A la portada de Ciberayllu

13 enero 2003

El tiempo del miedo

Introducción al libro El tiempo del miedo. La violencia política en el Perú 1980-1996 *

Nelson Manrique

 

A Alberto Flores Galindo
y Maruja Martínez,
mis amigos que se fueron demasiado pronto.

 

Mi corazón presentía
a cada instante,
aun en mis sueños, asaltándome,
en el letargo
a la mosca azul anunciadora de la muerte;
dolor inacabable.

Anónimo, Apu Inka Atawallpaman

Escucharé a los muertos hablar
para que el mundo no sea como es,
pero debo besar un rostro vivo
para vivir mañana todavía.

Washington Delgado, Para vivir mañana

 

Durante las dos últimas décadas del siglo XX el Perú afrontó una profunda crisis, agravada por la generalización de la violencia política. Esta violencia fue tanto una consecuencia de la crisis cuanto un componente fundamental de la misma. El rol decisivo en su gestación y desarrollo lo jugó una pequeña organización política surgida en los Andes, a la que inicialmente muy poca gente prestó atención.

Los orígenes de Sendero Luminoso se remontan a una escisión del Partido Comunista Peruano que tuvo lugar en 1964, como consecuencia de la ruptura entre la Unión Soviética y la China de Mao Tse Tung. De esta ruptura surgió una corriente maoísta que obtuvo una significativa presencia en las zonas rurales de la sierra peruana, en particular en el departamento de Ayacucho. En la capital del departamento funciona la universidad San Cristóbal de Huamanga, donde a comienzos de la década del 60 se instaló Abimael Guzmán Reynoso, un joven profesor de filosofía, militante de esta fracción maoísta. Durante los años siguientes los grupos maoístas continuaron fraccionándose en pequeñas organizaciones, crecientemente sectarias. En 1974 Abimael Guzmán encabezó una nueva escisión, de la que nació una pequeña organización que se autodenominaba Partido Comunista Peruano, pero era mejor conocida por el lema que exhibía su periódico partidario: «Por el Sendero Luminoso de José Carlos Mariátegui».

Tiempos violentos

Sendero Luminoso impulsó una vigorosa política de reclutamiento de cuadros. En cierto momento Guzmán logró controlar la estratégica oficina de recursos humanos, lo que le dio el poder de decidir quiénes podían trabajar en la universidad. Él y otros dirigentes de Sendero viajaron a la China para formarse como cuadros revolucionarios, con la idea de emprender una guerra revolucionaria. A su retorno, comenzaron a preparar la lucha armada.

El 17 de mayo de 1980, una columna armada de Sendero Luminoso ocupó el pequeño poblado de Chuschi (Ayacucho), procediendo a destruir las ánforas en las cuales los campesinos de la localidad deberían depositar sus votos al día siguiente, en la primera elección general realizada después de doce años de gobierno militar. Irónicamente, era la primera oportunidad en que los campesinos quechuas, analfabetos en su mayoría, hubieran podido votar, gracias a que la Constitución aprobada en 1979  había reconocido, finalmente, el derecho de los analfabetos al voto. Así comenzó una guerra cuyo objetivo era derrocar al Estado peruano, como el primer paso de una revolución que liquidaría el sistema capitalista para instaurar el comunismo a escala mundial.

La violencia política que estallaba produjo reacciones encontradas, generando en especial una sensación de perplejidad tanto en la clase política cuanto en el mundo académico. El Perú salía de una dictadura militar que en sus dos fases se había extendido por doce años. Una severa crisis económica, que continuó agravándose durante los años siguientes, estalló en 1974 y la opción del gobierno militar, particularmente durante la segunda fase de la llamada «Revolución de las Fuerzas Armadas», fue descargar sus consecuencias sobre los trabajadores. A partir de 1975 empezaron a imponerse draconianas medidas de ajuste estructural, a las cuales el pueblo dio el nombre de «paquetazos», lo que obligó a un creciente endurecimiento represivo del régimen militar del general Francisco Morales Bermúdez. Se pisotearon los derechos de libertad personal, prensa, opinión, reunión y circulación, así como el de los trabajadores de recurrir a medidas de lucha para defender sus conquistas. En 1976 se impuso el estado de sitio y se implantó el toque de queda nocturno en Lima. Duró más de un año y dejó como saldo decenas de civiles muertos, caídos bajo las balas de las fuerzas de seguridad. Se suele olvidar que el espectáculo de las calles de la capital patrulladas por soldados fuertemente armados comenzó antes del inicio de la guerra senderista.

En este contexto, la lucha popular, articulada gracias al trabajo de las decenas de pequeñas y fragmentadas organizaciones de izquierda que habían venido formándose desde la década de los sesenta, jugó un papel decisivo para obligar a los militares a abandonar el poder. Una protesta popular que se inició en las provincias del interior fue creciendo inconteniblemente y convergió en Lima, culminando en el paro nacional del 19 de julio de 1977. La cabal magnitud de este movimiento sólo pudo ser conocida retrospectivamente. El paro no sólo comprometió a los trabajadores de la ciudad sino arrastró a millones de pobladores de los cinturones de miseria que rodean las principales ciudades del país, en enfrentamientos contra las fuerzas militares que ocupaban las calles. Los trabajadores del campo, por su parte, bloquearon las principales vías de transporte del país y el esquema de seguridad global montado por las fuerzas armadas colapsó.1 La ausencia de una alternativa articulada permitió al gobierno retomar el control de la situación durante los días siguientes, pero hizo evidente, a la vez, la necesidad de buscar una salida política al entrampamiento al que se dirigía el país. Apenas una semana después, el presidente Morales Bermúdez anunció que las fuerzas armadas volverían a sus cuarteles, convocando a la elección de representantes para la instalación de una Asamblea Constituyente, como el primer paso de un esquema de transferencia del poder a un gobierno civil.

