Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación
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Jose Luis Rénique |
A los 24 años, Vicuña es un hombre multidimensional. Agricultura, finanzas, desarrollo urbano, temas migratorios, transporte, merecieron durante su periplo debida atención. Las cerca de mil páginas de su diario de viaje pueden ser valoradas también por la información «técnica» que contienen: una mirada «sureña» del norte capitalista en su momento de despegue. Material por cierto que no quedará en la teoría. No se contiene —como ya se ha dicho— dentro de los límites de la «República de las Letras». Se desborda hacia la esfera pública: se siente «un constructor de nación». No es un patrón inusual entre sus colegas contemporáneos. En pocos como él, no obstante, en dimensión tal y de manera tan destacada. Lidera la Sociedad de Agricultura, incursiona en el foro, escribe en la prensa diaria, participa en política. Lo dominaba —se ha escrito de él— un desbordante «espíritu comunicativo».26 En él —añade el mismo autor— la «cultura» no es mera «ilustración académica» sino «una cosa viva, práctica, de utilidad inmediata».27 Actitud tal daría a su obra histórica un sello peculiar.
En medio de sus intereses múltiples la Historia aparece como su medio predilecto de comunicación. El gran pilar de su proyecto nacionalista: fuente de «inspiración cívica» y «medio poderoso de vindicta moral».28 El «sacerdocio de la historia» —como suele llamarle— como arma esencial de un magisterio que debía trascender los linderos de la academia o de los medios cultos: historia de la sociedad frente a una historia de los gobiernos; historia de los hombres frente a una historia de las cosas; «buscar al hombre, desenterrar sus cenizas sin profanarlas, exhumar su pensamiento y su corazón sin lisonja ni calumnia».29 Su ideario historiográfico se enraizaba en experiencias de su vida temprana».30 Un diálogo con el pasado que el contexto intelectual y luego el exilio habrían de alentar. En El sitio de Chillán —su primer estudio histórico— quedaba esta tendencia tempranamente expresada: «Quiero llamar a la vida las sombras magnánimas de esos mártires generosos que murieron disputando al león de las Españas». Le valdría aquel ensayo un alentador comentario del maestro Andrés Bello, figura estrechamente vinculada al notable desarrollo historiográfico existente en Chile hacia mediados del XIX.31 Venezolano, su propia historia podría ser tomada como el epítome del intelectual latinoamericano exilado que encuentra en la angustia de la distancia el incentivo para pensar la nación: un «diálogo con el pasado» moral e intelectualmente orientador. Desde su cargo de rector de la universidad de Chile vertió sus reflexiones y sus vivencias en la emergente generación de 1842.32
Tuvo lugar este importante desarrollo cultural en el marco de la estabilidad generada por la era portaliana. Chile se despunta, en el Pacífico sur como emporio comercial y la victoria militar sobre la Confederación Peruano-Boliviana aviva la vena nacionalista (1836-39). Entre 1834 y 1849, asimismo, llega a Chile «un notable conjunto de artistas, intelectuales y científicos», algunos de ellos contratados por el propio gobierno: «todos enseñaron, discutieron, opinaron, investigaron» —sostiene Cristian Gazmuri— espantando así algo del ambiente autoritario de la era portaliana.33 Sea por los ilustrados viajeros que recalan ahí o por el destierro a que a sus radicales se inflinge, el «remoto» Chile se abre al mundo. Los movimientos revolucionarios de 1851 y 1858 —que a Vicuña Mackenna le ocasionaron sendos exilios— fueron parte de ese despliegue crítico. Si bien sufren derrota, los jóvenes de 1842 dominarán la vida publica en los siguientes 20 años.34 A este horizonte emergente aporta nuestro personaje lo aprendido en su periplo internacional. Y es ese clima político-intelectual el que alienta la profundización de ese viejo diálogo suyo con el pasado que los manes del exilio no han hecho sino convertir en urgente.
De ese ánimo lo vemos embargado en su paso por Mendoza, de retorno de Europa. Va en busca de las cenizas del abuelo irlandés muerto en esa ciudad en el duelo con Luis Carrera (hermano del líder independentista José Miguel Carrera) cuatro décadas atrás. En archivos locales —auxiliado por cuatro escribientes— recopila ávidamente documentos vinculados a la historia de la emancipación chilena y sus primeras «contiendas civiles».35 Aspira a reemplazar la «vil chismografía» prevaleciente con una «historia severa, imparcial y patriótica».36 Se vuelca en lo que ve como una empresa de «justicia histórica».37 Esta, en su dimensión cívica, consiste en promover la erección de monumentos a personajes como San Martín, Sucre, O’Higgins y, por supuesto, el abuelo Mackenna. En su dimensión historiográfica aparece como el interés por dos temas íntimamente vinculados a sus experiencias del período 1852-55: ostracismo y reconciliación. Dos trabajos escritos entre 1857 y 1860 reflejan ese interés: El Ostracismo de los Carreras y El Ostracismo del general D. Bernardo O’Higgins.
