A la portada de Ciberayllu

23 octubre 2005

retrato  de  poeta
1/2

carlos meneses

Capítulo III

No sé si tú sentiste la delicia de tener veinte años. Para la inmensa mayoría de los seres humanos los veinte años son la epifanía de la juventud y, por  supuesto, la juventud el capítulo inolvidable de sus vidas. Quien a esa edad ha perdido padre y madre, tras episodios sumamente tristes, carece de defensas económicas, no tiene una profesión ni un oficio, y ambicionaba convertirse en poeta, como era tu caso, esas reglas de felicidad juvenil no existen. A los veinte años, con una docena de poemas en el bolsillo, deambulando solitario por las calles limeñas ¿quién leía tus versos si no conocías a ningún poeta en esos tiempos? ¿Quién daba fe de que eras poeta? En consecuencia tus veinte años no podían tener la vitalidad ni la alegría que tienen las de casi todos. Tenían que ser unos veinte años hoscos, solitarios, meciéndose desacompasadamente en la melodía fúnebre de los sollozos, en el grito desesperado del hambre, pero justamente a esa edad escribiste: «y en un rincón / LA LUNA CRECERA COMO UNA PLANTA». Estabas viendo el rincón y presagiando el crecimiento de esa planta plateada. Y lanzabas voces eufóricas recordando sonrisas femeninas impresas en papel japón. Eras nada menos que el contrasentido para quienes no te conocían bien. Podían sentenciarte como el gran portador del dolor, pero también como el alegre visionario de la irrealidad. Y así, envuelto en esos mantos oscuros de la pena a veces, luminosos de optimismo en otras, vivías tu juventud  limeña. Desconcertando a todo aquel que careciera de una sensibilidad suficiente como para comprender que no había tal contrasentido, que lo que había, pero ellos no lo percibían, era la poesía puesta de pie.

¿En qué circunstancias conoció al poeta?, ¿Era un muchacho muy sociable o por el contrario rehuía reunirse con personas que no fueran de su círculo, de su absoluta confianza? ¿Cuando lo conoció ya había escrito varios de los poemas que luego compondrían su único libro? ¿Le gustaba comentar sus proyectos o los temas de futuros poemas? ¿Explicaba los motivos que inspiraban sus versos? ¿Por las fechas en que lo conoció ya pensaba  en el libro que tendría una forma muy especial y que debió llamar la atención en Lima?

«No recuerdo dónde y con exactitud la fecha en que lo conocí. Pero él y yo teníamos la misma edad, veinte años. Y coincidíamos en nuestro amor por la poesía y en la vehemencia con que esperábamos las revistas literarias francesas y españolas. A la distancia de los años sólo puedo ver el rostro lánguido del poeta. Su mirada triste, como avergonzada, pero que de pronto cambiaba con una velocidad impresionante, y se convertía en una cara animada por un regocijo inescrutable, algo que ocurría en su interior, seguramente su  imaginación visualizaba la cara de la luna o un mar que se deslizaba como una alfombra llena de flores sobre la playa. Él prestaba más atención a su mundo interior que a lo que ocurría a su alrededor. No sé decirle si por ese motivo era más feliz o todo lo contrario. Algunas veces pensé que ese refugio al que sólo él tenía acceso, había sido construido para huir de todos los demás, y que escasamente dejaba ver la puerta de su universo a la gente con la que tenía una gran amistad. Yo puedo afirmar que vi esa puerta, hasta la vi entreabierta, pero después nada más. De que comentara sus poemas previamente a ser escritos, no me parece, creo recordar que me habló del titulado Amberes, pero dudo que haya sido antes de escribirlo, el comentario fue porque tenía una duda sobre la importancia del puerto belga. La idea de publicar el libro me atrevería a decir que le nació cuando supo que otros poetas, a los que él conocía, empezaban a lanzar sus poemarios.» (Señor Huancayo).

Se sabe que usted lo visitaba con frecuencia en la pensión donde estuvo alojado mucho tiempo, ¿cómo era esa casa? ¿También que el poeta solía concurrir a la Universidad de San Marcos, como oyente, que  era su punto de reunión, su manera de cambiar de ambiente por unos momentos? ¿Puede darme una visión del espíritu que animaba al poeta antes de la publicación de su libro y antes de que conociera al Amauta, que fue su Maestro y  de quien se convirtiera en uno de sus mejores discípulos?

«Sí, fui varias veces a su pensión que quedaba en los Barrios Altos.  La primera vez me sorprendió, no estaba acostumbrado a viviendas de este tipo. Era una casa vieja, con un patio interior como todo respiradero. Había una sucesión de cuartos de escasa dimensión y de muy poca ventilación. Me dijeron que estaba casi al final, así que tuve que atravesar varias habitaciones, unas vacías, otras con gente que hacía la siesta o leía el periódico. En el largo trayecto hasta llegar a la habitación de mi amigo  sólo pensé en las descripciones del Infierno del  Dante  y me parecieron un lujo comparadas con lo que estaba viendo. Al poeta lo hallé tendido en su cama, en ropa interior. Cuando me vio se levantó inmediatamente. Su terno, que era el único que tenía estaba sobre una silla. Se vistió con presteza y salimos a la calle de inmediato. Si yo hubiera vivido en ese sitio tendría el ánimo destrozado. Él tenía el temple suficiente como para sobreponerse a esa circunstancia. Hablaba poco de sus poemas, por lo general la poesía de los grandes poetas europeos era lo que acaparaba su conversación. Aunque en algunas ocasiones sí hacía referencia a algún poema que había escrito, pero, ya le digo, esto no era frecuente. A San Marcos iba porque en el patio de Letras se encontraba con otros poetas jóvenes que yo le había presentado, y eso probablemente lo ayudaba a olvidar por unos momentos su impresionante pobreza.» (Señor Celendín)

Se tiene la visión del poeta a partir de los veinte años, tal vez a los dieciocho, pero antes de esa edad ¿cómo había sido, qué había hecho, qué había sucedido en su vida? Es  una de las partes oscuras de su historia. Todos hablan de sus poemas, de su pobreza, de su viaje a la Sierra y de su conversión a la política, ¿y sus quince años, y sus padres, y los motivos que lo trajeron a Lima?

