20 marzo 2002

Radiografía de la soledad

[Ciberayllu]

Víctor Montoya

 
Edvard Munch: «Atardecer en el Paseo Karl Johan»
Edvard Munch: «Atardecer en el Paseo Karl Johan» (1892),
Colección Rasmus Meyet, Bergen, Noruega

 

He pensado varias veces en el significado cabal de este cuadro de Edvard Munch, el pintor noruego que nació diez años después que Vincent van Gogh y veinte años antes que Franz Kafka. Lo he mirado de arriba a abajo, de izquierda a derecha, de anverso a reverso, y no he encontrado más que una profunda melancolía hecha a brochazos y una rara sensación de que su personaje, de espaldas al espectador, huye hacia un rumbo desconocido, sin revelarnos su rostro ni su nombre.

Desconozco las circunstancias en que se pintó este cuadro y las razones que motivaron a su autor a plasmarlo en este lienzo, conservado en una colección privada de Bergen. Sin embargo, de entrada, debo confesarles que me bastó mirarlo una sola vez para comprender que este cuadro expresionista, que refleja la conciencia atormentada del hombre contemporáneo, es la radiografía de mi mundo interno, pues, desde que tengo uso de razón, no recuerdo otra cosa que la melancolía y la soledad que marcó mi vida; más todavía, cuando contemplo detenidamente los detalles de este cuadro, donde el espectador siente el hálito desgarrador de una tragedia nacida del mismo hecho de existir, me reconozco en ese hombre solitario, sombrero alto y abrigo negro, que avanza en dirección opuesta a los demás, como un pez extraño que nada contra la corriente, desafiando a las fuerzas naturales y desobedeciendo los dictados de  la razón.

Así como este personaje, que eligió el camino de la soledad en medio de una aureola de misterio que envuelve su vida —y que lo acompañará hasta la sepultura—, me he sentido yo varias veces, hasta que me hice escritor de cuentos tristes, consciente de que la soledad, más que ser una especie de enfermedad letal, es una suerte de libertad, aunque esta afirmación le extrañe a más de uno.

Soy perfectamente capaz de pasarme días enteros solo, encerrado en un cuarto y entregado a la satisfacción que me proporciona la lectura ininterrumpida o a la simple manía de escribir, por la sencilla razón de que la soledad, elegida voluntariamente, es también un modo de existir y disfrutar de la felicidad, puesto que el silencio, como el sosiego, constituye un elemento indispensable en el proceso creativo, sobre todo si uno se siente incapaz de escribir en medio del mundanal bullicio y el ajetreo desmedido de la gente.

Tantas veces he mirado este cuadro, donde desfilan los arquetipos de la angustia y la desolación humana, tantas veces me he encontrado conmigo mismo y con esa soledad que parece un círculo imposible de cuadrar o una metáfora imposible de descifrar. Y, aunque a ratos me he preguntado el porqué de esta inclinación hacia el silencio y la marginación, llegué siempre a la misma conclusión: creo que tuve una infancia muy triste, muy hermética. Hasta los 12 años fui de una timidez patológica y mi adolescencia estuvo poblada de pesadillas y alucinaciones desbordantes. De ahí que gran parte de mi obra refleja tragedia, pues casi todos mis personajes están condenados a la muerte. Ninguno sobrevive como los héroes de la literatura clásica, donde el personaje, luego de vencer los obstáculos que le plantea la vida real o la ficticia, viven felices por el resto de sus días. En mi literatura, por el contrario, no hay príncipes ni bellas durmientes, sino una serie de personajes atormentados que nos miran y sonríen desde otro lado de la vida. Tal vez por eso, mis textos son una suerte de delirio o un grito que se alza desde el fondo del alma. No obstante, como todo escritor cuya literatura está motivada por una necesidad interior irresistible, sigo construyendo puentes imaginarios por donde transitan los personajes reales o ficticios que poblaron mi vida, y que, una vez fermentados en los sueños, se aparecen fantasmagóricamente entre las líneas de todo cuanto escribo.

Debo afirmar, sin resquicios para la duda, que mi infancia determinó el curso de mi vocación literaria, mi dislexia en la lectura y la escritura inicial y, por supuesto, mi carácter hosco y huidizo, pues aun teniendo inclinaciones políticas y pasiones sencillas como la gente corriente, he sido uno de esos seres que van por el mundo huyendo del mundo, con una timidez hasta extremos inimaginables. Con el transcurso del tiempo, me convertí en un experto en el arte de huir de los demás, aquejado por una fobia a las aglomeraciones públicas y al avispero de voces. Quizás por eso, los escritores y artistas que viven recluidos en la soledad me seducen apenas entro en contacto con sus obras, como con este cuadro de Edvard Munch, quien, aferrado a otro tiempo y lugar, parece recordarme que uno es profeta de la soledad en su soledad.

Por suerte, en el largo túnel del silencio, me sentí acompañado por las obras de Borges, Onetti, Pessoa, Rulfo, Joyce, Kafka, Proust, Beckett, Saenz y por tantos otros que eligieron vivir en un mundo hecho de imágenes y palabras, donde la soledad heterónoma, además de alcanzar una dimensión metafísica, revela los misterios de la vida, de la muerte y, por qué no, del amor, puesto que tanto sus vidas como su obras exaltan los laberintos sin salida, por donde vagan esos seres complejos que, desde un principio, están destinados a vivir entre las brumas del misterio y la marginalidad. Me estoy refiriendo a esos autores que, incluso al final de sus vidas, se enfrentan solos a la muerte, y que, alejados de las falsas adulaciones, prefieren que hasta su entierro sea un acto absolutamente privado, sin grandes ceremonias ni discursos a su memoria.

Con todo, este cuadro de Edvard Munch, que representa la periferia en el centro,  me devuelve la confianza de que a veces vale la pena avanzar contra la corriente.

* * *


© 2002, Víctor Montoya
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