Veinte años despuésLa muerte de Alfonso Barrantes cierra
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Víctor Hurtado Oviedo |
Se me ha muerto Alfonso Barrantes con una muerte por sorpresa que no le conocía. Tantos años sin vernos, sin detestarnos a diario, y ahora esto. Casi me parece una traición. Si me lo hubiese consultado, no se lo habría permitido; pero así son la vida y su fin: avisan muy tarde.
Yo hui del Perú hace doce años. Nunca regresé, y mis afectos y rechazos por mi país se han ido deshilvanando, confundiendo, mejorando con el olvido. Ahora, tras la desaparición de Alfonso, entiendo que, como los amores, los aborrecimientos deben cultivarse en la mutua presencia. El milagro de los odios de buena fe es que son solidarios entre sí: pastan mutuamente en el campo ajeno. Oscar Wilde advertía: «Uno nunca es suficientemente cuidadoso en la elección de sus enemigos». Me conforta saber que, en el difícil, memorable e indeciso alcalde de Lima, elegí un buen adversario. Lo peor de los enemigos no es que existan, sino que sean impresentables.
Ante la eventualidad de morir, ha de haberle costado decidirse: a él, quien siempre vacilaba entre la incertidumbre y la duda. Como presidente de Izquierda Unida, Barrantes (cuando lo dejaban) tomaba las últimas indecisiones porque su lema siempre fue: «Nunca dejes para mañana lo que puedes no hacer hoy». Decidir es ofender, y Alfonso, por decidir, terminó por decidir no ofender a nadie –si exceptuamos amigos–. Así no se puede hacer política. Mejor es quedarse en casa y seguir leyendo a Mariátegui.
Al igual que tantos otros, comencé apoyando la elección de Alfonso como el dirigente más importante de la izquierda peruana en los inicios de los años 80. Lo defendí en artículos –de los que no me arrepiento– durante su mandato de alcalde (1983-1986); pero también fui comprobando entonces que la inseguridad de Alfonso, sus ojerizas secretas, sus peligrosas depresiones, sus desplantes contra camaradas y su fascinación por la derecha fina eran demasiado graves para que él pudiera manejarse y para que pudiese conducir a otros. De lejos, Barrantes era un líder tranquilo y carismático; de cerca, era más complicado que una chica del 68.
Al igual que tantos otros, terminé sintiendo que, en la izquierda, debíamos cambiar de piloto si queríamos seguir navegando sobre el nivel del mar. Escribí entonces que Barrantes debía ser relevado con honores por los méritos que también había exhibido. Esta pretensión fue demasiado cruel para el compañero Alfonso, así que nuestra ruptura fue inevitable. Tampoco me arrepiento de ello. Pude callarme, pero mi hipocresía tenía un límite (ahora, no tanto).
A mediados de los años 80, Barrantes se había orillado a la derecha dentro de la izquierda; es decir, era –como entonces se maldecía– un «reformista». Podía dejar con la mano extendida a un compañero radical, pero no a Fernando Belaúnde; y podía no ir a las reuniones de IU, pero no ausentarse de las cenas con Alan García. Llegó un momento en que Alfonso Barrantes simplemente no estaba en el Perú cuando había que afrontar al gobierno: en los paros nacionales era un compañero de viaje. Durante esos años, Barrantes nunca trabajó tanto como su pasaporte. Se lo dijimos, pero saberlo no le pareció una estupenda idea.
Lo que muchos esperábamos de él era que también pelease junto con nosotros, a su manera, pero no lo hizo. En todo caso, no era una lucha por el poder, sino (nos parecía) para acumular fuerzas para conquistar el poder. ¿Cómo lo conquistaríamos? Nunca hubo en IU una respuesta única. El modo de tomar el poder fue un problema crucial que jamás se resolvió en Izquierda Unida porque todos sabíamos que definir un solo camino era romper IU. Al fin, el problema quedó tal cual, y se rompió IU: ni soga ni cabra. Por esa responsabilidad colectiva, sería grotesco denostar a Barrantes el no haber establecido la alcaldía del proletariado.
Barrantes no hizo perder al socialismo peruano la oportunidad de construir el socialismo peruano. En los últimos veinte años, pudimos elegir diputados y alcaldes, conducir diarios y revistas, pero nunca estuvimos cerca del poder real, militar, cultural, económico y de masas (perdónese la jerguijerigonza). En vez de Alfonso, otro líder hubiera hecho mejor ciertas cosas, pero igualmente solo habríamos rondado de lejos lo que se llama el poder. Y nada digamos de algunos líderes menores de Izquierda Unida, por cuyas ambiciones personales habría sido necesario un domador, no un presidente.
Un mérito político de Barrantes fue haber encarnado una fuerza colectiva hacia la unidad, tras décadas en las que la izquierda peruana se había dividido en demasiados grupos, como si, por separado, fuese más fácil encontrar el tesoro de la revolución. Nos detestábamos unos y otros porque nos creíamos diferentes, pero tal vez nos detestábamos porque nos parecíamos demasiado. Otro mérito de Alfonso fue el haber presentado una imagen reflexiva y simpática de la izquierda ante pobres y mesócratas que se sorprendieron de que la izquierda no fuese tan siniestra.
Si sus defectos personales fueron graves, fueron valiosos sus méritos personales. Alfonso comenzó siendo un militante radical de la socialdemocracia aprista hasta que rompió con ella por el histérico anticomunismo de Haya de la Torre. Se vinculó luego a partidos marxistas y asesoró, como abogado, a sindicatos en lucha. Por todo esto sufrió pobreza, pasó clandestinidad y fue a la cárcel (ya hubiéramos querido otros ser tan valientes para soportar lo mismo). Nadie lo obligó a ello, y luchó, a su quieta manera, cuando dar la cara era peligroso. Nada debe Barrantes a la sociedad burguesa; los trabajadores le deben mucho a él. Fue un Gueorgui Plejánov andino sin Obras completas y (peor aún) sin un Lenin que lo superase.
Último, pero no lo menos: como alcalde fue viajero y enredador, pero profundamente honrado. Cumplió con un deber extraño: no robar. Vivió y murió pobremente, y esto, en un país saqueado por hampones –unos que se fueron y otros que quieren volver–, es como para agradecerle, melodramáticamente, de rodillas.
Adiós, apacible Frejolito: no enemigo sino adversario, no adversario sino compañero tan confundido como todos. Provinciano, solterón, desconfiado, sabroso narrador de chistes verdes, solitario al fin, viejo amigo en su momento (en el mejor momento para ser amigos), descansa en la paz que todos seguimos buscando.
Comentario privado al autor: © Víctor Hurtado Oviedo, 2000, [email protected]
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