Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación
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Jose Luis Rénique |
Anverso y reverso de su visión nacional, a través de sus intervenciones —durante el decenio de 1860— en los debates sobre la «cuestión araucana» y el conflicto con España, parece delinearse el perfil y el contenido de la república mackenniana. Crece «con la rapidez de un gigante» hacia 1860 la ex-comarca «más pobre y desdeñada de América». Merodeada, sin embargo, por amenazas internas y externas que Vicuña confrontaría desde la nueva estabilidad que cobra su vida al entrar a su tercera década.92 No habla ya, solamente, como miembro distinguido de la ciudad letrada. En la plenitud de su existencia, en la cúspide de su influencia como hombre público, aparece como arquetipo del intelectual activista al servicio de la patria en formación: el historiador que interroga al pasado en busca de un discurso orientador y que, al mismo tiempo, promueve con su propia praxis la agenda republicana. Su experiencia del decenio de 1860 será, en ese sentido, un valioso lapso de preparación para el gran desafío de 1879.
Adelantándose en varios años a un Alfred Thayer Mahan93, reflexiona Vicuña en las implicancias de los cambios tecnológicos de la nueva era industrial para la seguridad de su país. Somos —dice— una nación marítima que jamás ha sido fuerte en el mar. Y las nuevas condiciones de la guerra naval lo hacen más vulnerable aún. Con «el vapor y el fierro» el viejo aislamiento protector perdía efectividad, quedando Chile «a tiro de cañón» de los poderes transatlánticos. Sin posibilidades de adquirir buques de nueva generación —como los «monitores» que comenzaban a construirse en astilleros norteamericanos— en sus «ciudades mediterráneas» —«tumba última del invasor»— residía la gran línea defensiva del país.94
Una efectiva defensa interior, sin embargo, requería de una integración de la que Chile carecía. Había, aún, una «cuestión territorial» por resolver. Esboza Vicuña, al respecto, una visión tripartita de su país. El civilizado Chile de las ciudades para comenzar. Y luego, la parte aquella en que, aunque «pacificada y colonizada», subsistía un importante reto de naturaleza socio-cultural. «Asomad al postigo en cualquiera de vuestros viajes a la hacienda» —sostenía— y notaréis: «la misma infeliz choza de ahora cincuenta años, de ahora un siglo, de la época de la conquista». ¿Cómo «derramar» hacia «los campos» la civilización que florecía en las ciudades? ¿Cómo superar la «esterilidad moral» de ese medio rural? ¿Cómo construir, en suma, una nación integrada? Su opción es vertical y aún agresiva pero sumamente prometedora; de seguirla —dice—, de manera disciplinada, ganaría Chile el «justo título» de «la primera democracia del mundo». 95
«Apoderaos de las cunas —escribe—, haceos dueños de los niños, sacadlos del infecto fogón en que se ahogan, lanzadlos a la escuela y enseñadles lo que hay más allá del rancho y de la cerca, del pantano y del palaquial; enseñadles que existen cosas que se llaman Dios, deber, virtud, honor, patria, progreso».96
No era esa «migración pordiosera» traída de los «pantanos de Irlanda» la alternativa mejor. ¿Era acaso posible regimentar la «aglomeración de razas», o «transfusión de sangre» entre el huaso y el europeo (única manera de arraigar al foráneo a la tierra chilena)? Podar el «árbol envejecido» era, por ello, el paso primario: levantar a «nuestra raza aborigen» de su postración secular. Y al respecto, una frase aparecía como fórmula salvadora: «dotación de párrocos». Imagina a 200 curas franceses, con las sotanas arremangadas a la cintura, impartiendo «instrucción espiritual y gratuita» a multitud de niños de cinco a quince años, «dispersos en los potreros como bestiecitas de pie». Ése es —concluiría— «el cura gratis que yo deseo y reclamo para nuestras desheredadas poblaciones rurales».97 Es el pensamiento de un realista.
Más allá del Chile del «huaso» por civilizar, yace la dimensión tercera de la «cuestión territorial». Es «la parte no domada de nuestro territorio». «Magnífico, ignoto y solitario hasta hoy» era ése nada menos que, el «Chile de los bárbaros». Y a pesar de todo, de las distancias abismales y la geografía encabritada, el problema era ahí de «harto más fácil solución»98 que en la sección anterior. No un complicado asunto de escuelas y párrocos; un «problema de estrategia» más bien, «un asunto de lanzas y fusiles». Exaltado en el discurso patriótico criollo, el indio araucano había devenido el «otro» amenazante y barbárico de mediados del XIX. Medida referencial negativa, por lo tanto, de la construcción nacional chilena. Tras la creación de la provincia del Arauco, el estado chileno «comenzó a operar con una lógica de ocupación»99, perspectiva que conllevaba el resurgimiento del llamado «mito de la guerra del Arauco». La idea de una «guerra latente», es decir, afincada en la legendaria belicosidad del indígena sureño.
A despejar todas esas mistificaciones —apelando a su autoridad como historiador— precisamente, apuntaba la intervención de Vicuña Mackenna en el debate parlamentario. Nos han presentado «una raza imaginaria de héroes mitológicos» que no es más que una «superchería» o «ilusión óptica» cuando la realidad es que hubiesen bastado las «bien templadas espadas» de Alonso de Sotomayor y Alonso de Rivera —«los dos grandes soldados de nuestro siglo XVI, después de Valdivia»— para terminar con aquella «primera gran insurrección de los bárbaros» que había dado pie al mito recogido por Alonso de Ercilla.100 De ahí derivaba el rosario de contemplativas soluciones que en el fondo no habían sino coadyuvado a la absurda perennización del problema. ¿Misiones? Cíteseme —retaba Vicuña desde su escaño— «un solo nombre indígena que nos convenza de que la enseñanza ha sido hecha para el cerebro araucano». ¿Coraje, valentía? Mencióneseme «una sola figura, un solo nombre» de los supuestos «héroes del Arauco en cuya cabeza aplastada la civilización haya hecho penetrar uno solo de sus rayos». ¿Volver tres siglos atrás, comenzar a ensayar las artes de la paz, la predicación del Evangelio? Idealismo puro. En la cuestión del Arauco —continuaba— «me he colocado siempre en el terreno de la práctica, mientras dejo a otros el grato pasatiempo de recorrer el de las nubes». Propone, en 1864, seguir el modelo norteamericano de sometimiento del piel roja. Reclama una «conquista» sin «exterminio» en 1868 vía compra de tierras y migración. Inmediato «cauterio» exige en 1874 vía una bien equipada expedición militar.101
La propia impotencia de los civilizados y no «la pujanza mentida de los araucanos», en suma, era lo que le había dado a esa «querella secular» su «triste celebridad». A su generación le correspondía terminar para siempre con esa suerte de guerra eterna que bloqueaba la integración nacional. Por ello, a quienes caían en la trampa de la compasión, Vicuña les preguntaba si acaso debía algo «nuestro progreso, la civilización misma» de la nación chilena a ese ser «que vive tendido de barriga aletargado con el vapor de sus chichas y que solo se agita al nombre del pillaje»; que esclaviza a su mujer y que es capaz de vender a su hija y a su propia patria.102 Ni de soldados podían servir. No eran ellos quienes nos habían legado la República. Para ser ésta plena y verdadera, por el contrario, debía completar aquello que el ibérico del XVI inconcluso había dejado. Curiosamente, pocos años antes de escribir estas palabras terminantes, había escrito Vicuña que frente a los «nuevos conquistadores» —que la nueva era imperialista propiciaba—, «si la hora de peligro llega para todos», Chile se aprestaba a renovar, «aquella gloriosa epopeya del Arauco» cantada por los poetas, la cual, «aun en su fiera barbarie», no dejaba de ser vista como «la protesta más magnífica que reconoce el mundo».103 Todo valía, aparentemente, en el exuberante reino de la retórica patriótica.
