La poesía de Domingo de Ramos y Pastor de perros
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César Ángeles L.
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omingo de Ramos estudió sociología en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y fundó, con otros autores, el polémico «Movimiento KLOAKA»[5] a inicios de los 80. En dichos años, hizo periodismo, publicó en la selección de nueva poesía peruana La Última Cena (Lima, 1987) así como un libro individual de poemas. Su familia había migrado a Lima, centro político y económico del país, asentándose en la barriada de San Juan de Miraflores donde aún vive actualmente.
Con él sucedió sucede lo que con otros jóvenes escritores y artistas de extracción popular. Cuando evidencian su talento y capacidad de análisis, como es su caso, son recogidos por la crítica literaria como diamantes en medio del pantano. Y corren el peligro que desde entonces todo lo que hagan sea definido como bueno por ser «popular» o que toda mostración de inteligencia sea apreciada, por el mismo criterio, como una rareza. De ahí que no haya sido un gesto gratuito sino más bien lúcido y rebelde, que el día de la presentación pública de Pastor... en «La Noche», un bar de moda en el tradicional barrio bohemio de Barranco, el propio autor reclamara que no se viera a los pobladores de las barriadas (o Pueblos Jóvenes, según la retórica impuesta por el populismo militar del gobierno del general Velasco) como seres-raros, de otro planeta.
En
efecto, con el tiempo, los descendientes de los primeros migrantes (colonos)
provenientes en su mayoría de la sierra, han accedido a niveles de educación
escolar y universitaria, además de otras formaciones tipo institutos, escuelas
técnicas, academias varias...[6]. De ahí que
incluso en la literatura culta[7] existan,
desde hace décadas, voces que provienen de este sector social. El grupo de
poetas reunidos desde 1970 bajo el nombre de «Hora Zero» fue un caso-espectáculo, pero luego hubo otras voces.
Domingo de Ramos entre ellas.
Es
decir, se ocuparon no sólo parcelas desérticas y abandonadas del territorio
costero peruano, sino también su cultura dominante, su idioma, en una suerte de intercambio
sincrético. No debe llamar a sorpresa, pues, a estas alturas, que
escritores provenientes de estos sectores dialoguen en diferentes niveles, y
con diferentes resultados, con la literatura culta peruana y occidental.
Hablo
de apropiación creativa de la retórica poética, en el caso concreto de Domingo
de Ramos; y a la vez, también, apropiación de esquemas ideológicos. De ahí que,
contra lo que ligera y populistamente podría esperarse, en su poesía y coincidiendo con el sentimiento de otros
poetas y artistas peruanos predomine el testimonio de cierto naufragio
ideológico en medio de un país-desgarrado casi como el cuerpo y las entrañas de
Túpac Amaru. Es decir, a diferencia de aquella mejor parte en la trayectoria
del pueblo peruano, enriquecida con una mística colectiva y transformadora
nunca recogida por los textos escolares de historia, la poesía de este autor
echa raíces en una posición signada
por el desgarramiento individual.
Y es
que resulta iluso y mecánico pensar que de los «sectores populares» vistos así
en bloque nazca espontáneamente una conciencia de ello. En cada sector o clase
social existen diversos decursos e individualidades también. Sí, el ser social
determina la conciencia; pero este conocido aserto no debe tomarse mecanicistamente.
La conciencia es algo que se forja mediante cierta práctica y politización, no
viene sola con el mero nacimiento. Así como no todo en el campo popular posee
una clara y radicalizada posición de cambio, no todo el que provenga de allí la
tendrá necesariamente, o al menos no la tendrá de la misma manera que otros
individuos de semejante extracción social. En relación con esto, y como
cualquier mortal, un autor como quien ahora nos ocupa no deja de portar sus
propias contradicciones. Domingo de Ramos proviene de esas masas desplazadas,
que a la vez constituyen una fuerza y potencial importantes en el presente y
futuro del Perú. Pero de Ramos también accedió a una educación universitaria, y
en San Marcos tuvo la oportunidad de relacionarse y vincularse con otros
sectores de la sociedad limeña. Como escritor amplió aun más su radio de
conocidos y amistades como aquellas de la pequeña burguesía ilustrada. Él mismo
es consciente de estas múltiples influencias, que enmarcan a la vez sus
diferentes opciones en distintos momentos[8].
Efectivamente, como queda dicho, alguien como él no está solo. Las siguientes
páginas quieren acercársele a través de uno de los hitos en su considerable
producción poética, y ver allí de qué están hechos el cuerpo, la protesta y la
propuesta de este ya maduro poeta colocado por méritos propios en el lugar
destacado que hoy ocupa.
