José L. Rénique
A José Gonzales y a los lecheros como él que, acaso por haber nacido pisando sillar, no se les mueve nunca el precario piso de la identidad. |
Fue más que nada un impulso. Días
atrás habia visto los anuncios en un periódico local. Por
primera vez en ocho años de vivir en los EEUU asistiría a
la transmisión en directo de un partido de la selección peruana.
El choque era con Argentina por la clasificación a Francia 98. Acaso
fue el recuerdo de aquella jornada gloriosa contra la misma escuadra albiazul
lo que me animó (cuando el golazo aquel de Perico León contra
Cejas, luego de un pase interminable de Chumpi desde su propio campo, pegado
a Oriente) o mi reencuentro con el fútbol como pasión colectiva
tres semanas atrás en el Maracaná (cuando asistí al
clásico carioca Flamengo-Fluminense). Lo cierto es que, venciendo
una inercia terrible, acudí al restaurant argentino "El Mirador"
en el 2341 de Kennedy Boulevard en Union City, New Jersey. Aquí
una breve crónica de la jornada:
3:45 No es difícil identificar el local, basta seguir a los
grupos de peruanos y platenses que hacia allá se dirigen, llevando,
muchos de ellos, "coolers" repletos de cervezas. Un pasadizo
largo, un pequeño ascensor al tercer piso, 15 dólares la
entrada. Camisetas albiazules y vinchas los del Plata, polos predominantemente
aliancistas los del Rímac.
4:00 Ser la sede social de la Asociación Amigos del Barrio de Boedo es la excusa legal de "El Mirador" para existir como negocio. Una barra larga con empanadas, vino y cerveza y un televisor de mediano tamaño en la primera sala. Cuatro pantallas mucho mayores en la segunda, decenas de sillas, un baño precario. Calculo unos 500 asistentes. Los argentinos han llegado antes, ocupan las mesas que separan a las pantallas de la audiencia. En una de ellas han colocado sus banderas blanquiazules llenas de inscripciones: facistoides declaraciones de amor eterno a su escuadra. Un barrista con el pelo a lo Caniggia comienza a golpear un bombo que lleva inscrito un lema peronista.
4:20 Las normas que rigen a los locales públicos en este país parecen haber quedado en el umbral de "El Mirador." El calor es infernal, los pasadizos están bloqueados y se bebe y se fuma sin compasión. Una sola regla parece tener vigencia: prohibidas las botellas, sólo cerveza en lata. El golpe del bombo infunde algo de respeto. Los peruanos miran entre chupados y desdeñosos.
4:25 Sin aviso previo, la señal proveniente de Lima reemplaza a la transmisión de la liga local. Termina el soccer, comienza el fútbol. El audio, proveído por una radio local limeña (Radio Programas del Perú), envuelve el salón llevando las emociones al punto de ebullición. En pantalla gigante, como telón de fondo de los asistentes que corren a buscar el mejor lugar: el Estadio Nacional de Lima, el célebre coloso de José Díaz, escenario de jornadas gloriosas como de innumerables tardes para el olvido y hasta de una masacre hasta hoy inexplicable. Ahí, ante nuestros ojos, las tribunas repletas desparramándose a los pies de la torre inservible y distinguida; la banda de la Policía Nacional en el centro de la cancha y un enorme letrero en lo alto: AHORRA EL AGUA NO LA DESPERDICIES. La cámara sobrevuela occidente baja, reconozco, con detalle, mis lugares favoritos. Aparecen los seleccionados, "El Mirador" ruge cual barra brava contenida. Una toma de la tribuna norte vestida de humaredas rojiblancas arranca los primeros Perú....Perú...Los grupitos argentinos han quedado rodeados de rivales. El bombo toma una pausa.
