Notas sobre la histeria de Lima* |
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Jorge Frisancho |
na ciudad es siempre una multitud de espacios y de prácticas espaciales. Lima es, además, una sucesión de tiempos superpuestos, nunca cancelados, una suma de historias que se acumulan sin resolverse jamás. En el largo proceso de modernización de la ciudad, hecho de fracasos, de caídas y de descontroles, no hay soluciones de continuidad. Pero sí hay continuidades: a través de su historia, la ciudad se ha hecho y deshecho en base a ímpetus transformadores que le vienen, desarticulados, desde sus márgenes, y ha querido mantener en su centro un mecanismo de control y de represión, negándose a asimilar como propios los rostros de su contemporaneidad. Lima es una ciudad que no se sabe mestiza, que no se sabe andina, que no se sabe siquiera, después de casi quinientos años de historia, nueva. Lima se integra hoy a la trama del capitalismo globalizado cargando consigo un largo memorial de frustraciones y ambivalencias; lo hace sobre la aglutinación de desplazamientos y de quiebres que colma su geografía, antes que sobre la base de un programa mínimo o una mínima planificación. Como prácticamente todo lo que ha hecho, Lima se globaliza a la fuerza. Las siguientes notas exploran algunas dimensiones de esa historia. Lo que describen es una sucesión de transformaciones, y quisieran no olvidar que esas transformaciones continúan. Que la última palabra no ha sido dicha, y que la ciudad está viva.
«La costa del Perú», escribió hace ya ocho décadas el historiador Jorge Basadre, «es como el mar al revés, el antimar»1. Basadre tenía en mente la totalidad de la vasta franja desértica que, apretándose entre las roncas olas del Pacífico y la masa montañosa de los Andes, define el litoral del Perú, una extensión de arenales apenas puntuada por valles repentinos y breves. Su frase, sin embargo, puede ser leída en varias otras claves, en especial si es que uno recuerda algo que el historiador no olvidaba nunca: una geografía no es sólo su espectáculo deshabitado e inerme; sus significados, sus valencias simbólicas, se dan en el acto de poseerla y transformarla. Así, «la costa del Perú» en la frase de Basadre es, también, la idea de esa región geográfica, el papel que ha cumplido y cumple no sólo en las dinámicas económicas de la historia peruana, sino además en los discursos que esas dinámicas anclan. Y en ese sentido, la «costa» aquella que en los imaginarios peruanos de uno y otro sino se opone a la «sierra» se metonimiza en sus ciudades antes que, digamos, en sus enclaves agropecuarios rurales. Y estas ciudades, aunque en la experiencia práctica sean varias y diversas, se resumen a su vez en una sola: Lima, la capital del país.
En efecto, Lima bien puede ser leída como una especie de «antimar», y no solamente como una figura poética. Muy a la manera española, muy a la manera del siglo XVI, la ciudad de Lima fue fundada en la ribera de un río pobretón, no en las costas del magnífico océano que se extienden a muy pocos kilómetros de distancia. A pesar de que la actividad portuaria contribuyó durante siglos a darle vida y razón a la urbe colonial, el puerto propiamente dicho existió durante buena parte de su historia como un espacio aislado, cualitativamente distinto de ella, e incluso hoy en día, tanto tiempo después de que Lima creciera hasta diluir por completo las fronteras físicas que los separaban, el Callao continúa siendo una entidad autónoma, y mantiene sutiles pero no imprecisas diferencias culturales con la ciudad que es su madre.
Algo similar, aunque menos evidente, sucede con el litoral que define el límite oeste de la capital peruana. Una prolongada franja de arena y acantilados corre en paralelo a Lima, una sucesión de playas bruscas bañadas por las frías corrientes del Pacífico, y la ciudad misma en sus dimensiones actuales incluye vistosas bahías y calas. Sin embargo, Lima no parece haber querido reconocer nunca su proximidad con estos espacios, ni siquiera luego de que el «día de playa» se transformara en un entretenimiento popular de gran escala. Varios distritos contemporáneos nacieron como balnearios distantes del centro, lugares de esparcimiento de la aristocracia y la burguesía locales, estratégicamente extraterritoriales con respecto a la urbe; algunos de ellos, como Miraflores, Barranco o la menos elegante Magdalena, conservan los vestigios de ese pasado a pesar de las sucesivas transformaciones que sufrieron en la segunda mitad del siglo XX. Pero incluso los antiguos locales de esparcimiento marítimo de la ciudad parecen estar en permanente tensión con las aguas que los bañan. Sólo en tiempos recientes una clara vista del mar se ha convertido en un importante valor de cambio en el mercado limeño de bienes raíces; por buena parte de su historia, la ciudad construyó sus residencias literalmente de espaldas a la costa, oponiéndole a ésta muros y puntos ciegos, negándose a contemplarla. Por lo demás, Lima nunca les ha hecho fácil a sus habitantes la bajada a «los baños» (las rutas de acceso al mar están demarcadas por altos acantilados de difícil negociación), y ninguno de sus vecindarios ha adquirido la coloración playera que caracteriza las áreas similares de muchas ciudades costeñas, incluso dentro del Perú (para no hablar de urbes que se dejan definir, al menos en parte, por su cercanía con el océano). El mar ha sido para Lima un paisaje de contradicciones, negado con la misma prontitud con la que se le acepta, y sólo ahí donde su presencia ha cumplido una función económica dominante como en el puerto del Callao o en el antiguo asentamiento pesquero de Chorrillos el espacio urbano parece abrirse hacia el horizonte en lugar de voltearle la perspectiva.
Es verdad que con el paso del tiempo la población de la ciudad ha capturado las playas. El litoral de Lima es hoy el locus público de la morosa ceremonia veraniega para amplios sectores de la juventud urbana, un punto de congregación e intercambio no del todo marginal a la vida de la ciudad. Pero este fenómeno, que es relativamente nuevo, no se desprende de los órdenes tradicionales de Lima sino de la suerte de borradura que sobre ellos ha venido ejerciendo la historia reciente. La toma de las playas cercanas a la ciudad es mayormente el resultado del explosivo crecimiento de la población por el influjo de migrantes internos en la segunda mitad del siglo XX; es un fenómeno popular, derivado del surgimiento de nuevos actores sociales, de la tentativa consolidación de una clase media baja y un proletariado urbanos en esencia distintos de los que tradicionalmente habitaron la ciudad, y se relaciona con la repentina, descontrolada emergencia de nuevas formas de interacción y de socialización en las ultimas décadas, antes que con la tradición limeña propiamente dicha. En esa medida, el borde costanero de la ciudad continúa careciendo de un prestigio definido en su economía simbólica, y aunque es un espacio ocupado masivamente por amplios sectores de la población, no es uno que articule el paisaje ni los discursos ordenadores que sobre él se establecen desde los lugares de la hegemonía local. No es casualidad, por eso, que Lima continúe descargando sobre esas mismas playas hoy proletarias y migrantes el grueso de sus aguas servidas y sus desagües, convirtiéndolas en un insalubre albañal. No es casualidad tampoco que los herederos de la aristocracia que mantuvo los balnearios de Miraflores y Barranco a una considerable distancia del «centro» de Lima, así como la nueva burguesía surgida durante el siglo XX, continúen prefiriendo veranear más lejos. Habiendo crecido físicamente la ciudad, las distancias son hoy mucho más grandes, pero la dinámica en el fondo continúa siendo la misma: el prestigio del verano, el mar de las élites, está muchos kilómetros al norte o al sur de Lima, como lo ha estado siempre.
