Portada de Ciberayllu

Setiembre 11, 1998:

Chile y los retos de una memoria obstinada

José Luis Rénique

 
   
 

I

Fue al girar el cheque de la pensión de mi hija —en la oficina del Harmony Early Learning Center— que me percaté de la fecha de hoy: Setiembre 11, 1998. Puede que ande medio perdido en el presente, pero puedo recordar con toda exactitud adónde estaba hace 25 años. Desayunaba en un restaurante de la ciudad de Huancayo, en la sierra central del Perú. No recuerdo qué hacía por ahí. Sí recuerdo, en cambio, mi congoja al escuchar por la radio la noticia del golpe militar en Chile: Setiembre 11, 1973. Recuerdo también mis lágrimas y —como decía aquella canción de Raúl Vázquez— el «amargo café» de ese día. También puedo recordar, por cierto, adónde había estado hacia comienzos de setiembre del año anterior: aquella gran aventura, ese inesperado viaje a Chile; por tierra, desde Lima; mi primera salida del Perú.

Recién con el correr de los años habría de tener una cabal comprensión de todo lo que se jugaba en aquellos días. Yo los viví más bien como una gran aventura. Mi viaje a Chile fue fruto de la casualidad. Me había quedado varado en Arequipa tras un frustrado viaje a Bolivia que terminó en un recodo de la ruta hacia Puno, con el auto en que había salido de Lima seriamente averiado. Tenía 19 años y mi interés por la política era más bien tenue. No llegaba a capturar la médula de los debates. Me faltaba —como suelen decir mis estudiantes de hoy— «un montón de contexto». Lo de Chile, sin embargo, afectó directamente a mis sentidos. Era —¿cómo decirlo?— algo así como un gran desorden; vigoroso, envolvente, apremiante. Una suerte de gran fiesta que comenzaba a dejar en algunos, sin embargo, una suerte de temprana resaca.

Recuerdo que en la familia que me acogió en Viña del Mar, los hijos decían ser de la UPA o Unidad Popular (el frente que había llevado a Salvador Allende al poder en 1970) de Arrepentidos. Demócrata-cristianos devenidos en «allendistas» que, para ese entonces, ya habían perdido su más reciente fe. Retrospectivamente, más aún, puedo recordar momentos de tensión que prefiguraban la furia desatada un año después. Fui testigo una noche de un áspero duelo a palazos entre jóvenes izquierdistas y miembros del grupo fascista Patria y Libertad. De la ventana de la habitación en que me alojaron en Viña del Mar, asimismo, podía ver las prácticas defensivas de los obreros de una fábrica textil aledaña. No es fácil recordar un tiempo de crispación; el lente de la mente se ofusca, una bruma pesada recubre los paisajes del pasado, como los campos de batalla de las películas de Kurosawa una vez terminado el combate. También a los peruanos nos tocaría aprenderlo después, aunque en nuestro caso, la mayoría de nuestros muertos sigan sin ser reclamados ni por la izquierda ni por nadie.

En mi memoria, no obstante, prevalece el tono festivo, una suerte de desorden prometedor: ¿era Chile que se liberaba o era yo que descubría mi autonomía, viajando solo por primera vez, a miles de kilómetros, por fin, del ojo vigilante de mi madre? Por algunas noches toqué un bello acordeón electrónico en un bar de Viña del Mar a cambio de propinas que se acumulaban en una gran copa de vidrio. Todo era tan barato, me dio para vivir por varias semanas. Una noche, no recuerdo cómo, terminé tocando «Venceremos» el himno de la Unidad Popular. Los acordes de aquella canción son la música de fondo de mi recuerdo de ese Santiago desbordado del 4 de setiembre de 1972 en que se celebraba el segundo aniversario de la UP en el gobierno: los ríos de gente, familias enteras, el entusiasmo juvenil, desplazándose a través del centro de la ciudad; esa sensación de que la historia estaba cambiando para siempre.