4:30 En el repaso de las alineaciones me impongo de las últimas novedades del seleccionado peruano cuyos derroteros me son completamente ajenos desde hace buena cantidad de años. Reconozco algunos nombres y, escasamente, un par de rostros. Quienes me rodean expresan temores y expectativas. Dos debutantes encarnan las esperanzas de triunfo: el golero Balerio y el delantero Julinho, uruguayo el primero, brasileño el segundo. A la hora de los himnos, la cámara se detiene en este último quién esconde apenas su desconocimiento de la cancion patria, risas comprensivas y cachacientas saludan la imagen.
5:00 Veinticinco minutos de fútbol y cuatro cervezas después mi peruanidad ha retomado bríos. El toque fino de siempre, la garra de otros tiempos revive en los choques entre Olivares y Simeone. Sus cabezas encontradas como bureles de lidia -con los brazos pegados al cuerpo para no faltar al reglamento- mientras se mientan la madre en todos los tonos posibles. Un joven negro parece concentrar la riqueza y los vicios seculares de ese fútbol que amé y odié con locura. Su nombre es Pablo Zegarra y es hijo del hombre que más bilis me generó en mis épocas de habitante de la tribuna sur: Víctor "Pitín" Zegarra, capaz de destrozar con un amague al arquero más pintado, capaz de perder los goles mas ridículos por su tendencia a hacer una gambeta demás. Pablo, más rápido pero igualmente firuletero, tensa los miocardios de la afición con un soberbio tiro al palo derecho del meta Burgos. "El Mirador" arde de calor y chelas.
5:05 A los peruanos no les cabe duda que, dado que Perú esta jugando mejor, los argentinos harán lo de siempre para contenerlos: apelar a su inagotable repertorio de las malas artes, amarrar el juego yéndose contra las cuerdas, apelando -como toda la vida- al viejo guión pincharrata. Cada interrupción, por lo tanto, es saludada con una salva de conchamadrazos genéricos y sin alusiones personales aún. Codazos arteros a dos ágiles peruanos convierten el insulto en ofensa nacional. Los espacios de la paz se achican a ritmo de vértigo. La explosión viene con el foul contra Carranza que ocasiona la expulsión del internacional Balbo. De pie, próximo a una de las pantallas laterales, un hincha sureño increpa a la masa peruana que se deshace en insultos raciales y étnicos contra el agresor, en primer lugar, y contra la sociedad argentina en su conjunto, posteriormente. Recibe, como respuesta, una lata de Heineken en el rostro. Con grosería equivalente han respondido los suyos. De la masa andina vuela una sombra agazapada que se despliega en puños y patadas. Crece la batahola. Un recital de genuino "hooliganismo." Desde donde estoy sigo la acción con pasmoso detalle. Los golpes secos de los puños, el ritmo frenético de la agresión, el vuelo de las sillas, el aire rasgado por los cuerpos, los rostros lívidos de los combatientes. Los directivos de los Amigos de Boedo (con camisetas de Boca todos ellos) corren a separar, reciben de todo los pobres antes de lograr crear una "tierra de nadie" relativamente viable. "Que vengan los cascos azules" dice -flor de cachimba- un compatriota a mi lado. La inevitable estación de forcejeos y escupitajos es lo que prosigue. En búsqueda de tierras pacíficas las mujeres y los niños abandonan presurosos el círculo de fuego de la bronca. Impávidos, el público de las pantallas vecinas no pierde detalle del match.