En ese sentido, Lima sigue siendo «el antimar»; sigue siendo, en todo caso, la antiplaya. La idea misma de la playa, por lo menos tal como existe en tiempos modernos, no se condice del todo con esta urbe. Las playas son en cierto modo el reverso de las ciudades, el sitio de su subconsciente. Un terreno de permisividad carnavalesca en el que muchas convenciones de la vida cívica se trastocan y se revierten. La piel es puesta en libre exhibición, el tiempo es dedicado al ocio, al juego, a la negación de la productividad, y el paisaje adquiere una connotación notoriamente carnal, sexuada en cada uno de sus detalles. (Es por eso que invertir el procedimiento y lanzarse a la busca de la plage sous les pavés es, en definitiva, un acto de subversión.) El mar, la playa, en cierta forma niega lo que es la ciudad, su corazón de cemento o piedra trastornada; más que un borde, la playa es una puerta de ingreso o de pasaje, tras la cual se extiende no sólo el temible atractivo de las olas sino el espacio de los goces que la ciudad tiende a condenar, su alternativa. Para una ciudad, la playa no es un límite sino un margen, y conduce a conductas marginales. En Lima se ha ejercido históricamente un velamiento de ese potencial liberador en todo caso, de ese potencial para reconvertir los órdenes simbólicos de la urbe que las prácticas playeras poseen; esa capacidad se reserva, como decíamos, para los balnearios distantes, a los que sólo se accede con dinero o con estatus.
¿Es esto lo que Lima ha querido reprimir durante siglos en su intento imposible de negar la costa? ¿Es esta la razón por la cual Lima ha insistido siempre en extraterritorializar el mar, o las prácticas sociales relacionadas con él? ¿Es esta la raíz de la distancia que la ciudad intenta imponer entre sí y la playa? Responder afirmativamente es tentador. También lo es atribuirle este insight a Basadre, quien probablemente no estaba pensando en tales términos pero parece sin embargo intuir la posibilidad de darle este giro a su frase (la propia formulación anuncia una mayor densidad simbólica de la que es usual en la obra del historiador; este es uno de esos momentos en los que Basadre se desliza limpiamente a la metáfora). En todo caso, tanto el dictum de Basadre como la interpretación que aquí se sugiere implican la existencia de un núcleo simbólico central en la ciudad; implican la posibilidad tangible de órdenes y controles definidos en el discurso y en la práctica misma. Implican, en suma, la posibilidad de decir, aunque sea obliterando los detalles de la multiplicidad que es inherente a todo espacio urbano, que Lima es algo, aunque sea algo definido por negación.
Pero esta posibilidad ha sido puesta en crisis, irreversiblemente, en décadas recientes. De la misma manera como los nuevos habitantes de la antigua ciudad señorial han tomado por asalto las playas que la limitan, las profundas transformaciones de la vida urbana han trastornado los viejos órdenes limeños de manera consistente, imponiendo sobre ellos una multiplicidad de nuevas formas, nuevos discursos y nuevas prácticas, al punto que ninguna estabilidad puede serle ya atribuida al ser limeño. La historia de la ciudad está determinada por aquel impulso hacia la represión, manifiesto en su relación con el mar y en incontables otros niveles. Es, en esencia, un impulso antidemocrático, horrorizado de los espacios de confluencia y de las aperturas públicas, obsesionado con el mantenimiento de jerarquías y demarcaciones. Para el pleno ejercicio de esa represión (suponiendo que tal «plenitud» es posible, y que lo reprimido, idealmente, no retorna) se requiere de una cierta centralización a la vez simbólica y física. Lo que los procesos de la historia reciente han corroído es, precisamente, la mera noción de un «centro» para la vida en Lima, y si bien no han derrotado a las prácticas tradicionales de la dominación, sí han abierto una multitud de posiciones alternativas, alterando los usos del espacio y la topografía simbólica de la ciudad. Estos procesos han obedecido, por supuesto, a desplazamientos internos de la sociedad peruana la sostenida crisis agrícola, la absoluta concentración de recursos en la capital, la explosión demográfica, etc., pero tales desplazamientos no pueden a su vez ser entendidos sin referencia a los cambios en la dinámica internacional del régimen capitalista, y en última instancia son manifestaciones locales de un fenómeno que es, a falta de mejor terminología, decididamente global.
Hay una potente ironía en esta aparición contemporánea de Lima como un lugar acéntrico, como una suma de localidades que fluctúan y se superponen sin estabilizar nunca la ubicación de sus espacios «interiores» y «exteriores», sus centros y sus márgenes2. Fundada quizás por azar en uno de los nudos geográficos que conectan la costa de lo que hoy es el Perú con la región andina, el valle del Rímac, Lima se constituyó desde los inicios de su historia colonial en el centro de la actividad productiva tanto como en el asiento del poder político, el punto de referencia obligatorio para una economía organizada en torno a la exportación minera y, posteriormente, agropecuaria. Lima fue, es decir, el vórtice de una sociedad aún más centralista que muchas de sus contrapartes latinoamericanas, y existió al mismo tiempo de cara a los mercados de destino de aquellas mismas exportaciones antes que a las ciudades, regiones y provincias del interior peruano. La ciudad funcionó históricamente como el engranaje entre esos espacios interiores y las variadas metrópolis de las que ellas son un margen; de hecho, sus períodos de bonanza y de crisis (los segundos mucho más sostenidos que los primeros en los últimos cien años) han estado siempre vinculados de forma más o menos directa con desarrollos que le son externos, como el auge del puerto atlántico de Buenos Aires en la segunda mitad del siglo XVIII o la apertura del Canal de Panamá en las primeras décadas del XX. Así, la ciudad creció como nódulo central de una sociedad a la cual, sin embargo, tendió desde muy temprano a desconocer. En ese proceso acumuló un control casi absoluto de los capitales internos, las instancias de decisión política y los prestigios sociales y culturales que han organizado la vida en el Perú. Transformada en sus detalles pero no en su esencia, esta localización de Lima con respecto al resto del país y al resto del mundo continúa siendo vigente. Lima es inevitablemente el centro del Perú, y es altamente sintomático que lo sea mientras ella misma ve trastocados sus propios ordenamientos espaciales.
