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23 diciembre 2003

Mito y realidad de la hoja de la coca, en el tiempo de los Qhapaq Ingas del Tawantinsuyu

Eusebio Manga Quispe*

«Muy grandes cosas cuentan los orejones [pakuchos] deste Inca Yupanqui (y otros...). Los que fueren leyendo sus acontecimientos, crean que yo quito antes de lo que supe, que no añadir nada, y que, para afirmarlo por cierto, fuera menester lo que es causa que yo no afirme más de lo que escribo por relación destos indios; y para mí creo esto y más por los rastros y señales que dejaron de sus pisadas estos reyes y por el su mucho poder, que da muestra de no ser nada esto que yo escribo para lo que pasó; la cual memoria durará en el Perú mientras hubiese hombres de los naturales.»
Cieza 1985: Cap. XLVIII.

Introducción

E l tiempo y el espacio en occidente están considerados como dos dimensiones independientes, pero en el mundo andino están recogidos en un mismo término: pacha; este término sirve para significar ambos conceptos: el tiempo y el espacio andino definidos como una sucesión de bucles autónomos (véase Manga 1994a). Dentro de la concepción espacio-temporal andina, nunca hasta ahora se había presentado, en el mismo espacio y en el mismo tiempo, una conducta humana explicada por su propia mitología y las consecuencias de dicha conducta solucionadas en el mismo kay pacha o espacio/tiempo presente. Esta convivencia entre un mito (explicación teórica) y su realidad (hecho práctico) en el mismo lugar y el mismo tiempo, sólo puede ser posible por una concepción donde coinciden tanto el pasado inmediato como el presente actual y el futuro inmediato en un mismo núcleo; dicho de otro modo, donde mito, ritual y simbología se hallan en un mismo círculo.

Esta concepción facilita el conocimiento de la causa y la generación de la consecuencia, como bien se aprecia en las secuencias de las fases del cultivo de las hojas de la coca.

Sin embargo, la disfunción entre espacio y tiempo en el mundo occidental facilita que el mito se sumerja en otra dimensión (fuera del control humano), quedando en la vida real sólo los rituales y ciertas simbologías, donde el ritual quedaría como un ceremonial aislado y sin sentido y la simbología como un modelo que intenta autojustificarse. Esta desconexión entre un mito y su proyección real, en el mundo occidental, justificaría y permitiría la incomunicación entre el mundo utópico y el mundo real, entre el ser y el estar, entre el presente y los tiempos no controlables (pasado y futuro), entre lo que debe ser y lo que es, entre la ideología humanista y la ciencia, entre lo sacro y lo profano, entre los dioses y los hombres, entre el cielo y la tierra, entre la superestructura y la estructura.

La construcción de las élites occidentales desliga el mito (explicación causal) y su realidad (hecho consecuencial). Como consecuencia, resultan símbolos definidos en términos como: democracia, individualismo, derecho, igualdad, libertad, felicidad, satisfacción, progreso o desarrollo, como simples apreciaciones aisladas y con un significado polisémico, que para cada oyente y hablante tendrían significados distintos de acuerdo a sus intereses. Y, por otro lado, los rituales, como los procesos electorales, las votaciones parlamentarias, aparecen alejadas de su explicación causal teórica actual, y quedan sin claros objetivos y lejos de la vida cotidiana.

Planteado este análisis teórico, abierto a cualquier discusión, abordaré ahora, como contrapartida, la coexistencia de un mito y su realidad en el mismo espacio y en el mismo tiempo dicho de otro modo, la convivencia de un mito que explica la génesis de un comportamiento real y la solución de las consecuencias de dicho comportamiento en el tiempo presente. El hecho, trata del cultivo de las hojas de la coca y su relación con el disfrute del amor sin ataduras y la reubicación de los supuestos «desprotegidos» (hijos del libre amor) en el tejido social del estado político andino; por normas dictadas por los Qhapaq Ingas1 que los ubicaban como parte del funcionariado especializado en la producción de las preciadas hojas.

En este mismo trabajo, para entender la inserción de estos niños en la sociedad, trataremos de un modo aleatorio la estructura del tejido social andino, en el que son básicos el ayllu y el personal transitoriamente liberado de dicho organismo comunal y que actuaban en calidad de yanapaqkuna (ayudantes) y mitmakuna (ayudantes trasladables), que fueron imprescindibles en la organización del entramado de la ingeniería social del estado político andino, máxime tratándose de una sociedad donde el símbolo dinero había sido excluido de las relaciones personales.

Esperamos y deseamos que este trabajo aporte otros modos de análisis sobre el pasado del mundo andino y no damos por terminadas nuestra reconstrucción y nuestras conjeturas.