Y veintiséis años después de aquel viaje que no volvería a repetir, la sola visión de una fecha, activa, como una punzada, la memoria dormida. Como una compuerta mental que al abrirse libera un torrente de detalles aparentemente perdidos. El recuerdo que se subleva poniendo al presente, una vez más, contra las cuerdas. Y uno aquí, tan individuo, en el medio de esta sequedad, acaso más agobiante que el mismo desierto de Atacama; haciéndole frente al día con el alma en otro tiempo; en un tiempo colectivo, épico, frente al cual el presente se empobrece hasta la vulgaridad. Tomar Kennedy Boulevard hasta Edgeriver Road, deteniéndome, puntualmente, ante cada señal de STOP: el ciudadano consciente de sus obligaciones sometiendo tersamente a este extemporáneo impulso militante.

Amy Goodman de «Democracy Now» —mi programa radial favorito— me rescata del autismo: abriéndose paso entre los abrumantes detalles de la noticia del día —el reporte de la comisión Starr sale a la luz pública en unas horas más— Goodman anuncia un breve segmento recordatorio de los sucesos chilenos de un cuarto de siglo atrás. Ariel Dorfman está al teléfono desde Durham, Carolina del Norte, donde es ahora profesor universitario. «Una serie de milagros interconectados me salvaron la vida ese día», recuerda el autor de Para leer el Pato Donald. Trabajaba por ese entonces en la secretaría de comunicaciones del gobierno. Le correspondía quedarse «de guardia» la noche del 10 de setiembre, debía pernoctar en La Moneda, estar ahí en aquel amanecer atribulado. Debido a un asunto circunstancial, no obstante, había pedido a un compañero, que le reemplazara. «Así, —continuó Dorfman— la mañana del 11 me desperté con el ruido de los aviones que poco después atacarían la sede del gobierno. Yo debí morir en La Moneda; la sensación de culpa habría de acompañarme por muchos años». Dos décadas y media después, Dorfman piensa que aquel sentimiento culposo provenía de la gran necesidad que tenía de afirmar —siendo hijo de migrantes esteuropeos y habiendo crecido en Nueva York— su condición de latinoamericano. «Me salió —asevera el escritor— ese sentimiento tan Yankee de vergüenza y culpabilidad». Y luego la letanía de lamentos: la inmadurez y el dogmatismo, la falta de un programa realista. Y para terminar —casi al momento de pagar el peaje en el puente Washington— «a song by somebody who lost his life that very day that we remember today: Victor Jara». ¡«Venceremos»! Lo que comenzó como un ejercicio evocatorio deviene en un inoportuno masaje cardíaco.

¿De qué sirven todos estos recuerdos a media mañana de un día de trabajo, cuando pensar la vida en el registro de las décadas es antagónico con las obligaciones de la hora siguiente? ¿Podré algún día deshacerme para siempre de este calendario propio hecho de derrotas heroicas y oportunidades perdidas? ¿Reemplazarlo, quizás, con algún otro que sea más bien el itinerario de una esperanza por realizar? Con el recibo del peaje en la mano, suspendido sobre el Hudson, a punto de hundirme en los vericuetos de Manhattan, son pocas las opciones que tengo: pedir una tregua a los recuerdos, tal vez, prometerles retornar, frente al teclado de la computadora, haciéndoles un espacio en la agenda cargada de la rutina del día.

 

II

He navegado con desapasionada eficiencia a través de este viernes agotador (más de media hora detenido en el puente Washington en el camino de retorno, después de una clase sobre los Aztecas y los Incas, felizmente interrumpida por algunas preguntas agudas de mis usualmente silenciosos estudiantes). Y si para mí el sentido esencial de este 11 de setiembre del 98 tiene que ver con algo que ocurrió hace 25 años, aquí y ahora, el día no le pertenece a Allende sino a Bill Clinton.