«Vamos a narrar —dice, en el prólogo de la primera— una historia de dolor, el episodio acaso más triste de aquella grande era de martirologio y de gloria para la América». Nada menos que: «la breve y melancólica vida de tres ilustres chilenos» que, tras brillar en el suelo patrio, «perecieron con muerte heroica, pero de vilipendio y horror, en tierra extraña». 38 Fomentar la reconciliación es, de otro lado, el propósito de la segunda. Quiere «acercar por el amor y por la clemencia» aquello que la pasión, el error o la calumnia, había separado. Reconciliar, es decir, a dos viejos enemigos —José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins— y a través de ello cumplir con, aquella «obra santa y necesaria que el historiador debe a la posteridad reparadora».39
Impulsivo, carismático, arrogante y ambicioso, José Miguel Carrera habría de ser el héroe romántico por excelencia de la independencia chilena. Históricamente, sin embargo, su patriotismo sería puesto en cuestión.40 La misma vehemencia que le había convertido en héroe de la independencia de su patria lo empujó a su trágica disidencia. Enfrentado con Bernardo O’Higgins y, por extensión, con San Martín, abandona Chile en 1814 para no volver. Largo será su periplo de exilado. Busca en los Estados Unidos apoyo para un ambicioso plan militar contra el Imperio Español.41 Aspira, en ese esfuerzo a conectarse con Bolívar. Actuaba —observa Vicuña Mackenna— con su usual indisciplina y basado en un pobre conocimiento de los sistemas políticos. Algo consigue. Pero cuando llega con su expedición a Buenos Aires ya San Martín ha cruzado los Andes con el éxito conocido. El odio a este general victorioso gobierna desde entonces la actuación de los hermanos José Miguel, Luis y Juan José Carrera. Morirán estos últimos fusilados en Mendoza (1818) por conspirar contra el argentino. José Miguel se entrega a una aventura, vengativa e irreal, por impedir aquello que ve como la conversión de Chile en una provincia de Río de la Plata. Huye a Montevideo tras ser detenido en Buenos Aires. Se traslada de ahí al interior argentino —«pobre y errante, guiado sólo por su desesperación»42— donde se vincula con caudillos locales enemistados con la capital porteña y con San Martín. En la correspondencia personal de Carrera busca Vicuña motivos y razones. Encuentra un intenso patriotismo resuelto en una visión política tan vehemente como delirante: «vámonos a Chile —escribe a su esposa— y en el campo dejemos pasar los días de anarquía y de locuras».43 Como movido por una fuerza superior a su voluntad, «rodeado de guerrilleros oscuros y de subalternos amotinados»,44 prosigue, sin embargo, con su doble y novelesco propósito de anarquizar a la Confederación Argentina mientras se abre paso hacia la frontera con Chile. En un hueco negro de la historia pareciera haber caído: asociado a una serie de «jóvenes y desgraciados caudillos» que unos y otros le utilizan y le traicionan; para perder, finalmente, control de los «recursos de la civilización» (alianzas de partido, combates de estrategia, etc.) Pero antes de «entregarse a la merced de sus implacables enemigos», prefiere «asilarse en el desierto»; recurriendo a una «alianza con los indios pampas».45 ¿Cómo explicarse el contubernio de un «hijo de la civilización» con ese «eslabón de carne humana entre el tigre y el potro salvaje», con ese ser que no era sino una «categoría intermedia entre la bestia feroz y el ser humano»46? ¿Cómo explicarse el giro de Carrera hacia la barbarie?