«El destino se ensañó con ese muchacho que quedó huérfano de padre a los catorce años y cuatro años después perdió a su madre. Podía haberse convertido en un amargado. Haber maldecido la vida. Odiado todo lo que veía y tocaba. Era lo que correspondía a quien fue rodeado de tanto dolor, de tanta miseria. Y sin embargo, quien lee su poesía y no lo ha conocido, debe pensar que se trataba de un hombre que disfrutaba de una vida rica en gratos acontecimientos. Que los problemas que tuvo fueron mínimos, que sus días transcurrieron como por un sendero de flores. A la distancia del tiempo este hombre al que conocí poco antes de que cumpliera los veinte años, se me presenta como alguien que ha pactado, con unos dioses muy particulares, obtener talento a cambio de desgracia. Como quien dice: daría un brazo por alcanzar la meta que persigo. Él dio la vida por ser un gran poeta. Su vida que pudo ser normal, tranquila, por esa  mísera que tuvo, tan deficiente en atractivos. Y a cambio recibió el talento y la sensibilidad que le permitieron crear pocos pero muy bellos poemas que aun viven, son como plantas que él hubiese sembrado para que repitieran su nombre cuando ya no estuviera en la tierra. Me pregunta por los padres, el padre era médico, había estudiado en París y era natural de Puno. La madre era de un pueblo de ese mismo Departamento, todos coinciden en decir que era muy bella. La pobreza, la soledad, la condujeron a la dipsomanía. Murió como su marido y como su hijo, tuberculosa. En la indigencia.» (Señor Huarochirí)

Muchas veces cuando se habla de él se tiene la sensación de que se están refiriendo a una flor, a un ave, a algo sumamente delicado. Se piensa en fragilidad, y aumenta ese concepto cuando se leen varios de sus poemas contenidos en su único libro. ¿Era así en la realidad? ¿Un hombre que se derrumbaba fácilmente aunque se recuperara al instante siguiente? ¿Su vida se reducía a los poemas, a la lectura, a las escasas charlas con los amigos de la Universidad? ¿Qué otras actividades desarrollaba?

 «Ante todo era un ser humano. Que se le descubra flor o ave por algunos comportamientos especiales, que se le considere muy frágil, sobre todo por su salud, puede ser. Pero no se haga la idea de que era un muchacho que carecía de sentido del humor, que era incapaz de pillerías o palomilladas. Tampoco lo exima de leyendas negras. Ni de malos pasos. No es que quiera pintarle la antítesis del poeta que usted tiene ante los ojos. Es que no se trata de un ángel, ni de un incauto, tampoco nos vayamos al extremo y pensemos en perversiones, violencias, no, no era así. Como todos, o como la mayoría de los jóvenes de la época cayó en tentaciones. La vida es eso. Los fumaderos  existían en sus años mozos. Y vaya a saberse qué otras tentaciones. No pretendo decepcionarlo, simplemente colocar a nuestro amigo en el lugar que le corresponde. Yo no creo que ni como poeta ni como hombre, pierda nada por lo que le he insinuado, solamente insinuado, ya que afirmar, quién puede afirmar lo de otro. Pero que fue gran poeta y que su vida fue triste, nadie lo duda.» (Señor Camaná)

Más que un ave normal y corriente era un ave herida. Llegaba a volar alto pero un instante después sus alas no lo sostenían y se venía precipitadamente a tierra. ¿Cuando el poeta conoce a su Maestro se siente fortalecido? ¿Piensa que sus alas se están haciendo más fuertes y sus vuelos serán más sostenidos? ¿Cómo se inició la relación con el Amauta? ¿Ya se publicaba la revista de ese nombre?

 «Los mismos jóvenes poetas que conoció en l924 fueron quienes lo llevaron, dos años más tarde, a la casa del Amauta en la calle Washington. Primero se trataba de colaborar en la publicación de la revista. Después de charlas que daba el Maestro a toda esa juventud que acudía a su casa. Casi todos los que asistieron desde el principio se mantuvieron fieles hasta la muerte del Amauta en l929. Mi amigo fue el más fiel, o las lecciones del Maestro calaron más en él que en ningún otro. Descubrió otro mundo. O pudo ver el mundo desde nuevos ángulos, algo que no había hecho antes. Esto transfiguró el pensamiento y la vida del poeta. Yo diría que la palabra del Maestro acabó con el poeta. ¿Para bien, para mal?  Ni una cosa ni la otra. La vida de este hombre se divide en dos partes perfectamente diferenciadas, la lírica y la política, y en ambas alcanza cumbres.  Perdura más el recuerdo del poeta, ¿por qué? Porque se conoce más y mejor al lírico. Porque quedaron los poemas como una muestra irrefutable de calidad. En cambio del político se sabe poco. Se ha escrito sobre esas actividades, pero no dejan la huella que sí causan los poemas. Hasta se podría hablar del triunfo de la poesía sobre la política. Sería un discurso interminable.  Nos apartaríamos del verdadero tema que a usted le interesa. Dejémoslo así, ¿de acuerdo?.» (Señor Chincha)

Hay un tema que parece tabú. Pero es necesario abordarlo. ¿Nunca habló no de mujeres sino de una mujer? ¿No hubo referencias, aisladas y hasta débiles si se quiere, a una novia, a una enamorada, a la posibilidad de una pareja? Su poesía abre esa posibilidad. Los versos dedicados al amor no son escasos en un libro de sólo dieciocho poemas. ¿Fue timidez lo que le impidió llegar a tener pareja? ¿Se supo de alguna muchacha de la que el poeta estuviese prendado?

 «Mi marido conoció mejor que yo al poeta. Él fue quien me contó mucho de lo que yo sé de este muchacho que era como un gran iluso, pero con mucha simpatía. Yo también lo conocí y hablé con él, pero poco. Eso me impide saber si hubo alguna novia, si hubo enamoramiento de parte de él. En fin todo lo que determina una pareja. A mí me pareció un muchacho muy educado, muy desenvuelto, pero también sujeto a rigurosas leyes dictadas por su pobreza. Tal vez eso impidió acercarse a alguna chica. Yo he leído muchas veces sus poemas, y a través de ellos se puede sospechar del hombre que sueña con una o con varias mujeres. Pero apartándonos del hecho sentimental, quien conoce su timidez no puede imaginárselo aprovechándose pícaramente de la ausencia del Nuncio para echarse a dormir en su cama. Ni en la venganza que urde a favor de un amigo y contra el médico que no había sabido curar al hijo de ese amigo y lo dejó morir. Me contaron que la venganza consistió en publicar una esquela mortuoria en un diario local. A la casa del médico empezaron a llegar coronas mortuorias por docenas. Anécdotas como esas tiene varias. Si mi marido viviera me ayudaría a recordarlas. El tenía buena opinión del poeta. Aunque a veces lo enjuiciaba duramente, pero siempre el fallo final era favorable. Volviendo al asunto amoroso, no sé qué decirle. Me lo imagino tan púdico en esos trances, por no decir tan indefenso, y sé tan poco de su realidad sentimental, que será preferible que no opine.» (Señora  vda. de Chachapoyas)

Para muchos, para mí también, su mejor poema se titula «Madre», por supuesto está dedicado a su madre, inspirado en ella. Demuestra su gran cariño hacia esa mujer, y uno puede imaginar el horrendo dolor que tiene que haberle causado a un adolescente la pérdida de un ser tan tierno como querido. ¿Todos sus poemas, alegres o no, amorosos o no, brotan tras la muerte de esa señora a la que el poeta amó tanto? ¿El cariño y la belleza de la madre, al desaparecer, determinaron el nacimiento de un poeta?