Dos líderes históricos enfrentando el momento definitivo de sus carreras. Y todo, al mismo tiempo, tan profundamente diferente. La Moneda y la Casa Blanca como escenarios de guerra: Allende enfrentando la lluvia de rockets con casco y metralleta; Clinton confesándose pecador en un emotivo desayuno con líderes religiosos negros. Y como mi esposa es periodista, el affair de Clinton termina perturbando la marcha misma de la vida familiar. Para reforzar la cobertura del asunto, la han trasladado a Washington ayer.

He terminado mis obligaciones del día dejando a Inés (mi hija de 3 años y medio) en su habitación, adormecida con la lectura de un cuento de princesas y hadas madrinas. La dosis, aparentemente, no ha sido suficiente. Bordeando la medianoche, entra a mi cuarto de trabajo con cara de queja: «¿por qué mi mamá se ha ido a Washington?», me dice. Le respondo que todo se debe a un problema que ha tenido Clinton, a quien ella identifica con precisión. «¿Qué ha hecho Clinton, papá?» —inquiere, segura de sí misma, esta bebita del siglo XXI—, «¿qué problema ha tenido, se ha portado mal?» Ni siquiera intento responder. Trato de tranquilizarla, más bien, acostándola en el sofá vecino. Apago la luz de la lámpara para convocar su sueño. Acaricio su pelo suave bajo la luz azulada del monitor. Se duerme nuevamente. Sólo entonces puedo sentarme a la computadora, a «sacarme del pecho» —como diría, para seguir con la nota chilena, Germaín de la Fuente— «esto que me está oprimiendo».

 

III

Una semana después de mi intempestivo reencuentro con el Chile de Allende asisto con mi amigo José Gonzales —peruano y unos diez años más joven que yo— a la proyección de dos documentales sobre el tema, realizados ambos por el cineasta chileno Patricio Guzmán. La batalla por Chile es el primero. Se ocupa de los últimos meses del régimen allendista: del ensayo general de julio —el llamado «tancazo»— al golpe propiamente dicho. Es el documental político por excelencia. En el estilo de aquellos del cubano Santiago Álvarez que ganaron más adeptos a la causa de la revolución que cualquier texto de Harnecker o Dos Santos. Entre el registro épico y el panfletarismo, es, no cabe duda, una mirada comprometida, simpatizante. Es, hasta cierto punto, inevitable. De no mediar ese reconocimiento de la esencia popular del proceso —en un tiempo tan polarizado— sólo quedaba mirar a ese momento como una suerte de impasse o crisis sin salida. Y, sin embargo, La Batalla por Chile consigue retratar la profunda ambigüedad del momento: la marcha de un pueblo en pos de tomar control de su destino es, de otro lado, un suceso escalofriante, no sólo para los reaccionarios; un tiempo de erupción e incertidumbre, ¿el gran desorden que precede a la construcción de lo nuevo? Una cámara como embriagada por la gravidez del momento, explorando la historia desde el interior de marchas fervorosas y debates acalorados, privilegiando al protagonista popular, obviando la voz de los patrones, mirando a los militares como instrumentos un tanto mecánicos del distante y monolítico imperialismo. Épica o panfleto, un documento conmovedor.

Es esa voluntad de registro la que permite lecturas del film distintas a aquella que la voz un tanto comisarial del narrador invita a hacer. En una asamblea sindical, un articulado dirigente de la CUT explica por que no es viable proceder a tomarse todas las fábricas del país. En el caso de cierta empresa de capital suizo, por ejemplo, advierte el orador, tomarla restaría apoyo al gobierno del «Compañero Allende» en las negociaciones sobre la deuda externa. Se refiere entonces al Club de París y a las complejidades del mundo financiero y, cómo, aparte de afectar por ese lado, en muchos casos, una expropiación puede significar un dolor de cabeza financiero para el gobierno. Su intervención suscita un alud de objeciones. Un dirigente demanda una «explicación más criolla» que las bases puedan entender. Otro afirma que las «tomas» expresan una decisión democrática de los trabajadores, no importando que las fábricas afectadas sean propiedad de «la reina de Inglaterra». Un tercero articula con impecable redondez el punto de vista «clasista»: nos dijeron que nos organizáramos y lo hicimos, nos dijeron que nos movilizáramos y lo hicimos, nos llaman a luchar y lo haremos, acá estamos, ¿por qué entonces seguir esperando?

