Cajamarca: conflicto lingüístico y traducción |
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Enrique Cortez |
Las siguientes notas pretenden un acercamiento al registro de un momento fundamental para la cultura peruana y latinoamericana: la escena de Cajamarca. La versión del Inca Garcilaso de la Vega, que constituye el corpus de nuestro análisis, ha generado un conjunto amplio de intérpretes. Sus lecturas de estos hechos, diversas si atendemos a sus perspectivas o sus formaciones disciplinarias, muestran consenso al valorizar esta escena como fundacional. Esta valorización, que me parece razonable, es el fondo sobre el que se inscriben las consideraciones que pretendo desarrollar en cuanto a un aspecto de este momento: la escenificación del conflicto lingüístico que separa en bandos distintos a sus actores. El modo discursivo que elijo es fragmentario. Ello no evita cierta unidad, presente en las preguntas que encabezarán cada parágrafo y que pretenderé responder o problematizar, inscribiendo mi escritura en un horizonte ensayístico1.
Tal vez en la dedicatoria de la traducción de Los diálogos de amor de León Hebreo que Garcilaso destina a Felipe II. Este texto, incluido también en el prólogo a la Segunda Parte de los Comentarios reales2 tiene por esa repetición una significación enfática. Se trata de la justificación del trabajo realizado y aspira a la valorización positiva en un juego de ida y vuelta que, mediante el reconocimiento del poder político, personificado en Felipe II a quien se dedica la traducción, se busca el propio reconocimiento. Los argumentos persuasivos que el Inca explaya en el prólogo de su traducción son cuatro, y nos exigen considerar sus estrategias paratextuales como fundamentales en la significación de sus discursos. En primer lugar —afirma el Inca— porque el objeto de su traducción, Los diálogos de León Hebreo, lo merece (esboza de ese modo un criterio oficialista de la cultura o, en todo caso, remite al discurso canonizador de la época ); en segundo lugar, porque su traducción representa las primicias culturales que el Nuevo Mundo, y en particular, el Cusco ofrece al monarca, es decir, la traducción de Garcilaso en términos pragmáticos (y metonímicos también) lo presenta a él como traductor, como una primicia cultural de las Indias para el rey; en tercer lugar, porque el vasallaje da sentido a la vida del traductor (se expresa en Garcilaso primero en las armas —sabemos que llegó a ser capitán—, y con su traducción en las letras); en cuarto lugar, porque su existencia es también documental e informa al gobernante sobre las calidades de la nobleza incaica de la cual él es parte. En este último punto el traductor saca partido de su procedencia cultural y lo capitaliza a favor de sí, ya que el valor de cualquier traducción radica también en las aptitudes personales del traductor, en la diferencia que su condición y circunstancia histórica puede aportar al texto traducido.
Nótese que la situación planteada por tal dedicatoria es reveladora, pues nos habla del carácter político de toda traducción, como bien lo ha demostrado la teoría de los polisistemas. «Las actividades de traducción —dice José Lambert— tienden a tomar sus reglas y valores, sino en su propia existencia, del entorno político dominante —especialmente en casos de bruscos cambios políticos y sociales—, hasta el punto de que se incluyen en lo que se puede denominar pautas o modelos ‘coloniales’» (260). Esta observación, más bien actual y teórica, de la actuación pragmática de la traducción, no está desatendida para nada en el texto de Garcilaso.
El momento, sin duda, era propicio: España vivía el auge de su expansión colonizadora y su organización homogeneizante, pasaba por la unidad de la lengua. Con esta traducción Garcilaso se inserta en la línea abierta por Antonio de Lebrija, quien veía en la unidad idiomática una sólida herramienta colonizadora. Imponer un idioma, para el gramático, era lograr el mejor aliado del imperio en su intento de controlar todas las actividades incluso religiosas y artísticas. Dice Nebrija:
Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas, que para nuestra recordación y memoria quedaron escriptas, una cosa hállo y sáco por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que junta mente començaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caida de entrambos.3
De este modo, como afirma Lambert al explicar el funcionamiento de la colonización, la «ambición de estandarizar una lengua y prohibir las lenguas extranjeras (o de someter la traducción a estrictas reglas del sistema de llegada), forma parte de un intento por aplicar principios territoriales a todos los valores. El principio de colonización no es más que un intento de extender el principio territorial» (276).
