La violencia política en el Perú: globalización y poesía de los 80 en los ‘tres tristes tigres’ de la Universidad Católica
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Paolo de Lima |
19 de junio
Forget not...
Milton
Fueron cuatro corolas incendiándose antes
de que tocara la hora.
La mañana anterior la noticia
se había levantado bostezando, arregló fugazmente la cama, hizo tres gárgaras
y con suave desgarbo entró sorpresiva en los oídos, como el bicho instalado
para siempre en el huerto
del blanco cementerio de pelícanos.
(Antes de la hora, antes de la hora. Ni siquiera pudieron esperar).
Todos vimos el cerro quemándose en la niebla, tú nunca supiste lo que fue
esa madrugada y las horas siguientes, cuando cientos de rostros
simulando alegría se lanzaron
celebrando los sucesos y jurando para siempre haber terminado la guerra,
una guerra «que nunca empezamos».
(Un solo corazón se desangraba debajo de la tierra; lejos, desde el sur,
llegaban sus raíces carcomiendo el viento.
Desde entonces los sueños se han vuelto ladrillos y fierro,
la música monótona de un chorro
cayendo por el acantilado).
Hasta el fondo de la cordillera se esparcía el eco, los pájaros huían
y tú nunca llegaste, sólo
un grito perpetuo desquiciando
mis manos, un trotar de caballos
convirtiendo en arena mis huesos y piel. Después
un enorme silencio que rompió la mañana, y el mar se fue calmando.
(Cómo pesa en el cerebro ese ladrillo.
Julián, Félix, Jacinto, cómo pesan. Vimos
correr los camiones con desmonte. Por las piedras
sus dedos se asomaban, despidiéndose).
El frío y el sueño, hermanados; la luna y el miedo, conviviendo.
Y cuando el sol cayó puntual sobre el océano, la sombra
se introdujo en nuestras almas, con una idea fija.
Entonces se produjo lo temido. Antes, antes todavía
de la hora, mucho antes de que el mundo se durmiera
empezaron a sonar los cañonazos, cuatro veces primero;
después hasta el borde del día, como olas,
sin dejar un solo rasgo
de los nombres dibujados en la playa.
El islote fue entonces desierto, y la entrada apestosa de Cumas
se abrió como un hocico en el peñón.
Del otro extremo hubo historias semejantes, y los prisioneros
fueron puestos en fila y rematados, como hojas de un árbol furioso
salido de pronto debajo de la tierra.
Los vecinos oyeron los lejanos cantos, y un martillo perpetuo desquiciando
mis manos, rebotando en las montañas, descendiendo
al río turbulento que se esparce desde el sur.
«La guerra es la guerra», se explicaban. Otros, cautelosos,
apuntaban con la uña herida.
(Un solo corazón se revolvía hinchado, un solo viento
dejaba pasar entre sus huecos un ruido constante, un ruido
que adquiría contornos y sabor, se arrastraba y coloreaba
por la médula, flotando,
eternamente, entre los sueños).
¡Cadáveres, cadáveres, cadáveres, peldaños
de brazos y piernas, de cinturas y ojos reventados!
Los tambores cortando los vidrios, y en el aire
un silencio complicado y torpe. Demasiado para una mañana
húmeda y tibia de invierno.
(Tú nunca llegaste
o quizá no supiste llegar.
Desde el fondo de un río hablan por ti Jacinto y Félix, van gimiendo
cada vez que me raspo con la arena, cuando miro
mis huesos cubiertos de hongos, mi piel inflándose en el sol,
en medio de alas y picos
regados desde abajo y en silencio).
