntas e incertidumbres sin fondo, que finalmente lo retrotraen a aquel cordón umbilical roto violentamente por la figura del padre ancestral: origen de esa enfermedad que es la melancolía.

II

Como dice el propio autor, en su aludido ensayo Celebración de la novela, algunas críticas ya han remarcado ciertos rasgos esenciales en La violencia... (2). Uno de éstos, que no hay que dejar de lado, remite al espíritu de comunidad que centralmente opera en la construcción de esta ópera magna.

Y es que aunque es verdad que, como reconoce Gutiérrez, los personajes de La violencia... están signados por la muerte, es el encuentro con el otro o el sentimiento de pertenencia a una colectividad lo que, en más de un caso, da lugar a una suerte de renacimiento. Un renacimiento marcado por el amor: creativo, dúctil, poderoso; como sucede con Martín Villar en su relación platónica con Deyanira Urribari, en su relación apasionada con Zoila Chira y en aquella otra, agónica, reveladora, con su familia (hermosa sensibilidad la de esos personajes que son sus padres: Cruz Villar —nieto del primer Cruz— y Altemira Flórez; como es bello aquel pasaje donde Zoila conoce a la madre Altemira: cf. vol. II, pp.394-401); sobre todo, me refiero a la identificación que tiene Martín con sus tíos Inocencio, Isidoro, Silvestre (sindicalista; admirador de los bolcheviques y de Stalin) y, por supuesto, con Primorosa (3).

Quiero decir, con lo anterior, que aun reconociendo la carga de dolor y duelo que vive Martín Villar en su retorno físico y espiritual de Lima a Congará, no quedaría completo este recorrido si soslayásemos que lo que lo mueve es el gran amor —vivificado por Deyanira— a su propia historia, finalmente a su propio pueblo; luego de desdeñar y cancelar, a la vez, los interesados halagos de esa otra vida (que, a la vez, es otra historiografía: la de la palabra oficial) encarnada por el aristócrata catedrático: Dr. Ventura Gandamo de la Romaña y Sancho-Dávila, profesor de historia peruana de Martín. Muchas páginas de La violencia... dan testimonio de que no es única ni principalmente, pues, para usar una imagen de la novela, el hallazgo de un espejo hundiéndose entre la mierda: símbolo del fin de la infancia del protagonista.

Algo más. Aquel sentimiento de colectividad que prevalece en la novela, se expresa también en la forma de la narración; pues no queda claro quién es el narrador principal, al intercalarse diversas voces que cuentan las múltiples historias en sus más de 1000 páginas. Esta narración polifónica evita, así, la individuación protagónica de una voz; y adquiere visos alucinantes en los pasajes vinculados a la experiencia de Martín con el San Pedro, o también cuando la propia narración se interroga a sí misma sobre su naturaleza. Esta suerte de desestructuración abre, por cierto, varias posibilidades; pero La violencia... no extravía el hilo de su espíritu y convoca estas voces en función de la reconstrucción del mundo perdido, a cuyo encuentro va Martín Villar.

Asimismo, se puede agregar que, en la recreación literaria de Piura, Gutiérrez ha seguido con imaginación propia a esa decisiva influencia suya que fue la obra de Ciro Alegría. A semejanza del narrador cajamarquino, Miguel Gutiérrez no ha escatimado esfuerzos para ofrecernos un gran fresco, con palabras, sobre esta parte de la realidad peruana y en sus varios niveles. Piura, por lo demás —y aun a riesgo de sugerir una sobrelectura—, es la tierra donde los conquistadores españoles inventaron el nombre del Perú (debido a problemas de comunicación lingüística, si creemos en la versión recogida, en clave satírica, por Ricardo Palma).

Si es verdad eso de que un escritor o artista que logre expresar los significados profundos de su pueblo, está expresando significados comunes a todos los pueblos, con La violencia... tenemos una gran novela sobre lo que damos en llamar «Perú» y que, a fines del siglo XX, muchos todavía no sabemos bien a qué nos estamos refiriendo con dicha palabra. Esta novela ayuda a responder la interrogante, y además lo hace acercando ese micromundo que es Piura a fines del XIX, o Lima durante la primera mitad de este siglo, a otras experiencias históricas de otros pueblos del mundo como la gesta proletaria de la Comuna de París y la llamada semana trágica de Barcelona, en 1909. Se dice fácil. He dicho «acercando»; quizá decir, mejor, evidenciando los puentes, cruces, espejos y comunes voces que se tejen entre las diversas sociedades a lo largo del tiempo.