El precio que el movimiento popular pagó por este triunfo fue muy elevado. Los cinco mil mejores dirigentes obreros del país fueron despedidos y las luchas que se desplegaron durante los años siguientes por su reposición fueron infructuosas. Este hecho tendría enormes repercusiones en el desarrollo de los acontecimientos que se vivieron durante la década de los ochenta, pues rompió el espinazo a la única fuerza social organizada que podría haber atajado el crecimiento de la violencia política. Carente de alternativas, con una izquierda que sólo tenía como horizonte la realización de nuevos «paros nacionales», cuya efectividad era cada vez menor pero que desgastaban continuamente sus fuerzas, la radicalidad popular terminó agotándose en una lucha sin perspectivas.

La convocatoria a elecciones para la Asamblea Constituyente a instalarse en julio de 1979 provocó un fuerte desconcierto entre la atomizada izquierda peruana. Un hecho que es importante considerar en cualquier análisis de la violencia política de los ochenta, es que virtualmente la totalidad de las fuerzas de izquierda (que tenían una significativa influencia, pues hegemonizaban la reflexión intelectual sobre el país, tenían sólidos lazos con el movimiento popular y su importancia política fue creciendo aceleradamente a medida que las protestas sociales se multiplicaban, siendo la única fuerza que había venido trabajando cotidianamente junto con los trabajadores) estaba convencida de que no había manera de solucionar los problemas del país si no era a través de la toma del poder por medio de la violencia armada. De medio centenar de organizaciones políticas marxistas, genéricamente caracterizadas como clasistas, apenas una, el Partido Comunista Peruano, Unidad, alineado ideológicamente con las tesis del Partido Comunista de la Unión Soviética sobre la «transición pacífica al socialismo», recusaba la violencia. Esto no impidió que durante la década siguiente sectores juveniles del PC se incorporaran a las organizaciones en armas. Inclusive el Partido Socialista Revolucionario, PSR, organizado durante la segunda mitad de la década de los setenta por cuadros políticos que habían trabajado con el gobierno del general Juan Velasco Alvarado, se escindió y una fracción importante de sus militantes, nucleados en el PSR Marxista Leninista, optó por la lucha armada, participando en la fundación del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), que se sumó a la violencia armada en 1984.

La convicción de que la solución de los grandes problemas nacionales sólo podría alcanzarse gracias a la violencia revolucionaria llevó, a fines de los setenta, a las organizaciones de izquierda a una situación difícil. Por principio negaban la validez de la vía parlamentaria y la rechazaban. Pero al mismo tiempo era evidente que la coyuntura abierta por la convocatoria a las elecciones para la Constituyente amenazaba con dejarlas fuera del juego político en un momento crucial, que varias de ellas caracterizaban como una «situación revolucionaria»: el momento en que el poder se ponía en juego.

La decisión de entrar en el terreno de la «democracia formal» (a la que se le oponía la «democracia real», cuyo fundamento es la igualdad económica) fue racionalizada con el argumento de que era necesario utilizar al Parlamento como una «caja de resonancia» para las luchas populares, ayudando así a preparar las condiciones para iniciar la lucha armada, a la que ninguna organización de izquierda había renunciado. Pero, por otra parte, la escasa dimensión de los grupos, fruto de su gran dispersión, dificultaba su incorporación al juego parlamentario. Sin embargo, las coordinaciones establecidas durante las luchas del año anterior, y particularmente aquéllas desarrolladas para la preparación del paro nacional de julio de 1977, sirvieron de base para impulsar diversos niveles de unidad con el objeto de participar en las elecciones de 1978. La gran sorpresa que éstas depararon fue que la izquierda recibió alrededor de un treinta por ciento de los votos emitidos. Una izquierda que hasta entonces se movía en los márgenes del sistema político nacional se convertía repentinamente en una fuerza con un peso relativo muy importante —la izquierda legal más importante del continente—, con capacidad para convocar a manifestaciones a las que asistían decenas de miles de adherentes, lo que obligaba a revisar todos los esquemas vigentes.

Para la izquierda, la transición del discurso de la guerra popular al de la lucha por la ampliación de la democracia no fue simple ni lineal. Organizaciones que habían recusado las elecciones del 78, caracterizando a quienes participaron en ellas de «oportunistas» y «electoreros», decidieron incorporarse a las elecciones generales convocadas para mayo de 1980 dejando muy en claro su voluntad de utilizar el «establo parlamentario» (la frase pertenece a Lenin) como una simple escala en la preparación de la guerra popular. Así, el acto simbólico culminante del mitin de cierre de campaña de la flamante Unión de Izquierda Revolucionaria (UNIR), fue la entrega de un fusil de madera a su candidato presidencial, que éste agitó ante la entusiasmada concurrencia. El gesto era tanto una reafirmación de una opción política por la violencia cuanto una seña de identidad, para distinguirse frente a los «reformistas» y los «revisionistas». Fue todavía algunos años después, cuando el crecimiento de las acciones militares de Sendero Luminoso obligó a marcar distancias, que el lema de la principal fuerza política de este frente, que repetía el aforismo de Mao Tse Tung, «El poder nace del fusil», debió ser discretamente retirado de su vocero partidario.

Imagen de la portada del libro de ManriquePreguntarse por qué Sendero Luminoso optó por la vía armada en oposición al resto de las organizaciones de izquierda confunde los términos del problema; esa era la alternativa que reclamaban como propia la absoluta mayoría de las organizaciones radicales, y SL no hizo más que llevar a la práctica enunciados que virtualmente todos compartían. Siendo la reivindicación de la lucha armada como el camino hacia el poder parte del sentido común izquierdista (y hay demasiados documentos que lo acreditan para temer que alguien recuse esta afirmación),  más que asombrarse de que Sendero recurriera a la violencia lo que debiera explicarse es cuáles fueron las razones que llevaron al grueso de la izquierda a modificar sus posiciones originales.