Es pertinente decir, antes de entrar al estudio de este texto, que la masacre de los penales ha sido objeto de tematización en otras disciplinas artísticas desde el mismo periodo que venimos estudiando16. En las artes plásticas está José Ruiz Durand con su serie en base a fotografías «Memorias de la ira» (1987); también Anselmo Carrera con sus seis piezas de serigrafía y pintura sobre papel (1990), así como la serie sobre la memoria de la violencia y los mitos ideológicos «Carpeta negra» (1987) del taller NN. Más recientemente, un ex miembro de este taller, Alfredo Márquez, realizaría junto a Ángel Valdez el cuadro «Caja negra» (2001)17. Finalmente, está el trabajo de Rogelio López Cuenca & Túpac Caput presentado en la III Bienal de Arte de Lima, «LIMA I[NN]MEMORIAN» (2002), el cual «se centra en la identificación y mapeo de espacios y lugares de la ciudad marcados en los últimos 30 años por la violenta confluencia de contradicciones que se han dado o que se continúan dando en tales espacios» (mapa-catálogo). En cuanto al ámbito musical, están tanto el grupo de rock-fusión Del pueblo y del barrio con la canción «Coche-bomba» (1987) como la banda subterránea Voz propia con la canción «Hacia las cárceles» (1987)18.
Este poema de José Antonio Mazzotti pertenece a su tercer poemario Castillo de popa (62-5), con el que quedó finalista del Premio Casa de las Américas 1988, cuyo primer lugar fue declarado desierto. El epígrafe abre el tema que se va a desarrollar a lo largo del poema: «No olvidemos» pide el autor de El paraíso perdido, y este reclamo o advertencia el autor de «19 de junio» lo hace extensivo para los propios lectores de su texto. Se trata de una llamada a la memoria colectiva para no olvidar lo que sucedió allí ese día y que tiene correspondencia a su vez con el carácter elegiaco del poema19.
El texto tiene dos partes bien diferenciadas. Aquella marcada con letras cursivas en la que aparece el yo poético, y el resto donde se ofrece la descripción de los hechos, aunque incorporando al yo desde la materialidad corporal: manos, piel, huesos. Mediante el uso del tú el yo poético se interroga y realiza una reflexión ante lo que ha visto; es pues un tú que funciona como doble del yo en tanto autorreflexión y uso de la memoria como corriente de conciencia. El «tú» que aparece en el poema forma parte también de la interpelación al tú en tanto lector. Este tú está vivo, es el que ha recibido la noticia de la matanza de los penales. Es el tú que forma parte de ese «todos que vimos el cerro quemándose». Esos «todos» nos hablan de una comunidad. Funciona con cierto carácter alocutorio, es un tú dirigido al lector.
El poema comienza dando cuenta de una noticia que «se había levantado bostezando» y que adopta características humanas, de personas que empiezan la jornada del nuevo día: arreglar la cama y hacer las gárgaras después de levantarse. Es decir, se trata de una noticia en cierto modo banalizada. Una noticia que podemos asociar con la de «Pucayacu». Sin embargo, en este caso, y a diferencia de la noticia de costumbre y ya ordinaria del poema de Raúl Mendizábal, toma por sorpresa, llama la atención. No es casual que «19 de junio» dé cuenta de un hecho ocurrido prácticamente frente a las playas de la ciudad de Lima (en el penal de El Frontón, en la isla del mismo nombre, y uno de los tres escenarios donde se masacró a 254 presos políticos), mientras que el otro poema se sitúe en las altas serranías peruanas, allá en el Perú profundo, ancho y ajeno que diría Ciro Alegría. El poema de Mazzotti complementa el de Mendizábal puesto que habla del Perú no tratado por este último. Lo descrito forma parte del espacio limeño (aunque con trascendencia nacional), y en ese sentido el «todos» tiene como referente inmediato a la «buena sociedad limeña» secularmente asociada con el poder en el sentido amplio y frente a los que el yo poético marca una distancia. Por eso la sorpresa en los oídos, porque el sonido de la masacre se hace sentir, amplificado por los medios de comunicación, en toda la ciudad.