La emergencia de determinadas ciudades como centros de la vida social y económica no es, por supuesto, peculiar a la historia del Perú. Es un fenómeno característico de la historia de Occidente, y ninguna región de América Latina ha sido la excepción. Por el contrario, prácticamente todas las capitales latinoamericanas atravesaron por un proceso de crecimiento y modernización a partir de la segunda mitad de siglo XIX, y en las últimas dos décadas de éste y las primeras del siguiente se convirtieron en el espacio de aglutinación del poder institucional, las actividades comerciales y el capital financiero, acentuando, en vena más «moderna», una tendencia al centralismo presente ya desde el periodo colonial3.
El caso de Lima es, sin embargo, singular por varias razones. Una de ellas es el carácter en buena medida a-hegemónico de la sociedad peruana moderna, una sociedad en la que los núcleos del poder económico y político nunca han podido articular y llevar adelante un proyecto nacional de mínima coherencia4. Es en buena parte por eso que Lima nunca terminó de perder la naturaleza aristocrática que el colonialismo español le imprimió, a diferencia de otras ciudades latinoamericanas, y nunca terminó de convertirse en el ámbito de una burguesía nacional y en una ciudad republicana. Otra causa de la particularidad histórica de los procesos de modernización y expansión de Lima, no desvinculada de la anterior, es que los primeros esfuerzos de la urbe y sus capas dominantes en ese sentido acabaron con violencia y no tuvieron continuidad alguna. Hacia 1870, Lima se estaba embarcando en un proyecto modernizador señalizado quizá con más simbolismo por la demolición de las viejas murallas que la protegían en los tiempos de la colonia; diez años más tarde, el ejército chileno ocupaba la ciudad por la fuerza, tras la capitulación de los comandantes peruanos en una guerra iniciada en 1879. Cuando los chilenos se retiraron, en 1883, la ciudad (como el país entero) estaba en ruinas, y sus élites incapacitadas para producir un programa coherente de reconstrucción que retomara el impulso modernizador original. Como ha escrito Peter Elmore, tras la derrota militar y los años de ocupación, «el borrador de una transformación burguesa en un país sin una verdadera burguesía quedó trunco (...) lo que podría denominarse como la proto-historia de la modernidad urbana en el Perú concluyó en una debacle»5.
Dilucidar qué hubiera sucedido si ese primer programa de aggiornamento urbano continuaba sin interrupciones en Lima es un ejercicio ocioso; es posible que las dinámicas de descontrol que han desbordado a la capital peruana desde entonces resultaran irrefrenables incluso sin aquel fracaso. Lo cierto es que, luego de 1883, la ciudad continuó creciendo por sus propios ímpetus, y ningún programa institucional organizó realmente sus transformaciones. Como al país entero, la modernización tomó por asalto a Lima, y no fue nunca el producto de un diseño medianamente consensuado entre los aparatos del poder y la sociedad civil. Por el contrario, fue y continúa siendo la resulta de contradicciones irresueltas, de desarticulaciones y espasmos, antes que de procesos orgánicos, y ni los órdenes políticos de la ciudad ni sus discursos dominantes han podido asimilarla nunca de manera eficiente.
Esto no quiere decir que la expansión de la metrópolis limeña haya carecido de toda direccionalidad. En los últimos años del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX, Lima creció tratando de seguir el modelo arquitectónico más prestigioso de la época, el de las plazas y bulevares impuestos al París del segundo imperio por el Barón Haussman. Este período de la historia de Lima vio la ampliación del antiguo centro mediante un sistema de generosas avenidas, las cuales desplazaron la ribera sur del Rímac como el territorio del prestigio y el asiento social de las élites locales. Expandiéndose hacia el suroeste de la antigua Plaza de Armas, donde su ubican aún hoy la casa de gobierno nacional, la alcaldía metropolitana y la iglesia mayor de la ciudad, Lima vio surgir como un una alternativa a su viejo centro simbólico tanto el Jirón de la Unión (que une la Plaza de Armas con la Plaza San Martín) como las algo más alejadas áreas del Paseo Colón, abierto en 1898, y la Plaza Bolognesi, nombrada en memoria de uno de los héroes de la Guerra con Chile. El Paseo Colón y la Plaza Bolognesi se convirtieron pronto en signos de «lujo y modernidad» para las élites republicanas6, y el Jirón de la Unión, bordeado por cosmopolitas tiendas de modas e importaciones, suplantó prácticamente por completo a los tradicionales espacios de interacción y exhibición de la aristocracia limeña, como el Paseo de Aguas y la Alameda de los Descalzos, situados en la ribera opuesta del río.
La apertura de estos y otros espacios en los que habían sido los márgenes de la ciudad transformó de manera profunda el paisaje urbano, y promovió el desarrollo de nuevos usos y prácticas para él. Por lo pronto, la adopción del modelo parisino y su pronta aceptación como símbolo de los nuevos tiempos sugiere al menos una tensión entre los impulsos modernizantes de la aristocracia y la burguesía locales, y el persistente hispanismo característico de sus discursos por lo menos hasta la segunda mitad del siglo XX. De la misma manera, el abandono de los «paseos» coloniales por un centro de actividad comercial como el Jirón de la Unión (específicamente, un punto destinado al consumo de bienes suntuarios de importación) revela el surgimiento de una nueva dinámica entre las élites, si no el surgimiento de nuevas élites propiamente dichas. «Ser visto» en el Jirón de la Unión es distinto a lo que había sido serlo, un siglo antes, en el Paseo de Aguas: la segunda práctica se asociaba con la inclusión del individuo en las esferas internas del poder local, sin hacer necesariamente referencia a su poder adquisitivo o su conexión con el mercado internacional (su «modernidad»); la primera, aparecida como símbolo de estatus y demarcación de pertenencia, tiene una connotación esencialmente económica, aunque esté por necesidad teñida de los componentes étnicos heredados del colonialismo. Es decir, los paseantes en uno y otro escenario, en uno y otro momento histórico, fueron con toda probabilidad blancos, con toda probabilidad miembros de «buenas» familias limeñas (aunque a la vuelta del siglo XIX este concepto incorporara ya a los nuevos inmigrantes europeos, y no sólo a los antiguos criollos), pero lo que están exhibiendo no es lo mismo. En el Jirón de la Unión, además de todas las señales tradicionales de privilegio y dominio, lo que se puso en escena cada tarde de domingo fue la capacidad de compra, el cosmopolitismo y la afiliación «moderna» de los individuos y, sumados ellos, de su clase social.