Es el discurso del momento. Tampoco los dirigentes políticos parecieran poder sustraerse del rush adrenalínico que precede a la hecatombe. Desde el podio, Miguel Enríquez del MIR llama a los campesinos a tomar todas las tierras; a los obreros a capturar las fábricas y los carabineros a desobedecer a sus oficiales. Altamirano, del Partido Socialista, no marcha lejos en firmeza y vigor. Desde el fragor de las masas, un ubicuo entrevistador registra una suerte de mantra popular: que nos den armas para defender al gobierno. Y por sobre esta mar agitadísima, Allende habla desde el tiempo de la constitución y la democracia, mirando pasar los ríos humanos en la Alameda de Santiago a escasos días del golpe, con un saludo cansado que contrasta con la pasión de los lemas. Con la perspectiva que da el tiempo, los llamados a construir el poder popular que los pobladores y obreros de Santiago coreaban aquel 4 de setiembre de 1973, resuenan más bien a un paradójico reconocimiento de la propia impotencia. Subrepticiamente, tras los llamados a construir «poder popular», la inevitabilidad del 11 de setiembre ha comenzado a contrapesar el sueño de la victoria.

Se ha perdido, simplemente, la posibilidad de dialogar. En un intercambio sumamente revelador, frente a las cámaras de televisión, un dirigente estudiantil confronta a un parlamentario del Partido Nacional. Lo emplaza a declarar su «verdadera» posición con respecto al «tancazo», a despojarse de la careta de defensor de la democracia. El contraste entre el desenfado y la insolencia del interrogador y la conservadora formalidad del congresista no necesitan ser acotadas. Como respuesta, este último invita a los televidentes a mirar a su interrogador y a mirarlo a él. A mirar de un lado a este joven que nunca ha trabajado y a él, con 35 años de «honesto ejercicio profesional». Las palabras han perdido relevancia. Todos saben, en el fondo, que algo radical va a tener que suceder.

Personalmente, descubro que lo que era aquel inapreciable tono festivo era un enorme desorden que —como José corrobora— hacía cualquier proyecto político inviable. De eso hablamos en el intermedio. El tiempo ha dejado su huella, no sólo en Chile: también en mí como en Patricio Guzmán.

Chile, memoria obstinada es el registro fílmico de su retorno al terruño; una exploración de la manera en que, tanto él como sus compatriotas, recuerdan aquel día aciago de 1973. Las «masas populares» del film anterior adquieren ahora un rostro: los guardaespaldas de Allende que sobrevivieron a la tragedia de La Moneda, la mujer que lavaba las camisas del «compañero presidente», el tío que guardó los rollos de La Batalla de Chile, haciendo posible la existencia misma del film, el camarógrafo «desaparecido» que pasó el último año de su joven vida filmando marchas, debates, confrontaciones. Guzmán, más aún, no rehuye el envolvimiento personal, la primera persona, el protagonismo. «Y fue en ese momento en que me encontraste ¿no? ¿Qué te dije? ¿cómo estaba?», pregunta Guzmán a un médico que se ofreció como voluntario para atender a los prisioneros en el Estadio Nacional de Chile. La cámara misma carece de la ampulosidad del trabajo anterior. Ya no es el lente saturado por los grandes desplazamientos y el retumbar de los lemas. Prevalecen los silencios. Un hombre viejo que se limita a llorar ante la cámara ante la pregunta por su hijo desaparecido. Una exploración —modesta, profundamente humana— de fotos fijas y videos antiguos, buscando identificar rostros y nombres. Una imagen, un cuadro de la misma, una mano en un postrero gesto defensivo frente a una bota golpista —como explorando una especie de Guernica fotográfico— puede ser el tema de varios minutos de film.