La coca: entre el mito y la realidad en el mundo andino

Antes de abordar la conexión de las hojas de la coca con la mitología y la realidad, apuntaremos, de modo preliminar, una proyección ritual que rememoraba un hecho mítico sucedido en la costa central del Perú actual, en tiempos anteriores al gobierno de los Qhapaq Ingas. El ritual fue directamente observado por uno de los cronistas tempranos, Pedro Pizarro (primo de Francisco. Pizarro), quien dice al respecto:

En el ydolo [adoratorio] de Pachacama tenían por costumbre, cada día, de echar muchas cargas de sardinas, pequeñas como anchouetas frescas, en una plaça que estaua delante de la casa del ydolo. Echauan estas sardinas para que comisien estas gallinazas y estos cóndores, porque dezían se lo mandaua así su ydolo. [1554], 1968, cap. 35.

La justificación mítica de este ritual se halla en apuntes recogidos en el siglo siguiente, en la «Carta Annua de los Jesuitas» (1617), publicada por Pierre Duviols, y en otras anotaciones del cronista fray Antonio de la Calancha (1638). En los citados documentos se habla de la lucha de dos divinidades, uno de filiación solar y la otra lunar. Así, mientras Vichama (deidad solar) se fue a dar la vuelta al mundo, imitando a su padre, la otra divinidad, Pachakamaq, aprovechando esta ausencia, hizo pedazos a la madre de Vichama, y sus restos se los dio de comer a los gallinazos (suwiq'ara) y cóndores (kunturkuna). Al volver Vichama de su viaje, enterado de la suerte que había corrido su madre, montó en cólera y la deidad que protagonizó este despedazamiento (Pachakamaq) huyó a la dirección del mar. Vichama, como solución, buscó los restos de su madre y la resucitó; y como venganza, pidió a su padre (deidad solar) que destruyese a la humanidad creada por Pachakamaq y, en su lugar, hiciese otra filiación de humanos como reemplazo de la anterior (Manga 2001). Ésta sería la explicación mitológica del ritual que vio Pedro Pizarro (dar de comer a los gallinazos) en el adoratorio de Pachakamaq. Aquí, es cierto, faltan datos que aclaren las implicaciones de este mito con su ritualidad; dicho de otro modo, la función social que cumplía el hecho de alimentar a estas aves carroñeras, como por ejemplo: ¿quiénes eran los responsables de pescar estos alimentos para dar de comer a estas aves? ¿por qué alimentar a estas aves y no a otras? ¿qué papel desempeñan esta aves en la cosmogonía o antropogonía del mundo andino? ¿qué relación hay entre estas aves y la deidad solar?

Sin embargo, en el asunto de la coca hallamos una interconexión bien delimitada y diáfana entre mito (explicación teórica), ritual y simbología (realidades observables), un mito donde se aprecia que la planta de la coca procede de una hermosa mujer y una realidad donde los nacidos fuera del control del ayllu eran reubicados en el tejido social andino. En la sociedad andina, las personas «desprotegidas» eran las que habían nacido fuera del ayllu, la base del tejido social y económico del mundo andino, que controlaba una propiedad «privada» cedida por el Estado y que daba cobijo a sus miembros y, a su vez, les protegía de la propia maquinaria estatal, corrigiendo anualmente los tributos de acuerdo al número de miembros, tomando en cuenta nacimientos, defunciones, viudas, huérfanos. Los Qhapaq Ingas, para formar la gran nación de naciones (Tawantinsuyu), tuvieron que aunar reinos independientes, tanto de primer como de segundo orden; todo esto dentro de la propia concepción andina, que fue el t'inku,que es unirse hasta confundirse y conseguir de dos una unidad; unificando objetivos y proyectos globales y respetando relativamente la diversidad enriquecedora de la religión, las costumbres, los modos de enterramiento, las formas de vestir, las lenguas y otros aspectos; así, ninguna nación que formaba parte del Tawantinsuyu fue totalmente anulada, doblegada o subyugada. La prioridad del estado fue el aprovechamiento máximo de la tierra para alimentar a una población numerosa que probablemente sobrepasaba los 16 millones de habitantes. Estos productos se obtenían de unos territorios escarpados y poco generosos con una débil interconexión ecosistemática, muy alejados del mar y de los grandes ríos. Así, los ayllus o comunidades no tenían otra alternativa que aprovechar las estrechas quebradas en los resquicios de las montañas. En la meseta altiplánica, por encima de 4000 metros, con un clima difícil para la supervivencia, se construyeron surcos profundos, los llamados camellones, que conseguían subir la temperatura en sus oquedades, con el único objeto de conseguir una magra producción en dichos lugares. En las faldas de las montañas levantaron andenes (bancales), algunos de ellos con regadío artificial, con aguas retenidas de la lluvia en depósitos hechos por el hombre. Waman Poma recoge esta obsesiva dedicación de los Qhapaq Ingas por hacer campos de cultivo: «Y los dichos rreys no tenían otro dicho oficio, cino edeficar fortalezas y casas y chacaras y asecyas y lagunas de agua para rregar la sementera en este rreyno» (Waman Poma [1615] 1987: Pág. 63.)