Nada de lo anterior es posible, por supuesto, sin una dinámica paralela de marginación, sin una cesura que estabilice los símbolos y les otorgue su resonancia. El teatro de la dominación, desplazado de los ámbitos coloniales a los ámbitos republicanos, es imposible sin un espectador puesto al margen por su estatus económico, el color de su piel y el vacío de prestigio de sus apellidos. Más aún, en una sociedad como la peruana, fundada desde sus orígenes en la exclusión violenta de las mayorías, este espectador constituye un «público» sólo en el sentido estrictamente teatral del término, al menos en última instancia. Sin acceso al consumo, sin nada que exhibir en el nuevo paseo, los pobres urbanos mantuvieron durante todo este proceso el lugar en el ordenamiento simbólico que les fue asignado desde la colonia, aunque la modernización del espacio implicara una crisis de ese mismo ordenamiento. En efecto, las transformaciones de la ciudad se hicieron, más que sobre el antiguo paisaje de las élites coloniales, sobre los espacios marginales a ellos, desplazando no las antiguas casonas y establecimientos de las élites sino las habitaciones de las clases bajas. Mientras la población de la ciudad aumentaba geométricamente, junto a los nuevos bulevares, jirones y plazas crecían los callejones y tugurios que la han caracterizado durante el último siglo. La apertura de nuevos espacios para la aristocracia y la burguesía significó, con exacta simetría, el hacinamiento de sus subalternos7.
La ampliación de la ciudad promovió, al mismo tiempo, una dinámica de interacciones espaciales mucho más modernas que las que su propia historia le legaba, en el sentido específico de lo moderno que Marshall Berman describe comentando el París post-Haussman en base a textos de Baudelaire8. La mera aglutinación demográfica, el mero intercambio de presencias en la nueva frontera abierta de Lima, así como en su relativamente resemantizado Centro, le otorga bases físicas a aquella «familia de miradas» a la que Berman hace alusión, e importa por necesidad las escenificaciones irónicas y trágicas de la modernización en el ámbito urbano, diluyendo los modos establecidos de contención espacial de las contradicciones sociales. Simultáneamente, en el mismo movimiento, convierte la ciudad en el escenario de una inserción política previamente inimaginable, pues le da espacio a una masa poblacional que empieza a constituirse [coalescer] como clase y empieza también a encontrar, en nuevas organizaciones de masas como el Partido Comunista, la Alianza Popular Revolucionaria Americana y los sindicatos industriales, mecanismos institucionales para articular sus reclamos de cara al estado que se asienta en Lima. Ya en 1911 los obreros del Callao lucharon en las calles, y la consiguieron, por la instauración de una jornada de trabajo de ocho horas; lo propio hicieron sus contrapartes limeños en 1919, año además de intensas movilizaciones estudiantiles. Estas son sólo las más notorias «tomas» del espacio urbano por grupos en combate político-reivindicativo; de ellas hubo muchas en este periodo convulso y agitado de la historia peruana. Lo que aquí interesa es señalar que las transformaciones de Lima implicaron de manera casi inmediata la emergencia de la calle, de la ciudad misma, como locus de la inscripción política para grupos marginados, y que esta dinámica se convirtió en uno de los modos básicos de la modernización de la ciudad. Esta dinámica y, por supuesto, su reverso necesario, que es el intento de represión y control de tales fuerzas por parte de los aparatos del estado, poco dispuestos a modernizarse a su vez asimilando los reclamos y las voces de estos nuevos actores sociales. Esta violencia está en el corazón de los encuentros de Lima con la modernidad, y aunque sus manifestaciones hayan cambiado sucesivamente, sus mecanismos fundamentales no han desaparecido con el paso del tiempo.
Al principio de Conversación en la Catedral, la novela de Mario Vargas Llosa, Zavalita, su protagonista, se enfrenta luego de una jornada de trabajo periodístico al espectáculo urbano en una hora pico. Su mirada, escribe Vargas Llosa, se detiene a contemplar la avenida Tacna, una de las arterias centrales de Lima; lo hace «sin amor»9. Esta frase de ambientación casi suelta, en apariencia desvinculada de los temas ostensibles de la novela y de los complejos movimientos de su trama, revela sin embargo un momento singular en la historia de la ciudad y sus representaciones, y anuncia la forma de un nuevo vínculo íntimo entre ella y los sujetos que la habitan. Aunque fue escrita a mediados y finales de los años sesenta, la novela reconstruye ocho años de la vida política peruana en la década previa, el período que se conoce como el «ochenio» correspondiente a la dictadura militar encabezada por el general Manuel Odría. No es del caso expandirnos aquí sobre los significados profundos de este tramo de la historia republicana del Perú. Pero sí hay que decir que se trató no solamente de una fractura en el tejido institucional de la democracia representativa, todavía incipiente, sino, además de eso, de un intento de recomposición de los capitales agroexportadores vinculados con la metrópolis norteamericana, dirigido en particular a sofrenar la autonomía política que los sectores populares habían logrado tentativamente en las décadas previas a través de sindicatos y organizaciones como el Partido Comunista y el APRA. El momento de esta mirada fría, sin afecto, que Zavalita extiende sobre la ciudad de Lima, es ese mismo momento represivo, de enclaustramiento y ce(n)sura, que el poder orgánico estatal-militar y algunos sectores de la oligarquía agraria y financiera estaban imponiendo sobre la sociedad.
No es casual, por eso, que Zavalita esté mirando de esa manera la avenida Tacna y no algún otro espacio de la ciudad. Situada en las afueras del antiguo centro colonial, bordeando parcialmente áreas siglos atrás destinadas al alojamiento de esclavos africanos, la avenida Tacna se convirtió con la ampliación de la ciudad en una de las rutas de salida de la vieja Lima, y para la década de los cincuenta era parte de la principal vía de comunicación entre el Centro y el distrito de Miraflores el antiguo balneario de la alta burguesía, convertido en uno de los nuevos espacios de prestigio residencial y comercial. Ésa es, precisamente, la ruta que ha de seguir el personaje en este episodio, del Centro, su lugar de trabajo, a Miraflores, donde reside todavía, y su desplazamiento sin duda simboliza un proceso de migración urbana de la burguesía hacia los distritos del sur y el suroeste. En los años cincuenta, el Centro sigue siendo el espacio de la burocracia, un área funcional y expeditiva, y goza aún de algunos de sus anteriores privilegios urbanísticos el Jirón de la Unión sigue siendo el Jirón de la Unión, y los espacios tradicionales de articulación del poder socioeconómico, como el Club Nacional, continúan existiendo, pero está empezando a fragmentarse, asediado y ocupado por las capas medias bajas de la población, inmigrantes de provincias, universitarios sin dinero, comerciantes de menor monta. Esto ha de haber sido claro, violentamente claro, a los ojos de Zavalita en la avenida Tacna, atiborrada, a punto de tugurizarse, mixta, nueva. Un espacio de confluencia y cruce que pone en entredicho, por su mera existencia, los ordenamientos imaginarios del espacio urbano. Un espacio de tránsito y de transición.