Es imposible leer La violencia... sin sentirla intensamente de principio a fin. Esta emoción viene de su fuerza dramática; sobre todo de esa inteligente interacción entre el crecimiento pluridimensional del protagonista y la densidad y dimensión narrativas que, de su mano (o de su palabra) y alrededor suyo, van adquiriendo los otros personajes. Y es que, al mismo tiempo que la dolorosa y reveladora recuperación de la infancia por parte de Martín Villar, se descubre cómo éste va accediendo al difícil arte de narrar. De ahí que aquel conjunto de voces dé el tono general de la novela, y permita decir que es el «Nosotros» quien comanda el relato; un «Nosotros» que, en la heterogénea fabulación que es La violencia..., significa un «nosotros-pueblo». Los Villar, después de todo, son parte de él y víctimas de un agravio que, como a la gran mayoría del Perú, le ha venido/viene desde arriba y desde tiempos ancestrales.

Estamos ante una novela animada por unas ideas y una sensibilidad socialistas. Por ello, esta obra no se detiene en los avatares y miserias de sus principales personajes, sino que va más allá; y tras los hondos agujeros de la pena y del «duelo» (Cf. la referencia al luto, al «duelo humano» en Celebración de la novela, p.244; así como en La violencia..., vol. II, pp.493-498) emergen otras imágenes y otras circunstancias que nos reconcilian con la vida y con los hombres. No otra cosa está detrás de la grandeza de un doctor Augusto González, ni de la escritura de la novela que finalmente Martín lleva a buen término, ni del vitalismo que se desborda tras las apariencias frágiles de Primorosa (la más reivindicativa y, a su manera, justiciera de las mujeres en La violencia...) y de Inocencio, ni de la nobleza de Isidoro Villar (quien ya había inspirado a Gutiérrez esa buena y entrañable novela que es Hombre de Caminos (1988): historia de bandoleros antigamonalistas, con algunos ecos de duro far-west pero a la piurana). Por eso, si imaginamos un juego de espejos contrastados, resultan tan miserables otros personajes de La violencia... que quedan lejos del espíritu comunitario y agonizando en dura y vacía soledad, como Odar Benalcázar o el brujo Clemente Palacios. Y son las amenazas a vivir la vida de modo íntegro, lo que produce zozobra y desesperación en las almas del padre Azcárate —en Barcelona insurgente, cuando siente que se aleja de sus principios éticos— y del cortesano francés J.J. Dollfus (luego «Bauman de Metz» redivivo: suerte de personaje múltiple y ubicuo, a lo largo del tiempo, construido al borgiano gusto) —cuando repara en que ha traicionado la noble causa de la Comuna, que ha jugado cínicamente con ella—.

A vista de todo lo anterior, creo que el amor y la colectividad son una misma cosa esencial en La violencia.... Creo que Miguel Gutiérrez sabía bien qué quería decir cuando dijo que su mayor ambición era escribir una buena novela (C.f: Celebración de la novela, p.129). Y el amor, de seguro, es el alma de todo acto revolucionario. La violencia del Tiempo es nuestra novela socialista. En estos tiempos en que otros suelen ser los aires, las miras, los temas y motivos en la joven narrativa, es encomiable que un escritor venido de las buenas canteras de los años 50, cuando los debates sobre las interrelaciones entre estética y poder estaban en primera línea en nuestro país, apueste valientemente por esta manera disidente de encarar el acto literario y que es una otra manera de encarar la vida. Gestos, ambos, que hacen tanta falta en el Perú y en el mundo de hoy [4].

III

Con esta obra, más que con cualquier otra, Miguel Gutiérrez (Piura, 1940) plasma uno de sus leitmotivs más antiguos en su concepción de la vida y la literatura: hacer de la creación la expresión de una moral. Quiero enfatizar con ello que con esta gran novela que es La violencia... —en todo el ámbito de nuestra lengua— se manifiesta la continuidad entre el Gutiérrez-autor y el Gutiérrez-narrador. Su caso es de ésos donde, con el paso de los años, se ha ido aunando el mismo compromiso con la vida y con la literatura.

