Coros Mestizos del Inca Garcilaso

«Resulta aberrante hablar de Garcilaso como de un adelantado de la nacionalidad peruana»

Entrevista al poeta y crítico José A. Mazzotti.

[Ciberayllu]

Paolo de Lima

José Antonio Mazzotti (Lima, 1961) es uno de los poetas peruanos más importantes surgidos en los años ochenta. Es, también, un investigador y crítico literario muy actualizado (además de polémico). Se desempeña como profesor de literatura colonial y poesía latinoamericana en la Universidad de Harvard. Es autor de cinco libros de poesía (recientemente el Banco Central de Reserva del Perú publicó una antología personal de sus poemarios: El zorro y la luna), de la antología de poesía peruana actual El bosque de los huesos (México, 1995, en co-edición con Miguel Angel Zapata), del volumen de ensayos Asedios a la heterogeneidad cultural. Libro de homenaje a Antonio Cornejo Polar (Filadelfia, 1996, en co-edición con U. Juan Zevallos-Aguilar), del estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso. Resonancias andinas (Lima, 1996), y de las recientes ediciones sobre Agencias criollas. La ambigüedad «colonial» en las letras hispanoamericanas (Pittsburgh, 2000), y sobre la Edición y anotación de textos andinos (Madrid, 2000, junto con Ignacio Arellano), además de numerosos artículos. Aquí, una entrevista con él en torno a temas que, aunque se refieren al periodo histórico colonial, tienen una inquietante actualidad.

Aurelio Miró Quesada, recientemente fallecido, es uno de los estudiosos peruanos más importantes del Inca Garcilaso. ¿Cómo evalúas sus aportes dentro del estudio del periodo colonial peruano?

—Don Aurelio Miró Quesada es, como tú dices, uno de los más importantes garcilasistas del siglo XX. Sin duda amplía y renueva la tradición iniciada desde 1916 con José de la Riva Agüero y continuada luego por Mariano Iberico y José Durand. Aurelio Miró Quesada ha escrito la biografía más importante sobre el Inca Garcilaso, editada primero bajo ese nombre —El Inca Garcilaso— y luego reeditada como El Inca Garcilaso y otros estudios garcilasistas el año 1971, y recientemente por la Universidad Católica una reedición ampliada de este mismo libro, El Inca Garcilaso, que contiene información actualizada sobre la vida y obra del cronista cusqueño. En ese sentido es una referencia imprescindible para cualquier estudioso de la obra del Inca. Asimismo Aurelio Miró Quesada ha escrito otros estudios importantes sobre el pasado virreinal peruano y tiene en su haber una notable obra para cualquiera que desee conocer mejor nuestro pasado.

Y específicamente, ¿cómo situarías el legado de Miró Quesada respecto al Inca Garcilaso?

—Se sitúa en una línea de estudios que ubican a Garcilaso dentro de la tradición humanística y letrada del renacimiento tardío. Es decir, continúa con lo ya inaugurado por Riva Agüero, aunque en el fondo tiene también el ideologema implícito de considerar a Garcilaso un representante de un mestizaje ideal, una especie de quintaesencia de nuestro pasado que se proyecta hacia el presente deseable que es de la armonía de culturas y de la fusión.

Cuando emparientas a Miró Quesada con Riva Agüero, ¿estás poniéndolo dentro de una línea hispanista de la visión del pasado colonial peruano?

—En parte sí; aunque Miró Quesada es mucho más consciente de las líneas y herencias propiamente indígenas. En ese sentido, por ejemplo, él recoge el legado de Durand en un famoso artículo llamado «Los silencios del Inca» que es criticado por Juan Bautista Avalle Arce, un crítico español, que decía en una antología suya publicada en 1964, El Inca Garcilaso en sus Comentarios, una antología muy prestigiosa, decía en el prólogo que tanto Miró Quesada como Durand se equivocaban al atribuir la discreción del Inca, el silencio del Inca con respecto a algunos temas, a esta tendencia dentro de la historia oficial incaica, a eliminar de la memoria aquellos personajes ingratos, es decir a aquellos gobernantes que no habían contribuido a la expansión del Imperio o no habían tenido una actuación destacable, y más bien yo creo que Miró Quesada y Durand no se equivocaron, es decir consideraron que el Inca Garcilaso sí había heredado este rasgo de la forma de historizar el pasado incaico por parte de los quipucamayos y los recitadores oficiales del pasado incaico en las ceremonias cuzqueñas. Sin embargo, aunque la sindéresis también es atributo de un sector de la historiografía española de la época, ni Miró Quesada ni Durand (excepto en uno de sus últimos artículos, de 1990) llegan mucho más lejos con respecto a otros rasgos de origen indígena en los Comentarios reales.