El personaje de Vargas Llosa, por lo demás, es en varias medidas un desclasado. Vive en Miraflores, como el resto de su familia prominentes y adinerados miembros de la clase media alta limeña, aunque no necesariamente de la aristocracia tradicional pero ocupa un departamentito modesto en una quinta de vecindad, tras haberse casado con una enfermera de proveniencia más humilde. Trabaja como editorialista en un periódico, ocupación marginal e impropia donde las hay (una que, por lo demás, lo pone en contacto con diversos sectores sociales sin integrarlo a ninguno de ellos). Está, además, distanciado de sus padres, hermanos, y antiguos amigos miraflorinos, y ha perdido en el transcurso de los eventos que la novela relata los rasgos que lo identificaban con esa comunidad. Es desde esta posición, en tanto que dueño de esta subjetividad, que Zavalita mira la avenida Tacna sin amor; tal carencia afectiva no es todavía por lo menos, no es representada como tal en la más importante novela urbana de la década un rasgo de clase. En el mundo que Vargas Llosa construye, las élites limeñas son aún las dueñas simbólicas de la ciudad y sus espacios, viejos y nuevos, y la textura de sus experiencias ahí sigue siendo, como ha sido siempre, la de esa percepción de propiedad. Zavalita se marginaliza de ese derecho, pero éste continúa en pie aunque la ciudad y sus órdenes, lo que el personaje mira en la avenida Tacna, estén en plena crisis transformativa. Los discursos hegemónicos (o de pretensión hegemónica) producidos desde/sobre Lima no han asimilado aún la evidencia de su caducidad, aunque no tardarán demasiado en hacerlo.
La novela de Vargas Llosa, de cualquier forma, no tematiza este proceso sino otros, aunque todos ellos también relacionados con la fractura de la modernización en el Perú. De haberlo hecho, de haber asumido como su problemática la representación de un orden urbano en flujo, quizás se habría visto obligada a mirar en otras direcciones. En el imaginario de los personajes de Conversación en la Catedral, Lima goza todavía de una cierta estabilidad, es aún un espacio de encuentros relativamente ordenados entre distintos grupos sociales, a cada uno de los cuales les está asignado un lugar y una función. Es cierto que la novela explora, en parte, los intersticios y las grietas, las áreas cóncavas y los reveses de esa superficie el periodismo, los burdeles, los barrios pobres. Pero aunque la conciencia del narrador pueda divisar estas áreas de desorden y quiebre, la manera en que los personajes se representan el espacio y la manera en que actúan sobre él tienden a ser mucho menos conflictivas; es de esa contradicción, de hecho, así como de los encuentros forzados entre sujetos de estamentos diferentes, de donde el relato toma parte de su enorme fuerza. Al mismo tiempo, la Lima que estos personajes habitan es todavía, aunque transformada, la Lima tradicional: la burguesía es la burguesía de siempre, los pobres son los pobres de siempre, los choferes negros son los choferes negros de siempre. Lo que ha habido en este universo es una serie de desplazamientos, y quienes antes habitaban el Centro ahora habitan Miraflores, con sus criados y sirvientes instalados en los cercanos Surquillo o Santa Cruz. Pero las escenas que reproducen, y la manera como las interpretan y las reconstruyen simbólicamente, son todavía las mismas aunque estén ya a punto de estallar.
En el mismo período histórico que la novela retrata, sin embargo, la ciudad de Lima había ya sufrido otras transformaciones. De hecho, las venía sufriendo desde buen tiempo atrás. Ya el establecimiento en 1911 de la nueva población de Tablada de Lurín, a algunos kilómetros de Lima, presagiaba la incorporación a la ciudad no sólo de territorios nuevos sino de actores nuevos decididos a habitarlos. Se trataba en buena parte de migrantes internos, provincianos pobres desplazados hacia la capital en busca de inserciones que la provincia no puede ofrecerles en el mercado laboral, en el sistema educativo, en la frágil modernidad nacional y su origen mayoritariamente andino habrá de terminar alterando para siempre el paisaje humano, así como la cultura, de la vieja Lima. Estas cosas toman por supuesto mucho tiempo, décadas largas, pero para los años cincuenta en los que Zavalita crece y cambia, y mucho más en los años sesenta en los que Vargas Llosa escribe su novela, la andinización de Lima su «cholificación», en un proceso que Aníbal Quijano describiera en esa misma época para la sociedad peruana en su conjunto resultaba evidente10.
Lima, sin embargo, no ha estado nunca preparada para asimilar su pertenencia al espacio cultural andino. La ciudad nunca ha reconocido, no realmente, su historia prehispánica, y la misma dinámica simbólica que la opuso casi desde sus orígenes a la «sierra» del país la continuó oponiendo, en los discursos dominantes, a los nuevos pobladores. No en vano la ciudad sigue llamando a este sector los «invasores» hasta el día de hoy, cuando su presencia se ha multiplicado casi al infinito y constituyen la mayoría de los habitantes de la urbe. El calificativo proviene de la práctica de tomar por la fuerza tierras eriazas de propiedad privada o pública para establecer en ellas sus precarios asentamientos; ello no lo hace menos sugerente, ni impide que haya cobrado vida propia en el habla local y en la economía discursiva de la ciudad. Denuncia, más bien, la relación fundamentalmente represiva que la capital del Perú ha querido tener con las fuerzas que la modifican.
Esta es la cara más notoria de los atropellados procesos de modernización de Lima. La confluencia de la migración interna, que expande las fronteras físicas de la ciudad y cambia el significado de ser «pobre» en ella, con las dinámicas propias de los sectores populares más tradicionales, incluyendo el proletariado industrial o semi-industrial que creció desde principios de siglo, ha hecho de ésta una ciudad fundamentalmente distinta. Ha creado, mejor dicho, una serie de ciudades alternativas, al ritmo de su explosivo desborde demográfico y de la retirada sistemática de las élites. Quizás son estos desplazamientos los que están en el fondo de la presencia actual de Lima como una ciudad de fragmentos, de espacios que se cruzan y se tocan pero no se reconocen, un lugar de giratorios espasmos cuyo centro está hoy vacío. La ciudad ha fracasado en su estrategia de reprimir los impulsos que la descolocan, y en el intento que continúa ha perdido control de su propia identidad, de las palabras que la definen y la nombran. Mientras las grandes formas del poder político y económico continúan operando sobre ella a nivel estructural, mientras la ciudad sigue funcionando como un espacio de intermediación entre los capitales internos y los exteriores, una multitud de microprácticas se le ha impuesto desde dentro y desde abajo, reformulándole los órdenes.