Este criterio está presente de principio a fin en la obra del Inca, pero con un importante matiz, pues se trata de generalizar dos principios lingüísticos: el castellano, perteneciente al imperio español y el quechua, herramienta civilizadora —en su lectura— del gobierno incaico. Esa particularidad, que tiene su causa en la constatación de un abismo profundo —pero no insalvable para Garcilaso gracias a la traducción— entre la cultura española y la incaica tiene una escenificación importante en la narración del encuentro de Cajamarca donde se presenta de forma clara el conflicto lingüístico que aun ahora existe entre lo que Antonio Cornejo Polar ha llamado el sistema de la oralidad y el sistema de la escritura, y donde se postula como solución, por parte de Garcilaso, al acto de la traducción.
En mi perspectiva, la solución al conflicto lingüístico propuesta por Garcilaso es también la conciencia de un fracaso, no por lo inapropiado de la solución, sino por la incompetencia de los actores implicados4. El modelo de traducción y de traductor, presente a lo largo de las páginas de la Primera Parte de los Comentarios reales, como un acto de restitución de la originalidad lingüística de la palabra (seguimos aquí la tesis de la lealtad idiomática que postula Rodolfo Cerrón Palomino)5 y como una suerte de pedagogía sobre la cultura que se traduce, colisiona ante una situación concreta: la presencia de la incompetencia, esto es, de la improvisación de la traducción, pero también la inconciencia de su importancia, personificados en Felipillo y los conquistadores. La conclusión obvia y general, que adelantamos, dice que si bien este hecho es lamentable tanto por la violencia física que este conflicto lingüístico generó en su momento, como simbólica a lo largo de nuestra historia, también nos indica una posibilidad aún irrealizada. Es lamentable, porque nos constata que la historia la hicieron los Felipillos; se nos presenta una posibilidad, porque ese modelo de traductor, previsto y personificado por Garcilaso —y que resultaba una ucronía para lo que narraba—, no lo es en relación al futuro, si asumimos su modelo de modo más flexible. Es decir, si nos quedamos con el sentido general de su propuesta de traducción como un acto cultural bilingüe, pero también como una pedagogía, y dejamos de lado las realizaciones pragmáticas que su escritura esperaba motivar, a saber, la restitución política de su nobleza que le hizo postularse como un caso único y, por cierto, irrepetible. En otras palabras, el conflicto lingüístico y la violencia simbólica que ello representa, producto del carácter polisistémico, multilingüístico o, si se prefiere, heterogéneo del país, tendría una resolución en el acto de traducción, que la rescate de su inocente o apolítica «lingüisticidad» y la postule como un acto cultural, de carácter político —esto es así aun a pesar de las intenciones del traductor— que no evite la pedagogía.
Como se verá más adelante, las traducciones de Garcilaso no son técnicas ni literales; son bastante explicativas, comparativas, pretenden iniciar en un saber. En ese sentido son pedagógicas. Ahora bien, como precisa el pie de página anterior que recoge las conclusiones de un análisis quechuístico realizado por Cerrón Palomino, Garcilaso no era el más indicado para hacer pedagogía por su reduccionismo de la multiplicidad del quechua. De manera que si seguimos su crítica, como traductor Garcilaso no nos sirve para nada. Es allí donde precisamente hay que disentir. En mi opinión, no importa la ausencia de «cientificidad» del Inca en sus traducciones; lo relevante es el modo en que lo hace, su metodología, si se quiere. Eso es lo central: que afronte el conflicto lingüístico de la escena de Cajamarca como un problema de traducción. De hecho, se podrá decir que el tema allí no era para nada lingüístico, sino más bien político; esto es, que por más buen traductor que hubiera habido, las cosas habrían tomado el mismo rumbo. Y eso puede ser cierto desde una perspectiva histórica. Pero también es cierto que ni entonces ni en lo sucesivo existió un buen traductor en las relaciones entre lo andino y lo occidental. Y nuestros problemas nacionales tienen que ver con eso.
En esa dirección, resultan interesantes los siguientes ejemplos —por mencionar sólo algunos— extraídos de La Primera Parte de los Comentarios reales. Dice en el Libro Primero, capítulo XXI, «El Inca Manco Capac [...] para cada pueblo o nación que redujo eligió un curaca, que es lo mismo que cacique en lengua de Cuba y Sancto Domingo, que quiere decir señor de los vasallos» (37).
En el libro segundo, capitulo XXIV, dice: «Al frío de terciana o cuartana llaman chucchu, que es temblar; a la calentura llaman rupa, r sencilla, que es quemarse. Temían mucho estas tales enfermedades por los extremos, ya de frío, ya de calor» (84).
