El armonioso imaginario andino de Edgardo Rivera Martínez* |
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Ismael P. Márquez |
Cuando el Inca Garcilaso de la Vega proclama en su «Proemio al Lector» en los Comentarios Reales que Cuzco fue otra Roma, lo hace con una intención precisa y definida totalmente divorciada de cualquier afán de vano alarde y de exageración. Más bien, lo que el cronista cuzqueño explícitamente propone en esta inusitada comparación es establecer una condición de equilibrio o paridad entre ambas urbes, condición cuyo punto de apoyo se fija en el concepto de imperio y de la función civilizadora y de orden, pero también de poderío, que la idea de imperio implica. Al equiparar la capital del imperio incaico con la del romano, Garcilaso no hace sino proyectar su particular visión del mundo, visión plasmada en su formación clásica y renacentista. El Inca se ubica no sólo en la encrucijada de dos culturas, sino de cuatro, y todas dejaron huellas perdurables en él, en su obra, en sus líneas temáticas, y en su estilo. Son éstas, la cultura clásica, la renacentista, la española y la andina. De la primera, la clásica, toma lo balanceado del estilo, la armonía de su prosa y de las ideas; del Renacimiento, su nueva cosmovisión, su humanismo, la elegancia de su estilo y su filosofía sobre el amor y el hombre, así como su pensamiento sobre la posibilidad de un estado ideal en la naturaleza y en los hombres; de la española, la dualidad realismo-fantasía, o idealidad, tan presente en toda su obra; de la cultura andina, su misticismo, su nostalgia, su añoranza, el sentido elegíaco y de congoja que impregna su obra. En suma, en las páginas de Garcilaso asoma su cultura humanística y los ideales del humanismo renacentista. Es un escritor que deja ver sus añoranzas, nostalgias y congojas por un imperio ya ido y de una raza a la que perteneció, pero no con vagidos de resentido, sino como caballero renacentista del ideal y la ilusión. Su estilo, a pesar de la época en que escribe, no presenta elementos culteranos, aunque hay huellas muy sutiles del barroco en los contrastes que presenta entre el mundo de ayer y el momento presente.
Estas observaciones sobre Garcilaso, podrían repetirse palabra por palabra al describir la obra narrativa y ensayística de Edgardo Rivera Martínez. Mucha de la crítica ha hecho hincapié —y con justa razón— en que en su escritura se da la confluencia de dos vertientes culturales: la occidental y la andina. Pero, al igual que el Inca, en su obra también aflora la armonía de formas e ideas propia del clasicismo, la idealización de la naturaleza, y la exaltación del humanismo propias del Renacimiento. No es más evidente esta actitud que en la elegante apreciación que él mismo haría al contestar a la pregunta de «¿Qué son los Andes?»:
...con sus paisajes en que se alternan notas como las de severidad, grandiosidad, ternura, alegría, tristeza, los Andes han determinado una particular sensibilidad, proclive a una contemplación panteísta de la vida cósmica, impregnada de afectividad pero también austera, que habrá de entretejerse con la sobriedad castellana. Una sensibilidad que se manifiesta tanto en los muros incaicos como en los mitos, en la Catedral del Cusco, en la poesía de Vallejo o los cuentos de Arguedas.
Y es precisamente esta lírica exaltación de la armonía inherente del ámbito andino la actitud que informa la obra de nuestro autor, actitud que también dará cabida a otras y diversas manifestaciones culturales. Ya en su testimonio en el certamen internacional Narradores de Nuestra América de 1997, Rivera Martínez había recalcado que
Lo importante es [...] nuestro derecho, como países de cultura mestiza, a enriquecernos mediante el contacto vivo con todas las fuentes culturales, sin perjuicio de mantener una fundamental lealtad a nuestras raíces. Y entre esas fuentes, y en primer plano, la de la cultura clásica. En lo que a mí concierne mi deuda es muy grande, y le debo, en especial, la convicción de que el arte y la literatura deben ser antes que nada vida. Y si se trata de la novela, vida que renueva, que se expande, que fructifica.