«Todos vimos el cerro quemándose en la niebla», dice uno de los versos. Y ese todos inclusivo ya no permite la distancia de la indiferencia o de la propia compasión, sino que involucra inevitablemente. Pero el yo poético toma distancia respecto a ese «todos» al dirigirse al «tú» que como dijimos puede ser tanto el lector como el tú retórico que se constituye como el doble del yo. La distancia se aprecia además en ese entrecomillar la frase de esos «todos» que toman una actitud de «simulada alegría» por la esperanza de estar acabando, a través de la matanza, con «una guerra `que nunca empezamos´». A esta guerra que el «nosotros» del poema dice no haber empezado, se la justifica ahora con la frase «la guerra es la guerra», que se deja escuchar luego de que el texto da cuenta que «los prisioneros / fueron puestos en fila y rematados». De ahí que quizá el yo poético sólo atine a exclamar: «¡Cadáveres, cadáveres, cadáveres, peldaños / de brazos y piernas, de cinturas y ojos reventados!», versos que nos recuerdan por el tono a los poemas de España, aparta de mí este cáliz (1939) de César Vallejo, donde este escritor toma claramente una posición política desde la poesía ante la guerra20.
La noticia ha propagado su eco hasta la cordillera andina, y el yo poético se siente víctima de la represión, pero de algún modo también de su propio desasosiego por no poder evitar la injusticia: «tú nunca llegaste, sólo / un grito perpetuo desquiciando / mis manos, un trotar de caballos / convirtiendo en arena mis huesos y piel». Sin embargo, como el mismo mar, la vida se va calmando, las cosas siguen su curso, igual, sin cambios ni transformaciones mayores. Pero en la memoria del yo lírico queda el peso de tres personas muertas, a las que se menciona por su nombre propio: Julián, Félix y Jacinto, quienes sí supieron llegar, para decirlo en los términos del propio poema; y desde «el fondo de un río» en medio de gemidos los dos últimos hablan por el tú reflexivo del texto, intercambiándose así las voces del yo. Gemidos que sustituyen a esos «lejanos cantos» (himnos revolucionarios) que ya la propia ciudad (los vecinos) tanto real (como letrada, añadimos), escuchaba. Ese tú termina por auto percibirse como un cadáver más, cubierto de hongos y con su piel y huesos en la arena a la luz del sol; regado en ese «blanco cementerio de pelícanos» (alas y picos) mencionado al inicio del poema. Al verse como un cadáver, el yo poético ha percibido, para decirlo en palabras de Julia Kristeva, que los límites lo han invadido ya todo, volviéndose estos mismos límites un objeto en sí mismo. El yo es expulsado y ha sido convertido en el más repugnante de los desechos: un cadáver más (Poderes... 10). Esta terrible evidencia es explicada en términos teóricos por Kristeva, quien ve en esa percepción un correlato con la realidad rechazada. Es así también como entendemos esta conversión simbólica del yo poético en cadáver. Como dice Kristeva:
No es [...] la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. El traidor, el mentiroso, el criminal con la conciencia limpia, el violador desvergonzado, el asesino que pretende salvar... Todo crimen, porque señala la fragilidad de la ley, es abyecto, pero el crimen premeditado, la muerte solapada, la venganza hipócrita lo son aun más porque aumentan esta exhibición de la fragilidad legal. Aquel que rechaza la moral no es abyecto —puede haber grandeza en lo amoral y aun en el crimen que hace ostentación de su falta de respeto de la ley, rebelde, liberador y suicida. La abyección es inmoral, tenebrosa, amiga de rodeos, turbia: un terror que disimula, un odio que sonríe, una pasión por un cuerpo cuando lo comercia en lugar de abrazarlo, un deudor que estafa, un amigo que nos clava un puñal por la espalda (Poderes... 11).