La imagen que presenta Riva Agüero de Garcilaso (en tanto fusión armoniosa de dos razas) es la más extendida, aunque ya haya sido refutada; notablemente por Antonio Cornejo Polar en Escribir en el aire, por ejemplo.

—En efecto, hablar de Garcilaso como un representante adelantado de una quintaesencia peruana, nacional, o incluso de una identidad latinoamericana ya a estas alturas resulta aberrante. Es una manipulación ejercida desde Riva Agüero de manera interesada por las oligarquías gobernantes que pretenden convertir a este mestizo del XVI y XVII en una especie de modelo de la peruanidad, por supuesto destacando lo hispánico que hay en él, como hace Riva Agüero, su importante línea nobiliaria peninsular. Yo creo que ya ha habido una revisión de los cánones y los paradigmas de la disciplina literaria histórica que permiten situar la escritura de Garcilaso más bien dentro de sus contradicciones propias, dentro de su posición de clase como aristócrata frustrado y como cuzqueñista elitista defensor del sistema señorial de las encomiendas. Entonces es difícil realmente sostener la tesis de un Garcilaso representante de la nacionalidad cuando sabemos de su enorme desprecio por culturas indígenas no cuzqueñizadas y también por su defensa frontal de los conquistadores, especialmente aquellos relacionados con las figuras de Gonzalo Pizarro, su propio padre, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, o el mismo triunvirato de Francisco Pizarro, Hernando de Luque y Diego de Almagro. En esas coordenadas, repito, resulta aberrante hablar de Garcilaso como de un adelantado de la nacionalidad peruana. Sabemos que este último concepto es más bien un producto de la Ilustración, antes discursivo que social, planteado desde principios del siglo XIX, pero en el contexto específico, dentro de la discusión de los textos del Inca Garcilaso, los intereses son otros, la concepción de la patria es mucho más cuzqueñista de lo que los limeños del Mercurio Peruano o los Padres de la Patria criollos podrían haber planteado en su momento. Sin mencionar que esta última línea, la de la nacionalidad étnica criolla, se forja paralelamente a la mestiza cuzqueña alimentada por sus propias lecturas de los Comentarios reales desde el siglo XVII.

Volviendo al siglo XX, ¿te estás refiriendo también al famoso texto de Riva Agüero «Elogio del Inca Garcilaso», que, dicho sea de paso, a los pocos días de ser publicado ya fuera ironizado por el joven Mariátegui?

—Sí, pero Mariátegui tiene un grave defecto en la concepción del Inca también. Mariátegui está escribiendo en un momento en que no se conocía gran cosa de la cultura incaica, excepto por las investigaciones iniciales de Julio César Tello y por algunas de las crónicas publicadas por Jiménez de la Espada a fines del siglo XIX. Y, naturalmente, el enorme peso del Inca Garcilaso en esta visión del Tahuantinsuyu.

¿Te refieres al Mariátegui posterior, porque el texto al que aludí es de su época de la «edad de piedra»?

—Tienes razón. Me refiero al Mariátegui de los Siete ensayos… precisamente, al Mariátegui que habla mal de los negros y los chinos, es decir el Mariátegui que peca hasta cierto punto de mesticista, peca de modernizante en el sentido de buscar una «patria integral» (frase favorita de muchos intelectuales obsoletos, dicho sea de paso).

Otro estudioso del Inca Garcilaso es Max Hernández. ¿Cómo aprecias los trabajos que ha publicado el psicoanalista?

—Precisamente como psicoanalista yo creo que su aporte es muy interesante. No se había hecho, antes de Max Hernández, un acercamiento sobre la subjetividad implícita en los textos de Garcilaso. Creo que hay que considerar como una primicia este aporte de Hernández, aunque, desde mi punto de vista como filólogo y crítico literario, pienso que debería atenderse más los textos que el Inca publicó en su momento (es decir las ediciones príncipe de sus obras) para poder profundizar los conceptos que Max Hernández pone en discusión.

¿Al no haber consultado las ediciones príncipe se vuelven discutibles las conclusiones a las que llega?