Quizá no sea jalado de los pelos, por otro lado, iniciar una aproximación a la poética de este autor cruzando la de los escritores que hicieron la presentación de Pastor de perros, ese día en Barranco: Rodolfo Hinostroza, Abelardo Sánchez León y Rodrigo Quijano. El primero marcó, en sus poemarios, la voz apocalíptica, a ratos profética, quinto jinete en el cuestionamiento de la fe en el progreso y la modernidad occidentales[9]; el segundo, el autoanálisis duro y desencantado desde y para la pequeña burguesía: sus sujetos y circunstancias, además de aportar algo tan consustancial a de Ramos como el discurso largo, el poema largo, operístico. Después de todo, Sánchez León sacó buen provecho de su profesión coincidentemente la misma que la de Domingo de Ramos para su trabajo literario: la sociología. El tercero, joven autor incluido también en La Última Cena, y con una fresca e inteligente (aunque poco comprometida) sensibilidad ante el proceso de mestizaje y su no muy antigua resultante que apodan «cultura chicha».
«¡Oh el
deslumbramiento del horror! Mejor será largarnos / de esta ciudad a la que nunca pertenecimos / y ya no tengo
banderas ni multitudes / Estoy perdido / entre los edificios / entre las calles
/ y bocacalles / entre los cerros y basurales / deambulando con tu imagen
impregnada en mi mente / (y tú Sarita eres como un rockanrol en mi pecho /
oliendo a pasta que consume mi banda pensando en ti / en el cielo que le
ofreces por unas monedas) / ¿Qué puedo
hacer? [...]»
(de «Banda nocturna», en Arquitectura del espanto).
«[...] Y así se vence la noche / se vence solitaria río abajo donde hacemos rodar / nuestros ojos
como piedras rugosas bajo el agua.»
(de «A la hora del pay», en Pastor de perros).
«[...] mi mente que se acrece y se arruga / en tiempos en que me devoran estas faenas impuras y sangrientas / que partían mis noches oh la oscura y china noche como diría / el padre al cerrarse el bar al borde del estribo.»
(de «De la madre», en Pastor
de perros).
El
libro que nos convoca consta de dos partes: «Pastor de perros» y «Mientras yo agonizo»;la primera agrupa tres largos poemas,
mientras la segunda, los restantes siete.
En una
breve pero sustancial entrevista concedida al diario El Comercio (1993), el propio autor reafirma que el conjunto se
articula en torno a un personaje, quien tiene «una voz mucho más íntima en la
segunda parte del libro».
No nos detengamos
en cada uno de los diez textos, sino sólo en algunos pocos que nos ofrezcan
momentos representativos en función de lo que vayamos indagando.
Domingo de Ramos da varias pistas, en la mentada entrevista, para ingresar a la lectura: «P. Tu libroes un canto épico, una epopeya de un poblador suburbano ¿Este personaje qué percepción tiene de la vida? R. No tiene esperanza [...] Alguien que estáconstantemente en peligro. P. Tu personaje puede sucumbir ¿ante qué? R. Ante su propia soledad, a la estructura social que vivimos, a su propia marginación. Aunque más que un marginal es un subterráneo. Uno es marginal ante un grupo que le margina. Pero un subterráneo tiene una opción, ha decidido vivir en las cloacas [...] Ellos tienen una férrea lucha por la supervivencia también, pero dentro de lo oscuro siempre hay cierta luz. P. ¿Cuál es esa luz? R. La luz viene a ser el lenguaje mismo, la esperanza de vivir en el momento que viene».
En una épica, el héroe encarna un horizonte solar, un camino edificador y edificante, ante todo. Y si él, como individuo, no siempre necesariamente gana, su ejemplo trasciende por aquella voluntad de querer triunfar sobre las adversidades que se le oponen. De ahí que un héroe aun vencido inspire una épica vindicativa, de estro noble y positivo. En Pastor..., ¿quién gana?. Con ingenio y verdad, de Ramos responde testimonialmente que ve más «oscuro» que «negro» dando cuenta de cierta luz. Aunque sea una luz tenue, casi un rayito de luz. Pero si así está la claridad del horizonte, no parecemos convocados a un sentimiento de victoria sino a otro de derrota; ni a una épica o un héroe, en consecuencia, sino a una antiépica y su correspondiente antihéroe. No nos entretengamos con esto ahora; al final haremos precisiones al respecto.
Como dice el autor, por otro lado, en el libro el poeta da cuenta de la «marginalidad»; y aun aclara que, siendo ésta voluntaria, es mejor denominarla «subterraneidad». El matiz entre estos conceptos puede descifrarse como Marginal-Pasivo ante Subterráneo-Activo: «tener una opción»; ser subte implica una cultura, como buena parte de la juventud rokera de los 80 (y aún ahora hay tozuda resaca en esta «opción») en Lima y hasta en otros espacios urbanos de América Latina[10]. Pero ser subte es vivir «en las cloacas» de la ciudad, metáfora para expresar este modo de nutrirse de la descomposición del sistema. Ésta fue y es una opción, como dijimos, de parte significativa y estruendosa de la juventud pequeño-burguesa limeña[11]. El problema es que esta fuente nutricia tiene por lo pronto dos metabolismos: uno (matriz creativa) positivo, porque alimenta en fuertes dosis la desmitificación de la cultura burguesa, rompiendo con radical provocación las convenciones insoportables para sensibilidades vivas; dos (techo) negativo, porque impide alcanzar horizontes amplios, con mayores dosis de oxígeno y claridad, y como el propio autor declara en El Comercio (¿autocríticamente?) se caracteriza por «sus horizontes demasiado estrechos». He compartido vida y obra con esta cultura (sin yo ser propiamente subte) y puedo decir que a esa dura y justa rebeldía y radicalidad se aúna (aunaba) un persistente individualismo y consecuente desencanto que no halla, en la recurrente soledad destructiva y autodestructiva del individuo, ningún vínculo duradero ni fértil con proyectos colectivos. Es como si, en general, la mierda cayera con ventilador sobre cualquier afán progresista, democrático y finalmente constructivo. El malestar, escepticismo y deterioro suelen, entonces, prevalecer en la cultura subte. De ahí que su signo sea el decadentismo, y que el techo prevalezca sobre la matriz creativa.