Pero no sólo cohesión interna: también presencia internacional debían tener las nacientes repúblicas sudamericanas si querían ser tomadas en serio en el emergente club de naciones universal. El americanismo de Vicuña es uno de los ángulos que con mayor asiduidad sus biógrafos celebrarían. Aspecto suyo que, como tantos otros, tenía su raíz en aquel primer exilio de juventud. «Más sabemos en Buenos Aires de San Petersburgo que de Santiago» le había comentado el doctor Vélez Sarsfield a su paso por la capital argentina. Y otro tanto podemos decir nosotros —añadía el chileno— de nuestra incomunicación con Buenos Aires, Quito, Chuquisaca o la misma Lima. Confía en que le nueva generación sea capaz de enmendar rumbos: «la espada nos ha separado, solo la pluma podrá reconciliarnos» escribe a mediados del decenio de 1850.104 Es profundo el sentimiento: me siento —dice, en alusión a su encuentro con sus colegas letrados al retornar de Europa— «miembro de esa noble y desgraciada familia sudamericana, a la que me honro en pertenecer» pues «el amor a la libertad no tiene patria» como la «ambición de servir la causa de la humanidad no reconoce fronteras».105
A esa convergencia se opone, en años subsiguientes, la nueva «santa alianza» que, contra el «gran movimiento libertador de 1848," surge del corazón de la Europa reaccionaria. El liberalismo había sido el blanco en 1879. La democracia lo era ahora. Y el Nuevo Mundo era, esta vez, «el teatro elegido para la nueva contienda».106 En 1864 Francia intervenía en México. Y a mediados del año siguiente, España iniciaba su insólita incursión en el Pacífico Sur. A la captura de las islas peruanas de Chincha prosiguió la inmediata solidaridad sureña. Ya en 1862 Vicuña había fundado la Sociedad de la Unión Americana concebida por él mismo como el embrión de una federación americana.107 Cuando España extendió a Chile su inesperada actitud bélica, llegó la hora de la acción. Una semana después de declarada la guerra recibe nuestro personaje el encargo de convertirse en «agente confidencial» de su gobierno en los Estados Unidos de América. Su vieja experiencia de exilado, sus «cualidades de escritor» y de «hombre diligente» eran requeridas para cumplir con «la misión de agitador». Así, el 3 de octubre de 1865, partía rumbo al norte oculto en las bodegas del vapor «Chile».108
A la forja de la alianza anti-española con el Perú dedica sus primeros esfuerzos. La tarea exige una cuidadosa diplomacia. Se encuentra este país en plena guerra civil. Con Domingo Santa María —Ministro Plenipotenciario de Chile en el Perú— se traslada al cuartel general revolucionario. Sus reportes a Santiago, incluyen perfiles de los jefes militares peruanos tanto como observaciones del armamento y del terreno en que se define la disputa. Sostiene, con algunos de ellos —Mariano Ignacio Prado y Lizardo Montero— una apreciable relación de amistad.109 Asegurada la conformación de la escuadra aliada, sigue Vicuña Mackenna con rumbo hacia el norte. Desplegará en los siguientes diez meses una labor febril. Funda un periódico —La Voz de América— desde el cual agita la causa de la unidad hispanoamericana. La patria —escribe ahí— «ya no es Chile sino la América entera». No le es suficiente la acción defensiva, aspira a pasar a la ofensiva.
Figura, entre sus instrucciones confidenciales, la de «propender un levantamiento en las colonias españolas del mar de las Antillas». Movilizando para ello a los «numerosos refugiados» cubanos y puertorriqueños en tierra norteamericana. In situ comprueba, no obstante, que ni existen los «acumulados fondos considerables» como tampoco las «asociaciones numerosas» que para tal fin se suponía existiesen. Una «docena de hombres resueltos» que en siete meses de actividad lograrían reunir nada menos que quinientos pesos es todo lo que hay.110 Fiel a su espíritu indomable, se lanza entonces a promover la invasión de Cuba, el «talón de Aquiles de aquella vieja y podrida monarquía» que era España.111 Tres alternativas —explica a su jefe de la chancillería— tenían ellos por delante: (a) una expedición marítima a las Filipinas; (b) un ataque a los puertos mismos de la península ibérica o (c) una expedición militar a la más grande de las Antillas. Era obvia la mejor opción. Sería volver por la senda bolivariana, aplicando de su propia medicina a los cobardes incendiarios de Valparaíso y Lima. La final cancelación de «toda influencia española» de este lado del Atlántico. Y la destrucción, por cierto, de ese vergonzoso relicto del pasado que era la esclavitud. Una «victoria fácil» y «gloriosísima». Y un hecho, a fin de cuentas, «que exaltaría a Chile sobre todas las naciones del mundo».112
Febril, escribe artículos y dispara cartas a través del continente buscando respaldo para su empresa. Quinientos pesos es todo su capital. Requiere pues del apoyo de los gobiernos de la región. Una expedición chileno-peruana de dos mil hombres que, «viniendo por el istmo desembarcase al sud de la isla y la levantase», termina siendo su propuesta más realista.113 Quinientos voluntarios chilenos y mil quinientos peruanos —dice— «podrían cambiar la balanza de la guerra desigual y traidora que se nos ha impuesto».114 No es tan temible —insiste— el poder español en las Antillas como parece a la distancia. Y Cuba espera, con un vivo e indestructible «sentimiento de independencia».115 No son pocos los obstáculos. Aunque hubiésemos de sucumbir en la cruzada —replica— «no sería sin inflingirle antes un merecido castigo» a la vieja Madre Patria «por su infame conducta».116 Y si no fuese posible una expedición en forma, una «guerrilla de cien hombres» mas eficaz sería que «todas las fuerzas con que a costa de millones acordonamos nuestro extenso litoral» para lograr terminar con la agresión hispánica.117
Su amigo el dictador peruano Coronel Mariano Ignacio Prado aparecía, en esas circunstancias, como el más idóneo de los aliados. En mayo de 1866 lo pone al tanto del debate con respecto a Cuba. Proponen algunos «una guerra puramente marítima» en el Caribe español. «La fatigará sin duda a la España, pero no la matará» cuando de lo que se trata es de «clavar el puñal de castigo y de la muerte en sus entrañas. Y esas entrañas significan Cuba».