—Bueno, quizá algunas, no todas. Varias me parecen válidas; otras de interpretación textual pienso que podrían modificarse y desarrollarse, pero en conjunto yo creo que la intención y el resultado son plausibles. Tengo una reseña sobre su libro, Memoria del bien perdido, en el número 39 de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, de 1994.

En ese sentido, y dejando de lado por un momento a Garcilaso, ¿cómo entra a tallar en el imaginario cultural actual la figura de Huamán Poma de Ayala?

—Sí, ese es otro tema. Yo creo que se ha supervalorado el carácter indígena de Huamán Poma. No voy a entrar por supuesto en la discusión ya babilónica, bizantina, de la autoría de la Nueva crónica, que tiene más de sensacionalista que de otra cosa. Yo creo que, hasta que no se pruebe fehacientemente que Blas Valera fue el autor, no hay que tomar muy en cuenta esa hipótesis. Mientras tanto, si seguimos considerando a Huamán Poma como el autor de la Nueva crónica, yo creo que hay que observar también que su adhesión a muchas técnicas y tópicos de la historiografía española, su seguimiento, por ejemplo, de Fray Luis de Granada, de Bartolomé de las Casas, de Jerónimo de Oré (como ha demostrado Rolena Adorno), y de muchos otros modelos prestigiosos, lo convierten hasta cierto punto en tributario de una visión occidentalizante. Además de eso, hay que considerar también que su propensión a los reclamos familiares y su entronización como heredero de una realeza no verdaderamente probada, sino más bien autoasumida, son también característicos de una postura de negociación con el poder colonial, dentro de la cual él tenía que lidiar frente a autoridades de la Corona para reclamos de tierras y privilegios.

Entonces, extraer de ahí un modelo de prototipo de nacionalidad también constituye una enorme exageración. Si bien Huamán Poma tiene otros muchos rasgos e ingredientes importantes de procedencia simbólica y lingüística andina, y que gracias a su texto es que se ha podido conocer más sobre las fiestas, los vestidos, la organización social, las «calles», como él dice, los empleos de los niños desde edad muy temprana hasta los ancianos de edad muy avanzada —todos los cuales constituyen aportes innegables—, hay que tener en cuenta también que la dirección general de su obra está dirigida a modificar el sistema de administración virreinal. Se ubica muy bien dentro de la tradición de las letras arbitristas de la península que viene desde 1558, cuando se publica el primer tratado arbitrista en España, es decir el primer tratado de reclamo y receta específica, punto por punto, para mejorar el sistema en función de la idea de los neoescolásticos sobre cómo lograr el bien común. Según esta corriente, que se basa también en la propia tradición juridico-política castellana, el mejor gobernante es el que cuida, por delegación de la soberanía popular, del bien común. Y Huamán Poma no es ajeno a esta idea, es más bien un seguidor de una tendencia dentro de ciertas órdenes religiosas, específicamente jesuitas y dominicos. Así que no hay que tomar a Huamán Poma como un genuino representante del «pensamiento andino» prehispánico (si tal cosa existe en unicidad), ni mucho menos, como si se tratara de un hombre fuera de su época y de sus conflictos e intereses personales. Es un hombre al que hay que poner en su contexto, restituirlo a su condición de cacique que reclama y al mismo tiempo aconseja a la autoridad real sobre cómo administrar este territorio.

Bien, por otro lado, escuchándote hablar de los reclamos que hacían Garcilaso y Huamán Poma a la Corona, se me viene a la mente que no tanto están equivocados ellos sino que lo que está mal es reclamarles un cierto carácter de peruanidad o de peruanos ilustres. ¿Quizá lo que esté mal es plantearse un tipo de peruano así, o habría otros peruanos de esos años que sí encajan dentro de ese puesto, dentro de ese sitial?