Este ha sido, en efecto, un proceso de hibridación,y como tal tiene una carga de positividad, un aliento creativo y nutricio. Incluso un teórico del libre mercado como Hernando de Soto ve en estas transformaciones el potencial de cumplir con las promesas de la modernización de la sociedad peruana, y en su mirada está implícita la oferta de una nueva Lima tanto como la de un nuevo Perú, una ciudad capaz de aceptar y asimilar orgánicamente sus espacios y sus actores reales11. Sin embargo, es necesario reconocer en estas dinámicas la continuidad de las estructuras de la dominación, que el desorden actual de Lima quizá empaña y hace más opacas a la vista, pero no derrota. Una multitud de marginaciones y exclusiones, determinadas por la historia del país y la ciudad desde los tiempos del coloniaje, es lo que está detrás de la actual fragmentación. Lo que se revela en los múltiples tránsitos de Lima a lo largo del siglo XX, su modernización atropellada, híbrida y siempre en crisis, es el fracaso de las élites capitalinas que son las elites nacionales en su programa de control y represión, nunca articulado con claridad, nunca orgánico, pero siempre presente. Las pulsiones transformadoras han surgido y continúan surgiendo mayormente desde los márgenes, y aquellas microprácticas impuestas sobre la antigua ciudad, antes que un mecanismo de liberación, son una serie de mecanismos de supervivencia. Y como tales siguen estando en los márgenes, aunque no haya un centro. La cultura de Lima, por eso, ha estallado como lo han hecho su vida económica y sus ordenamientos y jerarquías sociales, pero no propone hoy ningún atisbo de discurso ordenador, ni produce referentes hegemónicos que permitan entrever un futuro distinto. Las élites, mientras tanto, enclaustradas en sus enclaves habitacionales, continúan mirándola sin amor.
Las dinámicas de la represión, sus múltiples derrotas en la práctica y su supervivencia como modo cultural, así como la continuidad histórica de las formas de dominación que organizan la vida económica y social del Perú y de Lima, le dan a las sucesivas modernizaciones de la ciudad un carácter en esencia histérico. Lima ha llegado a su situación actual a fuerza de desplazamientos y quiebres, de exabruptos, y la instauración de nuevos ordenamientos en su inflada extensión territorial una vez más, la ciudad alcanza ya los «nuevos» balnearios de la burguesía; de la misma forma en que antes llegó hasta Miraflores y Barranco, hoy llega a Ancón y San Bartolo es también la emergencia de sus síntomas, su puesta en escena. Así, como escribe el economista Óscar Ugarteche, el Perú y la Lima que entran a la era de la globalización lo hacen cargando consigo la herencia de una tara histórica; son un espacio en el que el siglo XVIII el de la derrota final del proyecto restaurador andino, el de la consolidación de la primacía costeña vive todavía, y constituyen una república sin ciudadanos12.
Una república sin ciudadanos no es, sin embargo, una república sin consumidores. De hecho, uno de los rostros más notorios que presenta Lima hoy, en especial para quien la haya conocido veinte o veinticinco años atrás, es el de la abundancia de consumos de tinte «moderno», y esta evidencia es citada frecuentemente en la propia ciudad como una marca de su ingreso a la globalización otro sueño modernizador. Lima es hoy una ciudad de teléfonos celulares, de servicios de televisión por cable, de restaurantes de comida rápida con sonoros nombres en inglés; una ciudad de video-pubs, conectada a CNN y a MTV, en la que circulan apretadamente por las calles los últimos modelos de automóviles de lujo y en la que no hay carencia de malls y cibercafés. Y esto vale tanto para los espacios de las élites tradicionales desplazadas ahora hacia el este, a lugares como Chacarilla, Cieneguilla o Las Casuarinas, colindantes con la frontera andina de la ciudad como para los de sus nuevos actores, ya sea en el Cono Norte, en el noreste o en el nuevo cinturón comercial de la avenida La Marina, en el distrito de San Miguel. Estos e innúmeros otros espacios funcionan hoy como microcentros para los diversos estamentos de la población, y cumplen, de forma fragmentada, las funciones que antaño cumplieron el Jirón de la Unión o, luego, los arbolados bulevares miraflorinos.
Fredric Jameson ha creído ver en el concepto mismo de la globalización el nudo de una antinomia que coordina dos dimensiones simbólicas diferentes. Para el crítico norteamericano, la globalización existe en los discursos contemporáneos como un concepto comunicacional, destinado a transmitir intermitentemente mensajes en el ámbito económico y mensajes en el ámbito de la cultura. En el primero de los casos, en tanto que mensaje económico, la globalización promueve visiones de un mercado mundial unificado, homogéneo, nivelado por el acceso global a los bienes de consumo y a las tecnologías mediáticas un espacio en el que las variabilidades y localizaciones específicas tienden a difuminarse y a desaparecer. El mercado mundial, propuesto de esta manera, se articula como una suerte de matriz generativa de la praxis, y anula en su expansión cualquier posibilidad de lo que Samir Amin ha llamado de-linking; en este nuevo espacio global, todo y todos estamos dentro, y no existe ninguna otra localidad. En el segundo caso, como programa cultural, la promesa es de sino contrario: una repotencialización de las diferencias, el encuentro de alteridades e identidades, la asimilación mutua de lenguajes, discursos, símbolos y posiciones subjetivas, incluyendo su entrada en la esfera pública. La antinomia se resuelve, para Jameson, en la confluencia de ambas perspectivas para la exportación a gran escala, a escala global, del consumismo como acto económico y cultural, aquello que está en el centro del American way of life 13.
Es posible preguntarse, sin embargo, por el modo en que estos envíos funcionan al insertarse en un contexto como el peruano y, en particular, el limeño. Porque aquí el acceso al consumo continúa operando como un mecanismo de delimitación y demarcación, y los objetos icónicos de la modernidad globalizada el teléfono celular, el módem, el cable siguen siendo emblemas de estatus y de inclusión de cara a quienes no los poseen. En el contexto peruano, es decir, este tipo de consumo es necesariamente consumo suntuario, y lo que el mensaje «económico» de la inserción subjetiva en el mercado global refiere son las líneas divisorias de la sociedad. Aunque desde los centros del capital el discurso de la modernización sea emitido como uno de inclusión, homogeneización y totalidad, su recepción en una ciudad como Lima es desde el momento de la práctica una reafirmación de las distinciones y las exclusiones, y a través de ellas una reafirmación del dominio. Quizás en algún nivel, el de la tecnocracia o el de los debates intelectuales, la ideología del libre mercado y de la globalización pueda ser asumida como un ímpetu hacia la homogeneización; al pasar a la práctica, sin embargo, «globalización» y «consumismo» se hacen intercambiables, el acto de consumir se convierte en la escenificación del imaginario dominante y represivo, y en el único módulo ideológico con posibilidades de hegemonía. Así, el acto de inserción económica es ya el mensaje cultural, y éste no constituye tanto una afirmación de la diversidad como una afirmación de supremacía.