Por todo ello, no es raro que al romántico modo, de Ramos, coincidiendo con otros escritores y artistas sólo pueda hallar armonía y luces en «el lenguaje mismo». Así, este autor impregnado de realismo urbano culmina su actual estación en el lenguaje mismo, es decir: en la poesía misma. El suyo es un realismo sobre todo expresionista, pleno de lirismo. La épica de la que hablaba(n) es en el fondo lírica, es decir canto del individuo. Más exactamente, canto oscuro del individuo. Y a la vez es cierto que lo que redime y parcialmente salva a una sensibilidad como la de Domingo de Ramos y hasta le confiere ese perfil épico que encandila es la expresión poética de su agonía (de agón: combate).
Esto mismo, si quisiéramos ir a la historia literaria de la joven poesía peruana, es lo que identifica a quienes integraron el representativo (de la cultura subte) grupo artístico y poético KLOAKA en los 80, del que aquél fue conspicuo miembro-fundador. Aristokracia del kaos.
El libro se abre con el propio canto del Pastor de perros, el personaje protagónico. Melancólicamente, abre con un recuerdo: «Y me sumergí en mis recuerdos hoy que es otoño / con aquel silencio quieto de la altura / los temblores de la huida que sacudió mi pelo / yo al abrazarte mis recuerdos se me revelan suavemente». (Todos los subrayados en las citas de poemas, de aquí en adelante, son míos.) De este modo, abre un círculo ya que al final del volumen, el recuerdo, presencia constante en el libro, vuelve a iniciar el último poema.
La
melancolía queda remarcada con el paisaje objetivo: «es otoño», símbolo de la
decadencia por el caer de las hojas y el cese de la luz y el calor estival.
Además, los términos subrayados aquí, nos dicen que todo queda dispuesto para
ir hacia adentro. Esta
memoria (¿de qué?) está anclada en la desesperanza, como anuncia el epígrafe de
Walter Benjamin: «Sólo gracias a aquéllos sin / esperanza nos es dada la
esperanza». Adentrémonos un poco más para conocer de qué está hecho cada
elemento de esta pareja contradictoria.
Que el
personaje voz poética carga con su
derrota social a la espalda como Eneas
con su padre muerto: su pasado derrotado-, es algo que los propios versos se
encargan de recordarnos martilleantemente, como martilleante (a lo yunque) es
el ritmo de esta poesía: «este mundo que yo ya perdí», «Dejo mi realidad mi más profunda desnudez / y veo la arena como calma
la leche la sombra / con un horizonte clavado en la espina», «Para entonces un
viento feyo y bronco me atravesaba hacia el / extravío en medio de dos caminos
[...] / doblándose en el desierto[...]» y «Otoñal mi corazón
yace desolado / entre las sábanas engañosas mar y arena / Imposible lecho donde
ya nadie se levanta» (pp.
10, 13). Hay que tener en cuenta que este sentimiento se hilvana,
dialécticamente, con un amor ¿a quién? Con una lectura ingenua podemos pensar
que a una mujer o, en general, a otro
sujeto dadora de confusa vitalidad, pero vitalidad al fin: «tú me abrías a toda esa locura inalusiva y
pura»; y, a veces, de cierta armonía: «al
abrazarte mis recuerdos se me revelan suavemente». Pero si reparamos en
algunas frases sospecharemos que más bien ello nos remite al amor-vicioso a la
droga, que estimula artificialmente los sentimientos anteriores: «[...] esta tiesura desmesurada que aborda
solitaria / en mi cama pesadumbre de humo tiznando / el papel que no grita ni
chilla que se abre / y se cierra ciclos de hierro festoneando / mi puerta al
pie de las aguas más oscuras», o «una boca un vicio una mano / la curvatura la
dulce colina la faz umbría» (p. 9). De cualquier modo, podemos intersectar
ambas interpretaciones, pero priorizando la segunda; la perspectiva alucinada
que organiza la sintaxis del poema así lo permite.