En su edición de los meses de marzo y abril de 1999, la revista Debate presentó los resultados de su encuesta de más de cincuenta críticos literarios nominando los diez libros de narrativa más importantes de la década del noventa en el Perú. Las tres primeras posiciones, reveladoras por lo que dicen del cambio en la estructura jerárquica tradicional, dominada por escritores consagrados internacionalmente, las ocuparon: País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez, La violencia del tiempo (1991) de Miguel Gutiérrez, y Ximena de dos caminos (1994) de Laura Riesco. 1
Lo insólito que revela este sondeo, particularmente en lo que concierne a Rivera Martínez, es el haber llegado a tan privilegiado lugar sin una trayectoria previa en el género novelístico. Con un historial narrativo de extraordinaria factura, y ampliamente reconocido en el medio como fino prosista, Rivera Martínez había limitado su producción al cuento, al ensayo, y la crónica de viaje. País de Jauja, única novela de Rivera Martínez hasta el momento de la encuesta, recibiría inmediata y calurosa acogida por la crítica especializada y por el público lector en general, y se le otorgaría un segundo puesto en el premio internacional Rómulo Gallegos de Venezuela en 1995, lugar que muchos consideraron debió ser un primero. Esta novela, que el autor define como «una propuesta, en el sentido de que plantea la posibilidad de un universo nacional integrado», aporta, entre muchos otros notables valores, una importante cuota de ruptura con una tradición literaria dedicada más a la agonía y la descomposición social que a la construcción, en la ficción, de un país virtual, formulado desde un proyecto utópico. De esta obra diría Guillermo Niño de Guzmán, sintetizando la unanimidad de elogiosas opiniones:
Con País de Jauja, Edgardo Rivera Martínez consigue labrar un admirable diseño de tapiz, haciendo de un microcosmos familiar en una ciudad única enclavada entre las montañas un universo mayor, de sutiles y profundas resonancias. Imitación de la vida y exaltación de la misma, esta novela ha sido decantada a lo largo de mucho tiempo, con esa dedicación y pasión que animan la vocación de un auténtico escritor que no escatima esfuerzos por alcanzar la cima de su madurez.
En su reseña titulada «Nombre de país: el nombre», Antonio Cornejo Polar señalaría que
En el fondo, en efecto, País de Jauja puede leerse como una admirable alegoría de la transculturación feliz, enriquecedora, gracias a la cual hasta la ominosa presencia de la muerte puede ser vencida. La fuerza que sostiene esta perspectiva proviene de la solidaria fraternidad que enlaza a personajes decisivamente diversos. . . y del modo cómo esa dimensión humana se transmuta en un arte que rompe fronteras para dialogar sin pausa con códigos estéticos de varia procedencia.
El caso de Rivera Martínez es peculiar en las letras peruanas. Distanciado de los afanes de la fácil notoriedad, y con una obra narrativa limitada pero de impecable calidad, a Rivera Martínez se le reconoce en el medio literario como un excelso artífice, dueño de una prosa pulida de fina intensidad poética, que refleja una voluntad infatigable de encontrar la expresión más exacta para representar las tensiones de una intimidad profunda y particular. Heredero de la rica tradición que va del Inca Garcilaso a José María Arguedas, Rivera Martínez se ubica entre dos polos culturales que en el ámbito histórico se han atraído y repelido con igualdad de fuerzas, pero que inevitablemente se funden y conjugan en un irreversible proceso de transculturación. No es sorprendente entonces, que su ficción haya oscilado entre temas arraigados en el universo andino al que está ligado por experiencia vital, y otros cuyos espacios son ambientes urbanos, instancias que proyectan una singular y perturbadora visión del mundo costeño. En ambos casos, la lírica prosa que informa su obra teje una sugestiva tela en la que la realidad, los sueños y la fantasía se confunden en elusivas imágenes donde los símbolos y los mitos adquieren significados de difusas tonalidades.