Ni la política, ni la inteligencia, ni las ideas, —observaría Vicuña Mackenna— le dictaban el ir a ponerse al frente de aquellas «hordas salvajes de la pampa». Era «el corazón, no la mente, el foco donde ardía aquella lava que iba a derramarse revuelta con sangre por la faz de aquellos pueblos».47 Desenganchada de la razón, la patria que Carrera representaba era un ente desasido, descarriado. Indudable su «noble aspiración». No así las consecuencias de esta. En el desierto —expresión culminante del exilio u ostracismo— la naturaleza le imponía sus condiciones: «no tenía nada que crear, no había planes, el faro de la gloria que brillaba en la distancia había extinguido su luz» quedando Carrera envuelto en «la doble soledad del desierto y la barbarie».48 Un hijo de la civilización devenido hijo del ostracismo. Tal la miseria y el peligro de esa condición que el propio Benjamín había apreciado en los grises días de su propio destierro. En Carrera se había encarnado la patria chilena primigenia. «Arrullada por su aliento varonil» había dado sus primeros pasos. En cierto momento, sin embargo, entre el orgullo propio y la «adoración irresistible» por el terruño, el «primer padre de la patria» chilena se había deslizado hacia aquel camino sin retorno. Otros se encargarían de darle al «edificio de la República» la «base de granito» que la sostendría a través del tiempo.49
Cuatro décadas habrían de pasar para que la nación y la «posteridad» reconocieran el patriotismo que había conducido a los hermanos Carrera a su desdichada muerte. El relato de la ceremonia de repatriación de sus cenizas aparece como conclusión de la saga narrada por Vicuña Mackenna: las salvas de artillería, la inmensa concurrencia agolpada en el templo de la Compañía, las autoridades encabezadas por el Presidente de la República, las cenizas exhumadas colocadas en un «túmulo piramidal» bajo la cúpula central del templo al lado de «unas raídas ropas militares de uso de los difuntos». Tras la ceremonia, un carro fúnebre conduce «las cenizas ya purificadas de los héroes». En el camposanto, un orador convoca a los asistentes a cubrir con un velo de silencio y de perdón la memoria de la «horrible catástrofe de Mendoza». A un lado, una inscripción resume el sentido de la ceremonia: «La Patria a los Carreras, agradecida por sus servicios, compadecida por sus desgracias».50 El héroe desdichado regresaba, al fin, al seno de la república. Al seno, es decir, de la civilización.
Ni de cerca, hay, en el caso del ostracismo de O’Higgins, dramatismo semejante al del caso Carrera. Para leer este último —dice Vicuña— «es preciso apartar con la mano el filo de los cuchillos o la soga con que los verdugos atan a sus víctimas».51 En el primero, en cambio, aparece el personaje como un «héroe fatigado». Sentado en el «rústico banco del labrador», envuelto en sus recuerdos, como vengándose del olvido de su patria ingrata a fuerza de «consagrarle su amor desdeñado».52 Testimonios ambos, sin embargo, de un problema común: ¿cómo superar esa «religión del odio» que en Sudamérica tenía en los Rosas y en los Belzú sus «sacerdotes o demonios»53? ¿cómo neutralizar esa «agilidad prodigiosa» para reunirnos en inefables «huestes de exterminio»? ¿cómo pasar «el largo invierno en que ha llovido sangre», para lanzarnos, definitivamente, hacia «una era nueva de paz y reconciliaciones»54? Como en el caso de los Carrera el autor esta personalmente involucrado en el tema. De un lado, no solamente Luis Carrera es el asesino de su abuelo Juan Mackenna sino que José Miguel Carrera Fontecilla, hijo del líder independentista, era su mejor amigo. Del otro, Demetrio O’Higgins, hijo del héroe, le hace entrega del archivo de su padre y lo recibe en la hacienda Montalbán, en el valle de Cañete, la propiedad que el gobierno peruano había obsequiado al prócer chileno más de tres décadas atrás. Ahí, consustanciado con su personaje, escribirá en poco más de un mes su texto sobre el ostracismo de O’Higgins.
Al Perú ha llegado Vicuña Mackenna tras un año largo en Europa. Su insistencia en demandar una Asamblea Constituyente —con el fin de reemplazar la Constitución autoritaria de 1833— le había hecho acreedor a su segundo exilio. Tras varias semanas de prisión, había partido de Valparaíso en marzo de 1859. Prácticamente como prisionero del capitán de un navío inglés. Opta, eventualmente, por trasladarse a Lima, centro de reunión de numerosos exilados chilenos.55 Pasará ahí los últimos meses de 1860. Para retornar a su patria a inicios de 1861. Es en esas circunstancias que obtiene acceso al archivo de O’Higgins. Su propia condición de desterrado aguza su sensibilidad y su simpatía por el personaje: en sus solitarios paseos al atardecer —anota— le parece divisar en el crepúsculo la figura del viejo guerrero. Un verdadero diálogo romántico tiene entonces lugar en las playas peruanas de Cañete: el héroe recobra la memoria de sus años de «belicosa juventud», cuando se batía, como general o guerrillero, con los «godos invasores» tanto como sus lustros de pobreza y abandono, de destierro y soledad.56 Sus cartas de juventud, le abren «el corazón y la inteligencia» del defenestrado compatriota; el proceso interno a través del cual el hijo de un virrey del Perú deviene revolucionario: sus años en Lima y en Inglaterra, su encuentro fundamental con Francisco de Miranda, su retorno a un país aletargado, decepcionante, su camino hacia el liderazgo y el poder. Escribe Vicuña con insoslayable admiración, sin llegar, no obstante, a la hagiografía. No elude el examen detallado de sus debilidades como gobernante: «embriagado con la amplitud de poder de que gozaba» se resiste a las solicitudes que se le hacen «para que diese al país la organización de que carecía». Carecía pues de las dotes de un hombre de estado. Se rodea de gente que el público odia.57 A las críticas responde con altivez y espíritu vengativo: «no escuchaba reflexión alguna, un vértigo fatal lo tenía aturdido». Hasta que llega la respuesta de la sociedad, bajo la forma de un movimiento que, en enero de 1823, le obligó a renunciar.