«Tanto los poemas del libro, el primer libro verdaderamente vanguardista que se publica en el Perú, como los demás poemas, que son muy pocos y que no pertenecen al libro, transportan una emoción especial, diría mejor, que son emoción antes que razón. Esto al margen de que hablen de una mujer, se refieran a la luna o estén inspirados por una película. El poeta es un cofre de emociones. Están mezcladas las emociones que ha vivido y las que ha imaginado. La emoción que tiene que haberle causado el amor maternal y la desesperación de la pérdida de ese amor. Como la emoción de ver crecer a la luna convertida en una planta de plata. O de imaginar a actrices y actores de Hollywood haciendo lo que a él le hubiese gustado que hicieran. El poema ‘Madre’ debió de haberlo escrito tras la muerte de esa mujer. La orfandad no le bloqueó las ventanas que miran hacia la belleza. Un joven aún en edad colegial situado en un desierto nocturno, donde no se oyen voces, ni pasos, ni hay caminos que puedan extraerlo de ese lugar. Un joven que en vez de lágrimas dibuja al ser que más lo quiso y a quien él amó entrañablemente en el pentagrama de unos versos que retratan sentimientos, valores, recuerdos. Ese poema es la estatua más imponente dedicada a la ternura. En cuanto a los demás poemas, no fueron escritos precisamente después de la desaparición de su mamá. Ya había escrito varios antes de ese aciago momento. Qué más puedo decirle. No hay nada más que decir.» (Señor, Huacho)

Permítame que le quite unos momentos. Sé que se halla muy ocupado, me lo acaba de decir su secretaria y me ha costado trabajo convencerla para que me deje hablar con usted. Lo que  busco es una imagen muy humana del poeta, alejada de literatura y política. Desposeída de dramas y felicidades. Quiero el retrato del hombre. Sé que usted lo conoció desde muy joven, ¿puede darme esta visión? ¿Prefiere que lo llame más tarde?

 «No, en cinco minutos resolvemos el problema. Sí, es cierto, lo conocí cuando aún vivía su padre, un médico notable, metido en política, con ideas muy curiosas, pero nada práctico. El hijo heredó todo eso, no sé si llamarle defectos o virtudes. La madre, una mujer muy bonita pero sin conocimientos necesarios como para guiar a su hijo, no sólo enfermó de tuberculosis, sino que se entregó al alcoholismo. Parece que ya lo practicaba en vida del marido aunque en menor escala. En cuanto al poeta, qué podía hacer el pobre muchacho. Estudió hasta donde pudo en el colegio Guadalupe, después se dedicó a vagabundear por Lima. No era nada afecto al trabajo. Yo no le estoy llamando vago, simplemente le estoy tratando de dar la imagen de cómo era. Creo que los familiares por parte paterna que vivían en Lima  le consiguieron algunos trabajos, pero él los rechazaba. O iba un par de días y luego los dejaba. Era discutidor, a veces hasta parecía pendenciero. Pero en general habría que calificarlo de buen muchacho. Cuando llevó su libro a la imprenta vino a venderme unos vales, porque el libro no saldría de la imprenta sino entregaba el dinero suficiente. Me ofreció un par, creo que le compré tres. Nunca más volvió, ni de visita ni con los libros. Comprendo, el hombre necesitaba alimentarse. Conmigo alguna vez habló de política, me contaba que no sé quién le prestaba libros de grandes políticos. Al poco tiempo desapareció de Lima. Supe por alguien que estaba en Puno. Luego en Arequipa. Hasta que lo trajeron preso. En los años que lo conocí siempre lo vi con el mismo terno, lo mantenía muy limpio, muy bien planchado. Tal vez tuvo dos o tres de la misma tela. Se preocupaba mucho de su aspecto personal. Me parece que alguien le regalaba corbatas usadas pero en buen estado. Tenía muchos amigos y uno mayor que lo protegía mucho. Le daba algunos centavos o le llevaba algo de comer. ¿Noctámbulo, dice? Debió haber sido. Pero no creo que consuetudinario. De vez en cuando y sólo cuando los amigos financiaban sus gastos, porque él de dónde iba a sacar para eso. Perdone, le tengo que colgar. Hasta pronto.» (Señor Oroya)

Es muy conocido que gustaba del cine, pero ¿cómo hacía para entrar en una sala si carecía de dinero? ¿Alguna vez desempeñó algún trabajo que le permitiera ganarse unos soles? ¿Conocía a alguien en un cine y ese amigo lo dejaba entrar gratis? Esto del cine, aunque tiene nivel menor parece no saberlo nadie, tal vez usted sí pueda decirme algo al respecto. Ya sea sobre las habilidades del poeta para ver las películas sin desembolsar nada, o de la estética que aplicaba para elegir los films.

«Sé poco de ese asunto, aunque debo confesarle que fui con él al cine en más de una oportunidad. Íbamos a cines de barrio que era más barato. Creo que él descubrió un truco para entrar sin pagar en un cine de La Victoria. No veía toda la película sino la mitad, pero le bastaba. Sabía que después de media hora o cuarenta minutos de iniciada la función, el personal del cine se reunía en la boletería y se dedicaba a la cháchara. El se quedaba en el hall mirando las fotos de los artistas y, en el momento en que los veía muy entusiasmados en la charla, se metía a la sala. Creo que un pariente suyo trabajaba en el cine Campoamor, pero mi amigo no solía llevarse bien con sus familiares, tal vez lo dejó entrar un par de veces pero nada más. En cuanto a elección de películas, creo que no estaba en condiciones de elegir.  A él le fascinaban las películas del Oeste. No por las historias en sí que por lo general eran algo pueriles, si no por la construcción de esa historia y la vitalidad de las escenas. Solía comentar las películas, era muy ácido con aquellas que contenían exaltación de la injusticia o cursilería sentimental. Le hubiese encantado asistir al rodaje de una película. No creo que ser actor le atrajera, tal vez director, pero tampoco, más bien guionista. Cuando aun no había llevado sus poemas a la imprenta, a mí y a varios de sus amigos que íbamos a la Universidad, nos hablaba de una historia que tenía en la cabeza y que estaba hecha como para Hollywood. Por supuesto nunca la escribió. Yo no culparía a la negligencia, ni a la vagancia, sino a la incomodidad en que vivía y a su extrema debilidad. Es cierto que no estaba hecho para el trabajo, pero pudo haber hecho un apunte. Algo de lo que nos contaba lo llevó a su poesía. Sería cuestión de un buen análisis de esos versos. Confío en que alguien lo haga algún día.» (Señor Sicuani).

Por favor, hábleme de la personalidad de su primo. Creo que usted lo trató mucho, sobre todo antes de que se fuera a la Sierra y derivara en político. No sé si lo vio en prisión y en los días previos a su viaje hacia su final o precisamente el día en que emprendió ese viaje. Me interesa saber si era un hombre triste, lo que entendemos por el típico andino.  Si mantenía algún optimismo con respecto al futuro. La escucho con el máximo de atención.