Estos antecedentes permiten entender mejor las reacciones que provocó el estallido de las acciones armadas de Sendero Luminoso. La toma de Chuschi había sido precedida, durante los meses anteriores, por acciones de propaganda armada, como el incendio del municipio del distrito limeño de San Martín de Porras y la colgadura de los cadáveres de algunos infelices perros en unos cuantos postes en Lima, a los cuales se les colocó letreros que rezaban «Deng Tsiao Ping, hijo de perra», como expresión de la solidaridad senderista con «los Cuatro de Shangai» o la «Banda de los Cuatro», en quienes veían la continuación de la línea revolucionaria del presidente Mao Tse Tung, traicionada por la nueva jerarquía del PC chino2. Pero fue la incursión guerrillera en el pequeño poblado serrano de Chuschi el marcador simbólico del inicio de la guerra: el 17 de mayo pasó a constituirse en una efeméride fundamental del calendario senderista: el día del Inicio de la Lucha Armada, ILA.

El desconcierto de la izquierda recién instalada en la escena política formal ante el inicio de la guerra de Sendero llevó a algunos de sus líderes a denunciar al Servicio de Inteligencia de la Marina como autor de estas acciones, creyendo que preparaba la represión de las organizaciones populares y de la izquierda incorporada a la legalidad. Pasaron varios meses antes de que se reconociera que estos atentados realmente formaban parte del accionar de una organización política que había decidido emprender el camino de la guerra popular.

La incorporación de la izquierda a la escena oficial fue acompañada, además, de la mala conciencia de sentir que crecientemente iba a un acomodamiento en un juego que originalmente había sido definido como un medio circunstancial para preparar la lucha armada que ahora estallaba, con una dirección y unas características que nadie esperaba. La crueldad de Sendero Luminoso, el carácter vertical de su propuesta, inclusive los golpes que dirigía contra los sectores populares eran interpretados como excesos de una organización con una línea equivocada, que formaba parte del pueblo y que debía ser ganada a las posiciones correctas por medio del convencimiento. La guerra sucia con que las fuerzas contrainsurgentes afrontaron el desafío senderista (que en los primeros dos años de la intervención militar —entre 1983 y 1984— produjo 5,500 muertos, mayormente entre el campesinado de Ayacucho, Huancavelica y Apurímac) y la política represiva indiscriminada contra los sectores populares tomados entre dos fuegos fueron otros tantos factores que contribuyeron a mediatizar las posiciones. Fue sólo cuando Sendero, después de haber crecido sin encontrar mayores resistencias en aquellas áreas del campo donde no tenía competidores, comenzó a asesinar a dirigentes populares y líderes de izquierda que trababan su desarrollo en sus nuevos escenarios de acción que se produjo el zanjamiento definitivo. A ello contribuyó sin duda la caracterización que Sendero hacía de la izquierda legal (el «revisionismo»), a la que consideraba un enemigo aún más peligroso que la burguesía y que era necesario destruir porque desviaba al pueblo de su verdadero camino, la guerra popular, iniciando una política sistemática de amedrentamiento y de eliminación de los dirigentes populares izquierdistas. No es posible saber aún la cantidad de víctimas que dejó esta política, pero sin duda fue elevada.

La comunidad académica también fue sorprendida por los acontecimientos. Luego de una actitud de inicial menosprecio ante esa pequeña y extraña organización que comenzaba una aventura insurreccional en un contexto aparentemente desfavorable, las acciones de Sendero y su explosivo crecimiento fueron llevando progresivamente a hacer crisis los esquemas de interpretación entonces vigentes; la forma en que esto se produjo es analizada en varios de los textos que forman parte de este volumen.

Parte de los problemas que se encararon entonces tienen que ver con mecanismos inconscientes cuya comprensión reviste importancia, pues son síntomas de la subsistencia de algunos grandes problemas del país. Uno de los más importantes es la persistencia de los prejuicios étnicos y raciales, soterrados bajo un discurso igualitario que proclama que los cambios objetivos que el país ha vivido durante las últimas décadas han borrado las bases sobre las cuales se reproducían las divisiones estamentales que anteriormente escindían a la sociedad peruana. Ciertamente éstos se han producido y tienen una gran importancia, pero los procesos subjetivos, aquéllos que se operan en el interior de la subjetividad de las personas, tienen un tiempo y una dinámica distintos de aquéllos que rigen los procesos objetivos. Una de las hipótesis fundamentales que subyace a los textos que siguen es que el desfase entre los procesos sociales objetivos y su representación en las subjetividades (éstas suelen retrasarse con relación a aquéllos) es una de las fuentes fundamentales de las que se nutre la violencia política.

Según los datos que ahora se manejan, fueron afectadas por la violencia política entre un millón y medio y dos millones de personas. Entre 1980 y 1992 hubo 30 mil muertos, 600 mil desplazados, 40 mil huérfanos, 20 mil viudas, 4 mil desaparecidos, 500 mil menores de 18 años con estrés postraumático y 435 comunidades arrasadas, según los datos del Promudeh. Diecisiete departamentos del país fueron afectados por la violencia política: 9 gravemente afectados (38%), 4 medianamente afectados (17%) y otros 4 con baja afectación (17%). Las pérdidas materiales se estiman en 25 mil millones de dólares, un monto equivalente al total de la deuda externa peruana. Pero los daños más profundos se sitúan en otra dimensión.

 

Una incierta posguerra

La violencia política ha dejado dolorosas secuelas que el país tiene que afrontar. En junio del 2001 el gobierno de transición de Valentín Paniagua creó la Comisión de la Verdad, convertida después en «Comisión de la Verdad y la Reconciliación» por el gobierno de Alejandro Toledo.