No rehuye tampoco Guzmán a manipular la memoria con ciertos recursos heterodoxos. Pide a una banda de jóvenes que interprete «Venceremos» marchando a lo largo de una calle céntrica del Santiago de hoy. Tras los músicos, la cámara recoge los gestos de sorpresa y emoción. Como recobrando en un gesto lánguido un coraje perdido u olvidado, un hombre de gesto adustísimo hace hacia la cámara una «V» de la victoria; duda luego, interrumpiendo, para volver a hacerlo con renovado vigor. Unos aplauden, otros miran nerviosamente a su alrededor, como buscando el origen de la trampa.

Los momentos culminantes de esta exploración, sin embargo, ocurren cuando Guzmán muestra La batalla por Chile a audiencias determinadas. Recaba del experimento la imagen de un país dividido: de la conformidad a la desolación; de la reafirmación de la inevitabilidad del golpe a la indignación. Emergiendo por sobre la memoria dividida, sin embargo, un reconocimiento sorprendente: a la integridad del Presidente caído; la entrega de su vida, acaso, como posible punto de reconciliación emocional sobre los escombros de un proyecto cuyas piezas políticas e ideológicas nadie pareciera querer recuperar. Pasados los errores y las desgracias, ¿cómo y para qué recordar? La memoria —pareciera ser la gran lección del bello film de Guzmán— es también un terreno de lucha. Con otras armas y con otro lenguaje, Chile, memoria obstinada pareciera querer asegurarse de que todas las voces posibles acudan al complejo proceso de creación de una memoria colectiva; tantas como almas marcharon por las calles de Santiago y de todo Chile por aquellos días de comienzos de los 70.

A un profesor, viejo amigo de Guzmán, le corresponde perfilar las responsabilidades de quienes vivieron aquello con respecto a los jóvenes. Hacia el final del film, en el medio de una sala repleta de estudiantes profundamente removidos después de ver La Batalla por Chile por primera vez, el profesor reconoce que el proyecto allendista era como una nave de locos atravesando aguas agitadas. De haber sido uno de sus tripulantes, sostiene, me siento sumamente orgulloso. Convertirnos de ello en testimonio viviente —concluye— debería ser nuestra misión. El testimonio, es decir, de una época en que se creía que la política podía y debía tener fines que trascendían a la mera sobrevivencia o la «gobernabilidad». Restablecer la conexión entre política y utopía: ¿es eso posible?

En contraste con La Batalla por Chile, Chile, Obstinada Memoria derrumba en mí, como en mi amigo José, el cerco protector de la razón. Salimos de la sala aún enjugando las lágrimas. La conversación continúa hasta la medianoche en un restaurante chino del Upper West Side. ¿Cómo explicar esta reacción tan contrastada? ¿Cuál es esa otra dimensión de la política que el nuevo film de Guzmán descubre y que se ha traído abajo nuestros aprestos analíticos? ¿Cómo defender la justeza racional de este detestable pragmatismo de hoy frente a la inconducente heroicidad de los Allende de ayer? «Como a tí —me escribe dos días después mi amigo José—, la película se me ha quedado en el alma».

 

IV

Setiembre 21, 1998. Cae la tarde en Weehawken, New Jersey. Diez días han tenido que pasar para cumplir a cabalidad con la cita que le había prometido a mis recuerdos. Decenas de exámenes no corregidos y una larga lista de libros por fichar esperan a que termine este caprichoso detour de mis actividades semestrales. Hoy por la mañana han hecho públicas las imágenes del Presidente Clinton declarando ante el Gran Jurado sobre su affair con la joven interna Lewinski. Es, como el comentarista se ha encargado de subrayar, quien desempeña «the most powerful office on earth», reducido en este instante, sin embargo, a especular sobre lo que significa una relación sexual. ¿Serán estos los recuerdos que asalten la memoria de Inés una mañana de setiembre de aquí en un cuarto de siglo?

 
   

 
© José Luis Rénique, setiembre 1998, [email protected]
Ciberayllu

980926

Más crónicas en Ciberayllu