La dualidad referencial que marca la narrativa de Rivera Martínez se manifiesta desde sus primeros cuentos recogidos en Azurita (1978), en Enunciación (1979), en Historia de Cifar y de Camilo (1981), y con especial brillantez en Ángel de Ocongate y otros cuentos, obra con la cual se consagra como cuentista de primera magnitud. Es en esta última colección donde Rivera Martínez despliega con característica sutileza su vasto arsenal estilístico y alegórico, y elabora una poética que transita entre la barroca mitología de cuentos como «Ángel de Ocongate» y «Amaru» hasta el patético realismo de «Rosa de fuego» y «El fierrero». Estos últimos calan profundamente en la problemática del desarraigo social y proletarización cultural derivados de la migración interna del país. La temática en sí no es novedosa; ya Julio Ramón Ribeyro y Enrique Congrains Martín, entre otros, habían retratado de cuerpo entero la degradante marginación de vastos sectores populares en una Lima en caótica carrera hacia el espejismo de la modernidad. Pero es el sesgo lírico y la sensibilidad netamente andina que Rivera Martínez le imprime a su obra, cualidades que nos remiten a la fuente primigenia que es Arguedas, lo que difiere en gran medida del punto de vista esencialmente realista-urbano de sus colegas. Con la tersa prosa que lo distingue, Rivera Martínez emplaza al lector cara a cara con la brutal alienación y profunda nostalgia que sufren aquellos que se han visto forzados a abandonar el hogar andino en busca de un elusivo El Dorado.
La función de la memoria de un pasado idílico como sustento del espíritu —central a la obra de Garcilaso Inca— nos trae también los ecos de otra nostalgia, la del niño Ernesto, protagonista de Los ríos profundos. Y es que la narrativa de Rivera Martínez se imbrica con la de Arguedas en un diálogo intertextual, que se genera y actúa mucho más intensamente que si fuera un simple caso de influencia. No es más evidente esta consonancia que en País de Jauja, novela que igualmente se fundamenta en la memoria de un adolescente como vehículo de recuperación del pasado, pero también como exaltación de un presente jubiloso, imbuido de optimismo, emoción insólita en el Perú de hoy.
Si las coincidencias intertextuales de Rivera Martínez con Arguedas son manifiestas, lo son también con su propia obra, tanto en lo temático como en la variedad de recursos expresivos.
En País de Jauja, Rivera Martínez nos abre su bagaje autobiográfico —ya exhibido en su libro Casa de Jauja (1985)— para recapturar experiencias hogareñas vividas en su ciudad natal y rescatar situaciones y personajes —verdaderos y ficticios— que pueblan sus anteriores obras. De aparente simplicidad por el plácido fluir de su lectura, esta novela en efecto es un complejo tramado estructural, simbólico y semántico en el que se conjugan las mitologías andinas y clásicas, y donde se mezclan e interactúan las literaturas, músicas y lenguas nativas y europeas, tanto de la antigüedad como modernas.