La explotación de los terrenos ubicados en lugares escarpados y de difícil acceso hubiera sido una tarea imposible con una organización de tipo individual; por tanto, la comunidad fue parte consustancial de la organización del Estado; hoy, pese a la supuesta tecnología, los andenes o bancales que en tiempo de los Ingas fueron eficientemente trabajados siguen abandonados2, pese a que la población tiene necesidades de alimento. De modo que la única forma que tuvieron de dominar esta difícil naturaleza fue a base de la fuerza comunal (ayllus) y la utilización de la chakitaqlla (arado de pie para roturar en espacios pequeños y de difícil acceso). El ayllu fue un organismo social semi autárquico que estaba unido a un espacio geográfico, como un hijo a su madre por el cordón umbilical. Esta unión estaba legitimada según un mito antropogónico: cada pueblo, cada ayllu o comuna emerge de su paqarisqa o lugar de nacimiento, y los antepasados de cada pueblo, o sea los primeros ascendientes míticos, venían desde el lago Titicaca recorriendo el interior de la tierra hasta llegar a sus lugares de nacimiento que podían ser las cuevas, los lagos, o las oquedades de los árboles, e inmediatamente se convertían en estatuas de piedra, unos con forma humana y otros en figuras simbólicas, a los que se les denomina con la palabra quechua wakas (semidivinidades que tenían derecho a recibir ofrendas en cuanto interlocutores entre el pueblo y los dioses). Todos los andinos, independientemente de sus diferencias, fueron creados por un mismo dios, cada pueblo con su peculiaridad: la forma de llevar el cabello, con su propia lengua, con sus productos agrícolas particulares según la altitud, con su forma de vestir, o con su forma de enterrar a sus muertos.

Políticamente, estas unidades básicas formaban parte de otras unidades mayores, y éstas bajo otro poder aún mayor, hasta llegar al control de Toqrikuq (gobernador) de un wamani o provincia que albergaba 40 mil habitantes, y éstos al mando de cuatro Apukuna (o Qhapaq Apus), quienes estaban bajo el control de un único y irrepetible Qhapaq Inga.

La sociedad en el mundo andino, a diferencia de occidente —donde se estratificaba a la población individualmente por su riqueza particular y por la pertenencia a cierta alcurnia—, estaba dividida en doce grupos transitorios diferenciados por la edad biológica, cada edad con sus obligaciones y sus derechos (la edad más productiva estaba entre los 26 y 50 años, con derechos específicos). Esta división por edad biológica y género ya se definió en el modo de creación y planificación de la quinta creación humana, coincidente con el noveno pachakuteq. La divinidad elaboró muñecos de piedra de distintas edades y sexos, los mismos que por grupos tenían que emerger a la llamada de los ayudantes y de la propia divinidad principal. Por tanto, haber nacido fuera de esta organización humana era, en todos los aspectos, estar desprotegido. Sin embargo, pese a seguir perteneciendo a su «ayllu» o comuna, existía otro personal dependiente del propio Estado, formado por los propios hijos de los señores y algunos del propio Inga, y de personas que destacaban en alguna habilidad: trataremos a continuación del sector donde fueron insertados los «hijos no deseados» como especialistas del cultivo de la coca.

El control y administración de un estado político complejo como el organizado por los Qhapaq Ingas, no cabe duda, requerería de una pléyade de funcionarios. En este sector funcionarial, los niños no deseados fueron insertados como especialistas del cultivo de la planta de la coca.

La coca era un producto de muy alta estima aunque su uso, en el tiempo de los Ingas, no era lícito ni generalizado entre la población. Por tanto, era un bien administrado, limitado y controlado por el propio estado. El Inga en persona distribuía este producto, como un regalo muy apreciado entre los señores de las distintas nacionalidades del Tawantinsuyu (esta afirmación se aprecia en todos los cronistas que trataron este asunto). Las autoridades sólo permitían que se utilizaran estas hojas en los rituales religiosos (quemar), en los enterramientos (no hay tumba antigua donde no se halle este producto); en las artes adivinatorias y como consumo en acciones relacionadas con el disfrute del juego amoroso y, según las declaraciones hechas por los más ancianos a Juan de Matienzo, también se utilizaba en las acciones de reubicación de población excedentaria en otros territorios. Al respecto, apunta: «aunque en la guerra usaban en ella ordinariamente (según afirman todos los viexos, los cuales también dicen [...])» Matienzo [1567] 1967: Caps: XLIV y. XLVI.