 «Creo que por lo general se le presenta como un muchacho huidizo, huraño. Muy introvertido y sumamente triste. Yo lo recuerdo simpático. Hasta alegre en alguna oportunidad. Canturreaba un poco y no bailaba mal, recuerdo haberlo visto en una fiesta de pueblo y haber bailado con él algún huayno y alguna polka, bastante bien y muy contento. Eso sí, de pronto se alejaba de la fiesta y desaparecía. La familia no lo llegó a entender. La sensibilidad familiar no sincronizaba con la suya. Yo creo que ahora podría mantener no uno sino muchos diálogos con él y nos llevaríamos muy bien, pero en aquellos tiempos no sabía cómo  iniciar la conversación, lo dejaba que él hablara y yo seguía, como en el baile, él tomaba la iniciativa. Después de todo lo que pasó, después de su muerte y el tiempo transcurrido, podría señalar los grandes errores o las grandes injusticias que nosotros, su familia, cometimos con él, pero ya de qué vale. En descargo hay que decir que él tampoco era de los que se acercaba mucho a nosotros. Algo que le molestaba como el agua al gato era que se le hablara de trabajo. Hay que tener en cuenta que nuestra familia se había hundido económicamente, porque la fortuna amasada en la frontera entre el Perú y Bolivia, se quedó en París, y la generación anterior a mí volvió con carrera pero sin un centavo. Nuestras angustias eran enormes y no podíamos preocuparnos de una persona más, que a la mayoría de mi familia le parecía indolente y haragán. Era como ver la carátula de un libro y juzgar el contenido a través de esa carátula. Mi primo era mucho más valioso de lo que parecía. Le faltó estar rodeado de personas que lo entendieran muy bien y que estuvieran dispuestas a atenderlo. Algo que no se suele dar o que ocurre muy rara vez.» (Señorita Juliaca)

Se produce en ti un cambio radical entre el timorato jovenzuelo que se asusta del dinamismo de la capital y el muchacho que toma el tráfago citadino con un enorme buen humor. En cinco años Lima ha pasado de ser un monstruo de cinco cabezas a algo normal y hasta grato. No lo escribiste nunca, no te referiste a lo bien que te comenzaste a llevar con la capital a partir de, digamos, l925, pero se nota si leemos esos poemas que acusan tu miedo a convertirte en una rueda y que te hacen pensar que la ciudad es un verdadero manicomio, y los comparamos con tu elucubración sobre las grandes metrópolis que no conocías, que habías visto en el cine, en postales o leído sobre ellas. Cuando dices: «El tráfico / escribe / una carta de novia», parece que estás viendo esas enormes manadas de fieras de hierro que tanto te asustaron de adolescente convertidas en mansos rebaños de ovejas. Indudablemente, ya estabas preparado para dar el salto a Europa. Al París de tus sueños. Quién sabe si ése debió haber sido el momento en que emprendieras el viaje. Pero cómo imponerte a tu destino. Sé que quisiste hacerlo más de una vez, en Lima, en la Sierra, en Panamá, a lo largo de toda América Central. Y que tal vez lo hiciste al dejar la poesía  y por ello el destino se vengó de ti y te preparó la trampa de una Europa de días crueles como fueron los últimos que viviste.

Capítulo IV

Aunque durante años, en Lima, en Puno, en Arequipa, viviste interminables días de hambre, de incomunicación porque no tenías a quién contar tus ilusiones, tus sueños, los poemas que se te ocurrían y querías escribir. Aun cuando pasaste momentos incómodos porque muchas veces te echaban de una pensión por falta de pago y tenías que deambular por cientos de calles hasta encontrar otra que te acogiera. Tener una continuación de aquellos tiempos limeños en la ciudad europea que tanto ansiabas conocer te debió haber resultando una descomunal frustración. Cuando te disponías a salir del puerto del Callao alguien, supongo que muy allegado a ti por razones políticas, te puso unos billetes en las manos. Algunos amigos te entregaron una libra, media libra, dos libras, o monedas de sol, lo que podían. Y tú, desconocedor total de la economía, ausente absoluto del mundo comercial, te creíste dueño de un tesoro. Estuviste, seguramente, convencido de que ese dinero te duraría todo el tiempo que vivieras en Europa que ignorabas si tendrías que contabilizarlo en meses o en años. No hiciste el menor cálculo. En los bolsillos llevabas equivalentes a muchísimos almuerzos, a opíparos desayunos, a cafés con los poetas franceses, por supuesto entradas para el cine. Visitas a los museos. Todo, incluido aquel deseo tan perseguido por ti, un capricho de niño, dirían los muy pocos que lo conocían, porque  eso sólo se lo habías confiado a los muy íntimos. No pensaste en la Zona del Canal, en el viaje a lo largo del istmo centroamericano, en la compra de un nuevo pasaje hacia Francia saliendo de puerto mexicano. No era tu costumbre planificar, organizar, a pesar de la dura lección que habías recibido de la política clandestina, de los encierros a que te sometió la policía. Saliste de tu país un día de octubre de 1935 y no se te ocurrió pensar cuándo podrías volver.

Diciembre de 1935

Porque una cosa es no tener dinero para ir al cine, o poder dejar para mañana la invitación al amigo tal para tomar café. O postergar la fecha de la compra de un par de zapatos para otro día, pero con el convencimiento de que con una nueva remesa de billetes todo lo no realizado se puede llevar a cabo. Y otra es estar en ciudad desconocida. En ambiente frío y hasta hostil con quien no tiene dinero y ha venido de lejos a sabe Dios qué hacer. Y no tener ni la más mínima esperanza de volver a llenar los bolsillos. Y no saber a quién recurrir. Tener delante la enorme barrera de la lengua que se habla en ese país. Saber que esta noche se puede dormir en un hotel pequeño, muy modesto, pero hay un techo y una cama, ¿y mañana? Y caminar interminables calles y avenidas, atravesar plazas y jardines, llevando la merma física que produce la enfermedad.  Y por más fuerza de voluntad, por más refugiarse en el mundo particular,  todo el drama vivido en Centro América ha doblegado buena parte de tu fortaleza de ilusiones. Significa ver derruidos los magníficos castillos de nuevos colores y formas inventados por tu imaginación.

Nadie sabe el día que el barco al que subiste en Veracruz te dejó en La Rochelle. Tal vez te quedaste unas horas contemplando desde esos hermosos miradores del puerto un mar celeste que dejaba ver muy al fondo, si era día claro, luminoso, el conjunto de las pequeñas islas de Ré. O tenías tales ansias de llegar lo más pronto posible a París, que buscaste desesperado la estación del tren, y  con el poco dinero que aún te quedaba compraste un billete e hiciste un extenuante viaje de siete u ocho horas. Nunca nadie, ninguno de tus amigos, dijo haber recibido una postal tuya desde ese puerto francés. Tampoco nadie supo con exactitud  cuánto tiempo permaneciste en París. Sé que son datos menores, que hay otras cosas en las que fijar la atención. Sin embargo no puedo dejar de pensar en tus paseos en torno a la torre de Eiffel, deseando entrar en el ascensor que te subiese hasta la cumbre, pero  cómo derrochar las monedas que quedan para el frugal almuerzo de mañana, o a tu frustrada, no lo dudo, visita al museo del Louvre, sin saber que los jueves hay entrada gratuita.