La Comisión debe, según la ley que la ha creado, «esclarecer el proceso, los hechos y responsabilidades de la violencia terrorista y de la violación de los derechos humanos producidos desde mayo de 1980 hasta noviembre del 2000, imputables tanto a las organizaciones terroristas como a los agentes del Estado», incluyendo la acción de grupos paramilitares. La Comisión está expresamente facultada para investigar asesinatos y secuestros, desapariciones forzadas, torturas y otras lesiones graves, violaciones a los derechos colectivos de las comunidades andinas y nativas del país, y otros crímenes y graves violaciones contra los derechos de las personas.[3]

La búsqueda de la verdad histórica en el Perú, como una manera de cimentar una verdadera reconciliación nacional, no es un proceso singular sino forma parte de un fenómeno mucho más vasto. Durante la última década se han creado «comisiones de la verdad» en diversos lugares del mundo, desde Sudáfrica hasta la Argentina. Su proliferación está ligada en buena medida con el fin de la Guerra Fría. Es bueno recordar que durante las décadas anteriores las violaciones de los derechos humanos cometidas en los países del Tercer Mundo fueron no sólo consentidas sino activamente promovidas por las superpotencias.4 Sus ejecutores confiaban en el apoyo de los poderes imperiales para asegurar su impunidad. Pero, colapsada la Unión Soviética y terminada la preocupación norteamericana por la expansión del comunismo en los países del Tercer Mundo, los agentes nativos que ejecutaron las políticas contrasubversivas terminaron siendo puestos en la picota por los mismos poderes imperiales en cuyo nombre cometieron los crímenes contra la humanidad por los cuales ahora se los juzga. Es dudoso que Videla, Pinochet y los otros de su estirpe imaginaran alguna vez vivir semejante destino.

Los cambios experimentados por el mundo crearon, pues, condiciones favorables para la formación de las comisiones de la verdad. Pero un escenario internacional favorable no es suficiente. Para que se llegue a este resultado en los países que han pasado por guerras que han dejado una secuela de violaciones de los derechos humanos es necesario que existan determinadas condiciones internas, a nivel nacional, que gruesamente derivan de las correlaciones de fuerzas creadas por el propio conflicto armado y sus secuelas.

La creación de la Comisión de la Verdad en el Perú tiene importantes especificidades que conviene tener presente. En primer lugar, no es el resultado de una correlación de fuerzas como la que se dio en Guatemala y El Salvador a inicios de la década del noventa, cuando las fuerzas gubernamentales y la guerrilla reconocían que no podían ganar la guerra en que estaban empeñadas y terminó imponiéndose la necesidad de entablar una negociación, que incluía como una de sus condiciones la demanda de esclarecer los hechos de la violencia política y sus consecuencias.

La creación de la Comisión de la Verdad en el Perú tampoco es el resultado de una enérgica movilización de la sociedad civil que se identificara con las víctimas y reclamara el esclarecimiento de lo sucedido, como sucedió en los países del Cono Sur, donde la mayor parte de las víctimas de la violencia política provenían de la clase media y estaban vinculadas con sectores sociales que tenían un significativo peso político, lo que produjo que se ejerciera una persistente presión sobre el Estado por el esclarecimiento de la verdad, como lo representan ejemplarmente las madres de la Plaza de Mayo en Argentina.

En el Perú las circunstancias son diferentes. En primer lugar, la insurgencia guerrillera fue derrotada militarmente. Es indiscutible el triunfo del gobierno de Fujimori en el enfrentamiento de Sendero Luminoso y el MRTA, aunque sea discutible la asociación que intentó establecer entre autoritarismo y eficiencia en la lucha contra la subversión.5 Y este éxito se convirtió en una de las coartadas fundamentales esgrimidas para arrasar la institucionalidad democrática y establecer el régimen más corrupto de la historia del país. La propuesta de Abimael Guzmán a Fujimori, de firmar un «Acuerdo de  Paz» cuando él y el 90 % de la cúpula senderista se encontraba en prisión, no estaba respaldada por una correlación de fuerzas que le permitiera negociar nada. Guzmán fue simplemente utilizado por Vladimiro Montesinos, ayudando a la perpetuación del régimen de Fujimori, al otorgarle la aureola de vencedor que necesitaba para alcanzar los votos necesarios para ganar el referéndum que legalizó el golpe de Estado perpetrado en abril de 1992.6

En segundo lugar, la barbarie desplegada por los senderistas, con una gran carga de sevicia, salvajismo y crueldad, dirigida fundamentalmente contra indígenas que ocupaban cargos de autoridad muy modestos, enajenó a las organizaciones insurgentes el apoyo y simpatía que inicialmente lograron ganar entre algunos sectores sociales. Esto terminó legitimando un sentido común que aún hoy no acepta que quienes violaron los derechos humanos de una manera brutal puedan reclamar derecho alguno. Contribuyó a reforzar esta reacción la utilización instrumental de la legalidad que hacían los senderistas, reclamándola en todo lo que pudiera favorecerles y violándola sin ningún reparo en cualquier otra circunstancia. Quienes trabajan en organismos de defensa de los derechos humanos enfrentan serios problemas para convencer a importantes sectores de la población de que los senderistas, al igual que cualquier otra persona, tienen derechos inalienables por el sólo hecho de ser humanos, independientemente de las atrocidades que pudieran haber cometido. Este panorama permitió a Fujimori promulgar en 1996 una amnistía unilateral, que perdonaba los crímenes contra la humanidad cometidos por los miembros de las fuerzas armadas, incluyendo aquéllos llevados a cabo por organismos paramilitares que actuaban al margen de toda legalidad —como el grupo Colina—, a diferencia de lo sucedido en otros países, donde la amnistía favoreció a los integrantes de los dos bandos que intervinieron en la guerra.