—Yo creo que incluso hoy es difícil hablar de algún peruano que tenga ese puesto integral. No olvidemos que el Perú sigue siendo un país dual en muchos aspectos; un país que no ha logrado formar una sociedad orgánica, como decía Mariátegui, un Estado nacional efectivo de verdadera participación de todos sus miembros, de toda su población, empezando por el mismo privilegio de la lengua castellana, por ejemplo, que margina a los quechuahablantes o a los aymarahablantes o a los hablantes de muchas lenguas amazónicas. Eso por poner un ejemplo entre muchos otros; o en un sistema democrático formal que no implica verdadera participación sino cada cinco años en las elecciones. En esa época existía, naturalmente, un concepto de Perú, pero era el concepto de territorio del Virreinato basado sobre la extensión ampliada del Imperio de los Incas, y organizado legislativamente en dos «repúblicas» diferentes. Sin embargo, no olvidemos que hubo desde temprano un modelo unimismador, entronizado por la aristocracia criolla, la elite criolla de base limeña, rival del proyecto nacional protohegemónico de los herederos de los Incas durante los siglos XVII y XVIII, que fue decapitado literalmente con la rebelión de Tupac Amaru II, y que representaba el otro polo de la formación nacional y desgraciadamente no triunfó en buena medida por el propio apoyo de los criollos hacia la Corona española. Entonces, hablar de peruanidad integral sigue resultando una exageración aun en nuestros días. Yo creo que es mejor cuestionar estos criterios de nacionalidad integral y plantearnos más consciente y francamente una pluralidad dispersa, plantearnos un Estado más como mediador que como modelador, ya que el Estado modelador no ha funcionado ni siquiera en sus proyectos más radicales, que han sido en el siglo XX el aprismo y el velasquismo.

Ahora que dices que la visión de Garcilaso era más cuzqueñista, por ejemplo actualmente está en boga en el Perú el regionalismo. Bajo esta premisa, ¿sería mejor ver a un Garcilaso que si bien no defendía una peruanidad integral sí defendía su zona, su región?

—Sí, pero el regionalismo de Garcilaso es hegemonizante. Es decir, él no plantea un regionalismo democrático o de convivencia; él plantea un regionalismo de dirección cuzqueña y, por añadidura, altamente aristocratizante. He ahí la diferencia.

Si en los textos, en las fuentes escritas, no encontramos una alternativa de nación, ¿habría en las fuentes orales o en algunas festividades durante la colonia algún tipo de propuesta de peruanidad?

José Antonio Mazzotti—Depende de qué sujeto social sea el que plantee esa imagen. Claro que hay imágenes de la totalidad comunitaria, por ejemplo en los desfiles indígenas que representan genealogías de los incas, en las representaciones de la muerte de Atahualpa, en los tapices de Sulca, en los mates burilados. Ninguna de ellas fue la opción que triunfó.

Quisiera pasar al tema de tu libro Coros mestizos del Inca Garcilaso. En el prólogo de este trabajo propones una «lectura nueva y alternativa» de Garcilaso. ¿Podrías decir en qué se basa este tipo de lectura?

—Sí, yo sigo la tradición de los filólogos del renacimiento (Lorenzo Valla, Fray Luis de León, el propio Erasmo) de interpretar las fuentes en su versión original. Ha habido mucho tráfico de ideas con Garcilaso a partir de ediciones modernas occidentalizantes que nos entregan a un personaje-narrador muy imbuido dentro de una prosa completamente impecable desde nuestro punto de vista contemporáneo. Si uno va a las fuentes se encuentra con una serie de escollos y sobre todo con la enorme presencia de una prosodia, de carácter retórico ciertamente, que tiene que ver más con la posibilidad de una recepción en grupos a partir de la lectura en voz alta. Esto, para un contexto como el peruano andino del siglo XVII, es fundamental porque se está entonces entrando en el contexto de la recepción de las elites cuzqueñas e indígenas en general, que pueden encontrar en esta idealización del pasado incaico, en este modelamiento de los incas como gobernantes dentro de la philosophia Christi (que es una tendencia muy común heredada del erasmismo del siglo XVI), encontrar en estos gobernantes una especie de modelo para el futuro como oposición al Estado absolutista de Felipe II y Felipe III, que adquiere muchas características de la «razón de Estado» maquiavélica. Entonces, al estudiar yo las fuentes directas a partir de un aparato crítico multidisciplinario, utilizando elementos de la antropología, los estudios sobre oralidad, la etnohistoria y la lingüística andina, llego a conclusiones distintas de los garcilasistas hispanizantes desde Riva Agüero hasta nuestros días.

Hace poco, en el número 35 de la revista limeña Hueso húmero, el crítico Enrique Ballón lanza acusaciones personales y metodológicas a tu libro sobre Garcilaso dentro de una nota más general sobre la crítica literaria peruana. ¿Qué opinas?