Advertidos sobre la limitación de la utilización de las hojas de la coca, por parte del Estado, vamos a relacionar la implicación del mito en la vida real de los más «desfavorecidos» del mundo andino, en este caso los niños no deseados por sus padres. De modo que reproducimos la génesis de este producto a través de la mitología que la sustenta:

«que la dicha coca antes que estubiese como agora está, en arboles, era una mujer muy hermosa, y por ser mala de su cuerpo la mataron y la partieron por medio y la sembraron, y de ella habia nacido un arbol, al cual llamaron macoca [mama coca] y cocamama [coca mama], y desde alli la comenzaron á comer, y que se decia que la traian en una bolsa, y que esta no se podia abrir para comerla si no era despues de haber tenido copula con mujer, en memoria de aquella, y que muchas pallas [señoras] ha habido y hay que por esta causa se la llamaron coca, y que esto lo oyeron ansi decir á sus pasados los cuales contaban esta fabula y decian era origen de la dicha coca». (informes de Ruiz de Navamuel a Francisco de Toledo 1571 - Pág. 196)

Según comunicación personal de Víctor Montoya, esta leyenda se cuenta en las regiones yungas (valles) de Bolivia, como sigue:

«Las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los Yatiris [adivinos y líderes espirituales] y los Amautas [sabios], en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo del tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre» (véase Víctor Montoya: «"El Yatiri" de Arturo Borda», 2002, en Ciberayllu).

Este mito plantea con diafanidad que la génesis de la planta está relacionada con el disfrute del cuerpo en las artes amatorias y, a su vez, hace traslucir que estas relaciones se entendían de un modo natural y sin tapujos, como ya se aprecia en las figuras humanas de cerámica de la cultura Mochica (100 años a.C. - 700 años d.C.) de la costa norte del Perú actual. Sin embargo, no está de sobra aclarar que estas relaciones amorosas entre mujeres y hombres, en especial en lo concerniente a la mujer, no podrían considerarse como un oficio de supervivencia, sino como un servicio de una especialista al buen hacer de las cosas; esta aseveración la hacemos en razón de que, a partir del gobierno de los Qhapaq Ingas, en la civilización andina, se había excluido el dinero como símbolo de status y de acumulación de riqueza. (Esto no excluye la existencia de una economía monetaria en fases anteriores a la formación del Tawantinsuyu, como se aprecia en excavaciones arqueológicas de la costa central, con la presencia de hachillas de cobre como moneda y la existencia de una simbología en la misma zona «Cundri es una estrella del cielo a que mochauan [ofrecían, adoraban] los mercaderes» Albornoz [1581-85] 1989: Pág. 190.)

La anotación sobre la existencia de las casas amatorias la encontramos en la obra completa de Juan de Betanzos, de reciente hallazgo (1987), que fue escrita en 1551. La orden que institucionalizó estas dependencias se apunta del modo siguiente:

Inga Yupanqui el «Pachakuteq» «Ordenó y mandó porque los mancebos mientras solteros fuesen no anduviesen en estas cosas tras mujeres casadas y mamaconas [mujeres de las aqllawasis] que hubiese cierta casa fuera de la ciudad para que en ellas fuesen puestas cierta cantidad de mujeres [...] con quien los tales mancebos conversasen [...]» Betanzos [1551], 1987: Cap. XXI.

Vista la preocupación estatal por el aprendizaje de la población de las artes amatorias, indirectamente esta licencia sexual define el modo de entender las relaciones de pareja, en los llamados t'inkunakuy o emparejamientos de prueba como un modo de práctica y valoración de la experiencia amatoria. El cronista Pedro Cieza de León, refiriéndose a los señores del Collao, dice: «Andan vestidos de ropa de lana ellos y sus mujeres; las cuales dicen que, puesto que antes que se casen puedan andar sueltamente [las mujeres], si después de entregada al marido le hace traición usando de su cuerpo con otro varón, la mataban» Cieza [1550], 1984: Cap. C. Hallamos otro curioso comentario esta vez de la pluma de un extirpador de idolatrías, nos referimos a Pablo José de Arriaga: «Otro abuso es muy común entre todos los indios hoy en día, que antes de casarse se han de conocer primero y juntarse algunas veces, y así es caso muy raro el casarse si no es primero Tincunacuspa [convivencia de prueba], como ellos dicen, y están tan asentados en este engaño». Y hecho su comentario, relata dos hechos que le sucedieron. El primero se refiere a un caso donde no se había cumplido el requisito andino de la experiencia sexual. Así cuenta el cura que un nativo (posiblemente ya cristianizado) le pidió en un pueblo que le casara con una chica; pero el hermano de la chica se opuso rotundamente, argumentando como causa de la imposibilidad «que nunca se habían conocido ni juntado». Y sigue contando otro caso donde las consecuencias de la falta de experiencia sexual fueron nefastas para el matrimonio andino y dice «que habiéndose casado (por ritual cristiano), no podía ver a su mujer y le daba mala vida, porque dijo que era de mala condición, pues nadie la había querido ni conocido antes que se casase». Arriaga [1621] 1968: Cap. VI.