La fábula de la novela se ambienta a fines de los años cuarenta, en la remota y apacible ciudad de Jauja, y abarca un período de vacaciones escolares del joven Claudio, cortas semanas que propician el inevitable rito de pasaje a un grado más alto de maduración intelectual y afectiva, y también el descubrimiento de una incipiente sexualidad. La educación sentimental de Claudio se da en el seno de una familia de clase media venida a menos económicamente, donde su madre nutre su vocación y talento musical, y su hermano cultiva sus inclinaciones literarias. Ambas inquietudes artísticas le presentan a Claudio perspectivas culturales que no se excluyen mutuamente, sino que más bien se enriquecen y complementan Al lado de su madre recoge del folklore local huaynos y yaravíes que transporta con particular celo al piano, a la vez que toma lecciones en ese instrumento siguiendo los métodos clásicos europeos. Guiado por su hermano, bibliotecario municipal, Claudio explora el mundo de los libros donde se ve envuelto por los épicos personajes y vicisitudes de La Ilíada, pero con igual fascinación apela a la tradición oral que le transmite una empleada doméstica para indagar sobre los Amarus, mitológicas serpientes aladas que habitan los insondables lagos sagrados andinos. De la misma manera en que Claudio lleva la música popular andina al piano, también transcribe a su diario personal leyendas orales que dan cuenta de los orígenes del hombre, el significado de las cosas, y de las luchas entre las fuerzas cósmicas que rigen el universo. Así, el muchacho que comienza el verano en infantiles juegos con sus amigos, alcanza al final de éste una plena conciencia de su vocación artística y, más importante aún, de su polivalente herencia histórica y cultural.
Pero aun en la plétora de experiencias y emociones recogidas, es la ciudad de Jauja la que asume el centro protagónico de la novela al servir como elemento catalizador de culturas que se sintetizan en un proceso de genuino mestizaje. Ricardo González Vigil examina esta fundamental faceta de la novela en los siguientes términos:
La profundidad con que aborda el mestizaje como proyecto nacional propone un mestizaje en que las raíces deben ser autóctonas, a las que debe añadirse un aprendizaje crítico y creativo de la cultura «occidental» y la de otras latitudes. Una postura similar, pues, a las del Inca Garcilaso, Ciro Alegría, José María Arguedas, Gamaliel Churata. La nota diferencial de País de Jauja procede de su tono jubiloso, el de mestizaje ya cristalizado en gran medida (debido a las características peculiares de Jauja en la historia nacional), y no sólo como una esperanza azotada por la angustia en un futuro distante, esgrimida desde frustraciones y masacres con que acaban los Comentarios Reales, El mundo es ancho y ajeno, Todas las sangres, etc. Precisamente, la imagen legendaria del «País de Jauja» como el de una tierra paradisíaca connota que la meta deseable para el Perú, la ejemplifica el mestizaje jaujino.
Si, como reclama el Inca Garcilaso, el Cuzco fue otra Roma, Jauja, ese país utópico enclavado en los Andes, no pretende, ni necesita serlo. Lugar paradisíaco que devuelve la salud a quienes acuden a él en busca de su clima restaurador, Jauja se erige como el símbolo de la feliz unión de valores universales que secularmente se habían considerado incompatibles, a la vez que se establece como el espacio mediador entre la realidad de una modernidad que avanza desde Lima y la remota puna donde los apus y los Amarus todavía ejercen su poderosa influencia. El autor, comentando sobre su propia novela, nos señala que
Quise más bien que fuera una obra que, teniendo como referencia el antiguo mito de Jauja como tierra de felicidad [..,] planteara un posible modelo de convivencia armónica y logradas gentes y vertientes culturales muy diferentes. Pero convivencia en lo que tiene ésta de tolerancia, de respeto, de entretejimiento enriquecedor, y sobre todo de alegría.
En una acertada nota sobre País de Jauja, Giovanna Pollarolo incide en el tema de armonía, que define como «la unión y combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes», y también como la «conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras». Con estas acepciones, Pollarolo objetiva exactamente esa «convivencia armónica» a la que alude Rivera Martínez y que el autor propone como la energía que mueve su novela. Obra que Pollarolo califica de «historia, verdad, mentira, otra vez las contradicciones resueltas en la novela lograda, en el reino de la armonía y en nombre de una hermosa metáfora: País de Jauja».