Diciembre es un mes invernal. El frío se mete como una ardilla cubierta de alfileres por todas partes. Menos mal que llevabas el abrigo que te regaló tu primo Emilio. Él, como conocedor de Europa, sabía el clima que te esperaba así que optó por obsequiarte su abrigo al enterarse que en tu maleta no iba sino ropa interior, ningún terno de recambio. Ningún par de zapatos para alternarlo con el que llevabas puesto. Tu familia y muchos amigos, te habrían suspendido en previsión. Alguien habría dicho: pero este muchacho no ha sido capaz de tener algún amigo rico para que en vez de las miserias que le damos los pobres, le entregue un buen fajo de billetes. Qué peregrino pensamiento ese, de haberlo oído tú también hubieses dicho lo mismo, como si los que pueden dar fajos de billetes hicieran amistad con pobres poetas que  no tienen un pan, ni siquiera fuerzas para llevárselo a la boca en el caso de que ese pan estuviera a su alcance.

«Sí, estoy de acuerdo con todo lo que dice, pero hay mucho que añadir. Por ejemplo, quién guió los pasos del poeta entre ciudad David, en Panamá, frontera con Costa Rica y Veracruz, en el supuesto caso que reanudara el viaje desde ese puerto mexicano. A quién o a quiénes vio durante los días vividos en París. ¿Llevaba direcciones dadas por sus amigos poetas o por sus amigos políticos? ¿Es cierto que sólo pensaba en conocer París, que el resto de Europa no le interesaba? ¿Conocer la capital francesa como un turista o lo que pretendía, con su enorme ingenuidad de siempre, era establecerse en esa ciudad? Pero hay dos preguntas muy importantes que hacerse. No sé si usted ha reparado en ello. Por un lado, el poeta no podía haber  pasado por alto lo delicado que estaba de salud.  Otra cosa es que al descubrirse caminando hacia su final hubiese preferido contarse una historia dulzona. Echar a correr unas cortinas que impidan la visión de su mal. Pero algún médico, algunos amigos, los camaradas, en fin, hasta gente desconocida con sólo el gesto, le tienen que haber advertido de su situación física. En noviembre de l935 en Centro América, ya era un moribundo. Y al mes siguiente era hombre que caminaba hacia la tumba. De ahí el segundo punto que no se puede dejar de anotar, creció su desesperación por alcanzar el símbolo que venía persiguiendo, ¿entonces era consciente de que se le acercaba el final? Soñaba desde varios años antes y casi obsesivamente, con la armonía de los colores y los sonidos. No era un capricho, aunque seguramente los demás sí lo tomarían así. Esa también fue la razón por la que llegó sin titubeos a la política. El mundo, la vida, para él era una reunión de colores y sonidos, los había venenosos, reconfortantes, maravillosos, y muchos más, pero había que eliminar lo negativo. Limpiar la vida de todo, lo dañino. Ésa era la misión que se había propuesto. Y a ese extraño conjunto, extraño conjunto en el que se fusionaba el mundo lírico y el tan áspero de la clandestinidad política le había hallado una síntesis, un elemento terreno que lo representara sin desmedro para ninguna de las dos partes. Mi edad no me permite hacer tanto esfuerzo de memoria. Seré más explícito en una próxima oportunidad. Se lo prometo.»

Sabía muy bien lo del símbolo. Me lo contó uno de tus amigos más íntimos. Pero yo lo situaba más cerca del político que del poeta. Para ser más exacto, el símbolo elegido era rebeldía, provocación. Me parece perfecto, pero no lo encuentro en la actitud del poeta que fuiste. Diría  más llanamente que no estaba en tu repertorio cotidiano Estoy seguro de que  sí eras consciente del estado de salud en que te encontrabas, aunque todo parece indicar que soslayabas la gravedad. Posiblemente no llegabas a comprender que cada día que pasaba representaba el agostamiento de tu existencia. Las flores no saben que pueden marchitarse si les falta agua. Tal vez lo intuyan, pero cómo conseguir ese líquido en un arenal. Yo te veo, poeta, deambulando por París. Admirando la belleza de sus monumentos. Sorprendiéndote de la grandeza del Arco del Triunfo o del encanto de Montparnasse. Utilizando todas esas emociones como biombos para no reparar en tu verdadera situación. Biombos, cortinas, celosías, unas, más otras, más otras y la verdad agazapada detrás de tanto elemento disimulador.

—¿Y el hambre? ¿Y la fiebre? ¿La ropa que se le deshilacha? —dice alguien desde Lima.

—Así como posiblemente pudo haber alguien que lo condujera, aunque fuese mínimamente, por el barrio Latino o por Passy u otros lugares parisinos, ¿no hubo quien lo llevara al médico? ¿Quien le explicara que era necesario curarse antes que seguir  discurriendo por esa enorme ciudad que  estaba visitando? —consultan desde Trujillo.

—Yo sabía muy bien lo del símbolo y su porqué, primero un cofre, después, los colores y los sonidos; más adelante, el álbum de las crueldades, hasta llegar a la forma definitiva. Muchos no entendieron y aún no entienden cómo se pasa de ese cofre y ese álbum a una prenda de vestir. Pero todo está perfectamente razonado. Él me había pedido que no difundiera su secreto, pero creo que ya es vox populi —me dicen desde Arequipa.

El hambre era el imán que te traía todos los recuerdos de tu adolescencia, de tus veinte años, de tus amigos de Lima y de tu Maestro al que ibas a visitar a su casa de la calle Washington Izquierda 554. Pero ¿y la fiebre? O, tal vez, ese mal propiciaba unos sueños tórridos en los que trocabas tu figura escuálida por la de un vigoroso Robin Hood de ciudad y de siglo XX. Qué difícil entender tu pensamiento de aquellos tristes momentos y cuán sencillo poder leer tus poemas.