Este amor así liberador sucede en medio de lo
«oscuro», en un paisaje de salvaje autenticidad y de flores del mal; sin embargo,
el malestar que proviene de la realidad aparece como más potente que estos
frágiles paraísos: «y lo que miro / y lo
que palpo / y lo que siento / no eres tú / sino ese aguado rumor de piedras /
alzados por aleteos de aves y me detuve en medio del camino / desolado polvo
tragando mis horas repicando mis palabras / en tu cemento en tus brazos de
escoba que armé en cruz / para no pensar en la cocina o cuando me mira
Sarita / desde su cuadro sin vela pareciera que el pasado le hedía / al verme
[...]» (p. 13).
Retengamos
que aquí el personaje-poeta fabrica imaginariamente un espantapájaros «para no pensar»; ¿en qué?, en su cotidiana realidad,
o culposamente en la beata popular «Sarita» Colonia[12],
quien parece acusarlo desde su sencilla estampa.
El paisaje desértico arena, piedras, cerros reiterado a lo largo del libro es simbólico; no sólo tomado de la costa peruana sino más exactamente del habitat de los migrantes que, como la familia de Domingo de Ramos, lo poseen por su pretérita y justa ocupación. Este paisaje lo asimila el Pastor de perros como expresión poética de su desolación: «me he hermanado al miedo / me he retumbado entre perros entre muros de caña / membranoso viento que va marchando y yo en ella / ladeándome fecal y arcilloso mientras una turba de niños / me ondean desde los cerros y feroces hacedores de antiguas señas / han desvicerado en mi pecho un conejo blanco» (p. 14).
Dicho
sentimiento se amplifica con las palabras de una «niña coja», además
«semienterrada en mi brebaje», quien dice: «es
tiempo de pérdidas y peregrinajes / aquí y allá el fuego se atiza / viciado el
espejo en su redondez / no veo la preñez sino el extenso mar desgarrado», y
luego «[...] tu cuerpo se confunde entre
pezuñas y pelos / no hay abertura no hay salida entonces / [...] ya no es
tiempo de alardear es tiempo de guerrear».
Es
notorio que esta p.14 concentre a la niñez: la beata (usualmente representada a
partir de una foto donde tenía doce años), los niños que ondean y la niña coja,
quienes sumándose producen en el Pastor un acentuado sentimiento de derrota y
abatimiento que, hacia el final del poema, culmina en algo así como un
desesperado y último recurso de patear el tablero de estos potenciales recuerdos del deterioro y el desgarramiento personal y social, para
volver al paraíso artificial vía «un tabacazo» (cigarro hecho con pasta básica
de cocaína, o PBC). Como si la niñez, al decir del viejo refrán, expresase la
palabra verdadera. Y como si estos niños fuesen portadores de conocimientos,
conductas y realidades imperecederas, encarnando la violencia social de antes:
«hacedores de antiguas señas», o de mañana, cuando la niña coja convoca al
Pastor a reproducir la propia condición apocalíptica que ella y su
circunstancia simbolizan: «[...] no hay
salida entonces / tómame tómame hazme el amor por nuestra continuidad».
No es
fácil, a veces, interpretar algunas imágenes del libro; existe, pues, un grado
de hermetismo generado, precisamente, por el extremo lirismo de esta poesía.
El pasaje final del poema, como se dijo, hace prevalecer el desgarramiento sobre cualquier nacimiento o «preñez», mediante una serie de situaciones. Y a pesar de la batalla (agon-ía) del personaje contra ello, hay «un suelo inafectivo con raras esferas arrugadas» (p. 16). Para sortear el dolor opta, individuo solitario, por una doble despedida: física y, a la vez, subjetiva, ya que abandona sus «presagios» y «recuerdos»: «Les digo adiós en este mes de otoño en que los recuerdos / se me suben suavemente a la cabeza como un tabacazo para / el olvido». Y así mismo «suavemente» había abrazado, al inicio del poema ¿a quien?: aparece obvia la respuesta. Dice adiós a sus recuerdos y presagios; es decir, a sus perros, que muerden la memoria.
a. No quiero callar mi interés por esa capacidad de Domingo de Ramos para hablar de lo personal desde la realidad urbana (suya, nuestra): concretamente, Lima. Una serie de personajes, objetos, símbolos siempre, circunstancias, oficios y creencias se engranan en estos versos haciendo sistema para hablar siempre de lo propio.
b. Tanto el léxico como la sintaxis de este autor han alcanzado mayor libertad y elaboración ofreciendo importantes cuotas de densidad; también con el cultismo esporádico, asumido no sin cierto hedonismo de la palabra y, a la vez, ironía. Lo que da pie para situarlo en una corriente barroca, donde se encuentra con no pocos poetas peruanos actualmente, por lo que sería interesante un análisis más refinado sobre este punto. ¿Por qué ironía? Porque el mentado cultismo adquiere un aire de parodia dialogando con el coloquialismo, que ha venido desatado no pocas veces lindando con una simple falta de rigor expresivo desde hace varios años en la poesía (no sólo) peruana. Términos como fulgir, hacedores, desnóchese, oración maneada..., conviven y dialogan con otros como cuyada, robachancho, cagándome...