Miguel Gutiérrez, foto de uno de sus librosEn su variada producción, que en los últimos tiempos se multiplica, Miguel Gutiérrez ha ido trazando señales de ser un autor consciente de lo que quiere. Continúa y desarrolla la saga de los Villar iniciada en Hombres de Caminos; prosigue por los paisajes de El viejo saurio se retira (novela, 1968); reflexiona extensamente sobre los valores y deméritos de la promoción con la que se identifica, en La generación del 50: un mundo dividido (ensayo, 1988), y, por último, ofrece una reflexión crítica sobre su propia trayectoria y, en concreto, sobre la novela que nos ocupa, en Celebración de la novela (ensayo, 1996). Es claro que estamos ante la madurez de este escritor.

Desde la ya lejana época del grupo NARRACIÓN (a fines de los 60, hasta los últimos años de los 70), Gutiérrez, en compañía de otros narradores peruanos, se involucró de manera activa en el proceso de la vida política nacional. En la revista de nombre homónimo, se publicaron diversas crónicas (5) que dan cuenta de que para él, y el conjunto de NARRACIÓN, la literatura no tenía por qué desligarse de las luchas del pueblo, sino que, al contrario, era al unirse con ellas cuando adquiría su mayor dimensión. Nos ahorraremos palabras si citamos la opinión que da Gutiérrez sobre César Vallejo: «(...) la grandeza de Vallejo —como poeta, como escritor, y, en suma, como intelectual— resulta incomprensible sin su encuentro vital y teórico con el marxismo. (...) un estudio que implicaba cierta práctica en pro de la transformación revolucionaria de la realidad» (Cf. Vallejo y el marxismo, en el suplemento Cresta Roja, de El Nuevo Diario; Lima, abril, 1988). No parece mera coincidencia, pues, que varios años después el poeta peruano sea una presencia recurrente e iluminadora en La violencia... (Ver el epígrafe que la abre, y también la p.496, hacia el final del vol. II, entre otras citas).

Al acercarme al trabajo de este colectivo, a sus tesis e ideas, recuerdo que sentí gratitud; ya que estaba ante un planteamiento tremendamente moderno y dinámico del hecho de ser escritor, y del arte en general. Accedí a la categoría de «documento» y su polémica relación con la literatura.

Por un tiempo, me volqué a las antiguas discusiones sobre si las crónicas publicadas por NARRACIÓN eran o no literatura. Y es que, aun escritas por jóvenes narradores más o menos conocidos en nuestro país, su génesis y encuadre eran básicamente periodísticos. Un periodismo de denuncia y agitación, en todo caso. Pero el problema era que en estas crónicas hay también elementos de ficción, como algunas reconstrucciones de ambiente, personajes, diálogos y escenas. Eran, por cierto, vuelos imaginativos desde la realidad misma; alimentados por hechos constatables de la política de aquellos meses.

En general, me interesa mucho la indagación por las fronteras del arte y la literatura con la realidad empírica. Creo que ellas son móviles, y que es un error de inspiración metafísica, cuando no mera ignorancia o cinismo, asumir y proclamar a esas fronteras como fenómenos naturales o antagonismos intrínsecos al arte mismo.

Lo de NARRACIÓN, fue también otra manera de procurar que otras voces, venidas de un sujeto popular y sobre todo oral, irrumpiesen en la escritura: tradicionalmente cerrada a estos cambios y, por ello, conservadora y elitista. Esa batalla entre lenguajes con voces y circunstancias disímiles, dialécticamente contradictorios, es un terreno apasionante por donde transitaron con lucidez y valor los integrantes de NARRACIÓN; y es un camino que aun hoy inspira a numerosos artistas, escritores y críticos, que tienen una inteligencia y sensibilidad felizmente no cercadas por los muros del academicismo (6).

Volviendo a Gutiérrez, no debe llamar la atención, pues, que en estos años y en plena publicación de sus libros inéditos, el principal animador de aquel colectivo se decida a proponer un nuevo tipo de realismo. Es fundamental, para entender esto, seguir su análisis de las virtudes y carencias del llamado «realismo socialista», así como su opinión de que el género novelístico es incompatible con el socialismo (Cf. Celebración de la novela, especialmente el primer capítulo, así como las pp. 226-232).