Parte de este fenómeno se explica por procesos peculiares de la historia peruana en décadas recientes. Tras el ascenso al poder, en 1968, de la dictadura militar dirigida por el general Juan Velasco, se impuso sobre la sociedad una pátina de discursos igualitarios y, hasta cierto punto, antiimperialistas. Aunque el proceso de norteamericanización de las prácticas culturales cotidianas no se detuvo, sus manifestaciones más evidentes fueron soterradas. El régimen inclusive creó una serie de imposiciones tributarias a los «signos exteriores de riqueza», desmotivando el consumo suntuario, y se embarcó en políticas de substitución de importaciones, privando al mercado local de marcadores de estatus (durante años, el único auto que uno podía adquirir con recursos de clase media alta era un Volkswagen o un Datsun ensamblado en Lima). Esta dinámica no cambió fundamentalmente tras el retiro de Velasco y el ascenso de Francisco Morales Bermúdez, quien viró abruptamente el proceso político hacia la derecha. Tampoco acabó de cambiar tras el retorno a las formas democráticas en 1980, aunque las políticas arancelarias y los controles a la importación empezaran a desaparecer entonces. Sólo con la entronización del neoliberalismo autoritario capitaneado por Alberto Fujimori, quien llegó a la presidencia de la república en 1990 y gobernó hasta el año 2000, las políticas oficiales del estado cambiaron lo suficiente y las taras inflacionarias de la economía local fueron puestas bajo relativo control como para que el mercado local adquiriera sus actuales matices globalizados. Los veinticinco años previos habían producido una suerte de embotellamiento de los impulsos consumistas en las clases medias y las élites locales, y es casi natural que, al encontrarse con súbito acceso a los bienes del «nuevo» capitalismo, los asumieran con el entusiasmo con que lo han hecho al tiempo que, como escribe Juan Carlos Callirgos, los discursos de «culpa» social desaparecían del habla cotidiana14. En esta perspectiva, la globalización de las élites limeñas es una cara de la misma vieja moneda; aquellos que tienen acceso al consumo se siguen paseando por un imaginario Jirón de la Unión, aunque ahora lo hagan con un teléfono celular pegado a la oreja.
Callirgos ha anotado la manera en que tales «microescenas» de las élites limeñas centros comerciales, restaurantes de comida rápida, autos de lujo, motos acuáticas, incluso cementerios exclusivos son convertidas ya desde su disposición arquitectónica en actos de exhibicionismo. La abundancia del vidrio en la construcción de estos espacios que atiborran hoy la ciudad, por ejemplo, convierte hasta la compra de una hamburguesa (a un precio tres veces mayor que el que se paga en los Estados Unidos, en una sociedad cuya distribución del ingreso es comparable a la de Haití, entre los países del Hemisferio Occidental) en un despliegue de estatus. Callirgos señala también que estos despliegues conviven, necesariamente, con los «macrodramas» de la miseria, y apunta acertadamente que tal convivencia sólo es posible con un despliegue paralelo de mecanismos de seguridad. Si Lima es hoy una ciudad de teléfonos celulares y autos de lujo, también es una de rejas, celadores privados (con arma de fuego), alarmas y cercos eléctricos. Es una ciudad de espacios compartimentalizados, en la que las élites se perciben a sí mismas en permanente estado de sitio y recurren a elaboradas demarcaciones y defensas físicas para evitar la irrupción de sujetos ajenos en su territorialidad.
Cabe apuntar que estas prácticas se trasladan y reproducen hoy en espacios distintos, no ya únicamente los habitados por las élites étnicas, sociales y económicas de la ciudad, sino también las nuevas locaciones emergidas de la explosión urbana de las últimas décadas. Los conos norte y noreste de la ciudad, así como las áreas de San Juan de Lurigancho, Comas, Los Olivos y otras, cuentan con sus propios «centros» de consumo, vida nocturna, entretenimiento y actividad comercial, y en ellos los mecanismos de articulación simbólica son paralelos a los observados por Callirgos. Este es sin duda un fenómeno nuevo, y anuncia un alcance históricamente inédito de la modernización «globalizada», que incorpora sectores de la ciudad y segmentos de la población tradicionalmente al margen de estos prestigios. Hay aquí un elemento de apropiación y reuso de modos culturales modernos, que conviven en estas áreas de la ciudad con tradiciones comunales más antiguas y de origen distinto, como las ferias, kermeses y festivales deportivos. Esto empieza ya a diseminar en los medios masivos miradas ciertamente optimistas sobre la inserción «global» de la ciudad, para las cuales, como en el esquema propuesto por Jameson, la aparición de variantes culturales y de enclaves heterogéneos es saludable como el heraldo de una democratización de la urbe, e incluso de la nación en su totalidad15. La ausencia de especificidades económicas, sin embargo, adelgaza este tipo de presentaciones del proceso, pues es altamente probable que el acceso al consumo moderno funcione al interior de estos enclaves como un mecanismo demarcador para sub-élites localizadas, reproduciendo el esquema discursivo de la dominación, mientras lo hace «hacia afuera» como una estrategia de apropiaciones y resemantizaciones. Al mismo tiempo, para darle alguna base al optimismo sería necesario un análisis más cuidadoso de la conflictiva dialéctica entre las prácticas tradicionales (por ejemplo, las que tienen un claro origen andino, o las que han connotado históricamente una inserción política) y las prácticas modernas globalizadas en estos microespacios culturales; sin una visión clara de esa dialéctica, puede ser más recomendable suponer que estos fenómenos son síntomas contemporáneos de la implosión y el caos de la urbe, en esencia asimilables a la continuidad del desorden de su historia, antes que momentos de renovación democrática.
En cualquiera de los casos, sí es cierto que la expansión del consumismo y de las prácticas «globalizadas» en la última década, así como la fractura de los órdenes espaciales de la ciudad y su reorganización como una multitud de enclaves heterogéneos y relativamente autónomos, le está dando a la textura de la vida en Lima un cariz diferente, y está contribuyendo al surgimiento de subjetividades que la ciudad desconocía. Y es posible identificar en estas subjetividades, en algunas de sus facetas, manifestaciones de lo que Slavoj Zizek ha identificado como una dinámica fundacional de la psiquis posmoderna16. Para Zizek, el período de expansión global del régimen capitalista trae consigo una retirada de la autoridad patriarcal y la ley simbólica que esta autoridad constituye; lo que asciende a su lugar, uno de los sitios de anclaje de los órdenes sociales, no es, necesariamente, una liberación, sino una reconstitución de los órdenes en base no ya a las prohibiciones simbólicas sinoa las interpelaciones del superyó. Y, de acuerdo con la postura lacaniana de Zizek, lo que el superyó demanda es: ¡Disfruta! Este reclamo paradójico tiene, incluso, más fuerza que la prohibición, aunque lo que pida sea hacer y no dejar de hacer parece, a primera vista por o menos, presente en muchos aspectos de la vida contemporánea en Lima, donde las subjetividades tienden descarnadamente al narcisismo y habitan un espacio en el que las viejas prohibiciones y las viejas delimitaciones, sin duda «patriarcales» en el sentido en que Zizek usa el término, se han disuelto o se están disolviendo. Finalmente, la secuencia de represiones que la ley simbólica limeña quiso imponer a sus habitantes, parece haber fracasado por completo.