Es precisamente contra esa abyección que el yo poético reacciona, marcando de este modo su actitud ética ante la vida y también su claro rechazo (desde el desasosiego, como ya dijimos), a estos trágicos sucesos. Por otro lado, a una de las personas nombradas se la puede asociar perfectamente con el artista plástico Félix Rebolledo, coincidentemente uno de los prisioneros asesinados en la matanza. En una crónica publicada en febrero de 1990, y en la que habla de «los enemigos de SL en la literatura, música y pintura», Dalmacia Ruiz-Rosas da cuenta de este personaje:
Algunos círculos vinculados a las Bellas Artes se conmovieron al enterarse [de] que en la masacre de los penales había fallecido Félix Rebolledo, un pintor de calidad y talento apreciado por tirios y troyanos en esta Lima, La Horrible. Haciendo un símil —no exagerado— podría compararse con el boom que significó para las «bellas letras» el descubrimiento que en una columna guerrillera del Ejército de Liberación Nacional estaba el poeta joven brillante de su generación Javier Heraud. (27; énfasis original) 21.
Es interesante la asociación con Javier Heraud, uno de los tres poetas de los sesenta homenajeados por Eduardo Chirinos en su poema. De este modo, se relacionan ambos personajes de esas dos décadas marcadas por la violencia política, aunque la del ochenta más desgarrada y sobrecogedora que la guerrilla romántica de épocas del Che. La relación se extiende a su vez a una misma actitud de desencanto, a través de lo elegiaco, que signa la propuesta escritural e ideológica de los poetas destacados dentro del canon tanto del sesenta como del ochenta. Se da a su vez una diferencia clara del acercamiento, en el plano al menos de la afectividad o el simple respeto, entre Chirinos y su antiguo compañero de universidad y par generacional José A. Mazzotti respecto a las experiencias y personajes de los años ochenta. Porque es claro que para ambos, y para cualquier poeta peruano que se respete, Heraud es un mito, un héroe, un poeta joven brillante. El paso adelante dado por Mazzotti y por otros autores más del periodo (como algunos miembros del grupo «Kloaka», por ejemplo) fue saber apreciar a su vez (con todos los reparos ideológicos que se les puedan hacer) la misma heroicidad en los «renovados» Arquímoros (Mazzotti dixit) y Herauds de los años ochenta.
La violencia política y social del país se vio reflejada tanto en los poemas como en la manera en que cada uno de los autores entendió su actividad poética. Las diferentes perspectivas histórico-sociales adoptadas por este grupo de escritores convergieron en la expresión de la marginalidad con respecto al discurso oficial. Eduardo Chirinos estructuró su texto a la manera de un collage cuyas partes provenían de los testimonios orales sobre la muerte de tres poetas de la generación del sesenta. Aunque cae en la romantización de esa década, al expresar que «eran tiempos difíciles / y algo había que hacer» de alguna manera vendría a justificar el accionar guerrillero por su indiscutida —a la distancia y por el contexto de esos años— entrega heroica. Implícitamente, haciendo una lectura sólo política del texto, se puede afirmar que para el yo poético los militantes subversivos de la década del ochenta no pueden ser justificados al haber perdido esa «aura» pura (Benjamin) que exculparía un accionar de este tipo. Como sostiene Vicente Lecuna, «el sueño de los sesenta se convirtió en la pesadilla de los ochenta y noventa» (214). Por su parte, los poemas de Raúl Mendizábal y José Antonio Mazzotti darían cuenta de las altas cuotas de violencia y represión que este tipo de acciones conllevaban. La propuesta de ambos revela los aspectos siniestros de la llamada globalización cuando penetra los mercados periféricos y genera respuestas de carácter violento, las cuales a su vez motivan que el rostro del estado neoliberal se revele en sus dimensiones más sórdidas.
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16Dentro del ámbito de la propia poesía están también los poemas «Su cuerpo es una isla de escombros» de Domingo de Ramos en Arquitectura del espanto (43-4) y «Antonio Díaz Martínez (1930 – 1986)» de Tulio Mora en Cementerio general (147-50).