Lo que he querido decir, en fin, es que La violencia... me remontó a mi revelador encuentro con los postulados de aquel grupo; y que con alegría vi que Miguel Gutiérrez no sólo no había abandonado esa posición crítica e insurgente, sino que como los buenos creadores había profundizado en ella y logrado un desarrollo dialéctico, en la novelística, de la mano con su compenetración con la cultura del pueblo peruano. Queda dicho ya que en La violencia... se trata del Perú mestizo, a partir de una Piura a caballo entre los siglos XIX-XX, y las libres asociaciones con otras circunstancias de la historia universal.

La trayectoria de este escritor y, en concreto, la publicación de esta novela están perfectamente a la altura de lo que desde hace algún tiempo volvía a necesitar nuestro país: que desde la literatura se narre su épica, su drama, su lírica. Es justo decir que si en el plano estrictamente político la violencia vivida en el Perú en los últimos años marca un decisivo punto de definición para cada peruano, una obra como ésta, que nace desde una posición revolucionaria, marca un hito para cualquier narrador y lo interroga de lleno por la poética a asumir, que es otra forma de preguntar cuál es nuestra posición política en el campo de la creación.

Dadas estas dos últimas décadas, de creciente represión —en especial contra personalidades auténticamente democráticas—, y considerando la difícil trayectoria personal de Miguel Gutiérrez, debemos alegrarnos de que él y su obra se hallen en un momento de feliz crecimiento entre nosotros.

IV

«Los novelistas del 50 no han escrito todavía una novela válida artística e ideológicamente acerca de esta dimensión del hombre en cuanto ser por esencia social (...). Historia de Mayta pudo ser esa novela, si su autor hubiese podido dominar los demonios de rencor que lo impulsaron a escribirla» (de: La generación del 50: un mundo dividido, 1988, p.231).

«(...) las luchas más que seculares del campesinado peruano y las más recientes de obreros y masas explotadas, lucha permanente y cotidiana, nos hacía sentir orgullosos de nuestro pueblo, de nuestra patria, en contra de la condena fácil, anárquica, nihilista de ciertos intelectuales parasitarios, para quienes todo había sido negro, basura y asco, mejor la condena, la destrucción, el fuego, la expatriación, el desorden de los sentidos y la puta que nos parió. Pero no, el Perú es un gran pueblo (...)» (ob. cit., pp.243-244).

««¿Sabes, Prosper, cuál es la maldición que pesa sobre el género humano? Es la propiedad, hijo; la maldita propiedad. Por ello la única herencia que te dejaré son el gusto por ese sabor del vino y unas pocas obras de hombres ilustres. Prosper: por esos hombres —algunos de esos hombres felices, que son como grandes estrellas rojas en el firmamento (y que tú lo has visto), aceptando mi hospitalidad enaltecieron nuestro hogar—, por esos hombres, te decía, comprendí que se necesitaba ser un gran buey para dar la espalda a los dolores de la humanidad». Luego mencionó algunos nombres, que ya suenan, Rodolfo, que sonarán aún más en la futura historia del mundo. Yo sólo te mencionaré a uno de ellos, porque Proudhon (tal es el nombre que yo quisiera que retengas) fue el que ejerció la mayor influencia sobre él. Proudhon sostenía que con el establecimiento de una lengua universal, tras la eliminación de la propiedad privada y la liberación de la conciencia del despotismo de las religiones, reinaría sobre la tierra la fraternidad humana» (del acápite donde Prosper Zinzel Presburg recuerda un diálogo con su padre: Dos vidas paralelas. Aproximaciones a Bauman de Metz (1); en La violencia del Tiempo, vol I, p.371).


Notas

* Una versión anterior de este ensayo se publicó en el segundo número de Hipocampo de Oro / Revista de literatura, Lima, 1999.