En ese momento final, según Vicuña, residía la gran y postrera lección del personaje. Le asistía —en su condición de Director Supremo— el derecho a usar la fuerza. Comprende, sin embargo, que es inútil toda oposición. Al optar por la abdicación protagoniza una revolución. Su política la había provocado pero él la legitimó. Una decisión que truncaba su destino de caudillo convirtiéndole en ciudadano. Era el esperado Washington de América del Sur; protagonista de la «única revolución completa y verdaderamente grande» ocurrida en la región.58 Con ello, O’Higgins le ahorraba a Chile el destino que sus vecinos. Al precio de la «resignación y la ingratitud». El «gran caudillo de las batallas de Chile» convertido en labrador en tierras distantes y ajenas. Y su olvido: «un baldón de nuestro pasado».59 Ya en 1844 se había dado una ley dictaminando la repatriación de sus restos mortales. Recién en 1868 —en un período de especial armonía en las relaciones chileno-peruanas como de apaciguamiento de las disputas políticas locales— puede el héroe retornar a casa. En la ceremonia de partida, el Canciller peruano diría: "vuestro Capitán general nos pertenecía; pero él era ante todo vuestro. Por eso os lo devolvemos. Sin embargo, esas cenizas os dirán que están naturalizadas en el Perú. Ellas son el glorioso recuerdo de una gloriosa unión."60
Con su pluma, aspiraba Vicuña Mackenna a fundar una verdadera cultura republicana. Tanto o más que en la adopción de sus instituciones, sus títulos o su retórica, en ello radicaba la viabilidad republicana. Al historiador, en ese contexto, correspondía explorar y valorar ejemplos de saludables como el de O’Higgins; delinear el camino de la reconciliación. Diversos testimonios aseveran el carácter especial de ese escrito, el enorme valor cívico que Vicuña concedía a ese diálogo particular con el viejo prócer. Insiste, en carta al hijo de Bernardo que esta escribiendo «una obra seria, imparcial y completa» cuyos hechos serían «religiosamente documentados». Una obra de la que, «la figura de su padre saldrá grande y gloriosa» sin tener que requerir a «lavar manchas secundarias que apoquen sus altos hechos». Porque «mi regla será mi conciencia y Ud. sabe, amigo mío, que un hombre que se respete algo a sí mismo jamás consentirá en falsear la verdad y en ocultarla».61 Objetivo tal requería una innovación metodológica que el autor explicó de la siguiente manera: «en nuestros países y con nuestra tradición» —donde «cada hecho es una disputa, cada idea una contradicción y cada gloria una envidia»— no era posible «vaciar la figura de un hombre que haya figurado conspicuamente en nuestra política en un solo cuadro compacto y trabado». Así, ni «el molde austero de los varones ilustres de Plutarco» o los ensayos en que Macaulay y Lamartine trazaban «la carrera de los genios de varios siglos» eran adaptables a «nuestros turbulentos campeones». La vida de los grandes hombres de la América del Sur exigía, más bien, «delinear sus bruscos contornos con exactitud».62 Así premunido —con el dato de dos exilios arduos y dolorosos en el alma— podía lanzarse a buscar el rastro de su «utopía republicana» en el desciframiento del más polémico personaje de la breve historia del Chile independiente: el controvertido Diego Portales.