«No crea usted —añade Vicuña— que esto es exaltación del espíritu. Es el resultado de una tranquila reflexión y del estudio de los acontecimientos. La mejor prueba de mi convicción, es que estoy dispuesto a ir yo mismo en cualquier caso, si llevamos veinte mil fusiles y dos mil soldados. Sólo se necesitaría que éstos fuesen escogidos y con jefes que jamás retrocediesen».
Le responde el caudillo peruano con una vaguedad. Alejada la flota ibérica del Pacífico, poca voluntad bélica quedaba en Lima o en Santiago y mucho menos en Washington aún convaleciente de la recién culminada guerra de secesión. Tres semanas después de despachada la carta para el mandatario peruano recibirá otra del canciller chileno que termina «con golpe de hacha» sus «trabajos sobre las Antillas» y su misión en los Estados Unidos como «agente confidencial». De regreso a Chile se detiene en el Perú. De paso por Lima expresa al presidente peruano sus buenos deseos de que la «unión y fraternidad» entre sus respectivos pueblos siga vigente en tiempos de paz. Publica, en esa misma, vena —y a pedido del presidente peruano— tres artículos en El Comercio de Lima. «La Alianza del Perú y Chile» se titula la serie. Explora ahí las raíces comunes de ambas naciones. «Desde Socabaya a Yungay —manifiesta— Chile y el Perú formaron una sola familia». Arremete contra los pesimistas. Augura larga vida a la alianza del Pacífico. Son enormes sus expectativas: en el «ancho océano» —afirma— está el «verdadero teatro de la alianza americana». Bolivariano, anticipa el fin de las fronteras políticas y económicas, la plenitud de la «verdadera fraternidad americana».118 Tras el triunfo sobre España, en Europa y Norteamérica comenzaba a apreciarse que los pueblos sudamericanos eran «naciones y no tribus; que esos pobladores del hemisferio Sud son ciudadanos bajo la ley igual y no rebaños de hombres bajo un cetro de oro».119 La América del Sur había sido dejada sola. Y sola se había batido. Un mero gesto de la Casa Blanca hubiese bastado para que la flota española hubiese fugado del Pacífico de inmediato.120 Políticamente hablando, en el mundo de las «grandes potencias marítimas» —concluiría Vicuña Mackenna— somos tan solo un simple «grano de arena».121 La doctrina Monroe, en tales circunstancias, quedaba convertida en una «impostura del pasado». Fenecida esta, la doctrina de la Unión Americana aparecía ahora como «el código de salvación, de gloria y de respeto a la América del Sud contra la Europa».122
Con la evaporación de la amenaza ibérica iría diluyéndose el espíritu americanista. Disputas fronterizas y conflictos armados aseguraron su confinamiento al territorio de las utopías. Quedaba una vaga sensación de fraternidad generacional que el exilio y la presencia de un enemigo común habían, efímeramente potenciado. Hacia fines de 1878, no obstante, esta vieja conexión se reactivó para dar solución a un diferendo argentino-chileno en torno a la cuestión de la Patagonia y del Estrecho de Magallanes. «Hubo movimiento de barcos de guerra y acopio de armas en ambas partes». En medio de la acritud del debate surgió la figura de dos viejos amigos americanistas —Benjamín Vicuña Mackenna y Bartolomé Mitre— para imponer un criterio pacifista. Nada similar ocurriría, desgraciadamente, al año siguiente, cuando una disputa en torno a la región salitrera boliviana devino, en cuestión de semanas, en trágica confrontación.
Civilización y americanismo, paz y orden civil, el fin anhelado de la barbarie caudillista quedaban como temas comunes de esa red de hombres ilustrados. Chile —la «ciudadela de América» según San Martín— aparecía, hacia 1870, como líder indiscutible del republicanismo liberal novecentista. Con Federico Errázuriz Zañartu —antiguo «igualitario» y camarada de juventud de Benjamín— la apertura iniciada a mediados de siglo avanzó sin contratiempos. Al aproximarse el proceso eleccionario de 1876, sin embargo, resurgió el tema del intervencionismo oficial, encarnado esta vez en la candidatura de Aníbal Pinto. Prestigiado por su labor como Intendente de Santiago, Vicuña entró a la lid política. Pronto, su candidatura a la presidencia tomó la forma de una amplia movilización social. Surgió, en ese contexto, una nueva organización: el Partido Liberal Democrático. Del Partido Conservador recibiría inmediato apoyo, mientras, de otro lado, representaba la organización de «fuerzas auténticamente democráticas y populares (...) por primera vez en la historia de América»; una alternativa cuasi-socialista en opinión de algunos.123 Con sus conflictos y sus tensiones, Chile era, para ese entonces, un caso notable de estabilidad política e institucionalización. Y, sin embargo, en uno de sus discursos de campaña —en la ciudad de Talca— Vicuña criticaría la «podrida arrogancia» de ese «pobre Chile», tan «ufano de sus progresos y de sus alardes democráticos», tan «hinchado con su poder y su adelanto político», que con tanto menosprecio veía a sus vecinos; cuando estos, en verdad, daban muestras por ese entonces de avances importantes:
«Con que, ciudadanos de Talca —advirtió el candidato— si no queréis que Chile sea menos que los pueblos que viven en contorno de las pampas argentinas; que sea menos que las comarcas del Perú enclavadas en agrestes cordilleras; que sea menos que las tribus mansas del Ecuador, uníos en una falange (...) marchad todos juntos a la victoria del derecho y la democracia».124
Tras una exitosa campaña nacional, hacia junio de 1878, Vicuña confrontaría el mismo dilema de 1851 y 1858: «no quedaba sino dos partidos que tomar —escribió— batirse a muerte o abstenernos totalmente».125 Tomó la primera opción. Era lo que correspondía dentro del espíritu que él —como toda su generación— había ido forjando a través de tres décadas de exilios y frustraciones.