17 Sobre la obra de Ruiz Durand, véase Buntinx 2003. Con relación a «Caja negra», el específico ensayo de Mujica Pinilla.
18 Precisamente el vocalista de esta agrupación, Miguel Ángel Vidal, ofrece el siguiente testimonio respecto a un concierto ofrecido en julio de 1988: «Luego de pegar un dibujo del Che Guevara atrás nuestro, empezó el concierto, lanzamos una paloma muerta al público como señal de la paz, mientras cantábamos una canción que hacía alusión a la matanza de los penales» (Cornejo Guinassi 256).
19 Como al principio de este trabajo hemos hecho referencia, vía una cita de Mazzotti, a ciertas poéticas del sesenta, nos parece pertinente incluir el siguiente testimonio de Marco Martos donde habla del carácter elegiaco de varios poemas escritos en dicha década en relación con el fracaso de la experiencia guerrillera y la consecuente «decepción» de esos escritores: «Por su parte, los poetas llamados del 60 eligen un tono elegiaco, como ‘Crónica de Chapi[, 1965]’ [1968] de Antonio Cisneros, que se refiere concretamente a una experiencia guerrillera que termina en el desastre; el libro El cetro de los jóvenes [1967], de [César] Calvo, que idealiza la guerrilla, pero que finalmente es también una elegía; el gran número de poemas dedicados a Luis de la Puente, a Javier Heraud, en fin, son muy pocos los poetas peruanos que no hayan escrito un poema a Javier Heraud, a Luis de la Puente, o a Edgardo Tello. Entonces hay una gran decepción. Otro ejemplo sería Hinostroza: Hinostroza fue a Cuba, y después de su experiencia cubana, que no se resuelve en experiencia guerrillera, nos entrega Consejero del lobo [1965], y ese libro junto con los que ya he mencionado, es también un buen testimonio de la decepción. Estoy mencionando a los poetas tal vez más conocidos, pero creo que hay toda una graduación de estos temas diseminados en tantos otros poetas» (VV. AA. 1981: 77).
20Posición que se percibe también en este poema de José Antonio Mazzotti y que se desarrolla aún más en su extenso poema «Himnos nacionales» (1999: 158-70). Luis Fernando Chueca le ha dedicado a este poema un esclarecedor y puntual ensayo (ver bibliografía).
21 El artista plástico Marcel Velaochaga pintó y expuso en el 2002 «La mesa de trabajo del pintor Félix Rebolledo», con colores pop agresivos, en el que se aprecia las figuras de Abimael Guzmán, Mao Tse Tung, Víctor Jara, Marx, Lenin y un guerrillero de Vietnam que apareció a su vez en la carátula de un disco de Quillapayun. Sobre Rebolledo, veamos el siguiente testimonio del artista plástico Juan Javier Salazar: «Yo estudié con Félix Rebolledo el primer año de Bellas Artes; él murió en la matanza [de los penales]. Era un pintor mediocre, pero una persona muy agradable, incapaz de matar una mosca. Él era asesor del sindicato de Luz y Fuerza, y entonces pienso que a él se le ocurrió oscurecer las ciudades. Él tenía todos los datos de las principales torres de energía. // Es que la luz eléctrica eliminó el rito del día y la noche: Dios creó el día, y el hombre eliminó la noche. Y si la noche era la muerte, con la electricidad se la espanta: se espanta muy bien a los fantasmas con luz eléctrica, ¿no? Entonces, apagar una ciudad es un espectáculo de arte conceptual que podría hacerse en Europa, EEUU… para que se vuelva al ritual primario del día y la noche. Y claro que también es un problema para los hospitales y demás. Cuando mataron a Rebolledo lo enterraron apresuradamente en Chincha…» (Ángeles 1990). Véase también la crónica de Santiváñez.
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de Lima, Paolo: «La violencia política en el Perú: globalización y poesía de los 80 en los ‘tres tristes tigres’ de la Universidad Católica», en Ciberayllu [en línea]