5:15 Los ánimos se calman con el fin de los 45 primeros. El medio tiempo sirve para reforzar la tregua. Liderazgos interesados en cimentar la paz han aparecido en ambos grupos. Los peruanos -en mayor número y mucho más agresivos- son los servios de esta micro-historia. En versión criolla del "ethnic cleansing" se apropian de las mesas hasta entonces ocupadas por los platenses aprovechando que éstos se han marchado al baño. Me encuentro ahí con el triste espectáculo de los agredidos restañando sus heridas. De vuelta a mi asiento, dos "amigos del barrio de Boedo" me toman por los brazos y me invitan a conversar "un momentito" en la cocina. "Si se van a sacar la mierda que se la saquen pero a golpes y no con armas," me dice uno, amenazante. Yo, mientras tanto -como dice el vals- no sé, no alcanzo a comprender. "Me refiero al revólver que tenés en el cinto" dice el otro. Sonrío y comienzo a comprender. De la parte de atrás de mi correa -donde, cubierto por mi camiseta crea la forma de un bulto sospechoso- extraigo, entonces, mi ejemplar de The Haunted Land. Facing Europe's Ghosts After Communism de Tina Rosemberg que había llevado conmigo por si el partido se ponía aburrido (de mi hábito de llevar material de lectura a los lugares menos indicados no es ésta, por cierto, mi anécdota más penosa; cuenta mi esposa -con una mezcla de asombro e indignación- que, minutos después del nacimiento de nuestra hija Inés, una enfermera entró a la habitación donde reposaba preguntando si era de nosotros un ejemplar de Spent Cartridges of Revolution. An Anthropological History of Namiquipa, Chihuahua de Daniel Nugent que alguien había dejado olvidado en la sala de partos. Imperdonable.) Los de Boedo sonríen y piden disculpas. Va a comenzar el segundo tiempo.
6:00 A treinta minutos del segundo tiempo todo comienza a resultarme demasiado familiar. Esa incapacidad legendaria para perforar la valla rival. Un nuevo golero argentino rindiendo la perfomance de su vida frente a la blanquirroja. El coro de "puuuuuta madres" interminables saludando cada oportunidad perdida, esa lucha desesperante contra el reloj. Con diez hombres, los argentinos se defiende bien y se dan maña para atacar; a los 40, Orteguita amenaza con destruirnos el domingo. Pierde frescura la cerveza, el mundo todo se avinagra, una ansiedad prestada me carcome. Recuerdo entonces que no vine como hincha, como observador más bien; que alguna vez juré dejar de sufrir por el fútbol. Ha sido una tarde agotadora, ni para seguir odiando alcanzan ya las energías. Los "coolers" reposan vacíos al lado de sus panzones propietarios; montañas de latas cubren el piso del local; el baño se desborda; la mediocridad de un 0 a 0 con ventaja numérica remata una tarde de cuestionable humanidad. Emprendo la fuga sin esperar el pitazo final.
6:15 Acelero, camino a casa, por la Kennedy Boulevard. Ya en la calle 32 veo el perfil de Manhattan viniendo hacia mí sin previo aviso. Si hubiese estado en el Nacional me iría a comer anticuchos a la salida de tribuna sur. Viví tantas cosas ahí. En las bancas de impares de occidente baja aprendí mucho de lo poco que, a la larga, supe de mi padre. "Como te sigas tapando la cara cada vez que atacan contra la U no te vuelvo a traer", me dijo un día. Aún sigo encontrándole nuevos ángulos a la frase aquella, tal vez la más contundente que jamás le escuché decir. Es como si necesitara una transición antes de retornar a casa.
6:20 Me detengo en el restaurant "Soy Calidad" de la calle Bergenline. Un ceviche y una Cristal. Veteranos de "El Mirador" y de otros locales del área van llenando el sitio. A grandes voces comentan el tiro al palo de Pablo Zegarra, los fouls arteros de Simeone y la "leche" tremenda del golero Burgos. El "Zambo Cavero" ameniza la tarde desde la radiola. Opto por refugiarme en mi lectura. "Al imponer la ley marcial de 1981 -asevera Wojciej Jaruzelski a Tina Rosemberg- mi propósito fue evitar una invasión soviética a Polonia. Fui yo quien salvó a la nación polaca de la desintegración."
6:40 Llego a casa. Con un solo zapato y los pelos cubriéndole
la cara, Inés destroza, divertida, el último número
de Newsweek. Me encuentro, al abrir la puerta, con su gesto, incomparable,
de picardía ¿Iremos juntos algun día al célebre
coloso de José Díaz?
Julio 7, 1996
© José Luis Rénique, 1996
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