c. Es importante retener la mordacidad de la imagen central que da título al libro, a la primera parte, al primer poema y al personaje protagonista: Pastor de perros. En la literatura clásica y renacentista, el pastor bucólico conducía ovejas como suele ser en realidad. En una ciudad como Lima, la fauna se ha trocado por «perros», más abundantes entre nosotros y en nuestras calles que cualquier otro ganado. Además, la imagen clásica e idealizada nos remite a la ideología cristiana (rebaño de almas guiadas por el pastor divino), mientras que «perros» nos sitúa en un escenario no sólo urbano-contemporáneo, sino hasta más bestial e incluso demoníaco si de expiaciones se trata, como en este libro. Animales, por lo general, sin dueños, sin hogar seguro, sin rumbo, por las calles siempre, viviendo de los desechos: fauna subte. Y este Pastor, ¿qué da de pastar a sus fieles, voraces y adictos perros?: pastar PBC, pasta básica. (Cf. Nota 14).
El segundo
texto es muy
significativo: «El viaje... primer encuentro». Una voz colectiva se relaciona
con el Pastor[13].
Éste aparece como poseedor de «pájaros blancos», del «queso», aquello que
«aquí [...] se hornea y se seca» y «se vende». Es decir, la droga blancuzca, la
pasta[14].
Y,
entonces, las palabras del Pastor combinan su voluntad de comercializarla al colectivo que por ella viaja
físicamente, pero no subjetiva o alucinadamente aún: «este viaje sin viaje»
con la típica actitud del desprecio lumpen[15]
y aludiendo al vicio (precipicio): «No me
digan nada ya sé quién los mandó / esto es lo que tengo lo compran o lo dejan /
y no me busquen más no los quiero volver a ver / porque ya los conozco a todos
/ la misma angustia los ojos aplastados / las palabras babeantes atados
locamente al precipicio» (p. 18).
Luego viene el descenso, desde el cerro a la ciudad, en medio de «pistolas» (cartuchos de PBC) y del caos contemporáneo que vence a la armonía clásica de Natura: «[...] huye el arroyo / a la mar y la mar resoplando una melodía cadenciosa y amarga / aburrida por instantes nefasta en el ahogo de sus aguas» (p. 18), y la oscuridad y desolación se acentúan. Este descenso físico nuevamente tiene su correlato subjetivo, ya que así es también la droga: eleva y luego postra, y da hambre: «Con el humilde tufo de cebollas trinches y palas / con que despedazamos vorazmente el mendrugo / para luego echarnos sobre barbechos de alfalfa oliendo a alfalfa / lilas en el pelo rocío y verdor de aguardiente». Pero rápidamente este paisaje fresco y bohemio-juvenil se va perdiendo, cómo no, por un realismo con situaciones y personajes de la urbe pero impregnados de expresión nerviosa y negativa violencia: «[...] nada es sereno ni aquí ni allá entre esta vereda y la otra / hay brazadas inútiles [...] / brotan y corren escombrosos y alargados por las esquinas / bajo un barullo de sedosos mosquitos [...]» (p. 19). Finalmente, estación del desencanto e irreverente anarkía: «[...] El cielo esculpe / su inextinguible plumaje donde se reposa y se duerme / sin ningún tiempo sin oráculos / ni curas...» (p. 20). Ahora es cuando la sensación apocalíptica adviene, y el «Humo» (¿de la guerra?) se constituye como símbolo elocuente del reciente paisaje de una ciudad incendiada como Lima, con bombardas en sus cerros populosos, cinturones de miseria: «La pólvora que se enciende como una calabaza en los cerros / aroma y muerde la madera dormida de las bancas» (p. 20).
Y como hace poco, la multitud encarna el ruido (fuerza negativa) antes que la armonía (fuerza positiva): «[...] el rumor del gentío / nos ahoga hasta taparnos la boca del estómago». Desfallece la voz colectiva: «desfallecientes las piernas se doblan sobre un charco de grasa / [...] bajo el dulce resplandor de las luciérnagas», siempre bajo el signo de la guerra: «Rosa y verde son las calles y sus bombas / con perros empalados al inicio del crepúsculo / berridos subterráneos con remezones rojos y negros / bajo un fango de vidrios relucen los miembros blancos / de las torres tranquilas[...]» (p. 21). Legítimamente podemos interpretar hasta aquí que las «bombas», los «perros empalados» y hasta el «crepúsculo» (cambio de luz), aluden a la guerra que iniciara Sendero Luminoso en 1980. El derrumbe de la tradicional urbe fundada en Occidente está metaforizado por la destrucción de sus «torres» (símbolo de prestigio y poder) y sus «miembros blancos».