Si Carreras era el primer revolucionario y O’Higgins el Washington sudamericano, Portales era el gran organizador, el constructor de la «base de granito» capaz de sostener «el edificio de la República».63 Explorar su vida, por lo tanto, era aproximarse al núcleo mismo de la cuestión republicana en Chile. Para un joven de cuna pipiola no era un desafío menor. Había crecido con la certeza de que el estanquero santiaguino era el villano de la historia, el responsable último de la desgracia familiar. Hacia 1858, no obstante, en las páginas de su periódico Asamblea Constituyente, comienza a airear su visión revisionista. Más por intuición que por estudio —recordaría— comienza a apreciar la trascendencia de su rol político: «con una mano aplasta una revuelta, y con la otra dicta una ley constitutiva». Reprime —simultáneamente— «los vicios de la muchedumbre» y organiza la hacienda pública. Altivo, de otro lado, «hace respetar el pabellón de Chile a naciones poderosas que lo provocan» y «levanta de la nada un ejército, que otros llevarán más tarde a obtener prestigiosas victorias en lejanos climas». Todo esto en un «período vacilante y tempestuoso» de la política chilena. «Nunca hubo en América —concluye— un despotismo más feliz, más potente ni más rápido».64 ¿El precio? La soledad y la incomprensión; y la muerte por mano ajena, por cierto. En síntesis, era ese el argumento que desarrollaría en su notable biografía del estadista: la historia de una «voluntad irresistible» que aplica un doble golpe de timón a una nave que —como toda la Sudamérica republicana temprana hacia fines del decenio de 1820— parecía sucumbir a una mar agitada; aniquilaba a sus odiados «pipiolos» sin someterse a las doctrinas, afecciones o compromisos de la reacción «pelucona» con cuyo apoyo insurge. En menos de tres meses había completado su obra renovadora.65 Rehusándose, por si fuera poco, a ocupar la presidencia de la república. Los detalles de la «poderosa organización unificadora» que se proponía imponer al país serían su preocupación principal.66 Pudo, pero no quiso ser un Juan Manuel Rosas. Su «desprendimiento» marcaría la historia del país.67 Omnipotencia sí. Pero no «un despotismo rastrero y miserable, cebado sólo en persecuciones y en el lucro de los destinos. Un «absolutismo creador» —esencialmente diferente de otras tiranías— que no tenía por base el egoísmo, sino, por contrario, «la abnegación sin límites de su personalidad».68 Ahí el núcleo de la grandeza del Chile republicano.
¿Quién era esta suerte de precursor del bonapartismo capaz de convertirse, «en unas cuantas horas», en el «absoluto dictador de su patria»? Es un «demócrata práctico», acostumbrado a vivir entre rotos, que no ha visitado jamás los salones de la aristocracia.69 No se trata de un «gran hombre». Acaso lo hubiese sido de haber tenido una educación sólida. Tres son sus grandes pasiones: las mujeres, los bufos, y los caballos. Lo poco que de educación tiene pareciera derivar de la lectura de periódicos o de conversaciones con personas sabias».70 Una gran voluntad, un ánimo grande, exuberante, de generosa savia, pero inculto y casi selvático.71 Un político instintivo y de gran laboriosidad cuya acción organizadora dejaría «huella profunda» en la historia del país. Y tras de todo ello: una gran austeridad, un amor a toda prueba por la patria. Un hombre que construye, desde un «oscuro escritorio de comercio, lejos de la capital, el «andamio de hierro» de la nación chilena. Portales, pues, como un producto neto —aunque exuberante— de la nación. El gobernante, según Vicuña, «más original de cuántos han figurado en la historia de toda América».72
Y, sin embargo, de otro lado, su obra había dado pie a la imposición de la Constitución de 1833. Ese «engendro monstruoso y oportunista» que en la práctica aplicaba un modelo absoluto y monarquista.73 Ahí —y no en la pasión que el individuo mismo seguía incitando— radicaba el problema de fondo. Por más de un cuarto de siglo se le había hecho creer a los chilenos que los «múltiples adelantos de la civilización» de que Chile disfrutaba se debían a la carta del 33. El país había sido nada; la constitución lo había sido todo. Soslayándose pues, en aras de sostener el autoritarismo, sus históricos factores de progreso:
«Su raza sobria y laboriosa, que es la raza altiva, pero pacífica de Asturias; su clima, que es el blando moderador de las costumbres; su admirable topografía, que es su inviolable unidad; sus lindes de granito, que son su sello nacional; su suelo feraz, que es su progreso; su dilatado mar, que es su riqueza; ese es el Chile de hoy día, mediante Dios y su visible amparo».74
Frente a factores como estos ¿podía atribuirse la preeminencia conquistada por Chile entre las repúblicas sudamericanas al papel redactado por Mariano Egaña y no a las «fuerzas múltiples, creadoras, que se levantan del seno mismo del país y lo empujan para adelante»75? Aplíquesele esta a la República del Perú —sugería Vicuña— «¿dejará de ser por esto lo que el Perú ha sido y lo que está llamada a ser por su índole, su topografía, sus costumbres, su existencia toda opuesta a la nuestra?» O llevadla, por ejemplo, a Bolivia ¿acaso causaría la «regeneración» de aquella «república heterogénea» en que el elemento indígena no ha sido aun fundido en «el molde de las razas criollas, únicas que en el suelo americano se prestan a recibir en todo o en parte esa prolija y trabajosa cultura que se llama civilización»76 ?