El hecho singular surge en la suerte que corrían los hijos, producto de la licencia sexual: los hijos concebidos en las casas amatorias, los hijos de aventuras de solterío, los hijos e hijas no deseados, fueron preparados para ocupar cargos de especialistas. El Estado previno la suerte de los niños y niñas «no deseados» bajo normas establecidas para tal efecto. Estos niños y niñas eran recogidos todas las mañanas. En la ciudad del Cusco existía un cuerpo compuesto por 1200 personas, con turnos de 100 hombres por mes, que cada mañana recogían a estas criaturas y las entregaban posteriormente en las casas cuna para su crianza. Este grupo especial también estaba encargado, aparte del cuidado de la propia ciudad, de garantizar la correcta sucesión en el complicado proceso de reelección de un nuevo Inga. Así, a la muerte del Inga Yupanqui «el Pachakuteq», este cuerpo fue requerido con sus doce capitanes de los ayllus (¿reales?) de la guarda de la ciudad y del inga, «los cuales vinieron dos mil y ducientos hombres que tenían a cargo para la guarda, que tenían a su cargo, a punto de guerra, y cercaron la Casa del Sol». Sarmiento [1572] 1965: Punto 48.

Estos niños eran recogidos de debajo de los puentes para posteriormente ser entregados a una casa cuna donde amorosas señoras cuidaban a estos futuros funcionarios del cultivo de las hojas de la coca. Apuntamos el texto original:

«[...] que los niños que ansí se engendrasen en la mancebía los criasen mandó que hubiese en una casa ciertas mujeres de las provincias y pueblos que se les hubiese muerto los hijos para que las tales mujeres criasen los niños que ansí nasciesen y ansí mismo mandó a los señores que ya tenía señalados para mirar las cosas del pueblo que hiciesen echar mucha paja debajo de las puentes del arroyo y río que pasaba por la ciudad a la orilla del agua y que fuese mandado que los niños que oculta y secretamente hubiesen habido las mamaconas o mujeres e hijas de señores que no los matasen si no que en pariéndolos de noche los hiciesen poner debajo destas puentes siendo avisados todos [vigilantes] que si alguna persona tomasen de noche a cualquiera que llevase ansí a poner algún niño debajo de la puente que fuese hombre o mujer el que ansí lo llevase que como dijere la ronda quien va ahí que respondiese la tal o el tal que el niño llevaba [...] que en tal caso no le fuese preguntado quien era ni como se llamaba [...] y que ninguno de aquellos fuese osado a saber de que casa era ni de donde [...] estas guardas tuviesen cuidado de cada mañana ver y mirar debajo de aquellas puentes si había algún niño y que los niños que ansi hallasen los tomasen y los llevasen a aquellas mujeres ya dichas que para criar los tales eran señaladas [...] » [1551] 1987: Betanzos Cap. XXI.

Criados los niños, eran preparados para que cumpliesen la especial función en la dirección del cultivo de las hojas de la coca, producto que crecía en los valles de clima cálido:

«Y siendo ya criados estos tales mandó que fuesen llevados a los valles de la coca en los cuales valles sirviesen criando y beneficiando la coca [...]».

No obstante, no aparece la suerte que corrían si eran niñas, pero es de suponer que estas criaturas serían llevadas a la casa de las escogidas, o aqllawasis, que tenían de cuatro modalidades. En el mundo andino, la mujer solía recibir una educación exquisita en estas casas y, al cumplir la mayoría de edad, se ocupaban de distintas funciones: unas como sacerdotisas, otras como tejedoras de obras primas y algunas se convertían en aunadoras del Tawantinsuyu, a través de matrimonios preparados por el Estado con señores importantes de otras etnias.