Edgardo Rivera Martínez entrega su segunda novela, Libro del amor y de las profecías, en 1999, con la que se reafirmaría como uno de los principales narradores latinoamericanos contemporáneos. En ella, la ciudad de Jauja asume nuevamente un lugar central y protagónico. En esa tierra de orígenes míticos, el joven Juan Esteban Uscamayta inicia la escritura de un diario, llevado por la necesidad de establecer un diálogo imaginado con Urganda Felices, misteriosa muchacha a la que se le atribuyen dotes sobrenaturales, como es la capacidad de adivinar el futuro. El viaje espiritual que emprende Juan Esteban a través de la escritura, entre la historia y la leyenda, entre la realidad y lo imaginado, es una exaltación del amor, de la vida y de la nostalgia, y es también un acto celebratorio que se da dentro de un incomparable marco de humor, naturalidad y calidad humana. Luis Nieto Degregori analizaría la temática del mestizaje, leit motif en la narrativa de Rivera Martínez, y concluye que:
Es, sin embargo, en el amestizamiento del mito sobre Jauja, donde mejor se percibe la importancia que el autor atribuye a lo mestizo tanto para el universo de la ficción como para esa realidad que lo inspira, la sociedad jaujina y, por extensión, la peruana. [...] Dos son los rasgos que particularizan la representación del mestizaje que encontramos en la novela. Por un lado, una real, y no sólo retórica, reivindicación de los componentes indígenas de nuestra cultura. Por otro, un tratamiento de lo mestizo como armonioso sobre todo en un plano mítico, utópico. En otras palabras, la Jauja que Rivera Martínez coloca en la geografía literaria parece ser ante todo el ideal en el que el Perú debería mirarse para sanar de sus heridas.
Con País de Jauja y Libro del amor y de las profecías, Edgardo Rivera Martínez se ha situado en un lugar privilegiado en la narrativa peruana, no sólo de la década del noventa, sino de todos los tiempos. Los valores humanos y culturales que las novelas examinan darán lugar a un nuevo discurso que refleja la maduración de la sociedad peruana y su encuentro con su propia y legítima identidad. En la magistral representación de este fenómeno, consiste uno de los logros más grandes del escritor.
El referente andino en que se desarrollan estas obras difiere en gran medida de aquel representado por el indigenismo ortodoxo, término acuñado por Tomás Escajadillo, y del creado por José María Arguedas, Manuel Scorza, Marcos Yauri Montero o Eleodoro Vargas Vicuña, excelsos narradores quienes ya habían superado las formas de ese primer intento de reproducir una visión del Ande. El proyecto literario de Rivera Martínez es mucho más ambicioso, complejo, y de mayor alcance. Su universo se destaca como un ambiente vibrante y vital que le da forma, en contextos más amplios, a la experiencia humana y a las relaciones sociales. Más aún, el juego dialéctico entre sierra y costa, tanto en lo geográfico como en lo social y cultural, es el elemento subyacente que fija y define su narrativa.
Las incidencias referenciales, temáticas e ideológicas en la obra de Rivera Martínez han dado lugar a comentarios críticos que pretenden encasillarla dentro de una taxonomía ajustada que no se justifica a la luz de la amplia naturaleza de su imaginario. Por su ambientación andina, sus novelas se han visto como pertenecientes a la vertiente del neoindigenismo de la narrativa peruana. Esta clasificación, poco satisfactoria aun para el mismo autor, propone una visión interna de valores culturales autóctonos con el propósito de legitimarlos intelectualmente, pero también de preservar sus características intrínsecas. En el medio literario, la narrativa neoindigenista se nutre de esta ideología y detenta rasgos que van desde el empleo del realismo mágico, la incorporación del mito, y la intensificación del lirismo, hasta la complejización de la técnica narrativa y la expansión del espacio de la representación. Además, como lo observaría Ángel Rama en su análisis crítico de Los ríos profundos en su seminal estudio titulado Transcultuaración narrativa en América Latina (1982), el neoindigenismo, a la vez que revaloriza la esencia sociocultural indígena, se refuerza y enriquece con el legado cultural del mesticismo.