Enero de 1936

Yo creo que era un secreto a voces. Que muchos de tus amigos sabían tus intenciones de pasearte por Lima, por el barco que tomaste en el Callao o por París, con una camisa roja. Colorada, decías tú. El que te sirviera de mortaja debió haber sido un agregado posterior. Eso hace pensar que sí sabías, por lo menos intuías, tu realidad. En un principio eran ganas de provocar, después, cuando descifraste con mayor detenimiento su significado y tu intención, pensaste en mortaja. Primero debió haber querido hacer esa compra en Lima. Pero cómo distraer soles que servirían para el largo viaje. Luego, en tiendas panameñas, pero en qué momento si pasó las cuarenta y ocho horas vividas en ese país, entre el encierro y la veloz huída con la ayuda de tu amigo  panameño Diógenes. Después en México o en el propio París. Quién podía llevarte a una tienda, quién pedir por ti, que hablabas muy poco francés, esa prenda y de ese color. En Madrid, imposible, del tren que te trajo de Francia pasaste a una pensión o a la casa de alguien, y al día siguiente, es de suponer, al hospital San Carlos. Y en esa casa de salud sólo había tiempo y, sobre todo, fuerzas para clamores. El poeta de la ilusión transformado  en agrio descontento con el lugar que lo albergaba. En furioso adversario de su propio destino. Una flor, una paloma, un cordero hecho un basilisco, vuelto una llamarada de rabia. ¿Quién pensó que no tenías genio? ¿Quién creyó que eras todo dulzura? No fueron los años serranos, los años políticos los que te construyeron ese mal humor, nació contigo. Lo tuviste siempre. Nadie se inventa nuevas características personales a los treinta años. Pueden emerger tarde pero estuvieron ahí desde antes. ¿Enmascaradas? No. Simplemente no eran necesarias. Surgieron en el momento oportuno.

Puede ser que en algún rato de tranquilidad que sí debiste haber tenido, al paciente vecino, al hombre que estaba en la cama a dos metros de la tuya, le preguntaras sobre la situación política del país. Tuvieras un instante de calma  para dedicarlo a averiguar cómo era la política hispana de esos momentos. ¿Quién era el vecino, un minero, un albañil, un estudiante? Podría haberle informado, haberle dicho que mandaban los republicanos, o los comunistas o los socialistas, o los anarquistas. Dependería del signo político del vecino, de sus conocimientos, de su  interpretación de la realidad de su país. Y al instante siguiente ya no tendrías paciencia, ya no soportarías más la asfixia, gritarías, pedirías que vengan todos los peruanos que vivían en Madrid y entre todos te llevaran al campo, te aseguraran que te ibas a curar, que no te preocuparas de nada, ni de casa, ni de alimentos, ni de ropa, que volverías con tus pulmones como nuevos a París. Que era cuestión de tiempo. ¡Pero, dónde estaban esos paisanos que tardaban tanto en llegar! Venía la enfermera, la monja, el barchilón, hasta que se acercaba el médico y te pedía silencio. Te advertía que derrochando las pocas energías que te quedaban atentabas contra tu curación.

Y los amigos peruanos llegaron. Te oyeron. Aceptaron tus peticiones. Te prometieron llevarte al campo. Te aseguraron curación, vuelta a París, aunque sabían de la imposibilidad de que todo eso se realizara. Y en otro momento de serenidad, esos retazos de tiempo que era como el posarse de una mariposa sobre la flor, lo justo para sorber la miel, le preguntabas al paisano que había venido a visitarte trayéndote unas manzanas, qué películas se exhibían en los cines madrileños. Y te hablaba de actores que tú no conocías, de cantaores y bailarinas que nunca habías oído mencionar, y tú querías que te dijeran cuál era el cow boy de moda, alguien te había hablado de Tim  McCoy y de Buck Jones. Y qué chicas eran las que cautivaban desde la pantalla a los españoles, y te decían que Kay Francis, que Loretta Young o Marlene Dietrich, y tú quedabas descolocado. Los largos años de la clandestinidad política te habían impedido familiarizarte con las nuevas estrellas hollywoodenses. Y al instante el enfermo volvía a clamar un cambio de alojamiento. Una casa con muchas ventanas, desde las que se pudiera ver un cielo límpido. Una campiña hermosamente verde. Ovejas, cientos de ovejas pastando. La imagen de la serenidad delante de sus ojos mientras sus pulmones se iban recomponiendo aceleradamente.

«En algún momento debió pensar que aunque hubiera cambios de hospital, aunque se le sometiera a mejores tratamientos y el agregado cultural del Perú, que tuvo grandes atenciones con el poeta, consiguiera todo o casi todo lo que le pedía, su caso era grave y existía el peligro de que no volviera nunca más a París, y mucho menos a Lima. Que quedara prisionero en esa tierra para siempre. Que en cualquier momento podría convertirse nada más que en exclusiva soledad y olvido. Y eso debía causarle las depresiones, las desesperaciones que todos comprobaron. No creo que se interesara por el asunto político español como usted supone, menos por el cine de Hollywood o de donde fuera. Qué ánimo podía tener para volver sobre esos asuntos. Incluso, no debió haber leído ni un solo libro desde que lo ingresaron en el hospital. Dicen que a duras penas podía incorporarse en la cama para tomar los alimentos».

Quien lleva grabada en el alma la pasión por determinadas cosas no las olvida ni en los peores instantes de su vida. Es evidente, es lógico que lo tenían que dominar sus nervios, sus ansias de respirar mejor. Pero en alguna fracción de minuto rememoraba su pasado. Y en algún segundo perdido preguntaba sobre esa realidad que él desconocía. Esa realidad que intuía vibraba nada más salir de la inmensa nave donde se hallaban dos docenas de enfermos. Y alguno le hablaba de las elecciones municipales, y otro de errores del gobierno, y el de más allá de que triunfarían los suyos y la igualdad de clases sería un hecho. Pero eran frases entrecortadas, breves, titilantes. Posiblemente formulabas con interés las preguntas pero ya no tenías fuerzas para escuchar con detenimiento las respuestas.

—¿Ningún amigo, sea de la nacionalidad que sea, le leyó el diario, le llevó un libro, le comentó lo que él quería oír? —interrogan desde Juli.

—¿No cree que su rabia no era contra el médico ni contra el hospital sino contra su propio destino? —consultan desde Chiclayo.

Desde muy joven había estado cerca de la muerte. En Lima, en la Sierra, en Panamá, en París, podría pensarse que estaba familiarizado con ella. Pero la realidad es que nadie quiere morirse. Se resignan unos y se rebelan otros, pero aceptar el final sonriendo es difícil.  El poeta fue de los que se rebeló en todo momento. Le viste el perfil a la muerte y más que asustarte te dominó la cólera. Tenías razón, ¿por qué a edad tan pronta? Y, sobre todo, ¿por qué desde que murió tu padre, cuando eras un infante, se acabaron para ti las sonrisas de la vida? Todo fue dureza, todo fue lágrima de rabia o de pena, pero lágrima. ¿Por qué no hubo un lauro de auténtica victoria ciñendo tu frente alguna vez? Tú vestiste de colores tu mundo particular porque sabías que fuera de él todo era negrura para ti.