En el capítulo XXII, del Libro Tercero, el Inca nos dice: «Al sumo sacerdote llaman los españoles Vilaoma, habiendo de dezir Uíllac Umo, nombre compuesto deste verbo uilla, que significa decir, y deste nombre umo, que es adivino o hechicero» (128).
Un libro arrojado al suelo y un fraile denunciando sacrilegio es el momento liminal que todos los cronistas han recogido del encuentro de Cajamarca. Garcilaso, si bien trata este hecho al inicio de la Historia general del Perú, no le otorga la misma importancia, porque en su narración el tema del conflicto lingüístico es más importante que el del libro.
Al respecto, como nos recuerda
Entendió Porras que los testimonios de Xerez y Sancho fueron versiones «oficiales» y, por tanto, «adaptadas necesariamente a las conveniencias políticas de la expedición y a la defensa de lo hecho;» en cambio, considera que la versión de el capitán Cristóbal de Mena es «la relación de un testigo desligado de la empresa y libre para decir su opinión imparcial sobre ésta;» y concluye que la de Mena es «la más fresca y espontánea de todas, la que guarda más fiel e intacta la emoción de los sucesos de Cajamarca.» Es interesante esta perspectiva de un historiador tan importante para la organización de las crónicas peruanas porque, primero, revela su jerarquía de valores histórica; al valor de verdad (imparcialidad) añade el de testimonio (emoción). Ambos factores son deducidos, sin embargo, no del relato o del discurso sino de la calidad personal del sujeto en cuestión. Se trata, en segundo lugar, de la disputa por la índole de la interpretación. Porras persigue la síntesis improbable, la objetividad clásica con el entusiasmo novelesco. En cambio, no menos reveladoramente, Porras condena al Inca Garcilaso por su interpretación de los hechos de Cajamarca. Lo cual lo lleva a perder de vista la parte andina del relato. (Ortega 2)
La parte andina del relato al que hace referencia el crítico Julio Ortega, y donde la narración de Garcilaso tendría un lugar representativo, ha sido estudiada con provecho por Cornejo Polar en Escribir en el aire (años atrás Gonzalo Portocarrero abordó el tema en su ensayo «Castigo sin culpa, culpa sin castigo»). Cornejo Polar, al recoger la versión de los cronistas que divulgan la versión del libro arrojado al suelo por Atahualpa, dice que este momento es el más representativo porque señala el desencuentro entre dos sistemas. Y donde el libro, en la lógica de la escritura —aquí unestro autor sigue a Sabine McCormack— no era para nada un texto para el Inca, ni aun para los españoles que en su mayoría eran analfabetos, sino un objeto religioso. «El libro aparece en Cajamarca no como instrumento de comunicación sino como objeto sagrado y —por eso mismo— digno de acatamiento y capaz de producir revelaciones y milagros fulgurantes» (39). Es en este sentido que para el crítico «la escritura ingresa en los Andes no como un sistema de comunicación sino dentro del horizonte del orden y la autoridad, casi como si su único significado posible fuera el Poder»6 (48).
Por su parte, la versión de Garcilaso que para Cornejo Polar no tuvo arraigo en el imaginario andino, nos plantearía un horizonte positivo pues en su narración la escena del libro no tiene importancia, y el drama se instala por entero en el dominio de la oralidad. «Retirada la escritura, dice el crítico, el bilingüismo resulta superable: hablados el quechua y el español parece que no se repelieran, como si sucede cuando el cruce se establece entre la oralidad y la escritura» (44). En esa superación del bilingüismo, que nuestro crítico anota, pero no profundiza —hay que enfatizarlo—, radica la diferencia de la narración del Inca. Esa superación, añado, sólo se lograría a través de la traducción. Y si la traducción que hacía Felipillo era desastrosa, tal situación no evitó cierto entendimiento que, sin embargo, abortó por la codicia de los españoles que critica el Inca. «Se habría estado logrando un entendimiento», dice Portocarrero, «pero fue la codicia de los españoles y la gritería de los indios lo que impidió que se concretara [...] Fueron los gritos los que impidieron al padre Valverde serenar los ánimos de los españoles y parar el ataque. La violencia fue pues un malentendido resultado de la codicia española» (45). Esa codicia, puede entenderse también como el efecto del conflicto lingüístico que los gritos metaforizan de manera estupenda. De hecho, gritos que el propio Atahualpa emite en ese tan significativo ‘Atac’, que Garcilaso traduce como «qué dolor».