Pero quizás sea necesario pensar el fenómeno de la globalización, y el de las inserciones en ella de espacios marginales como la ciudad de Lima, desde una perspectiva distinta. A fin de cuentas, lo que la palabra «globalización» describe no es, contra lo que quieren sus apologistas, un fenómeno histórico sin agentes, producto de fuerzas abstractas y desasidas de la praxis política; es, por el contrario, en buena medida el resultado de decisiones políticas tomadas en los espacios centrales del poder, aun si estos espacios son móviles o si no responden necesariamente las antiguas delimitaciones del estado-nación. Esto es lo que David Harvey ha querido decir cuando escribe que la globalización es el resultado de una «cruzada geopolítica» lanzada desde los Estados Unidos y que tiene en su base una reafirmación de los valores capitalistas del siglo XIX, emparejada a la tendencia contemporánea a construir el sistema capitalista como el entramado necesario, inevitable, de la vida social, un espacio del que no es posible desvincularse17. Harvey reconoce cambios cuantitativos en el capitalismo durante este nuevo período, e intuye algunas transformaciones cualitativas, pero señala también que la globalización responde a viejas necesidades del orden capitalista sus «spatial fixes», y que se está constituyendo sobre la base de antiguos y nuevos «desarrollos geográficos desiguales»; es decir, sobre la base de estructuras espacio-geográficas de dominación que continúan, no revolucionan, la historia de los últimos siglos.
En ese sentido, las transformaciones en apariencia abruptas de una ciudad como Lima pueden ser leídas como el resultado de dinámicas preexistentes, y cualquier celebración de la diversidad o del surgimiento de nuevas subjetividades ha de ser matizada con el reconocimiento de que las dinámicas de la dominación continúan presentes, tanto al interior de la ciudad como en su relación con el exterior, en sus modos de insertarse en el sistema global. Al mismo tiempo, este fenómeno puede ser entendido como una posibilidad transformativa, antes que como otro fracaso histórico de la urbe en su accidentado camino hacia la modernidad. Pues, del mismo modo en que las playas a las que Lima se niega y que sus élites desplazan fueron ocupadas, física y simbólicamente, por poblaciones que eran nuevas en las últimas tres décadas, es posible intuir otra captura del espacio, la construcción de nuevos significados y nuevos discursos, y la reformulación de las prácticas urbanas de poder, por parte desubjetividades aún más contemporáneas. La fragmentación actual de Lima hace difícil de imaginar la forma en que tal constitución hegemónica habría de presentarse, pero su potencial, ciertamente, existe. La «globalización», tal como la conocemos, no favorece estos impulsos, pues despolitiza de inmediato la praxis y desarticula a sus actores, pero no es un exceso utópico, en una ciudad como Lima, imaginar el momento en que las calles vuelvan a ser el teatro de la inscripción política de sujetos nuevos, mixtos, y en esa visión de la ciudad es que reside su esperanza.
* Capítulo del libro Las ciudades latinoamericanas en el nuevo [des]orden mundial, Patricio Navia y Marc Zimmerman, coordinadores, Siglo XXI Editores, México, 2004.
1 Basadre, Jorge. Perú: problema y posibilidad y otros ensayos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1992. p 150.
2 Este aspecto actual de Lima es tan notorio que incluso un visitante pasajero como el escritor chileno Alberto Fuguet puede comparar la capital peruana con Los Angeles, la ciudad acéntrica por excelencia. Fuguet, Alberto. «The Peruvian Revolution is Being Televised», The New York Times Magazine, 25 de febrero de 2001.
3 Para una buena discusión de este proceso en el contexto latinoamericano, véase: Romero, José Luis. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires: Editorial Siglo XXI, 1976.
4 Véase: Cotler, Julio. Clases, estado y nación en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1977. También: Flores Galindo, Alberto y Burga, Manuel. Apogeo y crisis de la república aristocrática. Lima: ediciones Rikchay Perú, 1979.
5 Elmore, Peter. Los muros invisibles. Lima y la modernidad en la novela del siglo XX. Lima: Mosca Azul Editores/El Caballo Rojo Ediciones, 1993. p. 11.
6 La descripción esde Basadre y aparece en su Historia general del Perú, citado en Elmore, op. cit., p. 16.
7 En un estudio de 1945, Juan Bromley y José Barbagelata calcularon que para 1920 había un promedio de ocho personas por vivienda en Lima. Bromley y Barbagelata, Evolución urbana de la ciudad de Lima, citado por Elmore, op. cit., p. 15.
8 Berman, Marshall. All That Is Solid Melts Into Air. The Experience of Modernity. Segunda edición. Nueva York: Penguin Books, 1988. pp. 148-164.
9 Vargas Llosa, Mario. Conversación en la catedral. Barcelona: Seix Barral editores, 1973.
10 Quijano, Aníbal. «Lo cholo y el conflicto cultural en el Perú». Dominación y cultura. Lima: Mosca Azul editores, 1980. El texto pertinente es de 1964.
11
12 Ugarteche, Oscar. La arqueología de la modernidad.
13 Jameson, Fredric. «Notes on Globalization as a Philosophical Issue». En: Jameson, Fredric and Miyoshi, Masao, eds. The Cultures of Globalization. Durham y Londres: Duke University Press, 1998.
14 Callirgos, Juan Carlos. «El (poco discreto) encanto de la burguesía. Distancias sociales y discursos legitimadores en el Perú de hoy». En: Ciberayllu. [en línea] , 26 de octubre de 1997. <http://www.andes.missouri.edu/andes/especiales/jccencanto/jcc_encanto_1.html> (Consulta: 1999).
15 El sociólogo Eduardo Arroyo escribe, por ejemplo, que «Lima tiene varias identidades siendo escenario de su propia reconstrucción sobre nuevas bases, dejando de ser el contrafuerte oligárquico del pasado y convirtiéndose en la vanguardia de la renovación e integración nacionales, proceso que se afirma en un mar de contradicciones». Arroyo ve la posibilidad de una globalización que acentúa, no disminuye, la tendencia al «mestizaje» en la ciudad resucitando así, en un contexto inusitado, uno de los tópicos de base del pensamiento conservador peruano. Arroyo, Eduardo. «Nueva Lima, globalizada y nacional». En: Caretas 1653, Lima, 18 de enero de 2001.
16 Zizek, Slavoj. The Spectre is Still Roaming Around. An Introduction to the 150th Anniversary Edition of the Communist Manifesto.
17 Harvey, David. Spaces of Hope. Berkeley/Los Ángeles: University of California Press, 2000.
© 2002, Jorge Frisancho
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Frisancho, Jorge: «Notas sobre la histeria de Lima», en Ciberayllu [en línea]