Así, se refiere una ciudad en estado alterado: «[...] estas ramas que crecen inexplicablemente / en las axilas [...] / mientras presurosos y desconfiados gatos se alejan / carros y triciclos vagan fantasmales por el asfalto / y entre magros edificios se eleva el Humo»; y todo, como sabemos, se cerca porque la propiedad y sus propietarios, y los guardianes del orden se afectan de inseguridad: «tropezamos con fronterizos vigías y tranqueras eléctricas / pasivas fieras que aguardan el día para huir y dejarnos / caminar solos contra la marea / por las esquinas abordadas y repletas de cuerpos sudorosos» (p. 21).
Luego de la caminata, rápidamente se retoma el hilo vertebrador de esta poesía y el signo «Humo» se torna ambivalente, siendo más claramente signo de la droga ansiosamente procurada: «y nos detuvimos bajo la cruz del cerro Hora del contacto / de estos billetes que serán dados a cambio del Humo / el Pastor nos llama para estar reconciliados con nuestra angustia» (p. 22). El Pastor-proveedor aparece como exorcista del temor y la confusión. El encuentro se resuelve al interior de «la choza y la Tía»: micro espacio eminentemente popular (en jerga, «Tía» nombra a cualquier mujer adulta con quien se establece un nivel de complicidad) y lumpenizado por la ocasión. El grupo aumenta cuando allí dentro «todos lo abrazan» (al Pastor). Y en este micro-espacio el primer plano se multiplica, los matices se amplifican y se desencadena, por efecto del alcohol y la droga, una suerte de Aleph mestizo o cholo porque aceleradamente se suceden grupos étnicos, mitos católicos y paganos, supersticiones, el propio Pastor «proxeneta el repartidor de claveles» (en jerga, «clavo» nombra a la droga porque su consumo te clava, es-claviza), sensaciones alucinadas con imágenes de intensidad, destrucción y autodestrucción, apocalipsis con perros, y flores; todo en esa contundente página 23 cuyo pasaje culmina, hacia el final del poema, «con una llovizna diáfana» y vallejianamente con «un agosto tranquilo lejos de septiembre». Sólo que, a diferencia de Vallejo, todo es finalmente deterioro y la multitud «en un bloque de sal corroe el camino» y aquella voz colectiva que abre y cierra el poema no erige nada por amor(a diferencia de en «Masa», el célebre poema vallejiano) sino que se apaga «brutos por el Humo quemándonos bajo la suave ala de la noche». Destaquemos: brutos, Humo y noche.
Lo que sigue, «A la hora del pay» (en jerga, pay nombra a la PBC), tercer y último texto de la primera parte, es la acentuación y vindicación de lo anterior. El grupo camina en la urbe, de noche, con sensaciones de liviandad generadas por la droga: «Se acoda el humo frondoso en la madrugada Es el himno nuestro himno / Humo fértil que roe el muro [...]» (p. 26). La reaparición del Pastor vuelve a oscurecerlo todo, y hasta la escena objetiva corresponde a un «apagón» (oscuro total producido en nuestras ciudades, de noche, por actos de sabotaje senderista contra la red del alumbrado eléctrico).
Y continúa el recuento de personajes y circunstanciasde ambientes grises, crepusculares o de «zonas punk-metal-chicha» (p. 27) por estos «extraños linderos», «bocacalles confusas». La dura marginalidad y desencuentro con el sistema social establecido son reiterados por la voz colectiva: «Y ya no confiamos en nadie hastiados como un ciclón a volarlo todo / Este sucio reino que nos raja los pies nos exilia nos dopa / desde sus gordos edificios [...]» (p. 28).
Esta
percepción se oscurece más y generaliza la sin-salida a toda la ciudad: «La ciudad apesta las flores exhalan su
último perfume». Luego de
volver a atacar los símbolos del Poder (algo en lo que este poema no se queda
corto): «Templos y palacios asediados por
aves de presa», la voz
colectiva dice: «y su sombra cayéndonos
encima desmembrándonos con su torpeza / nuestra transparencia de andar solos y
puros / [...] / Somos demasiado cristalinos y analfabetos yendo de balde al día
/ con nuestra bruta inocencia como una palmada en la suave nalga del niño /
como un dios nocturno mojándonos la sangre hemos llegado / principiantes de las
tinieblas más claras de los cerros» (p. 29). Expresa así, al maldito modo
del simbolismo francés, una voluntad de expiar el mal (esta civilización y sus
sombras) que contamina la «bruta inocencia». Domingo de Ramos logra, en estos
términos:
1) No salirse
del marco popular mestizo e intenso que es hoy Lima, para expresar una posición
metafísica de iniciación en una plenitud trascendente y 2) Simultáneamente evita diseñar una contra-imagen angelical o
de oveja violentada por lobos (el mal); pues lo ensombrecido es esa «bruta
inocencia», ese «dios nocturno» y «esas tinieblas claras de los cerros». Es,
finalmente, una mística subte(o mística-del-kaos como decíamos
alguna vez con Róger Santiváñez, destacado ex-KLOAKA), y las aparentemente
irresolubles contradicciones citadas se resuelven dialécticamente en este
concepto.[16]
Me
parece que, sólo en cierta medida, esta búsqueda explica la opción oscura de la
que habla el autor en la entrevista de El
Comercio. Este pasaje por lo oscuro es voluntario, como inevitable
(¿pero necesariamente terminal?) proceso de exorcismo que se propone como
alternativa. Contaminarse con el mal, para expiarlo. Casi una vacuna.