En tercer lugar, en el Perú la creación de la Comisión de la Verdad no es el resultado de una presión de la sociedad civil exigiendo el esclarecimiento de lo acontecido durante estos años. La gran mayoría de las víctimas de la violencia fueron indígenas, tradicionalmente considerados el último peldaño de la escala social en el país; personas que a lo más tienen una ciudadanía de segundo orden y que no se percibe que tengan iguales derechos que los integrantes de la sociedad dominante. En un país fuertemente fragmentado no sólo por las brechas económico sociales, étnicas y regionales, donde el racismo antiindígena construye escalas de humanidad diferenciales, según las cuales los indios no son tan humanos como los otros peruanos, no existe una conciencia generalizada de que la desaparición forzada de miles y la matanza de decenas de miles de personas constituya una tragedia nacional. Esto ha sido meridianamente señalado por el propio ministro Diego García Sayán:  «La condición de indígenas de la mayoría de las miles de víctimas explicó y explica por qué los cerca de 3000 desaparecidos peruanos reportados ante las Naciones Unidas han significado muy poco en reacción nacional o en escándalo internacional frente a los 900 generados durante toda la dictadura de Pinochet o los 90 producidos durante la dictadura castrense de Uruguay».7

La Comisión de la Verdad en el Perú no ha sido, pues, el resultado de la exigencia de organizaciones revolucionarias en armas, interesadas en el esclarecimiento de los hechos, ni de una sociedad civil movilizada que haya presionado decisivamente para conseguir que se restablezca la verdad y se reparen los daños y las injusticias inferidos a las víctimas de la violencia. ¿Cómo es, entonces, que pudo crearse? En el Perú la correlación de fuerzas necesaria fue creada por el colapso de las fuerzas armadas en tanto institución, como consecuencia de su involucramiento en la red de corrupción montada por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Aunque según el discurso oficial se siga responsabilizando de la crisis de las fuerzas armadas a las fechorías de algunos malos elementos, cuyos delitos no comprometen el prestigio de la institución, el hecho macizo es que la casi totalidad de los altos mandos que dirigían las fuerzas policiales y militares se involucraron durante la década pasada en hechos delictivos que los convirtieron en reos comunes.8

El colapso del régimen fujimorista al que las fuerzas armadas ataron su suerte permitió que la demanda levantada insistentemente por las instituciones comprometidas en la defensa de los derechos humanos a lo largo de estas décadas tuviera eco. Su incansable trabajo exigiendo el esclarecimiento de los hechos y el restablecimiento de la verdad por sí sólo no hubiera logrado conseguir este resultado, debido a la indiferencia de buena parte de la sociedad civil con relación a los graves crímenes cometidos durante esta sombría etapa de nuestra historia. Para buena parte de la sociedad peruana la muerte de decenas de miles de conciudadanos terminó siendo considerada un «precio razonable» a pagar por conseguir la pacificación. En tanto quienes pagaban la cuenta no eran considerados miembros cabales de la misma colectividad nacional, su sacrificio terminaba pareciendo aceptable. Es cierto que los operativos psicosociales montados por la mafia en el poder jugaron un importante papel para que se llegara a este resultado, pero esto no hubiera sido posible si no hubieran existido condiciones en la sociedad peruana —principalmente ligadas a la persistencia de una herencia colonial no resuelta— que alimentaban esta terrible falta de solidaridad. Este en un tema recurrente en los textos recogidos en este volumen.

La crisis de las fuerzas armadas permitió, pues, dejar sin efecto las ilegales medidas aprobadas durante la dictadura para asegurar la impunidad de quienes cometieron atroces crímenes contra la humanidad.9 La movilización antidictatorial precipitó la fuga de Fujimori, el derrumbamiento de su régimen y dejó sin juego a sus socios de la mafia en el poder. Eso permitió, por una parte, abrir procesos contra los implicados en la red de corrupción organizada por Fujimori y Montesinos, y poner a varios de ellos en prisión; por otra, reabrir la investigación sobre los crímenes cometidos bajo la cobertura de la lucha contra la subversión. Así, fue posible revisar los fallos dados por tribunales militares sin garantías procesales para los encausados, dejar sin efecto las anticonstitucionales leyes de impunidad, sentar en el banquillo de los acusados a jefes militares corruptos, iniciar una reestructuración de la institución —que ha comenzado con una reducción de la planta de oficiales, engrosada en una escala irracional como una manera de construir clientelas políticas—, y levantar la propuesta de una reducción del gasto militar.

Esta especial correlación política que permitió la Comisión de la Verdad marca asimismo los límites dentro de los cuales ésta podrá actuar. En tanto las fuerzas armadas pasan por uno de los momentos más críticos de su historia —una grave crisis de credibilidad como institución—, ha sido posible iniciar investigaciones sobre la violación de los derechos humanos que involucran a personal militar, que en otras condiciones hubieran sido simplemente imposibles.10 Pero el que estas investigaciones puedan continuar, y que sus resultados tengan algún impacto, va a depender de que la actual correlación de fuerzas se mantenga y se afirme o, por el contrario, evolucione de manera desfavorable para las fuerzas empeñadas en esclarecer la verdad de lo sucedido durante estas dos décadas de violencia política.

La tarea que tiene por delante la Comisión de la Verdad es vasta y compleja. De acuerdo a la ley que la ha creado, debe cumplir con los siguientes objetivos:

«a) Analizar las condiciones políticas, sociales y culturales, así como los comportamientos que, desde la sociedad y las instituciones del Estado, contribuyeron a la trágica situación de violencia por la que atravesó el Perú; b) Contribuir al esclarecimiento por los órganos jurisdiccionales respectivos, cuando corresponda, de los crímenes y violaciones de los derechos humanos por obra de las organizaciones terroristas o de algunos agentes del Estado, procurando determinar el paradero y situación de las víctimas, e identificando, en la medida de lo posible, las presuntas responsabilidades; c) Elaborar propuestas de reparación y dignificación de las víctimas y de sus familiares; d) Recomendar reformas institucionales, legales, educativas y otras, como garantías de prevención, a fin de que sean procesadas y atendidas por medio de iniciativas legislativas, políticas o administrativas; y, e) Establecer mecanismos de seguimiento de sus recomendaciones.»11