Creo que ni siquiera me referiría a ese tipo de comentario si no me hicieras la pregunta. En lo que se refiere a mi libro, no creo que objetos de estudio tan complejos como los Comentarios reales puedan ser leídos desde una sola disciplina. Si para él hay incompatibilidad epistemológica entre algunas de ellas es porque simplemente no es especialista en el campo y habla desde una autoridad irreconocible, que no considera matices ni direcciones generales de interpretación. Hace tiempo que se rompieron los paradigmas disciplinarios en los estudios llamados coloniales. Cualquier lector serio de mi libro podrá ver a lo que me refiero. En cuanto a las acusaciones personales de Ballón, no gastemos pólvora en devolverle los adjetivos. Sólo remito al lector al prólogo del libro Desde Europa de César Vallejo, editado por Jorge Puccinelli en 1987, y a los múltiples desmentidos de Gregorio Martínez, Guido Podestá y Antonio Cornejo Polar sobre sus estrategias de trabajo. Me parece formativo e informativo que no se olvide la trayectoria de ese crítico.

Pasemos a otro tema. Mariátegui se planteó en uno de sus Siete ensayos el problema del indio. Actualmente, ¿qué se puede decir respecto a este cuestionamiento, a este denominado problema del indio?

—Sí, Mariátegui tiene el gran mérito de haber puesto sobre el tapete la idea que hoy nos resulta perogrullesca, pero que en su momento era novedosa sobre el origen económico del llamado «problema» del indio, que no era un origen de raza o de esencia ni jurídico. Era un problema principalmente económico. Yo creo que el problema sigue siendo el mismo. Sigue habiendo explotación de clase basada en buena medida en prejuicios con respecto a la inferioridad cultural de los sectores indígenas, que es un viejo prejuicio que viene desde la llegada de Colón hasta nuestros días. De ahí el racismo que sigue existiendo en el Perú, con todos los matices que se pueda querer, pero sigue habiendo y de una manera muy fuerte. Y esto sustenta una explotación económica, un privilegio de la modernidad urbana frente al supuesto atraso rural que tiene consecuencias nefastas en cuanto a inversiones del Estado, proyectos de desarrollo, y hasta preferencias y referencias culturales de muchos intelectuales. No creo que haya cambiado demasiado la situación. Si ha cambiado en buena medida es porque ha habido un mayor aporte tecnológico, se ha liquidado también el latifundio, que son las grandes contribuciones del Estado burgués modernizante del gobierno de Velasco Alvarado, pero eso no implica verdadera democratización; implica simplemente un proceso de grupos dominantes de un Estado oligárquico a un Estado burgués burocrático o, como en nuestros días, burgués liberal.

Se suele hablar, dentro del discurso político oficial, de «los peruanos», ya está dejado de lado el componente racial o indígena en sí.

—Sí, pero es lo mismo que planteó Bolívar. Cuando él anuló la legislación de la República de Indias en 1825, a partir de que los indígenas dejaban de ser tales y pasaban a convertirse en peruanos, eso se usó como pretexto para la privatización de los terrenos comunales. Entonces el discurso en sí no importa gran cosa, lo que importa es la práctica y la aplicación legislativa y sobre todo las consecuencias económicas. No es nada nuevo hablar de los peruanos a secas. Eso viene desde la Independencia.

Una teoría actual bastante difundida es que el propio indio no quiere reivindicarse como tal. Mario Vargas Llosa habla en su ensayo sobre Arguedas de una «utopía arcaica».

—Yo veo que Vargas Llosa está atacando un prejuicio, más que otra cosa. Difícilmente ningún poblador indígena ni mucho menos el propio Arguedas defenderían una vuelta al pasado o un congelamiento del estado de cosas. Yo creo que se trata de dinamizar las culturas indígenas y ver cómo podrían integrarse dentro del proyecto nacional; pero el problema es qué tanto se asumen los legados y las tradiciones de esa población consuetudinariamente marginada, como es la población indígena, para ver si es que dentro de un Estado moderno podría tener cabida. Y es lógico que Vargas Llosa defienda un Estado moderno liberal y occidentalizante. Una Suiza peruana, como él mismo la llamó. De ahí que sea natural para su enfoque el encontrar en algunos personajes de Arguedas esa defensa del atraso. Su libro está basado en una lectura completamente parcial e interesada de Arguedas y del indigenismo. No me parece una lectura académicamente válida ni rigurosa en absoluto. Es, sí, una lectura política. No nos confundamos.