Son
otras maneras de nombrar la doctrina subte y esa forma tan suya de liquidar en
el imaginario aquel mundo burgués, evidenciando hasta lo grotesco su
decadencia. Pero el individuo que realiza esto, lo hace propiamente de modo
individual; consecuentemente contaminado de caos y escepticismo, porque solo no
puede nada, políticamente hablando, y finalmente se estrella contra ese gran
muro de templos y palacios que no termina de caer.
Es esta propuesta del «anti-», que porta los rasgos antedichos, la esgrimida en este libro: «[...] Y así se vence la noche / se vence solitaria río abajo donde hacemos rodar / nuestros ojos como piedras rugosas bajo el agua.» (p. 31). Al final, el decadentismo de esta alma es paradójicamente fruto de su agónico trance con las sombras despreciadas: fatal organicidad a un universo de valores deteriorados[17].
Esta
poesía es seria. Sólo podemos hallar sonrisa-heavy si entendemos que
este proceso de expiación, con recuerdos y presagios de esa sensibilidad
religiosa-pagana, ocurre en los falsos paraísos que el Pastor provee; y que
simultáneamente se nutre de la dinámica mestiza, chicha, chola o como prefiera llamársele a este encuentro y desencuentro de todas las sangres
que es Lima. Y si observamos, también, que los alucinados monólogos del Pastor
portan solemnidad retórica y apocalíptica, parodiando el tono profético asaz
bíblico; pero siempre desde una actitud nihilista y destructiva que prevalece
en la cultura subte, situándose asimismo en una ciudad mestiza y tercermundista
y no en un ágora clásica.
En
concreto, ni esta voz del Pastor redime, ni el material redentor (la droga) es
siquiera auténtico: «a dónde voy? / mi
lengua es falsa / impostada mi voz / mis drogas adulteradas / mis perros /
fieles» (p. 35).
Para
cerrar lo que veníamos comentando, quiero citar el final de la última y clave
intervención del Pastor en la primera parte, muy panteísta: «Oh río alto río [...] / Lávame el cráneo
[...] / Lávala a ella con voluptuosa ternura / abrázala sin sentido oriéntala
en su fobia / [...] / desenrédame de mis confusiones con tu sabia corriente /
despéjame el pecho [...] / Evócame en tus ratos grises tú mi dios tú mi hermano
/ llévame y deja mi cuerpo sobre la
orilla que natura / sabrá qué hacer con ella porque tú eres el Retorno / El
ángel de mis soledades»
(pp. 35-36).
El
poema concluye asimismo con la reduplicada visión grisácea de la multitud: «desgarrados en sus dolores / se vuelven
hacia el día / como a la noche mugrientos y rutinarios / obedeciendo a las
señales de tránsito».
[5] Copio aquí la referencia a dicho grupo tomada de la Introducción a El bosque de los huesos/ Antología de la nueva poesía peruana 1963-1993: «Kloaka se formó en septiembre de 1982, tras varias rondas de conversaciones, en un bar del populoso distrito del Rímac, al norte de Lima, por decisión de los poetas Róger Santivánez, Guillermo Gutiérrez y Mariela Dreyfus, y el narrador Edián Novoa. Al poco tiempo se unieron los poetas Domingo de Ramos, José Velarde, Julio Heredia, Mary Soto y el pintor Carlos Enrique Polanco. Juntos publicaron numerosos manifiestos literarios y organizaron recitales en distintas zonas de la capital, en lugares tan disímiles como el bar `La Catedral´ (el mismo utilizado como referencia y escenario en Conversación en la Catedral, la célebre novela de Vargas Llosa), en los extramuros de Lima cuadrada o colonial, o como el `Auditorio Miraflores´, en el corazón del homónimo distrito tan representativo en el imaginario aunque ya no tanto en la realidad de la clase media alta limeña. También concedieron entrevistas en las que se declaraban una suerte de `conciencia vigilante´ de la sociedad peruana y en que adoptaban un aire anarcoide pero firme y directo en su denuncia de la `albañalización´ progresiva de la sociedad peruana» (p.31). Más adelante se lee: «(...) la caprichosa `K´ con que los miembros de Kloaka gustaban firmar el nombre del grupo obedecía no sólo a un afán de contradecir la convención ortográfica, sino también a una búsqueda de contacto directo y sin ambigüedades con la oralidad que pretendían privilegiar dentro de la escritura y como práctica de llegada.» (p.37).
[6]La educación es un buen negocio (no sólo) en el Perú. Las urgentes necesidades que al respecto tiene la creciente población migrante, facilita que éstas sean explotadas normalmente sin escrúpulos por los aludidos centros (negocios) educativos; cuya competencia y eficacia como tales conviene, en la mayoría de casos, poner en duda. Dicha práctica de explotación está amparada, cómo no, por la precaria o incluso cómplice acción del Estado en materia educativa.