Quien en el caso del Perú representaba ese espíritu republicano y también americanista era sin duda Manuel Pardo y Barreda. A mediados de noviembre de 1878, el telégrafo marítimo había llevado a Santiago la noticia de su muerte en las gradas del Congreso de la República en Lima. Eran, Benjamín y Manuel, amigos prácticamente desde la adolescencia. Compungido, en pocas horas, escribió aquél un ensayo que apareció en El Ferrocarril santiaguino el mismo día que la noticia se hacía pública en la capital chilena. Elogia ahí su ilustración y su vastedad intelectual, su tacto político y su valor. Hace memoria de sus encuentros últimos en la capital chilena, cuando desde el exilio Pardo contemplaba la posibilidad de retornar al Perú, a continuar —al mando de su Partido Civil— la batalla política iniciada a inicios del decenio de 1870. Representaba Pardo, una solitaria voluntad de orden en el contexto de un país con una historia tormentosa. Ahí estaba para demostrarlo la barbárica insurrección de los hermanos Gutiérrez, caudillos militares que habían intentado frustrar su elección —como primer presidente civil en la historia del Perú— en 1872. «Extraño país —escribiría Vicuña— desde los cuatro hermanos Pizarro hasta los cuatro Gutiérrez su historia es solo una terrible leyenda!»126 Contra ese «fondo sombrío», Pardo había emergido «no sólo como una esperanza, sino como la certidumbre de un salvador providencial».127 El disparo asesino de un soldado, había interrumpido la obra de quien bien podría haber llegado a ser el Diego Portales del Perú: un «implacable subyugador del inquieto militarismo». Un interlocutor franco y sincero quien, con respecto a la cuestión salitrera, por ejemplo, llegaba a dar la razón a las quejas de los chilenos sobre la creación de un monopolio. Agotándose el guano, sin embargo, con el país al borde del abismo, no quedaba para el Perú ninguna otra alternativa. Tres meses escasos después, tropas chilenas tomaban control del área salitrera boliviana. Y en el tráfago diplomático-militar que prosiguió se revelaría la existencia de un tratado secreto de asistencia militar entre Bolivia y Perú. Para abril, Chile y Perú estaban, como cuarenta años antes, en situación de guerra. Descalabrado el sueño americanista, rota la confianza con los viejos amigos, con la propia patria amenazada, Vicuña asumiría —con su palabra y con su pluma como armas— su lugar en la trinchera de combate.
El tema de la guerra ronda los escritos de Vicuña Mackenna, al menos, desde mediados de la década de 1860. Después de sus planes para la liberación de Cuba, será testigo cercano de la guerra franco-prusiana de 1870. Por varias semanas, en julio de ese año, funge de corresponsal de guerra de El Mercurio. Luego será el diferendo con Argentina que trae hasta Chile los ecos de una era llena de peligros. Nada, por supuesto, similar siquiera al enorme desafío que la Guerra del Pacífico significará para el espíritu cívico y la imaginación histórica de nuestro personaje. En su recensión del libro de Gonzalo Bulnes, Historia de la Campaña del Perú en 1838, roza el tema de las complicadas relaciones chileno-peruanas. El momento de su publicación —diciembre de 1878— invita a leer algunos de sus comentarios como antecedentes de su transición del «americanismo» al férreo «nacionalismo» que va a desplegar con ocasión del inicio —en abril de 1879— de la más grande conflagración en la historia de Chile.
Los acontecimientos de inicios de 1879 actúan como catalizador del ardiente nacionalista que asoma tras el «candidato de los pueblos» y verdadero precursor del socialismo que ven algunos de sus biógrafos.129 Imposible subestimar la intensa pasión con que Benjamín Vicuña Mackenna encaró los acontecimientos. Las casi seis mil páginas que entre libros y artículos publicó durante el período bélico, a propósito del conflicto, lo corroboran. Imposible reducir su actuación, de otro lado, a una mera labor de historiador. Sintetizando todo lo vivido, movilizando como nunca sus múltiples talentos, forjó para sí, a propósito de la guerra, un papel funcional a su descollante personalidad y su dinamismo excepcional. Un papel multivalente que, entre sus varias dimensiones, habría incluido ser:
«...animador, orientador, director civil y político que impone sus puntos de vista al parlamento y a un gobierno que le fue personal y constantemente hostil, periodista de actividad inverosímil, consultor jurídico de los obreros y campesinos en campaña, organizador de la victoria —en un sentido más nacional aún del que lo fuera Clemenceau, en escenario inmensamente mayor, durante las etapas finales de la Guerra Europea—, cantor de las gestas heroicas, plenipotenciario nacional —sin títulos oficiales y a pesar de la voluntad oficialesca— durante la gestación de la paz».130
Como «director popular de la contienda» o «jefe moral» de la misma le bautiza Guillermo Feliú Cruz.131 Entre la propaganda y la historia, convierte su sabiduría y su pasión en poderosa pólvora retórica. Su agudo conocimiento del Perú, su prestigio cívico, su talento mediático, concurrirían al cumplimiento del papel que ha diseñado para sí.
