Franklin Pease G. Y.:
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José Luis Rénique |
ra junio de 1974. Cómo no recordarlo. Mi padre había fallecido súbitamente. Tenía yo 21 años. En medio del dolor y la desorientación sentí que continuar en la facultad de Historia era, en tales circunstancias, un lujo imposible. Dejé entonces de asistir a clases. Un par de semanas habían pasado cuando llegó la llamada del profesor Pease. Él y yo en aquella oficina del Museo Bolivariano que José María Arguedas había ocupado algunos años antes hablando de la vida en el largo plazo, de los significados profundos de la pasión intelectual. Ése es mi recuerdo. El hasta entonces distante catedrático ese hombre serísimo de invariable traje azul y rostro infantil había súbitamente suspendido las jerarquías. Para hablar, simplemente como ser humano, en un momento crucial. Con consecuencias que acaso no termine de digerir del todo hasta mi propio día final.
Y es que éramos un grupo díscolo e hiperactivo que requería una dosis de atención que el conservador estilo profesoral de la Universidad Católica no alcanzaba a proporcionar. Franklin, sin embargo, optó por asumir el reto. Y en ese afán toco nuestras vidas de una manera excepcional.
A «recuperarnos» de la influencia del marxismo, por ejemplo, dedicó buena parte de sus energías pedagógicas. Fue en esa batalla que terminó ganándonos para la historia: porque logró convencernos de la complejidad del pasado y los retos e importancia de su investigación, introduciendo así una cuña fundamental entre la posibilidad de una historia rigurosamente construida y la atractiva coherencia de los discursos ideológicos sobre la historia. Un incidente en particular destaca en el recuento de esa amable batalla «ideológica». La mañana aquella en que nos citó en su oficina de Magdalena para darnos la sorpresa de presentarnos al historiador francés Pierre Vilar. Era éste uno de nuestros mayores héroes culturales: «el más grande historiador marxista vivo», solía decirse de él con cierto resabio stalinista. Pease aprovecharía la larga charla para arrancarle al francés una espléndida y superautorizada declaración de lealtad por Clío frente al «nefasto esquema evolutivo» del alemán.
Pero fue el Perú el gran argumento de Pease. Y gracias a él, para nosotros, el llamado «descubrimiento de lo andino» de esos años tuvo una dimensión práctica excepcional. Días inolvidables aquéllos en el valle del Colca, con el historiador norteamericano Noble David Cook y el profesor arequipeño Abraham Málaga Medina, y compañeros como Efraín Trellles y Guillermo Cock. Reunidos, a la luz de una vela, en torno a un registro de bautizos del siglo XVI en la parroquia de Yanque, reconstruyendo, ficha por ficha, el encuentro de las etnias collaguas y la autoridad colonial. El circunspecto catedrático de traje azul había descendido con nosotros a las honduras del Perú profundo. «Aprendí con ustedes», me diría alguna vez años después.
Y porque fue el Perú su gran argumento formativo fue que eligió aquella visita memorable como símbolo último de una relación profesor-alumno que llegaba, hacia 1976, a su punto final. Ahí estábamos Trelles, Cock y yo, a la puerta de una casa de la Avenida Orrantia, sin saber a ciencia cierta quién era nuestro misterioso anfitrión.
Recuerdo bien la frase de introducción: «Éstos, Dr. Basadre, son mis alumnos de quienes le hablé». Aquel encuentro es lo más cercano que tengo a una ceremonia de graduación. Don Jorge Basadre interrogándonos exhaustivamente con una fresca y juvenil curiosidad. La expresión de orgullo de Franklin. El «historiador de la república» reconstruyendo con cubiertos y palitos de chifa el escenario de San Juan y Miraflores, repasando los detalles y las huellas de aquel tiempo de tragedia.
Quizás por todo esto, cuando vino el desengaño con el marxismo, me quedará, simple y sólidamente, el oficio de historiador. Quizás por todo esto, incluso ahora que repienso (¡perdón, maestro!) aquello de seguir queriendo ser historiador, quede no obstante incólume una terca vocación por aplicar a todo el test imprescindible de la perspectiva histórica. Quizás por todo esto sea que, en la sobrecogedora soledad del archivo, cuando hacer historia aparece como reto no sólo intelectual sino también moral y existencial, sea la voz de Franklin la que siempre resuena en mi memoria: como una perenne invitación a la crítica, recordando nuestra precariedad ante la inmensidad inevitable del pasado.
14 de noviembre de 1999
© José Luis Rénique, 1999, [email protected]
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