La Comisión de la Verdad debe entregar al gobierno un informe al final de su mandato. Tan importante como el informe es el proceso de elaboración del mismo. La correlación de fuerzas que hizo posible su funcionamiento sólo podrá mantenerse si es que sectores ciudadanos cada vez más amplios se involucran en el esfuerzo por restablecer la verdad de los hechos vividos durante esta época terrible. Al no ser la Comisión de la Verdad el resultado de amplias movilizaciones de la sociedad civil, siempre podría ser posible que sus esfuerzos fueran anulados por el aislamiento y la falta de una base social que la respalde. Esta no es una preocupación gratuita. Sin desconocer la responsabilidad de quienes cometieron las atrocidades que ahora se enjuician, tiene que reconocerse que la muy escasa solidaridad de una significativa fracción de la sociedad peruana con los indígenas que fueron las víctimas principales del conflicto en cierto modo hizo posible que sucedieran los hechos que ocurrieron.12

Derrotada la dictadura y restituida la democracia, es de esperar que durante los próximos años se agudice la competencia y la fragmentación entre los partidos y otras instituciones políticas. Es asimismo previsible que el estamento militar supere la crisis que ahora afronta y entre en un proceso de recuperación; hacia dónde vaya éste y qué tipo de fuerzas armadas surjan de este proceso dependerá en buena medida de si se realiza una reforma radical, que impida la repetición de los hechos vividos durante las últimas décadas. Esto supondría una nueva forma de relación entre civiles y militares, un tema que sigue pendiente desde la fundación de la República. Si nada de esto sucede, a corto plazo la democracia peruana podría verse confrontada con la reconstitución de las fuerzas empeñadas en impedir que siga adelante cualquier proceso de esclarecimiento de la verdad histórica.

Que el trabajo de la Comisión de la Verdad culmine con felicidad no es, pues, algo que esté asegurado de antemano. Está abierta la posibilidad de evolucionar hacia un escenario político con una correlación de fuerzas desfavorable. Si eso sucede, el trabajo de la Comisión de la Verdad podría quedar neutralizado por circunstancias ajenas a su desempeño.13 A fin de cuentas, sólo en la medida que la Comisión de la Verdad logre incorporar a amplios sectores de la ciudadanía en su trabajo podrá asegurarse una correlación de fuerzas que permita que el fruto de sus esfuerzos tenga alguna utilidad. La investigación de los hechos tiene que ir, por eso, acompañada de un vasto esfuerzo de movilización ciudadana, de transparencia en el trabajo, de establecimiento de relaciones fluidas y permanentes con la colectividad nacional, y de involucramiento de los ciudadanos en el trabajo de esclarecimiento y restitución. En pocas palabras, de  construcción de sociedad civil.

Parte de este proceso es la lucha por imprimir un sentido al proceso histórico que se enjuicia. Luego de toda crisis, suele entablarse una lucha ideológica por imponer una interpretación del proceso vivido. Esta lucha es parte del conflicto social y expresa la voluntad de los sectores involucrados por legitimar sus hechos y, en consecuencia, deslegitimar los de sus adversarios en el imaginario colectivo. Según un lugar ideológico común, «los hechos hablan por sí solos». Eso nunca es verdad. El sentido de los hechos es siempre producto de una interpretación; es una construcción, que por cierto no es ajena a las correlaciones de fuerzas existentes.

Un ejemplo para ilustrar este punto: supongamos, contrafactualmente, que Fujimori hubiera triunfado en su intento de imponer su reelección. En ese caso, el sentido común que ahora imperaría acerca de lo sucedido durante la guerra contrasubversiva sería el que la dictadura estaba decidida a imponer, ese que justificaba la impunidad y convertía en héroes a quienes ahora están enjuiciados como delincuentes comunes.14

La existencia de este sentido común no fue accidental. Fue el resultado de la aplicación de una estrategia psicosocial que considera que la creación de la opinión pública es un campo de batalla más de la guerra contrasubversiva. Siguiendo principalmente las enseñanzas de las fuerzas armadas argentinas, en el Perú se uniformizó la manera de presentar la información, no sólo filtrando qué debía decirse y qué callarse sino inclusive la manera en que debía decirse aquello que podía ser informado.15

Desde el punto de vista de la construcción de una interpretación de la violencia política, que conteste a la verdad oficial que pretendió imponerse desde el poder a lo largo de estos años, es importante reivindicar la existencia de interpretaciones alternativas de los hechos históricos que se enjuician. No reinterpretaciones a posteriori, sino juicios coetáneas de los sucesos, elaborados a medida que éstos iban aconteciendo. Recojo en este libro un conjunto de ensayos de esta naturaleza, que intenté razonar desde la perspectiva de quienes fueron las víctimas de la violencia. Estos textos los fui redactando, apremiado por las circunstancias que entonces se vivían, apartándome parcialmente de una dedicación a los estudios históricos que había iniciado a fines de los años setenta. Imagino que es fácil ver en ellos la huella de mi interés por la historia. No quise convertirme en un especialista sobre la violencia política y huí de la incorporación a la comunidad de los senderólogos entonces en auge. Pero me negué igualmente a sumarme a la lista de los que prefirieron callar sobre lo que acontecía en el país, ya fuera por comodidad, por temor a equivocarse comprometiendo su prestigio profesional, o por un elemental sentido de prudencia en momentos difíciles. Tampoco quise recluirme en el estudio del pasado cuando en el presente el país vivía una gran tragedia. Creía entonces, y creo ahora, que los intelectuales tienen una obligación ética de la que no pueden abdicar, y que se traicionan a sí mismos cuando guardan silencio en circunstancias semejantes.

Estos ensayos fueron redactados cuando el país pasaba por circunstancias difíciles. En su elaboración jugaron un importante papel las animadas discusiones, el compañerismo y las perentorias demandas del colectivo de Sur, Casa de Estudios del Socialismo. Particularmente Alberto Flores Galindo y Maruja Martínez fueron importantes suscitadores de la producción de materiales destinados a animar seminarios, conferencias y la edición de la revista Márgenes. En estos tiempos de escepticismo, desencanto y de debilitamiento de los vínculos de solidaridad se hace sentir aún más fuertemente su ausencia. A ellos está dedicado este libro. En distintos momentos jugaron para mí un importante papel como interlocutores, animadores, críticos y sobre todo amigos Gonzalo Portocarrero, Peter Élmore, Gustavo Buntinx, Oscar Ugarteche, Eduardo Cáceres, Maruja Barrig y, más recientemente, Juan Carlos Callirgos, Iván Hinojosa, José Carlos Ballón y Cecilia Rivera.