Inicia con Las dos Esmeraldas el trabajo de definir al enemigo, de darle al esfuerzo de guerra un sentido en la historia amplia del país; de perfilar, en suma, la fuerza moral que coadyuve a matar y morir por la patria. De ahí el «estilo llano y popular» que elige para comunicarse.132 Aparte de sus artículos periodísticos —que se leen en las ciudades chilenas como verdaderos sermones patrióticos—, escribe una suerte de historia de la guerra en tiempo real, sobre la marcha; recurriendo a metodologías que cruzan largamente las fronteras historiográficas. Cuenta con una red de colaboradores que le surten de documentación. Fluyen hasta su mesa de trabajo los papeles —oficiales y no-oficiales— del enemigo. Espera en el puerto a quienes retornan del frente. En hospitales de Santiago y Valparaíso entrevista a los soldados heridos y una fluida correspondencia con los directores de la guerra le permiten un nivel incomparable de seguimiento de las campañas. Defenderá su obra, no obstante, como una «narración histórica estrictamente ajustada a los documentos históricos que se conservan en nuestros archivos, y a los relatos ya consagrados por la historia».133
La caracterización del enemigo es su primer gran tema. Procede ésta de la aplicación del tipo de marco «civilizatorio» que ha aplicado, tempranamente, a los indios del cono sur sudamericano. Como países trabados en su evolución por «el revoltijo de sus castas, sus soldadescas, sus indios» define a Bolivia y Perú.134 Tribus más que naciones, atrapadas en predicamentos de larga data: fragmentación y anarquía caudillesca.135 «País profundamente pérfido de índole, viciado y contrahecho en su origen, maleado por las revoluciones» dirá del primero. A su dictador, Hilarión Daza, dedica algunas de sus más filudas caracterizaciones: «indómito bruto de las selvas» dice de él.136 Y el Perú, de manera similar, «tierra de incesantes convulsiones»;137 habitada por un «mal antiguo:» ese «lobo hambriento e insaciable que ha devorado la vida del Perú desde su cuna, dejándole apenas existencia raquítica y miserable a través de las edades y de las pruebas más crueles».138 Bolivia y Perú: «desventurados países de la América española, condenados al eterno vaivén de sus propias desasosegadas olas».139
¿Qué resistencia podía oponer la población indígena —se pregunta Vicuña Mackenna— a la acción de una «raza activa, vigorosa e inteligente que, en su acción constructora en el abandonado litoral boliviano, se iba a encontrar frente a otra, «perezosa, muelle y desmoralizada por el clima y el ocio?140 Cual fenómeno físico —inevitable, natural— la guerra aparece pues —en su momento inicial— como una inevitable «colisión de fuerzas». 141 De ahí su aureola de inevitabilidad. Una vieja memoria de viaje suple su imaginación con la analogía adecuada: así como hubiese sido imposible que, tras «el descubrimiento del oro y la ocupación civil por los americanos del Oeste», las Californias siguieran bajo bandera mexicana; igualmente imposible era pensar que frente a la superioridad chilena, Bolivia hubiese podido retener su rico y remoto litoral.142 Más que el desierto mismo, los gobiernos bolivianos —inestables, corruptos, volubles— eran las grandes barreras para una racional explotación del desierto. Era el viejo dictum de una conquista propulsada por una necesidad histórica: el avance de la civilización. Un «destino manifiesto» latinoamericano en cuyo camino, el Perú había cometido el grave error de intervenir. Un «acto de verdadera demencia» sin duda derivado de una situación desesperada.143 Como el soldado de Pizarro que en una noche jugó y perdió a los dados el sol del templo del Cuzco, las elites peruanas se habían «tragado 300 millones» en abrir «locos y gigantescos» caminos de hierro a través de las montañas» o como consecuencia de su inveterada anarquía.144 El «país más rico del orbe» en el decenio de 1860 terminaba enmarañado en un «escándalo financiero (...) no sobrepasado ni en América ni en el mundo»;145 carcomido por «la gangrena del agio», que ve como salida involucrarse en una guerra a la cual, ni su honor, ni su seguridad, ni tradición alguna le impelían u obligaban».146 Razón alguna tenía pues ese país, paraintervenir en una cuestión de límites que era «exclusivamente doméstica y de pared medianera entre Chile y Bolivia». Cuatro veces en su historia republicana, más aún, había el Perú invadido a sus vecinos sin que Chile hubiese dicho «una sola palabra de agresión ni siquiera de consejo».147
Confrontación desigual si se contrastaban recursos y dimensiones, no así de tomarse en cuenta la naturaleza misma de ambas sociedades. «No hay memoria en el Perú —anotó Vicuña— de que un ejército vencido se haya rehecho». Carne de cañón de los ejércitos caudillescos, el «indio peruano huye hasta su choza» cuando se desbanda, en tanto que, los soldados chilenos —como los argentinos y los colombianos— «retrogradan solo hasta su campamento o su cuartel».148 País desprovisto de los «instintos salvadores del patriotismo»,149 «tierra de incesantes convulsiones»,150 pertenecía el Perú a ese tipo de pueblos «acostumbrados a vivir sólo en los vaivenes del deleite y del dolor».151 Pueblos en que, «una especie de filosofía aparte» —en la que indiferencia y el prodigio se alternan a la par con las horas de la existencia y la esperanza— solía imponerse. Así, en enero de 1882, con el ejército invasor en sus propias puertas, sabiendo Lima que estaba perdida, «confiaba todavía en algo misterioso, como la aparición prehistórica del Titicaca o como los milagros de Santa Rosa; y así creía que con orar o confiar iba a sujetar a los vándalos del sud».152 Favorecido por su homogeneidad racial y su cohesión social, en Chile, por el contrario: «la patria había concurrido por familias» al frente de batalla, respondiendo al reto como a una «cruzada doméstica y casi una guerra santa cuando se le señaló a Lima como término» u objetivo final.153
Un «asunto de familia», precisamente, más que «pasión de pueblo» era la «animadversión» peruana contra Chile. El fruto de una aristocracia limeña que no había podido acostumbrarse, y menos perdonar, que «el oscuro y pobre país que antes conocía solo por las petacas de sus panaderos o por el vendaje de sus fábricas de velas», hubiese logrado colocarse «a la cabeza de la América, gracias a su trigo y a su sebo, a su trabajo y a su inteligencia».154 Elite falsa y engañosa cuya sinuosa conducta provenía de aquel antiguo «sistema de astutas simulaciones», antigua «herencia del inca y del virrey». De ahí entonces los «sainetes diplomáticos» que, digitados desde el «vetusto Palacio de Lima», paralizaban hacia mediados de 1879 al régimen del cauteloso Presidente Pinto. De aquella conducta podía dar Vicuña un doloroso testimonio personal. Profundamente timado habría de sentirse cuando se supo en Chile de la existencia de un «tratado secreto» que vinculaba al Perú en la defensa de Bolivia. Que aquel documento, más aún, hubiese sido firmado durante la administración de su viejo amigo don Manuel Pardo. «Como chileno y como americano, por mi libre albedrío y deliberación, retiro todo lo que en elogio y alabanza de don Manuel Pardo dije en su calidad de mandatario americano y de amigo de Chile y de los chilenos» escribió en abril de 1879 en una carta en la que renunciaba al título de miembro honorario de la Universidad de San Marcos que le había sido otorgado unos meses antes.155
Dos tipos de pólvora —escribiría Vicuña por esos días— se requerían para pelear una guerra. La de uso en las trincheras era una. La otra —ideológica, espiritual— debía forjar al «pueblo armado», producir los miles de soldados que el esfuerzo de guerra requería. A producir esta última dedicaría Vicuña el total de sus energías. La victoria peruana en el combate naval de Iquique —Mayo 21, 1879— aparece en esa empresa como hito decisivo. En las aguas de Iquique —observaría el historiador— había creído el pueblo peruano encontrar las razones de su predominio. Levantar «la fama y la tradición del valor chileno a la cima de un verdadero apoteosis»,156 por el contrario, sería lo que de aquella derrota emergería. En la pluma de Vicuña, más aún, Arturo Prat reaparecería como la luz moral de la guerra que comenzaba; y su malogrado buque —la gloriosa Esmeralda— como el símbolo de una continuidad medular. De la Esmeralda de 1820 —que había transportado a las fuerzas patriotas limeñas hasta las puertas de la vieja capital virreynal— a la Esmeralda de Prat de 1879 que, «como una estela luminosa en las aguas del Pacífico», un «sendero» histórico había sido trazado.157 Que a Lima, y sólo a Lima, podía señalar. Quedaban así establecidos los términos de la gran cruzada que, desde la prensa y la tribuna cívica, Vicuña Mackenna emprendió para reorientar una guerra que parecía entramparse. A partir de la crítica al «bloqueo de Iquique» —con que la administración Pinto buscaba cortar el ingreso salitrero peruano— iría desplegando el historiador su visión personal de la enorme oportunidad histórica que a Chile se le abría a partir del conflicto todavía en ciernes.