Febrero de 1936

Una dama bondadosa se ocupó del traslado del poeta enfermo desde el hospital San Carlos hasta el sanatorio de Guadarrama, en la localidad castellana de Navacerrada. El historiador y agregado cultural peruano había conseguido plaza en esa nueva casa de salud. Todo estaba dispuesto para el cambio. No debieron decírtelo, el médico que te atendía no tenía opinión favorable a ese traslado. Incluso temía que en el camino pudiera ocurrir una tragedia. Pero tú habías insistido tanto para que te sacaran del San Carlos, que se decidió el viaje de cuarenta o cincuenta kilómetros.  La bondadosa señora aludida cedió su automóvil para cumplir con ese complicado traslado, rodeó de mantas al enfermo, previó todos los elementos necesarios para afrontar cualquier desagradable sorpresa. El desplazamiento fue penoso.  A medida que el auto se alejaba de Madrid el enfermo empeoraba. La tos era incesante. La fiebre subía. Los esputos de sangre eran cada vez más continuos. Pero tenías fe en el cambio. Estabas convencido que era lo que necesitabas. Gracias a esa seguridad pudiste llegar a Navacerrada, un pueblo diminuto, rodeado de montañitas que comparadas con las de Los Andes que tú conocías eran verdaderos pigmeos. Cubiertas sus cumbres de  nieves sólo en invierno, un manto de armiño que a veces alcanzaba las estrechas calles del pueblo.

Nada más llegar al Sanatorio situado en un cerro de escasa altura, se empezó a operar en ti una extraña recuperación. Quién iba a imaginar que el enfermo, el moribundo que transportaban en un auto dos damas, la dueña del vehículo y una amiga, y que asustaba a ambas porque parecía que le llegaría el final en cualquier momento, iba a recuperarse como se recuperó. Dicen que reías feliz. Que cantabas. Que sólo te faltaba bailar para manifestar tu contento. El convencimiento de que el peligro había desaparecido era total. Fueron veinticuatro horas felices. Un día entero diciéndole a todo aquel que estaba dispuesto a escucharte que ya no eras un enfermo. Que París te estaba esperando. Que al salir de Navacerrada y llegar a Madrid lo primero que harías sería comprar una hermosa camisa colorada. Aunque esto último nadie te lo entendía. Qué podía importarles a los demás tu capricho, si no habían seguido sus evoluciones, sus transformaciones. Lo único que los demás veían asombrados, médicos, enfermeras, monjas, empleados varios, era la impresionante euforia te invadió totalmente.

Pasadas esas veinticuatro horas alegres. Superados esos momentos en los que parecía que se había realizado un milagro, la fiebre, la tos, la asfixia, todos los enemigos del poeta empezaron a volver. Se adueñaron de su cuerpo maltrecho. Ya no lo soltarían nunca más. Entonces volvieron tus gritos, tus exclamaciones rabiosas. La ira que se estrellaba contra los otros pacientes, contra los médicos, contra las monjas. Todos eran culpables. No distinguías caras. No hacías diferencias. Todos iguales, todos responsables por igual de tu situación. ¡Cómo era posible que tras estar bien todo retrocediera de un día para otro! No lo podías entender. No lo podías aceptar. El joven feliz de un día antes, se metamorfoseaba en un poseso. Si no golpeaba, si no corría por todo el Sanatorio maldiciendo a cuanto ser viviente encontraba y rompiendo todo lo que hallaba a su paso, era porque carecía de fuerzas. De lo contrario lo habrías hecho. Era injusto lo que te estaba pasando. Muy injusto lo que se te acercaba. Cómo un rebelde como tú iba a aceptar blandamente una sentencia como la que se disponía a firmar tu destino.

«Hay una carta, al menos me lo han dicho, que revela cómo fue el traslado del poeta de Madrid a Navacerrada. Una carta escrita por el agregado cultural, años después embajador del Perú en Madrid, y dirigida a su primo, uno de los poetas jóvenes amigos de nuestro poeta en los años veinte. ¿Tiene usted esa carta?  Si no la tiene  sería importante que la consiguiera. Podría despejar algunas oscuridades que siempre hay en todos estos casos. Y, también, sería conveniente su difusión. Muy poca gente conoce la carta y la historia de los últimos días del poeta. Por eso es necesario que todo eso salga a la luz.»

—¿Cuánto tiempo estuvo en el Sanatorio Guadarrama? —preguntan de Lima.

—¿La recuperación que duró un solo día debió ser estrictamente psicológica, no influyeron ni el aire no contaminado, ni el edificio del Sanatorio que se dice era muy nuevo? —consultan desde París.

—¿Entonces, murió en Navacerrada? ¿Y se le enterró en el cementerio de esa ciudad? ¿o se le volvió a llevar a Madrid? —inquiere alguien de Centro América.

Tengo la carta. Es una descripción muy ceñida a la realidad. Cuenta cómo fue el triste viaje del poeta entre Madrid y Navacerrada. También menciona el cambio que se operó en él nada más llegar a ese flamante Sanatorio y en el que se le asignó una habitación con vista al campo. Sí, murió en ese lugar y se le enterró en el cementerio de Navacerrada.  Sus últimos días fueron de gran sufrimiento y de indescriptible feroz resentimiento contra todo lo que componía el ambiente en que se hallaba.

Seis días de marzo de 1936

Vivió horrorosos días finales. Luchaba contra la muerte. Luchaba contra ella maldiciéndola. Se rebelaba contra la sentencia  de pena capital firmada por su destino. Desesperado porque el mal avanzaba, volvió a clamar por un nuevo cambio.  Pidió por teléfono, al Agregado Cultural, que lo llevaran a otro Sanatorio, a uno mejor, convencido de que sólo se trataba de eso, de cambio, y que realizado el nuevo traslado su salud se restablecería. Cómo no ibas a pensar así si habías escrito: «En tu sueño pastan elefantes con ojos de flor» o  «Las frutas se han vuelto pájaros / para cantar». Entre esos versos y la forma de interpretar la vida hay una perfecta coherencia.  Tanto llamó por teléfono al Agregado Cultural, que se inició una nueva gestión.  Incluso, en su desesperación prefería retornar al hospital San Carlos antes que seguir en Navacerrada. Cualquier cosa para eludir a la muerte. Con qué intensidad pensarías en ese momento en tu madre. Con qué desesperación clamarías sin voz por ella. Los versos que le dedicaste y que son de lo mejor que has escrito, se quebrarían en la hiel de tu amargura. «Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura». Éste era precisamente el sentimiento que te faltaba en esos momentos. Cómo la necesitaste entonces. Su voz, su mano acariciando tu pelo para no sentirte tan extremadamente solo. La calidez de su presencia habría calmado tus nervios. Tal vez, hasta te habría ayudado a transigir con tu suerte.