Estos son textos polémicos, a caballo entre la necesidad de responder a los hechos contingentes y el intento de producir reflexiones de mayor alcance, capaces de trascender la coyuntura. La elaboración y los debates de esos tiempos estaban sometidos inmediatamente a la prueba de la realidad. En épocas de profunda crisis social el tiempo histórico sufre una vertiginosa aceleración, y procesos sociales que en tiempos de estabilidad toman años, en tales momentos pueden definirse en días; tal cosa sucedía en esos tiempos violentos. Las discrepancias que ventilábamos tenían consecuencias prácticas para una izquierda que tenía un significativo peso político y cuyas decisiones podían tener importantes implicaciones en la suerte del país. Sur no es una organización política, aunque sus miembros tienen el derecho de militar en la organización que quieran. La creamos como un colectivo de reflexión independiente, un lugar de encuentro y debate, porque no sentíamos que tuviéramos un espacio para ello dentro de la Izquierda Unida y de los partidos que la conformaban, demasiado inmersos en la disputa por los espacios de poder para nuestro gusto. Pero al mismo tiempo creíamos que podíamos aportar en la medida de nuestras posibilidades en esos momentos, cuando era importante no callar.

Estos ensayos fueron elaborados, pues, tanto en el diálogo cuanto en la polémica, mientras sucedían los procesos que intentaba analizar y su referente fundamental es eminentemente político. Quienes participaron en su gestación de una forma u otra son, por eso, muchos: intelectuales unos, gente de acción los otros. Son —para usar los términos al uso— discursos intertextuales: un momento dentro de una elaboración polifónica; apenas un hilo dentro de una densa trama discursiva. Sería por eso injusto agradecer sólo a quienes estuvieron a mi lado. Tan importante como puede ser un compañero de ideas en un determinado momento puede serlo un agudo contradictor en otro. Agradezco a unos y otros sin individualizarlos para no ser injusto.

Tuve la ocasión de discutir estos textos en diversas oportunidades con académicos en otros países. Agradezco a quienes hicieron posible estos encuentros, particularmente a William Rowe del King's College of London y a Paulo Drinot de Oxford. En Nueva York, a Deborah Poole, y a Gerardo y José Luis Rénique. A Fermín y Pilar del Pino en Madrid.

Agradezco asimismo a Rafael Tapia del Fondo Editorial, a Henry Pease y Javier Diez Canseco, de la Mesa Directiva del Congreso de la República, que hicieron posible la edición de este volumen. Ha sido particularmente grato volver a trabajar con Annie Ordóñez, a cuyo profesionalismo y aguda lectura debo la pulcritud de los textos que ella ha revisado.

Natty, mi compañera, Daniel, Gonzalo y Gabriela son siempre una permanente fuente de fuerza e inspiración. Encarnan lo mejor del mundo que quisiera ver construido un día.

Finalmente, quiero expresar mi gratitud para muchos hombres y mujeres que admiro en la persona de Alberto Gálvez Olaechea, más hermano mío que primo. Beto está en prisión hace catorce años. Aunque no siempre hemos estado de acuerdo con relación a qué hacer, comparto plenamente sus ideales y con muchos otros —incluso sus propios captores— una admiración sin reservas por su coraje, integridad y dignidad personal. Ojalá pudiéramos integrarlos, a él y a otros, en el proceso de reconstrucción nacional y de reparación de las heridas que nos ha dejado el tiempo del miedo.

Releyendo textos que fueron escritos hace cierto tiempo, encuentro chocante el tono de algunos. Me disculpo; la gravedad de la situación que entonces se vivía y la magnitud de lo que estaba en juego explica en parte la aspereza de algunas de las polémicas que entonces sostuvimos. Creíamos —quizá ingenuamente— que esas discusiones tenían importantes implicaciones sobre las decisiones que debían afrontarse. Por cierto, me siento mucho más cerca de aquéllos con quienes discrepé, en algunos casos con gran dureza, que de los que prefirieron guardar silencio. Me gustaría pensar que estos textos pudieran aportar ahora de alguna manera al proceso de reconstrucción nacional que todos deberemos encarar.

 

* * *


Notas

* Nelson Manrique: El tiempo del miedo. La violencia política en el Perú 1980-1996. Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2002 (395 pp.)

1 Una táctica de lucha campesina semejante, utilizada por el movimiento indígena del Ecuador, dió lugar a los levantamientos indíg10enas que paralizaron el país por semanas enteras en 1990 y 1994, obligando a llevar a cabo una reestructuración radical del panorama político ecuatoriano, que en adelante no pudo obviar sus demandas políticas y sociales.

2 Otro elemento importante a considerar es el carácter libresco del conocimiento de los maoístas peruanos acerca de la China contemporánea, que dio lugar a muy entusiastas adhesiones. Los pocos izquierdistas que viajaron a ese país desconocían el idioma y se encontraban ante un gobierno que no veía con buenos ojos que se acercaran a su población. El discurso que se repetía entonces era el que traían las publicaciones oficiales del gobierno chino, que obviamente no reflejaban cómo eran vividos los grandes procesos sociales que inflamaban la imaginación de los maoístas occidentales —y entre ellos los latinoamericanos— por los pobladores de las pequeñas comunas y por la gran mayoría del pueblo chino. Se terminó construyendo así una sociedad utópica imaginaria, a la medida de los deseos que en ella se proyectaban. Este proceso ha sido recreado literariamente por Miguel Gutiérrez en clave irónica. Véase Gutiérrez, Miguel: Babel, el paraíso. Lima: Editorial Colmillo Blanco, 1993.

3 «Crean Comisión de la Verdad». Decreto Supremo Nº 065-2001-PCM,2 de junio de 2001. El Peruano. Lima: 4 de junio de 2001.