El desafío de la Confederación Peruano-Boliviana, precisamente, coparía casi por completo la etapa final de la era portaliana. Entre 1834 y 1835, Chile había asistido, silencioso, pero atento, al drama de «batallas y tumultos» de la era de Gamarra. Aparece Santa Cruz en la escena. Prosigue, a partir de ahí, un rápido deterioro de las relaciones peruano-chilenas. Adviene con la flamante confederación andina una confrontación comercial. Deriva esta en un problema mayor: ¿Valparaíso o el Callao? Se agudiza una pugna por el control del Pacífico Sur que tiene complejas raíces coloniales. Esfuerzos colosales había hecho Chile para asegurar la independencia del Perú. Actúa Portales, sin embargo, guiado por su desafección hacia el Perú y por la idea suya de pelear una guerra «cartaginesa y puramente de negocios» contra su vecino del norte. Llama a Chile, con orgullo, «la Inglaterra del Pacífico». Y afirmaba que «en las aguas de este mar inmenso no debía dispararse jamás un cañonazo sino para saludar la estrella de nuestro pabellón». Aunque reconocía Vicuña que no era fácil convivir con el desorden norteño, reconoce sí, que ir a la guerra con los vecinos era un verdadero acto de insania. Había que seguir abogando por una mutua y pacífica prosperidad. Correcta era la visión portaliana de largo plazo, carecía, no obstante, de sentido de justicia y de prudencia. Centrado en una primera etapa (1830-1832) en su empresa de «reconstrucción social, en la segunda (1835-1837), aparece gobernado por un «bilioso ahínco»; contra sus enemigos internos y externos; insulta la justicia, viola derechos, puebla los presidios y erige el patíbulo. Su tiranía, a fin de cuentas, azuza el odio que terminará acabando con su propia vida.
Aplicado a Portales, el reconciliador «diálogo con el pasado» de Vicuña Mackenna incorporaba los contenidos progresistas y patrióticos de la era portaliana en la perspectiva de un nacionalismo moderno y liberal. Prevenía su apropiación por sus sucesores autoritarios y centraba los fuegos en la lucha contra su instrumento político-legal por excelencia: la constitución de 1833. El camino quedaba abierto para una reforma política y —con su crítica a la crucial guerra contra la Confederación— para la prolongación de su nacionalismo liberal en una visión americanista. Una pieza final —tanto o más sentida que la reivindicación de Portales— faltaba para redondear el esquema revisionista de Vicuña Mackenna, su balance del evento que había marcado su ingreso a la vida adulta: la revolución de 1851.
En sucesivos trabajos, describiría Vicuña a aquel acontecimiento como una suerte de despertar. De despertar de aquella «amortiguada y temerosa confusión» dejada por el autoritarismo de Portales.77 No hay ideologías claras ni hay «pueblo» liberador en el Chile de su primera juventud. Pero hay 1848 francés. Y hay, por cierto, juventud. Diversos desarrollos educativos y culturales —como ya se ha mencionado— habían hecho ya su propia labor de erosión. Los «girondinos» franceses hicieron el resto: proporcionaron los lentes y la identidad. La vivimos —recordaría Vicuña— «casi como una revolución chilena». Una «sacudida regeneradora» cuyas «aspiraciones por la república» eran un mensaje de «fraternidad a través de los mares y de las razas».78 Surge, de ese fermento, el Club de la Reforma. Y de éste —con todo el furor de la pasión juvenil— la llamada Sociedad de la Igualdad. Aspiraban a mantenerse alejados de las luchas partidistas. Los acontecimientos, no obstante, los obligan a pronunciarse en contra de la candidatura presidencial oficialista de Manuel Montt. Ingresan así, sin habérselo propuesto, a la arena política nacional.79
Dieciocho años tenía Vicuña por aquel entonces. A la presencia de Santiago Arcos y Francisco Bilbao atribuiría tres décadas después la responsabilidad de aquella portentosa radicalización. Ambos venían de París, lo cual, de seguro, explicaba en alguna medida la ascendencia que habían alcanzado. Siendo niño aún había salido de Chile el primero de ellos. Hijo de exilado —y exilado él mismo desde 1844— había estado ausente, el segundo, buena parte de su juventud. «Dos extranjeros —en suma— en su propia ciudad». Que se encuentran con una «impaciente» juventud de poetas y literatos; a quiénes, con su aureola de «núcleo superior», no les es difícil «allegarse algunas voluntades subalternas entre las masas» artesanas y obreras.80 Mientras Arcos, con su visión socialista, exageraba las implicancias de las desigualdades de clase en Chile («¿Querría un peón chileno, no obstante su ignorancia y su miseria, cambiar su suerte por el siervo emancipado de Rusia o por el esclavo blanco de las ciudades manufactureras de la Gran Bretaña»?81) «circunstancias excepcionales» convertirían a Bilbao en un «gran agitador público» («¿Qué síntesis, qué lógica, qué idea clara, qué aspiración definida hay en este brillante hacinamiento de palabras que involuntariamente traen a la memoria los soliloquios de los que han perdido el juicio?»82). Se explicaba así el explosivo crecimiento del movimiento igualitario tanto como su relativo desfase con la realidad: que como primer punto de su programa apareciera la declaración de «la soberanía de la razón como autoridad de autoridades» o la primacía de un líder como Bilbao que tildaba de cobardía toda muestra de «buen sentido práctico» y «sensatez política».83