Ortega, en su ensayo «Traducir: Atahualpa y los libros», citado líneas arriba, interpreta esta situación en otros términos:
Para Garcilaso, no puede explicarse la violencia sino en términos de error: los soldados cargaron porque la comunicación entre unos y otros falló. En el encuentro, para él, el drama histórico se interpuso como un problema de traducción. Según su versión, el traductor que llevaba Pizarro, de sobrenombre Felipillo, era un mal traductor pero, además, el padre Valverde era un mal orador. Valverde se entretuvo explicando al Inca el misterio de la trinidad, que Felipillo tradujo pobremente. Encima, Valverde hablaba en parrafadas, de corrido, mientras que Atahualpa lo hacía con propiedad, frase tras frase; con lo cual Felipillo no alcanzaba sino a glosar mal al pobre cura. Pero el problema no era sólo de comunicación sino de complementariedad —esto es, de la articulación de las partes en una figura superior de equivalencias, que es propia de la mentalidad tradicional. El aprendizaje cristiano no es producto de la «razón natural» sino de la revelación y, por lo mismo, debe ser enseñado. Atahualpa estaba listo para recibir esa enseñanza pero el dominico Valverde extravió su misión7.(6-7)
La lectura de Ortega nos permite abordar de lleno nuestro tema. ¿Para qué traducir? Esta me parece la pregunta correcta, pues deja de lado la pregunta por el destinatario —¿para quién traduce el Inca?— que tiene una resolución histórica, por lo tanto poca aplicación actual, y ha sido tema sino central, sí lateral de las investigaciones sobre la obra de Garcilaso.
En esta dirección debo destacar el trabajo de Doris Sommer quien señala la importancia de Garcilaso como traductor y hace un análisis de su traducción de los Diálogos. Para Sommer nuestro autor yuxtapone dos imperios sin reconciliarlos y «condensa una historia personal de imposibles traducciones entre la lengua materna y la tierra paterna» (157). De este modo la traducción es un instrumento de figuración, de construcción personal, donde el traductor toma mucho del que traduce, incluso la formula oximorónica de su nombre de autor: Inca Garcilaso/ León Hebreo. Mestizo uno, judío el otro. En otras palabras, en función del destinatario, nuestro autor traduce para sí.
Susana Jákfalvi-Leyva, quien en un texto mucho más complejo y extenso nos presenta a Garcilaso como un traductor intérprete (¿pero qué traductor no lo es?), desarrolla sus ideas en torno a esta actividad en dos direcciones: aquella que considera que es más importante «la fidelidad de la interpretación en las mutuas correspondencias, o sea una unidad de copresencia con el original —y este es el caso de los Diálogos de amor—; y la traducción en que se piensa que es más valiosa la identificación emocional con la sustancia de vida que se siente en las palabras» (26). Esta última metodología corresponde al traductor bicultural que, no obstante, también traduce para sí:
El erigirse en su traductor-intérprete era una manera de establecer la función del sujeto en relación con la lengua y con el futuro prometido por la estrategia de un poder que acaparó el dominio de todos los niveles de la vida indígena. Su escritura es entonces la profanación de los secretos de la historia de las relaciones entre los dos mundos [...] La verdad que expresa Garcilaso no es la verdad de los hechos, sino la verdad del sujeto que busca la expresión de su libertad. (117)
Por su parte, Alberto Escobar, el primero en destacar, aunque de manera no muy explícita, la importancia de la traducción en la obra de Garcilaso, llega a una conclusión parecida, pero por un camino mucho más ontológico. «Garcilaso —escribe Escobar— presintió revelado en el ser ‘mestizo’ —condición individual y destino nacional—, que el acto de interpretar era un sino simbólico» (13). Acto que para Escobar tiene como horizonte conquistar la verdad histórica por medio del recto conocimiento de la lengua: «El Inca acomete la tarea de reconquistar la verdad, de restituirla a través de la recta comunicación y de la justa equivalencia entre lo intrincado del lenguaje y lo complejo de la historia. Para ensayarlo se erige en intérprete: Es necesario traducir».