4 Me refiero específicamente a la formación impartida a los oficiales de las fuerzas armadas latinoamericanas en las escuelas de lucha antisubversiva creadas por el gobierno de los Estados Unidos en su propio territorio (Fort Gulick) y en la Escuela de las Américas de Panamá. Esta instrucción incluía el empleo de la tortura, los asesinatos políticos y las desapariciones forzadas como medios legítimos de lucha contra la infiltración comunista en el continente. Cuando hace pocos años se dieron a la publicidad los manuales de formación utilizados en estas escuelas, los voceros del gobierno norteamericano se limitaron a afirmar que actualmente estos manuales ya no se usan, pero no desmintieron su empleo durante las décadas anteriores. Otro componente de la misma política fue la utilización, patrocinio y protección de personas comprometidas en la violación de derechos humanos por la CIA, como sucedió con Sadam Hussein, Antonio Noriega y Vladimiro Montesinos. Éstos se convirtieron en elementos disfuncionales y eventualmente en enemigos, cuando dejaron de ser útiles. El colapso de los regímenes socialistas de Europa Oriental permitió la creación de comisiones encargadas de esclarecer las violaciones de los derechos humanos en esos países. El papel de la KGB soviética en la comisión de estos crímenes fue semejante al cumplido por la CIA en nuestro hemisferio.

5 Sobre este tema véase «La caída de la Cuarta Espada y los senderos que se bifurcan», en este mismo volumen.

6 Sobre el apoyo de Guzmán a Fujimori para ganar el referéndum, véase «La caída de la Cuarta Espada y los senderos que se bifurcan», ya citado.

7 Dargent Bocanegra, Eduardo: «¿Es necesaria una Comisión de la Verdad en el Perú?», Quehacer N°129. Lima: DESCO, marzo - mayo 2001. La cantidad de muertos y desaparecidos podría superar las cifras inicialmente señaladas por el ministro García Sayán. En especial, es poco lo que realmente se sabe de lo acontecido en la región amazónica.

8 En la fotografía que abre el folleto publicado el año 2001 para conmemorar el 50 Aniversario del Centro de Altos Estudios Nacionales, CAEN, aparecen los siete más altos oficiales castrenses del país; de ellos seis se encuentran en prisión o están fugitivos. Y los editores del libro que conmemora el centenario de la Escuela Militar de Chorrillos se han visto obligados a encolar las páginas que abren el volumen, evidentemente porque llevaban los retratos de los más altos oficiales de la institución, que a estas alturas son impresentables (100 años. Escuela Militar de Chorrillos. Lima: Fimart Editores e Impresores, 1998).

9 Por cierto, las exigencias de los militares y de sus socios fujimoristas iban más allá: cuando en setiembre del 2000 se discutía la transición, luego de que Fujimori anunciara que convocaría a elecciones en un año, los conjurados exigieron, a través del ministro Alberto Bustamante, que se les asegurara impunidad, no solamente a los militares sino también a los civiles, y no sólo con relación a las acusaciones de violación de los derechos humanos sino también a las ligadas con la comisión delitos comunes.

10 El hecho de que no se haya castigado a ninguno de los grandes empresarios comprometidos en actos de corrupción, debidamente probados por los videos grabados por Vladimiro Montesinos, es una demostración de dónde radica el verdadero poder en el país.

11 «Crean Comisión de la Verdad». Decreto Supremo Nº 065-2001-PCM,2 de junio de 2001. El Peruano. Lima: 4 de junio de 2001.

12 Julio Cotler hizo una observación muy precisa en una reunión que sostuvimos con los integrantes de la Comisión de la Verdad: en el Perú, el verdadero enemigo del esclarecimiento de la verdad, más que la oposición de los militares o de los partidos que estuvieron en el poder durante los años de la violencia política, va a ser la indiferencia de la sociedad nacional.

13 Esta preocupación tiene asidero en experiencias como la de la investigación de la masacre de nueve periodistas en la comunidad de Uchuraccay, en enero de 1983, durante el gobierno de Fernando Belaunde. Elaborado el informe, el gobierno se limitó a hacer circular sus conclusiones, que lo exculpaban de responsabilidad, desapareciendo en los hechos el cuerpo del informe, que actualmente sólo puede encontrarse con mucha dificultad en pocas bibliotecas.

14 En el libro Operación Chavín de Huántar, dedicado a exaltar el papel providencial jugado por el autor, el general Nicolás de Bari Hermoza, en el rescate de la embajada del Japón, la última sección es un homenaje a los oficiales muertos en esa acción. Pero las fotos que abren el capítulo son las del general Hermoza y de Vladimiro Montesinos, junto al título de capítulo: «2 Héroes». Las disputas con Fujimori que provocó la publicación del libro, por la autoría de la Operación Chavín de Huántar, impidieron que cristalizara el proyecto, fuertemente promovido en esos tiempos, de dar al «general victorioso» (así calificaba Fujimori a Hermoza) el grado de Gran Mariscal del Perú, equiparándolo con Andrés Avelino Cáceres.

15 Entre otras medidas, el Servicio de Inteligencia realizó cursos de formación dirigidos a los periodistas, para enseñarles de qué manera debían presentar la información, «para ayudar al esfuerzo de guerra». Se impuso así, por ejemplo, el uso de categorías como «terroristas» y «delincuentes terroristas» para caracterizar a los subversivos, y el calificativo de «excesos» para las violaciones de los derechos humanos. Esto fue facilitado por los vínculos tejidos por Montesinos con los dueños de los principales medios de comunicación y sus periodistas más influyentes. Las entrevistas realizadas por la Comisión de la Verdad muestran que este operativo psicosocial no ha sido exitoso en el mediano plazo: las propias víctimas de la violencia política entrevistadas por los comisionados rechazan el uso de tales categorías. Debo esta última referencia a Carlos Tapia (comunicación personal).

 

© 2002, Nelson Manrique
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