Vicuña Mackenna se había movido entre bastidores en aquellos días. Cual personaje de Lamartine —«acompañaba a Carrera en esa noche, después de infinitas correrías por la ciudad, el autor de estas reminiscencias, a fin de hallarse más próximo al teatro de la revolución que embargaba por entero su adolescencia...».84—, construyendo en el centro de Santiago barricadas «a la francesa» bajo «la dirección científica» de Bilbao. El juego adolescente, de pronto, rasgado por la metralla. Evidente entonces, en qué medida, aquellas fortificaciones eran un «mal remedo» de las que Bilbao y otros «exaltados igualitarios», habían visto levantarse «por millares y como por encanto en las calles de París durante las jornadas de junio de 1848».85 Y, sin embargo, tres décadas después, el dolor seguía vivo: «renunciamos —escribe Vicuña en 1878— a recordar las escenas de aquel espantoso trance, provocado por la más inverosímil imprevisión».86 En menos de cinco minutos, una calle «sembrada de cadáveres y de heridos», y los igualitarios en fuga por todos lados. Y, más allá de los caídos, ese «sudario del odio fratricida, atavío más lúgubre de un pueblo que la mortaja de los muertos».87 Habiendo desertado el pueblo lo que se había iniciado con pretensiones de «revolución verdadera» terminaría siendo, «un simple motín de cuartel».88 Se explicaba así aquella reflexión inscrita en las páginas finales de su diario del primer exilio: Chile seguía requiriendo una revolución; pero no de aquéllas con «sangre de batalla» y «listas de proscriptos»; una de progreso, más bien; la obra de una «inteligencia tranquila pero laboriosa y fecunda, de la fe y del amor, del alma y de la conciencia, de las ideas que han de operar en un día no remoto la regeneración del linaje humano».89
Compartiendo con la Sudamérica toda los genes de la crónica rebelión90, Chile había escapado de un destino caótico. No sin haber quedado inficionado de revancha y de rencor. En el exilio, el joven Vicuña había encontrado aquellos objetivos superiores, respaldado en los cuales —como desde una atalaya— podía ver el pasado y el presente de Chile como un proceso orientado hacia un cierto destino de grandeza: «la comarca más pobre y desdeñada de América»91 en marcha hacia su propia tierra prometida. Una grande y honrosa tarea surgía para sí mismo de esa visión: un diálogo con el pasado que permitiese (a) descubrir el hilo de ese curso subterráneo inscrito en los orígenes de la patria; (b) rescatar de los valores patrióticos que las miserias de la lucha política había condenado al ostracismo y al desprecio y (c) configurar ese mapa interno, orientador, que un país destinado a ocupar un lugar en el mundo de naciones en formación, debía tener claramente inscrito en el alma nacional, con el fin de contrastarlo, en el momento preciso, con los designios de aquellos que aspiraban a ordenar el mundo a propia discreción. A esta agenda, Vicuña Mackenna contribuiría con algo más que con escritos.
Continúa...
26 G. Feliú Cruz, Benjamín Vicuña Mackenna. El Historiador. Ensayo, p. 15-16.
27 G. Feliú Cruz, Las obras de Vicuña Mackenna (Estudio bibliográfico precedido de un panorama de la labor literaria del escritor), Santiago: Prensa de la Universidad de Chile, 1932, p. 20.
28 Ibid., p. 30.
29 Citado en Ibid., p. 40.
30 «Nacido cuando comenzaba a morir unos en pos de otros los grandes soldados y los más ilustres pensadores de la revolución, fue culto de mi niñez acercarme a esos seres venerables e interrogar su memoria sobre los acontecimientos de que fueron testigos o actores; y como tuviera la advertencia de poner por escrito sus relatos (...) he encontrado que en el curso de cerca de veinte años he hecho un abundante acopio de esta prueba oral pero respetabilísima de nuestro pasado». En su introducción a Historia General de la República de Chile citado en Ibid., p. 38.
31 Véase al respecto: Joseph Dager Alva, «El debate en torno al método historiográfico en el Chile del siglo XIX» en Revista Complutense de Historia de América, vol. 28, 2002, pp. 97-138; Allen Woll, A Functional Past. The Uses of History in Nineteenth-Century Chile,
32 Véase al respecto: Karen Racine, «Nature and Mother: Foreign residence and the Evolution of Andrés Bello’s American Identity,
33 Cristian Gazmuri, «Prologo» a Benjamín Vicuña Mackenna, Los Girondinos Chilenos Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1989.