La función efectiva que desempeñaban estos niños, al cumplir la edad requerida, no está especificada en la obra de Juan de Betanzos. Sin embargo, la encontramos en los informes de Juan de Matienzo, publicados en 1567, quien apunta las obligaciones que tenía que cumplir este camayoq (especialista) de la coca:

«Los camayos son indios yanaconas [sic] que están y habitan siempre en los Andes, en las chácaras de coca [...] sin los cuales no se puede beneficiar la coca [...].»
«Diré brevemente su oficio: lo primero que está a su cargo es guardar las chácaras, y lo segundo, tener coxido cantidad de aquel coxoropipo de que se hacen los cestos, y hacerlos, y las esteras en que se seca la coca y encestarla cada mita [turno]. Hecho esto, no tienen otra obligación, porque el coxerla y subirla a la Sierra, y dexar corada, [curada: ¿el secado de las hojas al sol?] cavada y labrada la chácara donde se coge, no es oficio de camayos [especialista], ni ninguno entiende en ello, ni puede, sino de los indios -o de la tasa o alquilados-, de manera que en su género de vida y costumbres, a cualquier cosa que les obligasen más de lo dicho, recebirían agravio notorio, y aun creo que no bastaría mandárselo para que lo hiciesen, porque son leyes viexas entre ellos. [...]. De estos camayos es mucha la cuantidad, y en las chácaras de tasa están allí del tiempo del Inga, y sus hixos y nietos, los cuales pusieron los Ingas [...]». Matienzo Juan [1567], 1966: Cap. L.

En estas anotaciones se observan las funciones de esta persona, que consistían en cuidar, organizar los tiempos de limpieza y preparar los cestos donde se embutían las hojas de la coca. Con relación al material coxoropipo para la elaboración de estos cestos, no hemos podido averiguar a qué se refiere. Sin embargo, encontramos en los mismos apuntes otro dato donde se anota el material que se utilizaba en la fabricación de estos cestos; esta vez se halla en las recomendaciones que dicta Juan de Matienzo para la explotación de la coca, ahora en beneficio de los nuevos dueños del Tawantinsuyu, y dice que el cesto de la coca debe pesar veinte libras, dieciocho de hojas de coca «y las otras dos libras de pancho y bexucos, so pena que el cesto que más o menos pesare, o de otra manera se hiciere, sea perdido»Matienzo [1567] Cap. LI. Con estos detalles, podemos deducir que el pancho es el «p'ancho», un tipo de ceiba (cf. Lira), cuyas cortezas sirven para hacer cestos. Según comunicación personal de Carlos Manga, hay dos clases de p'ancho: uno llamado balsa p'ancho que, por el poco peso de sus troncos, sirve para hacer balsas para navegar en los ríos; y el otro que se utiliza para construir canastas, protectores de vasijas, etc. La palabra «bexucos» se refiere a las lianas que se utilizaban y utilizan en la elaboración de cuerdas. Con respecto a la forma de los cestos «la ponen en unos cestos largos y angostos que tendrá uno dellos poco más de una arroba [...]» Cieza [1550], 1984, Cap.XCVI.

Sabemos ahora que entre las obligaciones de este especialista no estaba la función del cosechado, deshierbe y secado. ¿Quién cosechaba este producto en el tiempo de los Qhapaq Ingas? La respuesta la encontramos en varios autores, y encaja como el hilo que faltaba para terminar el entramado del tejido que estamos construyendo.

Los Ingas, al haber excluido el símbolo dinero como indicador diferenciador de posición social, construyeron una sociedad exenta de clases sociales basadas en la propiedad privada y, para diferenciar y organizar a las personas, tomaron en cuenta la edad biológica o natural. El tejido social andino estuvo dividido, para obligaciones y derechos, por grupos edad: desde el nacimiento hasta los 60 años, siendo los 60 la edad de jubilación y quedando los de 50 a 60 años con servicios reducidos, en razón de su edad. La edad más productiva se contaba entre 26 y 50 años. Esta división de funciones la encontramos en cuatro autores, uno de ellos Waman Poma de Ayala, que difiere algo con respecto a los demás, pero en algunos aspectos amplía, al considerar a las mujeres con obligaciones propias. A diferencia de los demás autores, apunta sólo diez divisiones tanto para varones como para mujeres. (Esta clasificación de funciones por edades biológicas está recogida por Hernando de Santillán [1563] 1968: punto 11; Cristóbal de Castro - Diego Ortega Morejón [1558] 1968, págs. 479-80; Damián de la Bandera [1557] 1968, pág 496; Waman Poma de Ayala [1615] 1987: 189 –226.)

En estas funciones encontramos una obligación atribuida a una determinada edad, el coca pallaq o cosechador de la coca que corresponde, según Hernando de Santillán, al tramo entre 16 a 20 años. Sin embargo, los siguientes informes rebajan a 12, y en Waman Poma no aparece esta dedicación, al considerar dicha edad con una obligación distinta a cosechador de la coca y que, en este caso, aparece con otra que es la de guardar el ganado y ayudar en el cultivo de los terrenos que corresponden a las viudas y huérfanos (saqsi allpa); suponemos que el autor nativo no apunta la función de los cosechadores de coca, tal vez con el objeto de proteger a los jóvenes de los trabajos indiscriminados que se realizaban en beneficio de los temibles y desalmados encomenderos y corregidores. Sin embargo, los que alguna vez hemos asistido a la recolección de las hojas de la coca, sabemos muy bien que es un trabajo agradable donde se habla mucho; si se ayuda a una chica a cosechar su arbusto, es una tarea que facilita la relación táctil y el olor de las hojas frescas de coca (mato) tiene un aroma muy particular que invita a soñar y hablar de amor.