Finalmente Ortega, nos presenta una entrada diferente, pues no pregunta por el destinatario sino presenta un sujeto que la traducción produce, en una lectura más acorde con las teorías post-estructuralistas:
El traductor humanista, de vocación filológica y gusto por la prosa novelesca, sabe que su conciencia de la diferencia «mestiza» se sustenta en el control de la lengua quechua tanto como en los laboriosos recursos de la lengua castellana [...] más que un traductor literal o cultural de los unos a los otros, es un intelectual moderno que produce el mecanismo sutil y complejo de una reconversión: convierte unos términos en otros, fomenta una dinámica traslación, y trama la sintaxis ejemplar de las mezclas y sumas no para nivelarlas sino para que se dejen entender [...] .Garcilaso entiende que su manejo del quechua le concede tanto la autoridad filológica como la voz autobiográfica que potencia al traductor en versión él mismo de la capacidad creativa de su propia lengua. En el libro, la vida de este cuzqueño andaluz se convierte en una construcción de la escritura; esto es, en la proyección de un sujeto forjado por la doble lengua, por la diferencia que establece una dentro de otra, como las dos caras de una moneda reciente. (13 y 14)
Ahora bien, nuestra respuesta a la pregunta aún no resuelta —o si así se entiende: desarrollada de manera lateral por los autores arriba citados— evita referirse al destinatario de ese acto, porque en el caso particular del Inca, la traducción no es una elección, es el único tipo de escritura que podría haber realizado. Su ubicación, si seguimos a Yuri Lotman, corresponde a la frontera cultural entre una semiosfera dada y lo que está fuera de ella, donde él deviene traductor. «La frontera semiótica es la suma de traductores —‘filtros’ bilingües pasando a través de los cuales un texto se traduce a otro lenguaje (o lenguajes) que se hayan fuera de la semiosfera dada» (24). En este sentido, el paso de un lenguaje a otro que realiza el traductor tiene su destino en la interpretación como bien destaca Jákfalvi-Leiva para el caso de Garcilaso. Lo interesante de Garcilaso, para nosotros, radica en la conciencia que él tiene de su singularidad, también resaltada por Ortega y Sommer, y en su postulación como paradigma para resolver el problema de la incomunicación, desarrollada de manera atenta en su narración del drama de Cajamarca. Traducir es, en consecuencia, un acto político que aspira a la convivencia. Y, en ese sentido, es la puesta en acción de una ética, que como corrobora su narración, no existió en el momento inicial de las relaciones entre el mundo andino y el mundo occidental. Ese conflicto lingüístico que se transformó en una matanza, argumenta a favor de su posición ante los hechos, que podríamos calificar como una sutil indignación, por dos razones. En primer lugar, porque es conciente de la incompetencia de Felipillo y la torpeza del padre Valverde; en segundo lugar, porque entiende la complejidad que suponía una traducción entre lenguajes tan dispares. A ese punto llega cuando en el primer libro de la Segunda Parte de los Comentarios reales analiza un «confisionario» editado en 1585 por el Padre Diego de Alcobaza. Este texto, que tenía como fin difundir la religión católica, estaba traducido al quechua y al aymara, según informa Garcilaso, y evidencia la imposibilidad de una traducción literal por la ausencia de palabras equivalentes en esos idiomas vernáculos a «cristiano», «baptizado», «doctrina», «imagen», «cruz», «ayunar», «iglesia», etcétera. En conclusión, Garcilaso entiende que los errores de Felipillo, no son tanto su responsabilidad sino parte de un abismo entre civilizaciones completamente diferenciadas. El conflicto lingüístico queda abierto porque, según afirma el Inca con resignación: «el interprete no entendía lo que decía ni el lenguaje tenía más»(80). Llenar ese lenguaje, hacer legibles sus lugares abstrusos, exigía la adopción de la traducción como un acto de enseñanza. Muchos pasajes de la obra de Garcilaso son una detenida muestra de esa empresa: sus traducciones son para el lector un modo de acercamiento al otro, de inicio en sus terrenos.
Volvamos a la pregunta. ¿Para qué traducir? Para hacer mundo, mundo nuevo.
1 Agradezco las críticas y precisiones que hizo a este trabajo Cristian Fernández. Algunas de ellas han sido resueltas, siguiendo sus sugerencias, y otras permitieron un desarrollo más específico por mi parte. Reconozco algunas ausencias bibliográficas, que vine a conocer después de haber redactado el texto. No obstante, sus omisiones no alteran la propuesta de leer también en la obra de Garcilaso una metodología para la traducción.
2 La crítica aún no se ha puesto de acuerdo en llamar «Segunda Parte de los Comentarios reales» a la Historia General del Perú. Sin embargo, existen interesantes trabajos en esa dirección, como los clásicos estudios de Aurelio Miró Quesada («Prólogo» XXXVII, o el artículo «Las ideas lingüísticas del Inca Garcilaso»), donde, entre otros temas, se argumenta a favor de objetivos distintos entre ambos textos. El criterio seguido en el presente ensayo, respeta la arbitrariedad de la publicación de los textos de Garcilaso, que nos presentan dos partes separadas en el tiempo y en los títulos.