  1. Como para potenciar los significados simbólicos, ese sumo hacendado piurano, Odar Benalcázar León y Seminario, en realidad proviene de un linaje bastardo (Cf. el capítulo El gran secreto, en vol. I de La violencia...). A semejanza de Francisco Pizarro, el fundador del Perú, el primer antepasado de Odar no fue un personaje de la elite española sino un hombre del pueblo que, sin embargo, por los avatares y la violencia de la historia llegó —él y su descendencia— a tener un gran poder; el cual utilizó, en la región piurana, para vengar sus resentimientos y frustraciones. Aquel primer Benalcázar fue caballerizo del corregidor Faldrique Ontaneda, y llegó a Piura en el s.XVIII (Un oficio vecino de aquél tuvo Pizarro: criador de puercos). Y tomó bajo su custodia y nombre, luego de un arreglo propiamente mercantil, al hijo que el tal Faldrique tuvo con una joven criolla, en aventura extramarital. Todo ello evoca, mutatis mutandis, la entrada del Perú en la civilización occidental: tierra de escarnio para sujetos venidos de lejos (déspotas del poder y provenientes de familias e historias oscuras, inconfesables), cuyo principal objetivo ha sido el enriquecimiento individual y la vendetta, sin banderas auténticas, ni férreos principios morales ni ideales colectivos que estorbasen dicha empresa. Y ésa fue una de las principales semillas aquí dejadas. De esa misma laya es el primer antepasado del clan Villar: Miguel Francisco Villar. No es forzado deducir, de esta línea de personajes masculinos, el esquema de un «padre-patrón», alegoría del Estado peruano, semifeudal y semicolonial, como tempranamente lo caracterizara José Carlos Mariátegui.
  2. Una reciente aproximación crítica es la hecha por Peter Elmore en la revista Márgenes (Lima, diciembre de 1998; y reproducida por Ciberayllu en abril de 1999), que contiene afirmaciones ciertas y sugerentes. Sin embargo, el foco que guía su análisis de La violencia del Tiempo enfatiza la pérdida, el deterioro y los rasgos existenciales que operan en el relato y los personajes centrales de esa novela. El presente artículo pone más bien énfasis en los elementos constructivos —algunos señalados, al paso, por Elmore hacia el final de su texto— que igualmente operan en la novela de Gutiérrez; y sin negar su interacción con aquellos otros ya aludidos, propone otro tipo de entrada para la crítica y caracterización de la misma. En tal sentido, he considerado oportuno incluir al final una breve y atenta revisión de la trayectoria de su autor, así como algunas citas del mismo y de La violencia... que cierran mi artículo en la línea aquí explicitada.
  3. En general, y es otro aspecto a resaltar, en esta novela las mujeres tienen un rol constructivo. Quiero agregar un dato curioso: la primera matriz de los Villar, Sacramento Chira, y asimismo la muchacha con quien Martín mantiene una relación que cobija el nacimiento de su novela y de su propia redención, provienen ambas de la cultura indígena tallán. Cuál sería mi sorpresa al leer, en el ensayo de Gutiérrez, La generación del 50, lo siguiente: «Mariátegui quizá fuera hijo «ilegítimo» de un hombre con patronímico sonoro dentro de la historia del Perú, con una mujer modesta, de apellido Lachira, quizá de estirpe tallán (...)» (p.253).
  4. De acuerdo a todo lo dicho, queden aquí sentadas las discrepancias con dos opiniones vertidas por Tulio Mora en su crítica a La violencia... (La República, Lima, 23/1/1994). Ni estamos ante una novela con páginas de más; ni tiene ella algo que ver —o hubiera tenido que ver— con la llamada «izquierda peruana» de mediados de los 80: no con ésa que gobernada por el oportunismo cayó en bancarrota y que ha reducido su caudal electoral a su mínima expresión. A esa izquierda, caracterizada benévolamente por Mora como «en repliegue», pertenecen comentarios como los que cierran el artículo: Narración, a veinte años del fin, del joven sanmarquino Jorge Coaguila (en: La República, 13/11/1994); donde, para desacreditar la línea adoptada por el colectivo NARRACIÓN, se repiten algunos argumentos típicos dentro de la onda desencantada que ha invadido a muchos izquierdistas de ayer.
  5. En el segundo número de la revista, en 1971, y bajo el nombre de Nueva Crónica y Buen Gobierno (tomado del libro homónimo, de Guamán Poma, en suerte de homenaje y filiación), se publicó la primera crónica de factura colectiva de este grupo. En total, fueron tres: «Los sucesos de Huanta y Ayacucho / Por la gratuidad de la enseñanza», «Cobriza, Cobriza / 1971» y «Luchas del Magisterio / de Mariátegui al SUTEP». Roberto Reyes, integrante de NARRACIÓN, aceptó definirlas como «literatura de no ficción».
  6. No por vanidad erudita, sino porque sobre estos temas lo considero de singular utilidad, quiero recomendar la lectura del ensayo Escribir en el aire, de Antonio Cornejo Polar.

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