34Afredo Jocelyn-Holt Letelier, «Tres aproximaciones a la generación de 1842: Lastarria, Bello y Monvoisin» en Revista Chilena de Historia y Geografía, vol. 151, 1983, pp. 65-127.
35 Benjamín Vicuña MacKenna, Palabras de mi diario durante tres años de viaje, vol. II, pp. 504-5.
36 Ibid., p. 503.
37 Anónimo, «Homenaje a Vicuña Mackenna» en Anales de la Universidad de Chile, 1932, tomo 2, http://www.historia.uchile.cl/CDA/fh_complex/0,1393,SCID%253D12061%2526ISID%253D489%2526JNID%253D12,00.html
38 Benjamín Vicuña Mackenna, El ostracismo de los Carreras, Santiago de Chile, 1886.
39 Benjamín Vicuña Mackenna, El ostracismo del General D. Bernardo O’Higgins (Escrito sobre documentos inéditos y noticias auténticas), Valparaíso: Imprenta y Librería del Mercurio, 1860, p. 4.
40 Simon Collier, Ideas and Politics of Chilean
41 Véase al respecto el prólogo de José Miguel Barros a José Miguel Carrera, Diario de viaje a Estados Unidos de América, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1996, pp. 9-19.
42 B. Vicuña Mackenna, El ostracismo de los Carreras, p. 173.
43 Ibid., p. 92.
44 Ibid., p. 185.
45 Ibid., p. 253.
46 Ibid., p. 258-59.
47 Ibid., p. 174.
48 Ibid., p. 258.
49 Ibid., p. 369.
50 Ibid., pp. 376-77.
51 B. Vicuña Mackenna, El ostracismo del General D. Bernardo O’Higgins, p. 11.
52 Ibid.
53 Ibid., p. 5.
54 Ibid., p. 6
55 Véase al respecto: Malcom Ira Bochner, «Entrepreneurs of Exile: Chilean Liberals in
56 Ibid., p. 16.
57 Ibid., pp. 436-37.
58 Ibid., p. 464
59 Ibid., p. 494.
60 Carmen McEvoy, «El regreso del Héroe: Bernardo O'Higgins y su contribución en la construcción del imaginario nacional chileno» (manuscrito), p. 9.
61 Anónimo, «Fuentes bibliográficas. Homenaje a Vicuña Mackenna» en Anales de la Universidad de Chile. Año II, primero y segundo trimestre de 1932, 3ra serie.
62B. Vicuña Mackenna, El ostracismo del General D. Bernardo O’Higgins, pp. 10-11.
63 Ibid., p. 369.
64 Citado en B. Vicuña Mackenna, Don Diego Portales, Santiago: Universidad de Chile, 1937. Obras Completas de Vicuña MacKenna, vol. VI., pp. 580-81.
65 Ibid, p. 57.
66 Ibid., p. 64.
67 Ibid., p. 70.
68 Ibid., p. 114.
69 Ibid., p. 247.
70 Ibid., p. 259.
71 Ibid., p. 249.
72 Ibid., p. 264.
73 Ibid., p. 127.
74 Ibid., p. 127.
75 Ibid.
76 Ibid., p. 128.
77 B. Vicuña Mackenna, Historia de la Jornada del 20 de Abril de 1851. Una batalla en las calles de Santiago, Santiago: Rafael Jover, p. 13.
78 B. Vicuña Mackenna, Los Girondinos Chilenos, Prólogo de Cristian Gazmuri, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1989, pp. 24 y 23.
79 Augusto Iglesias,Benjamín Vicuña Mackenna. Aprendiz de revolucionario, Santiago de Chile: Prensas de la Universidad de Chile, 1946, p. 69.
80 B. Vicuña Mackenna, Historia de la Jornada del 20 de Abril de 1851, p. 63.
81 Ibid., p. 38.
82 Ibid., p. 56.
83 Ibid., p. 69.
84 Ibid., p. 487.
85 Ibid.
86 Ibid., p. 612.
87 Ibid.
88 Ibid., p. 640.
89 B. Vicuña Mackenna, Páginas de mi diario durante tres años de viaje, vol. 2, p. 386.
90 Sobre el carácter violento y faccionalista de sus propios antepasados , véase B. Vicuña Mackenna, Del Origen de los Vicuñas, Santiago de Chile: Guillermo E. Miranda Editor, 1902, p. 22 y ss.
91«La comarca más pobre y desdeñada de América,
© 2005, José Luis Rénique
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Rénique, José Luis : «Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación -1», en Ciberayllu [en línea]