3 Antonio de Nebrija inicia, de esta manera, el prólogo a su gramática castellana de 1942, dedicado a la reina Isabel la Católica. El texto integro puede consultarse en http://www.ensayistas.org/antologia/XV/nebrija/
4 Recientemente, el historiador chileno José Luis Martínez abordó el tema del fracaso comunicativo en la escena de Cajamarca, a partir de la descripción realizada por Diego de Silva y Guzmán en su Crónica rimada. Martínez destaca el desarrollo de dos discursos que nunca se encontraron en los hechos de Cajamarca: así los españoles trataron a los andinos como indios y los incas al no ser indios trataron a los españoles como andinos (199). El autor describe el despliegue discursivo de los incas, a partir de una reciprocidad política, que en forma ritual buscaba disuadir a los españoles para acogerlos como súbditos del imperio inca. Jamás hubo entendimiento, y a pesar de la gestualidad que generó muchas lecturas, éstas nunca rebasaron los parámetros culturales de cada grupo.
5 Dice Cerrón Palomino del Inca: «Con fino olfato de dialectólogo, o de comparatista, puede formular implícitamente reglas de correspondencias [...] que le permiten distinguir no sólo variantes arquetípicas y desviadas sino también restituir, cusqueñizándolas, las formas supuestamente ‘correctas’ de las versiones desviantes, es decir, ‘corruptas’. La misma visión lingüística, cuzcocéntrica y estrecha, no le permitirá distinguir cuándo se está frente a formas desviadas del quechua y cuándo ante manifestaciones de otras lenguas». En Lexis. Vol. XV. N° 2, 1991, pág 168. El último punto que advierte Cerrón Palomino es fundamental para entender lo infuncional que hubiera resultado si se seguían al pie de la letra las ideas de Garcilaso. Al borrar la existencia de otras realidades lingüísticas el Inca aseguró que su propuesta sea leída siempre políticamente y nunca como una metodología sobre la traducción.
6 Agrego, con el interés de mostrar el carácter interpretable de la cuestión del libro en Cajamarca, parte de una comunicación personal con Cristián Fernández. Precisa el último: «No estoy de acuerdo con la totalidad de lo que dice Cornejo y McCormack con respecto a que ‘el libro no era para nada un texto para el Inca, ni aun para los españoles que en su mayoría eran analfabetos’. La primera parte es aceptable pero los españoles a pesar de que muchos de ellos eran analfabetos sí sabían lo que era y significaba un libro, contrario al Inca o incas que no conocían este sistema representacional. Entonces comparar estos esos personajes del encuentro con respecto al libro no me parece apropiado. Mas abajo, hay una afirmación rotunda de que el libro no ingresa como un sistema de comunicación sino de orden y autoridad. De acuerdo con lo segundo [el orden y la autoridad], pero a partir de la escena de Cajamarca en adelante el libro será uno de los principales sistemas de comunicación, además del oral». Por mi parte, una reconsideración: «Para mi lectura el libro no es lo más importante. Entiendo sí que es fundamental para oponer la escritura a lo oral, haciéndonos arribar a la noción de texto como enunciado, separado de su enunciación. Entiendo que esta es también una elección metodológica, pero no me convence, porque lo que existe son discursos que incluyen varios tipos de textos, no sólo escritos (tu has estudiado recientemente la heraldica, por ejemplo, como parte del discurso de Garcilaso). En esta dirección, no me parece que la elección metodológica que opone lo oral y lo escrito ayude a estudiar las relaciones entre las culturas indígenas y las europeas. Aquí me parece ilustrativo el reciente escrito de William Rowe que se opone a la reducción de Cornejo de lo andino a lo oral y muestra una escritura no alfabética en lo andino ("Sobre la heterogeneidad de la letra en Los ríos profundos: una crítica a la oposición polar escritura/oralidad")».
7 Decir que Valverde extravió su misión es discutible, en la medida en que hace invisible el climax político que estaba detrás. En ese sentido, su misión tal vez era «extraviarse». Pero la interpretación de esta escena que nos presenta Ortega, apoya nuestra lectura al argumentar a favor del error: la falta de complementariedad y, en consecuencia, la incomunicación entre los actores.
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