Bloquear Iquique era como «poner un grillete al pie del coloso». ¿Por qué concentrar a la marina chilena en un «centro industrial en medio de una zona estéril» cuyo territorio, por si fuera poco, no ofrecía opción alguna para montar operaciones militares mayores? ¿No era acaso evidente que, obrando así, se le dejaba a este, libres «el pecho, los hombros, la frente para cavilar, los ágiles brazos para tendernos celadas y atacarnos»? ¿Qué mientras la marina gastaba combustible en Iquique; Arica, Ilo, Mollendo, Pisco, el Callao, Ancón mismo —lugares todos ellos «de cómodo desembarco y cabezas de líneas de hierro más o menos vastas»— quedaban «en disposición de artillarse y cerrarnos el paso en la hora oportuna»?158 Operar así equivalía a un lamentable olvido histórico: «que los antiguos marinos y soldados de Chile, no habían provocado al Perú lastimando sus extremidades, sino metiendo la espada hasta la empuñadura en su corazón».159 Se opone, en esa lógica, contra cualquier intento de negociación diplomática. Como en marzo de 1879 se ha opuesto a las conversaciones con el plenipotenciario José Antonio Lavalle, califica de «pamplina» pura la conferencia de la corbeta Lackawanna patrocinada por los Estados Unidos.160 El país se unificaría en el camino de la guerra: «Los errores, las desavenencias, los celos, las ruedas inútiles, los ambiciosos vulgares y los intrusos petulantes» —observó— preceden casi siempre al fuego; pero en la batalla, como en el crisol, todo se purifica y con la limpieza se engrandece y brilla».161 Solo la acción diría si Chile había estado realmente preparado para la contienda. Una guerra localizada desconocía lo que la historia tenía reservado para la grandeza de Chile. Ante el reto había que crecer. Construir un ejército de verdad. Como existen «en todos los países del mundo y aún entre los bárbaros». Capaz de pelear en «guerras continentales» como la presente.162
Desde el frente, recibe Vicuña, las «quejas amargas» de oficiales y soldados. Premura exigen, «quieren que su sacrificio no resulte estéril».163 Ignoran la «guerra americana» —escribe nuestro personaje— quienes «imaginan que sobre un desierto de arena, sin agua, sin transportes, sin víveres, sin horizontes, sin exploraciones que la fatiga hace imposibles, se pueda maniobrar a la manera que lo ejecutan los ejércitos europeos, marchando sus divisiones por diez o mas rutas socorridas y convergentes, moviéndose como los peones en un tablero de ajedrez».164 «¡No soltéis el Morro!» será su consigna en los días de la campaña de Arica. «No más aplazamientos, no mañanas —escribe— no más españolismo colonial embutido por el sopor supremo de la escuela, en el corazón y en el brazo del combatiente chileno desde el soldado al general». Es preciso, absolutamente preciso, que la guerra de 1879 esté terminada en 1880».¡Arma al brazo y a Lima! escribe en El Nuevo Ferrocarril el 3 de junio y cuando el gabinete Recabarren-Valderrama se presenta ante la cámara alta, interpela al Ministro de Interior, reclamando la campaña decisiva.165 Opta el liderazgo, sin embargo, por lanzar al norte peruano la expedición Lynch. Vicuña redobla sus críticas: Ni a un «cerebro enfermo» —escribe—podría habérsele ocurrido «empresa más fuera de razón, de propósito y de oportunidad». No hay objetivos militares. No toman en cuenta sus autores «la implícita barbarie» que «toda expedición de destrucción de propiedades» conlleva. Tampoco consideran —añade— que apuntan a destruir «lo que después vamos a necesitar para pagar el gasto de la guerra. ¿Quién gana —dice— sublevando por la fuerza a 50 mil asiáticos, volviéndolos, en última instancia, en parias o salteadores?166
En enero de 1881, finalmente, las tropas chilenas están a las puertas de Lima. Pasan ante su pluma los heroísmos desbordados de ambos ejércitos; la agudeza estratégica de Baquedano; la fallida defensa del atrabiliario Piérola y las noches olvidables de la destrucción de Chorrillos por sus embriagados compatriotas. Al error de los jefes chilenos de haber olvidado la «propensión irresistible de la sangre araucana que prevalecía al menos en dos tercios en las filas» responsabiliza por aquel baldón; porque bien sabido era que «cuando los aborígenes celebran sus orgías de placer o de victoria, sus mujeres esconden las armas de los guerreros, porque saben que, una vez turbada su razón, se acometen y se matan implacablemente entre sí».167
En la medianoche del 16 de enero de 1881 —relata Vicuña— «la comuna negra se enseñoreaba sin freno alguno en la capital del Perú y en su puerto». Era —dice— «como si los hermanos Gutiérrez hubiesen resucitado».168 A ese «cuadro de espanto social, aviso precursor de la disolución moral de un pueblo», se sumaba «el espectáculo de la destrucción cobarde de todas las defensas de tierra del Callao y de sus buques y embarcaciones de todos portes, incluso sus pontones». «Sin bríos para intentar una fuga o morir combatiendo» acababan los peruanos «los últimos restos de su poderío naval».169 La corbeta Unión, los transportes Rímac, Chalaco, Limeña, Oroya, Talismán, el monitor Atahualpa, gemelo del de Arica, su lancha Urcos, sus pontones mismos, como el Pachitea y el Apurímac, barrenados por torpedos de dinamita, desaparecieron aquella fatal noche en medio de espantosos estallidos o naufragios que simulaban la agonía de todo un pueblo».170
En medio del caos, «para salvarse de sí misma» la vieja capital virreynal, implora al invasor que acelere su entrada a la ciudad. La «angustiosa nota» del alcalde limeño al general en jefe chileno, «no solo era una rendición, sino un dolorido llamamiento a la misericordia».171 Final «extraño y revelador del porvenir» —anota el historiador chileno— «el Perú llamaba a los chilenos para salvarse del Perú, y Lima puesta de rodillas pedía a sus invasores de 1820 y de 1839 que apresurasen el paso para protegerla de si misma».172 Siglos pasarían antes que pudiese olvidar el Perú «tan cruel hecatombe». Quedaba la esperanza, sin embargo, que «su propia sangre así generosamente vertida por el deber» pudiese «servirle de estímulo y de regeneración».173 Era el dictamen de la historia: el viejo y perdido satélite colonial convertido en el médico de hierro de su antigua metrópoli virreinal.