[7]No quiero extenderme en la precisión de este polémico concepto. Repetiré lo ya divulgado: la literatura reseñada privilegiadamente por diarios y revistas, especializadas o no; la que figura en antologías y libros de historia.
[8] Un buen repaso a la trayectoria familiar y política de Domingo de Ramos desde cuando era precoz líder estudiantil en la secundaria se halla en la crónica: «Cómo construir un subterráneo», de Maynor Freire (Ver bibliografía).
[9]Aunque, por otro lado, es verdad lo que me dijera el crítico Abelardo Oquendo a comienzos de los 90: que, con todo, la poesía de Hinostroza sea en los 60 la única que propone una utopía, expresamente además; ésa nutrida de la ideología hippie (en el sentido fundacional del término). Habría que añadir el nombre de Javier Heraud, aunque con otras características para el mismo período, a pesar de que su temprano asesinato impidiese su maduración.
[10]En España llaman «cultura alternativa» a aquella que se gesta a espaldas de lo establecido y convencional burgués. No es propiamente equivalente a «cultura subte», aunque tengan elementos coincidentes. Más bien entendámosla como cultura-protesta, heredera de la contestación hippie y anarca de los 60-70s.
[11] En torno a la «subterraneidad» y los «subterráneos» en la Lima de los 80 que es de cuando data esa movida conviene matizar el alcance real de estos términos, agregando que aquí las referencias se sitúan y entienden mejor en el imaginario de dichos grupos, muchos de cuyos individuos no vivían en la práctica concreta aquella «vida en las cloacas» su temporada en el infierno, digamos sino más bien otra menos dramática y desamparada.
[12] Sarita Colonia (Huaraz, 1914-1940) migró tempranamente con su familia a Lima. Allí fue vendedora de mercado y empleada doméstica. Se cuenta que unos hombres intentaron violarla en el Callao, donde vivía; pero milagrosamente su sexo se cerró de súbito impidiendo el acto. Es éste uno de los motivos más recurrentes en la génesis de su leyenda en torno a su biografía, bondad y milagros. Al principio, el culto a Sarita creció entre delincuentes, estibadores y prostitutas, ampliándose cada vez más hacia otros sectores del pueblo e incluso, luego, a diversas capas de la sociedad peruana. A pesar de reiterados intentos de sus fieles, la Iglesia católica no la reconoce en su santuario, por lo que el culto a esta joven mestiza se mantiene y crece masivamente en la informalidad. Todo ello la ha convertido también en símbolo estimulante y poderoso, para varios escritores y artistas, del mestizaje: de sus dramas, triunfos y caídas. En esto, como pasa con casi cualquier cosa de factura popular, se cuelan a menudo interpretaciones, usos y reciclajes populistas que sería conveniente diferenciar.
[13]La voz plural en el poema es un rasgo valioso de la poética de Domingo de Ramos. Ya en su Arquitectura... la empleó con acierto en quizá su mejor poema de entonces: «Banda nocturna». Difícilmente hallamos esta línea de trabajo en la joven poesía limeña (no sé si en la peruana) donde el YO individual domina la escena. Sin duda, rasgos de escritura como el mencionado, mueven también a caracterizar Pastor de perros como una «epopeya», un «canto épico».
[14]Otra pista aparece en el tercer poema: «[...] el Pastor nos dice garrs / garrs sin respirar en codeína en trance [...]» (p. 27).
[15]Después de todo, la propuesta subte tiene fibras comunes con el lumpen; recordemos que aquélla se recicla con el deterioro humano y las excrecencias de la ciudad. No creo equivocarme si afirmo que el Movimiento KLOAKA exploró más decidida y claramente, desde la literatura, el mundo lumpen y sus sujetos, dando no pocas veces testimonio de parte.
[16] En la citada Introducción a la antología El Bosque de los Huesos, se lee que: «El mismo pseudónimo de Domingo de Ramos (correspondiente al individuo Rómulo Domingo Ramos) insinúa un sincretismo religioso y una actualización del tópico del poeta como mártir, no sin cierta dosis de ironía y parodia en una adaptación informalizante de la plantilla eclesial. (...) Pastor de perros denota claramente la situación marginal del hablante poético en un mundo donde las praderas han sido sustituidas por los basurales y el aire azul de los valles interandinos por el olor a kerosene en las fronteras de la capital» (p.38).
[17] Sin embargo, para que esta interpretación no rompa la coherencia de lo expresado hasta aquí, hay que ampliar el significado de esas «sombras despreciadas» hasta ser símbolo de la decadencia de la sociedad en su conjunto. El lumpen sólo es una expresión de esto, que más bien se funda Arriba y que paulatinamente ha alcanzado los últimos peldaños sociales sótano y cloacas incluidos, por supuesto.
© 2001, César
Ángeles, [email protected]
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