De la Embajada peruana en Madrid enviaron hacia Navacerrada a un joven estudiante de medicina llamado Enrique Chanyek. Su misión consistiría en comprobar el estado de tu salud y ayudarte a un nuevo traslado. Tus llamadas al Agregado Cultural fueron tantas, y él  estaba tan dispuesto a ayudarte que había culminado con la consecución de una plaza en otro Sanatorio, siempre dentro de la sierra castellana. Fue este joven peruano  quien recibió la noticia de tu fallecimiento. Él, que venía a darte la buena noticia del nuevo traslado que podría significarte, por lo menos, un día de euforia,  se encontró con tu doloroso final. A él le mostraron el cadáver del poeta que había fallecido horas antes. A él le entregaron la maleta, único equipaje del occiso, que contenía escasa ropa interior y un solo libro, El Capital de Marx, tal vez obsequio de su Maestro a finales de los años veinte. Él comunicó lo ocurrido al Agregado y éste a todos los peruanos y no peruanos pero amigos del poeta. Él, también, mandó un cable a Lima para que se avisara a los familiares. Y en un diario limeño se publicó, aunque muy brevemente, la triste noticia.

Muchos años después el joven estudiante de medicina, médico desde tiempo atrás, situado ya en Lima, contó todo lo que vio ese día en el Sanatorio de Navacerrada. Dijo por ejemplo, que le habían entregado tu maleta, o sea el total de tus pertenencias. Que entre lo poco que encontró dentro de esa valija estaba el libro ya mencionado. Que él había creído que hallaría papeles con anotaciones de posibles nuevos poemas, pero no había nada de eso. En el momento en que abrió la valija no sabía nada de tu símbolo, pero cuando hizo las declaraciones en Lima, ya estaba advertido de que todo había  ido transformándose hasta derivar en una camisa roja, pero aseguraba no haber visto tal prenda. Y que al preguntar cuándo y dónde te enterrarían, le dijeron que en el cementerio que estaba nada más bajar la cuesta del Sanatorio. Que se haría en la madrugada para no poner nerviosos a los otros enfermos. Que se te amortajaría con tus ropa de diario, o sea con la única que tenías. Nadie pudo decirles que tú deseabas  la camisa colorada como una nueva piel. Que no era sólo cuestión de mortaja, se trataba de mantener tu pensamiento rebelde más allá del final. La camisa no estaba en tu maleta, estaba en tu imaginación. La camisa no te la pondría nadie del Sanatorio, pero tú te la viste puesta sobre tu torso en tus últimos instantes de vida. Con los mismos ojos con que veías «Música entretejida en los abrigos de invierno» y que creías comprobar  que «La cebra es un jabón vegetal». Los ojos de los niños no tienen dificultad para ver todo lo que los mayores nunca podrán ver.

Tu última semana, el postrer día de febrero y los primeros seis de marzo, qué infausta sucesión de amarguras. Qué ausencias tan dolorosas las que te estaban rodeando. Qué de voces que no te llegaban, de gestos ansiados y que no podías percibir. Qué soledad más cruel la que hacía de centinela junto a ti. Todas tus esperanzas  mutiladas. Todas las amistades lejanas. Todos tus años, tus pocos treinta años, grabados de frustración. Quién no va a comprender lo que significa una procesión de negaciones a todas tus ansias de una vida mejor. Quién no va a poder entender tu lucha. Tu valentía. Tu rabia porque llega el final cuando estás convencido de que tienes aun mucho que hacer. Quién puede dudar que en los instantes finales llevabas puesta la camisa con la que soñaste. La camisa roja que era tu sangre, la obsesión de tu lucha, la dimensión de tus ilusiones. Todos, todos, sin faltar ninguno, todos, decimos los que leyeron tus versos y supieron de tu epopéyica lucha en la sierra peruana, te han visto, te verán siempre, con la camisa colorada puesta. Tu Maestro también, y se sentirá orgulloso de ti. Todos entenderán que no has fracasado, que no has sido un enfermo de frustración, que si has alcanzado tus metas. Que eres un gran ejemplo para los demás. Que hasta eso que parecía insignificante, esa bandera roja para tu cuerpo deshecho, la habías conseguido. Y la llevarás siempre.

En las fauces del olvido

Sentías que empezaba a devorarte el olvido. Que dejabas de ser poeta. Que se disolvía tu condición de especial guerrillero. Te sentías solo y estabas convencido que aun te alcanzaría una soledad mayor de un momento a otro. Pensaste que nadie más en el mundo iba a volver a leer tus poemas. Que nadie más en la vida se enteraría de tus luchas políticas, de tus largos días de terror en las cárceles peruanas y en la mazmorra de la Zona del Canal. Te sentiste desconectado del mundo.  Qué impresionante frustración en la que iban a desembocar todas tus frustraciones anteriores. A la que iban a llegar, como arrastrados por un río, junto a tus diminutos momentos de felicidad tus doloras de todos los días. Aunque tus versos indiquen  otro estado de ánimo. Cuenten las delicias de tu imaginación con el estómago vacío, el drama nacía en tu carne diariamente y tu lo convertías en fantástica comedia cuando le tocaba penetrar en tu pensamiento.

Tú sabes perfectamente ahora que el mundo no ha cesado de recordarte. Hubo sí una etapa de vacío. Hubo un tiempo de olvido, de ti, no de tus versos. Tú eras una planta, tus versos sus flores (unas violetas, como tú quisiste ser) amaron lo más visible, lo más bello. Pero cómo querer la letra y despreciar la mano que la pinta. Cómo permitir que se siguiera pensando en una tumba que voló como consecuencia de  los bombardeos franquistas y no buscarla con ahínco hasta hallarla en ese cementerio al pie del Sanatorio de Navacerrrada. Cómo no persistir en la lectura de tus poemas, de los tétricos, como ese: «…Siempre nos damos de bruces. /............./ Con los espejos de la muerte». O los deliciosos: «Y el doctor Leclerk / oficina cosmopolita del bien / obsequia pastillas de mar». Y tras cada verso  ver tu imagen, aquella en que delgado y sonriente, luces un sombrero de color claro y la ropa perfectamente moldeada a tu cuerpo, como un dandy,  aunque  los bolsillos manifestaran  situación diferente.

Hoy ya sabes que tu  destino  titubeó entre dejarte cruzar la frontera de los treinta años y permitir que tuvieras conocimiento de una de las peores conflagraciones que se han producido en Europa: la guerra civil, que duró tres años y tuvo una interminable y violenta posguerra. Y eliminarte esa dolorosa preocupación, y optó por esto último. ¿Qué hubieras hecho postrado en cama, con los pulmones deshechos y sabiendo lo que estaba ocurriendo a pocos kilómetros de donde te encontrabas? Qué desesperación, qué rabia la que se te  habría producido. Qué drama feroz el que habrías tenido que vivir. Sin poder participar, sin poder arengar, sin poder escribir una pancarta a favor de los tuyos. Has debido aprobar ya hace tiempo que acertó el destino, en eso, sólo en eso. Para qué pensar y reprocharle a esta altura todo lo demás. Sigue tu sueño mientras nosotros leemos tus poemas.

* * *


© 2005, Carlos Meneses
Escriba al autor: [email protected]
Comente en la Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Más ensayos en Ciberayllu.


Para citar este documento:
Meneses, Carlos: «Retrato de poeta», en Ciberayllu [en línea]


602/051023-2