Desde sus gabinetes de trabajo, los hombres de letras del siglo XIX, forjaron las repúblicas de papel que, a lo largo del siglo —en un arduo proceso de prueba y error— irían ganando corporeidad. Partían con un legado precario: (a) una historia de próceres y padres fundadores teñida de traiciones y desconfianza; (b) brechas abismales en el terreno de la identidad; (c) una profunda indefinición política. A ese debate llegó Vicuña cuando el péndulo político regional traía a los liberales de vuelta al poder. Conservadores como Portales habían emergido tras el fracaso de la primera generación liberal. En Chile, notoriamente, la «base granítica» creada por la incursión portaliana impuso al ímpetu liberal un tempo político singular: el paso acompasado de una incorporación gradual. Jóvenes como Vicuña Mackenna pagaron con el exilio la audacia de su oposición. El periplo que prosiguió sería la ruta de su domesticación política; su transición ideológica a la «edad de la razón»; la urgencia por pensar a Chile en el cambiante mapa del mundo de la era del capital. Una entusiasta adscripción al marco propuesto por la civilización occidental, ciertamente, definirá de manera medular su visión del mundo y de su país. De ahí en más, sin embargo, una permanente dialéctica entre ambos polos referenciales, es lo que explica su evolución. Abierto al mundo y pragmático, sus pasiones atemperadas por el influjo de la estabilidad económica e institucional, el debate de ideas chileno derivaría en un nacionalismo peculiar. Recio y agresivo, ilustrado y «civilizador». Todo en un solo paquete. De ello la trayectoria misma de Vicuña Mackenna es un ejemplo distintivo: del joven radical marchando al exilio en un barco cargado de harina al «jefe moral» de una guerra «civilizadora». Son los rostros contradictorios de un proceso excepcional: la «más pobre y desdeñada» comarca de América, hecha nación, por la razón o por la fuerza.
91«La comarca más pobre y desdeñada de América,
92En 1861 Benjamín ha retornado de su segundo y último exilio. Ese año, José Joaquín Pérez es elegido como sucesor de Manuel Montt. Decreta, para comenzar, una amnistía general. Hará un gobierno de apertura. Vicuña mantiene con él una estrecha relación de amistad. En los años subsiguientes, como Intendente de Santiago y Diputado Nacional inicia un inédito ciclo de colaboración con el poder.
93 Considerado el gran estratega naval norteamericano, autor de varios influyentes estudios sobre la influencia del poder marítimo en la construcción de poderes imperiales. Sus trabajos principales son: Influence of Sea Power upon History, 1660–1783 (1890); Lessons of the War with
94 B. Vicuña Mackenna, «Discurso sobre la mejor manera de armar la república pronunciado en la Cámara de Diputados sesión del 2 de julio de 1864» en Miscelánea. Colección de artículos, discursos, biografías, impresiones de viaje, ensayos, estudios sociales, económicos, etc., tomo II, Santiago: Imprenta de la Librería del Mercurio, 1874, pp. 291-309.
95 B. Vicuña Mackenna, «La lei del Progreso en Chile. Bajo un punto de vista europeo» en Miscelánea, tomo I, pp. 379-423.
96 Ibid., p. 413.
97 Ibid., pp. 416-19.
98 B. Vicuña Mackenna, «Comunicación Interoceánica entre el Pacífico i el Atlántico» en Miscelánea, tomo III, pp. 277-304.
99 Patricio Herrera González, «La cuestión del Arauco. Un problema de dignidad nacional durante el siglo XIX» en Manuel Loyola y Sergio Grez, compiladores, Los Proyectos Nacionales en el Pensamiento Político y Social Chileno del Siglo XIX, Santiago de Chile: Ediciones UCSH, 2002, pp. 75-88. Véase también, Julio Pinto Vallejos, editor, Modernización, Inmigración y Mundo Indígena. Chile y Araucania en el siglo XIX, Temuco: Universidad de la Frontera, 1998. Sergio Villalobos, Vida fronteriza en la Araucania. El mito de la guerra de Arauco, Santiago: Editorial Andrés Bello, 1995.
100 B. Vicuña Mackenna, «La Conquista de Arauco. Discurso pronunciado en la Cámara de Diputados en su sesión del 10 de agosto», Santiago: Imprenta del Ferrocarril, 1868, p. 1.
101 B. Vicuña, Mackenna, Lautaro y sus tres campañas contra Santiago 1553-1557 (Estudio biográfico según nuevos documentos), Santiago de Chile: Imprenta de la Librería del Mercurio, 1876; «Tercer discurso sobre la pacificación del Arauco» (Agosto 12, 1868); «Cuarto discurso sobre la pacificación del Arauco» (Agosto 14, 1868) en Discursos Parlamentarios, Santiago: Universidad de Chile, 1939.