Volviendo a los hijos «no deseados», hemos visto que entraban en la administración del Estado como kamayoq, un término que se refiere a los especialistas en distintos campos y no como interpreta Juan de Matienzo «que los kamayos son indios yanaconas». El término yanacona (que procede del quechua «yanaqkuna» o también «yanapaqkuna»), en boca de los cristianos se entendió como «yana», que aisladamente tiene el significado del color negro, y «kuna» que es la terminación del plural de la palabra negro, resultando como «los negros» que ellos lo relacionaron con el esclavismo de raza que bien conocían en sus tierras de origen. También a estos servidores los «invasores» les dieron el nombre genérico de mitimaes.

Sin embargo, en la sociedad andina este término se refiere en general a los yanapaqkuna que en quechua se traduciría como «los ayudantes» (que actuaban fuera del control del ayllu). Estos yanapaqkuna podían actuar como kamayoq que cumplían funciones especializadas como servidores de la iglesia nativa (yanankuna), educadores (yachachiqkuna), como técnicos agrícolas, ingenieros de caminos, astrónomos, manejo de los quipus, etc. Y con respecto a los mitmakuna («mitimaes») cabe aclarar que en el mundo andino se refería a cualquier grupo de personas que, individualmente o en grupos, se movían de un lugar a otro en calidad de kamayoq (especialistas) o como yanapaqkuna (ayudantes) en los ayllus (comunas), con la obligación —racionalizada—de cumplir sus trabajos con el Estado fuera de sus lugares de residencia habitual. Este personal salía de sus lugares de origen a cumplir sus mitas (turnos) en trabajos especializados: por ejemplo, construcción de puentes, joyeros, extracción de minerales, la cosecha y limpieza de los campos de la coca, construcción de edificios estatales, caminos.

También como «mitmakuna», comunidades enteras fueron trasladadas, teniendo en cuenta los climas de procedencia y los de llegada, con fines de colonizar nuevos territorios. Por otra parte, pueblos enteros de la última incorporación al Tawantinsuyu podían ser trasladados a zonas alejadas del lugar de su procedencia habitual a aprender las costumbres, técnicas y otras dedicaciones que hacían posible el sostenimiento del Estado. Todos estos datos justifican que la ciudad del Cusco estaba totalmente poblada de mitmakuna procedentes de todos los lugares de los cuatro suyus, Pedro Cieza de León, refiriéndose al Cusco, dice: «Lo más de la ciudad fue poblada de mitimaes» Cieza [1550] 1984: Cap. XCII; y Ramos Gavilán dice que, para poblar nuevas ampliaciones, como Copacabana llevó mitmakunas, de su confianza, de 42 naciones, cada uno con su insignia y dice: «es el que se pobló con más copia de diferentes naciones, para custodia y autoridad del falso santuario de Titicaca» [1621] 1976: Cap XII. Juan de Betanzos, al referirse a los valles cercanos al Cusco (Urubamba, Yucay, etc.), zonas muy bonitas y de un clima envidiable, aquí ubicó Wayna Qhapaq a los servidores de la momia de Inga Yupanqui (el Pachakuteq) y asignó para este menester a «mamaconas mujeres doncellas y ansí mismo muchos yanaconas y mandólos poblar en los valles cercanos al Cusco y que de allí trujesen el servicio de los que ansí labrasen y criasen a la casa del Ynga Yupanqui» (Betanzos [1551] 1987: Cap. XLI.)

Estos grupos traspasables «mitimaes» ya en su función de yanapaqkuna o de kamayoq actuaban como entidades autónomas e independientes del poder de los señores étnicos o jefaturas (Kuraqka) de los ayllus. Este funcionariado itinerante dependía directamente de los Toqriku. A este personal estatal itinerante estaban también adscritos los hijos más inteligentes de los señores étnicos y algunos de los propios hijos del Inga. Y no se trataba precisamente de personal infeliz trasladado de un lugar a otro: «Don Gaspar Caña, natural de Atun Caña, [...] Inga Yupanqui, cuando conquistó este reino [y] le hizo mitimac de Lacrama, en el valle de Xaxahuana, porque era valiente, [...]». Informaciones para Toledo recogidos en Yucay a 19 de marzo 1571. (Toledo 1570-72).