Si bien es cierto que en cierta medida las obras de Rivera Martínez detentan aspectos que las aproximan al neo-indigenismo, hay en ellas un desborde conceptual de los moldes estrechos a los que se las intenta reducir. Sobre este tema, Rivera Martínez ha opinado que «Mi narrativa de temática andina comparte sin duda algunos de los rasgos del neoindigenismo, pero yo encuentro que son más los que la separan de esa corriente». Dadas estas discrepancias, quizás sea Mirko Lauer quien mejor haya captado la verdadera proyección de la obra narrativa de Rivera Martínez al indicar que
En estas novelas el sujeto del enunciado es congruente (integrado) con el enunciado mismo, en una visión más o menos idílica de una clase media andina que simpatiza con lo indio y que participa de lo occidental. Que no pone por delante, ni acepta ser definida por conflictos con ninguno de esos mundos. No es una literatura reivindicativa, en el sentido confrontacional en que lo fue la de otros decenios; aquí está más bien la idea de lo andino como «bloque socio-cultural» sin contradicciones internas aparentes.
Si tuviésemos que encontrar entonces una categoría para estas obras, probablemente la más apropiada sería la de «literatura indígena o andina», por oposición a indigenista, dado el carácter andino de su autor y sus temas. Estas son novelas andinas, como lo destaca Lauer, virtualmente sin indios, en las que el énfasis está puesto en la tácita identificación de los personajes andinos de clase media con el resto de la burguesía peruana. Los intentos de construir la identidad de lo indígena, a la manera de Arguedas, quedan descartados para pasar a intentar revelar la identidad de lo burgués nacional. Si los postulados del indigenismo implicaban la exaltación de lo exterior, lo que quedaba por enunciar era que esos espacios rodeaban otros ámbitos de conciencia privada, que exclusivamente eran los del gamonal. Por el contrario, en la narrativa de Rivera Martínez, esos espacios son los del ciudadano común, lo cual implica un desafío pues subvierte la relación tradicional de lo peruano criollo con lo andino. Es más, Rivera Martínez privilegia a personajes radicalmente diferentes del sujeto del enunciado de la narrativa indigenista ortodoxa, sujeto quien, como nos señala también Lauer, «pretende ser una presencia en ella, claramente de lo indígena en cuanto ética, pero obviamente del otro en cuanto lenguaje y cultura, y diferenciado respecto a su propia identidad andina no popular».
Independientemente del debate —tal vez innecesario— sobre qué clasificación deba dársele a las novelas de Rivera Martínez, éstas reafirman la solidez de la narrativa peruana contemporánea. Con ellas se abre y se ostenta la dimensión universal de la realidad y experiencia andina, vivencia de rica herencia pluricultural que contiene inseparables en su esencia y en sus raíces la magia y lo prodigioso. Pero esta dimensión no agota sus temas, pues en ellas se ventila, a través de personajes impecablemente desarrollados, toda la gama de experiencias humanas, desde las más mezquinas pasiones hasta las más sublimes aspiraciones. Es en la indagación de la variedad y riqueza de valores humanos donde hallamos los imperecederos méritos de estas novelas, y de ese insigne cronista de la Jauja mítica y utópica, Edgardo Rivera Martínez, quien nos honra aquí con su presencia.
* Leído en el coloquio organizado por la Unidad de Post Grado de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (octubre 2005).
1 La relación completa de las diez primeras es la siguiente: (1) País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez, (2) La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez, (3) Ximena de dos caminos de Laura Riesco, (4) Salón de belleza de Mario Bellatín, (5) Cuentos completos de Carlos Eduardo Zavaleta, (6) Los eunucos inmortales de Oswaldo Reynoso, (7) La palabra del mudo IV de Julio Ramón Ribeyro, (8) Antología personal de Julio Ramón Ribeyro, (9) Crónica de músicos y diablos de Gregorio Martínez, y (10, con el mismo número de votos) No me esperen en abril de Alfredo Bryce Echenique, Al final de la calle de Oscar Malca y Lituma en los Andes de Mario Vargas Llosa.
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