102 B. Vicuña Mackenna, «La Conquista de Arauco», p. 7.
103 B. Vicuña Mackenna, «La nueva ‘Santa Alianza’ (Reminiscencias históricas a propósito de la invasión de Méjico por la Francia)» en Misceláneas, pp. 349-367. Sobre la ambigua percepción de los indígenas araucanos por parte de la intelectualidad chilena véase, Ximena Troncoso Araos, «El retrato sospechoso. Bello, Lastarria y nuestra ambigua relación con los mapuche» en Atenea [Concepción-Chile], no. 488, 2003.
104B. Vicuña Mackenna, Páginas de mi diario durante tres años de viaje, vol. 2, p. 413.
105 Ibid., p. 414.
106 B. Vicuña Mackenna, «La nueva ‘Santa Alianza’» , p. 389.
107 Sobre la Unión Americana véase Anales, «Homenaje a B. Vicuña Mackenna», p. 174 y ss.
108 B. Vicuña Mackenna, Diez Meses de Misión a los Estados Unidos como agente confidencial de Chile, Santiago: Imprenta de la Libertad, 1867, p. 5.
109 Ibid, p. 25 y ss.
110 B. Vicuña Mackenna, «La independencia de Cuba y Puerto Rico» en Revista Cubana, vol. 3, 1935, pp. 46-97.
111 Ibid., p. 67.
112 Ibid.
113 Ibid., p. 81.
114 Ibid., p. 83.
115 Ibid., pp. 54 y 57.
116 Ibid., p. 82.
117 Ibid., pp. 67-8.
118 Ibid., p. 174.
119 B. Vicuña Mackenna, «La doctrina Monroe y la Unión Americana» en Miscelánea, tomo I, pp. 373-377.
120 Ibid., p. 53.
121 Ibid., p. 66.
122 Ibid., p. 377.
123 «Homenaje a Vicuña Mackenna», p. 224.
124 B. Vicuña Mackenna, El Partido Liberal Democrática (Su origen, sus propósitos, sus deberes), Santiago de Chile: Imprenta Franklin, 1876, pp. 48-49.
125 Citado en «Homenaje a Vicuña Mackenna», p. 253.
126 B. Vicuña Mackenna, Manuel Pardo Ex Presidente del Perú. Breves apuntes sobre su vida (Homenaje de un chileno a su memoria), Santiago de Chile: Imprenta de la Librería del Mercurio, 1878, p. 25.
127 Ibid., p. 14. Sobre la trayectoria de Manuel Pardo, véase: Carmen Mc Evoy, Un proyecto nacional en el siglo XIX. Manuel Pardo y su visión del Perú, Lima: Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial, 1994 y La huella republicana liberal en el Perú, Manuel Pardo: Escritos fundamentales, Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2004.
128 B. Vicuña Mackenna, «Historia de la campaña del Perú en 1838» en Revista Chilena de Historia y Geografía, vol. 80, no. 89, 1878, pp. 24-35.
129 Anales, «Homenaje a B. Vicuña Mackenna», p. 44.
130 Ibid., p. 285.
131Guillermo Feliú Cruz, Benjamín Vicuña Mackena. El Historiador, Santiago: Ediciones de los Anales de la Universidad de Chile, 1958, p. 103.
132 B. Vicuña Mackenna, Las Dos Esmeraldas 1820-1879, Santiago de Chile: Rafael Jover Editor, 1879, p. 8.
133 Ibid.
134B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Lima, 1880-1881, (Santiago de Chile: Rafael Jover Editor, 1881), p. 105.
135 B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Tarapacá. Desde la ocupación de Antofagasta hasta la proclamación de la dictadura en el Perú, Santiago de Chile: Imprenta y Litografía de Pedro Cadot, 1880, p. 399
136 Ibid., p. 35.
137B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Lima, 1880-1881, p. 138.
138 Ibid., p. 721.
139 B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Tarapacá, p. 220.
140 Ibid., p. 35.
141 Ibid., p. 37.
142 Ibid., p. 35.
143B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Lima, 1880-1881, p. 129.
144 B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Tarapacá, p. 347.
145B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Lima, 1880-1881, pp. 124 y 140.
146 B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Tarapacá, p. 362.
147 B. Vicuña M. Las Dos Esmeraldas 1820-1879, apéndice, p. XXXVI.
148B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Lima, 1880-1881, p. 1029.
149 Ibid., p. 728.
150 Ibid., p. 138.
151 Ibid., p. 1040.
152 Ibid., p. 1040.
153 Ibid., p. 1013.
154 B. Vicuña M. Las Dos Esmeraldas 1820-1879, apéndice, p. 175.
155 Citado en Anales, «Homenaje a B. Vicuña Mackenna», p. 270, nota 276.
156 B. Vicuña M. Las Dos Esmeraldas 1820-1879, apéndice, p. 415.
157 B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Tarapacá, p. 638.
158 B. Vicuña M. Las Dos Esmeraldas 1820-1879, apéndice, p. 187.
159 Ibid., p. 188.
160 Citado en Carmen McEvoy, «República nacional o república continental? El discurso republicano» durante la Guerra del Pacífico, 1879-1884. (manuscrito)
161 B. Vicuña M, Historia de la Campaña de Tacna y Arica, 1879-1880, Santiago de Chile: Rafael Jover, Editor, 1881, p. 1056.
162 Ibid., p. 270.
163 Anales, «Homenaje a B. Vicuña Mackenna», p. 291.
164 B. Vicuña M, Historia de la Campaña de Tacna y Arica, p. 1055.
165 Citado en Anales, «Homenaje a B. Vicuña Mackenna», p. 293.
166B. Vicuña M., Historia de la Campaña de Lima, 1880-1881, pp. 555 y 559.
167 Ibid., p. 1020.
168 Ibid., p. 1199. En 1872, un golpe militar encabezado por los hermanos Gutiérrez, coroneles del ejército todos ellos, suscitó una brutal reacción popular que derivó en el linchamiento de dos de esos infortunados oficiales a quienes se les responsabilizaba de haber asesinado al depuesto Presidente José Balta.
169 Ibid.
170 Ibid., p. 1202.
171 Ibid., p. 1203.
172 Ibid., p. 1023.
173 Ibid., p. 1176
© 2005, José Luis Rénique
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Rénique, José Luis : «Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación -1», en Ciberayllu [en línea]