Vargas Llosa denomina a los textos de Cornejo Polar «soporíferos»: ¿qué me puedes decir respecto a esta opinión del novelista?

—Cuestión de gustos. No me parecen tan soporíferos como ¿Quién mató a Palomino Molero?, Los cuadernos de don Rigoberto o el Elogio de la madrastra. Aunque admiro algunas de sus otras novelas.

Existen diferentes enfoques en torno al tema del indio o del indigenismo. Por ejemplo, ¿qué te parece la lectura que hace Mirko Lauer en Andes imaginarios?

—Me parece una aplicación puntual, pero muy deficiente. Es decir, de un radio histórico reducido; apenas válido para los parámetros en los que se sitúa. En realidad, el problema es mucho más amplio. Definir el indigenismo como un asunto de fines del XIX y principios del siglo XX puede llevar a una versión reduccionista sobre lo que significaban los discursos de defensa del indígena en el siglo XVI y XVII como discursos no indigenistas, ajenos a una problemática que llega desde entonces hasta el siglo XXI. Hay que reconocer, sin embargo, que se trata de un problema de terminología. Fuera de eso, me parece válida la tesis de que el indigenismo artístico (que Lauer bautiza arbitrariamente como «indigenismo-2») es una manipulación de los sectores criollos y mestizos letrados con respecto a una invención imaginaria de lo que es el indígena y sobre cómo acomodarlo dentro de su propio proyecto nacional mestizófilo de las primeras décadas del siglo XX. Esto, que no es una verdad novedosa, se ve complementado por las numerosas lagunas históricas del libro: fija la Revolución Mexicana en 1910, cuando el proceso apenas se inicia con las elecciones fraudulentas de julio de ese año y la consiguiente asonada de Francisco Madero, y sigue por lo menos en su etapa militar hasta 1920 (no «triunfa la Revolución Mexicana en 1910», como dice Lauer en su p. 12); habla del «segundo decenio del siglo [XX]» (p. 14) como la década más importante en la producción de Mariátegui con respecto al «problema» del indio, cuando en realidad se debe referir a la tercera década (la que va de 1921 a 1930). Y, en fin, sobran los detalles apresurados, propios de una investigación de estirpe periodística y no académica.

Finalmente, ¿cómo crees que deberían plantearse los estudios coloniales en el Perú?

—En principio, el término mismo de colonia es discutible ya que no se hablaba de colonia en esa época, sino de Virreinato y de «reino de la Corona de Castilla». Es decir, no estamos en una sociedad como la India o el Africa bajo el Imperio británico o el Imperio francés; estamos en una situación muy diferente en los siglos XVI y XVII. Después, con las reformas borbónicas, sí se puede hablar de colonia en un sentido moderno del término, pero antes la concepción como tal es discutible y tributaria de un chauvinismo anti-hispanista que, desgraciadamente, se volvió por oposición radicalmente hispanófilo en intelectuales como Riva Agüero.

En conjunto, todo lo que va del siglo XVI hasta el siglo XIX es de una increíble riqueza textual, histórica y cultural en general que ha sido devaluada por un criterio presentista, en el fondo ignorante sobre el papel que cumple este pasado del territorio peruano el día de hoy. Desde el siglo XIX se ha creído que el pasado colonial era una especie de medioevo que había que olvidar, un sueño oscuro, una pesadilla maligna que interrumpió como un paréntesis execrable la continuidad de una formación nacional desde el Imperio incaico hasta la República criolla, cuando es difícil realmente concebir el Estado republicano sin el desarrollo de una cultura criolla forjada desde el siglo XVI que termina imponiéndose como proyecto hegemónico. Estudiar estos procesos de contiendas entre sujetos sociales de producción discursiva y producción plástica y simbólica en general, es de importancia fundamental para entender cómo se han modelado las imágenes de la nacionalidad y cómo se siguen modelando a partir de manipulaciones de la idea de lo que es el indio, dentro de lo que Cornejo Polar llamó en algún momento la «identidad relacional», es decir la identidad del grupo criollo que no puede forjarse sin una configuración del «otro» americano nativo. «Pregúntale al pasado y te enseñará», dice el refrán.

Cambridge, Massachusetts, EE.UU., julio del 2000


Comentario privado al autor: © Paolo de Lima, 2000, [email protected]
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