Finalmente, el tratamiento especial a los excluidos del sistema social andino justificaría por qué los Qhapaq Ingas tenían también entre uno de sus calificativos más destacados el de Waqcha khuyaq que, traducido al español, sería algo así como «protector de los pobres». «Pobres» entendido, en este caso, los niños y niñas «no deseados» que no tenían ayllu o comunidad que los protegiera y aglutinara. Otro aspecto que nos sugiere este artículo es que la utopía es realizable si uno piensa que el paraíso está en este tiempo-espacio y no en otros lugares.

El estudio del mito que hemos analizado, muestra que los niños o niñas fruto de la libertad sexual también tenían su lugar en la sociedad andina, como personal especializado, formando parte del grupo de los yanapaqkuna o kamayoq. Y finalmente el mito ha puesto de manifiesto:

  1. una realidad donde los hijos producto del libre disfrute del amor fueron insertados en el tejido social andino, como funcionarios especialistas en la crianza de las hojas de coca. Producto este que, entre algunas de sus funciones profanas, podía ser masticado después de una relación de pareja, "cópula"; y, por otro lado,
  2. una mitología que subraya que el árbol de la hoja de coca fue el producto de los restos de una hermosa mujer que sabía disfrutar de su cuerpo. Esta interconexión, por tanto, ubica tanto al mito como a la realidad en el mismo círculo; un mito que determina una conducta y una realidad que soluciona las consecuencias de dicha conducta, convirtiendo al supuesto «desprotegido» en un funcionario especialista dependiente del propio Estado.

Esta imbricación entre mito y realidad, como hemos indicado en nuestra introducción, sólo puede ser entendida en una concepción en los que el tiempo y el espacio estuvieron recogidos en una misma palabra, que es Pacha, concepto que englobaba a un tiempo y a un espacio delimitados, que recogía un pasado reciente, un presente y un futuro cercanos, todas estas dimensiones controlables por el hombre y estos tiempos/espacios estaban enlazados como los eslabones de una cadena. Dentro de esta concepción, la divinidad después de reemplazar a la humanidad por otros humanos, se retira a otra dimensión para no ser molestada y tampoco abrumada con peticiones humanas que siempre son contradictorias. Se deriva de hecho, que los hombres cuentan con la disponibilidad de una libertad absoluta, con la sagrada obligación de controlar el equilibrio de la naturaleza y la responsabilidad de organizar sus deseos y planificar la consecución de la utopía en el tiempo y el espacio que les toca vivir. La divinidad, después de reemplazar a la humanidad por otros, se retira a su espacio inmensurable y deja a los humanos con los dioses intercesores más cercanos, como son el Sol, la Luna y la Tierra, y otros más cercanos a la vida cotidiana.

Para terminar, diremos que, en la actualidad, este genuino producto del mundo andino está pasando un momento muy difícil. Las hojas de la coca en su estado natural nunca han sido perjudiciales para la salud, sino más bien fueron y son un producto de benefactoras cualidades que bien podría competir con el té y el café como por ejemplo infusión y difundirse por todo el mundo, como una ayuda para bajar de peso. No dudamos que su cultivo racionalizado seguiría protegiendo en el mundo andino a los más necesitados del tejido social, como lo fue en el tiempo de los Qhapaq Ingas del Tawantinsuyu. La solución al supuesto problema que la coca produce en el primer mundo no reside en defoliar cultivos nativos del tercer mundo, que a la larga, desertizarán los débiles ecosistemas, empujando a los más necesitados a movimientos poblacionales incontrolables. Sin embargo, un comercio justo, equilibrado e incondicional reubicaría a cada uno en su «paqarisqa» o lugar de nacimiento, que es el mejor lugar del mundo para cualquier habitante de la tierra.

* * *


Notas

*Mi sincero agradecimiento a Loreto Latorre y a Lorenzo Martínez Manzanos quienes tuvieron la amabilidad de sumergirse en la primera lectura de este trabajo; y a Domingo Martínez por sus acertadas sugerencias en relación a la introducción y por la edición del texto.

1Qhapaq Inga: Título del aunador del mundo andino, que fue considerado como hombre, dios, símbolo y paradigma de las distintas naciones. Todos los cronistas sin excepción, cuando hablan de este «Monarca» andino, le llaman Inga; el único que rompe esta armonía, pese haberlo utilizado en la «Florida del Inga», fue Garcilaso de la Vega. Nosotros, en todos nuestros trabajos, le llamaremos Qhapaq Inga.

2Viajando en tren de Cusco a Quillabamba, hace 30 años, pregunté a un señor nativo de la zona: «Esos andenes ¿para qué servían?» la respuesta que me dio fue: «Dizque la Virgen María bajaba por esas gradas a bendecir a la gente».


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Para citar este documento:
Manga Quispe, Eusebio: «Mito y realidad de la hoja de la coca, en el tiempo de los Qhapaq Ingas del Tawantinsuyu», en Ciberayllu [en línea]


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