22 julio 2002 |
El Achachi Moreno en Estocolmo |
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Víctor Montoya |
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Morenada boliviana en
Estocolmo
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![]() La música de la morenada, basada en el ritmo monótono producido por las matracas, recuerda la penosa marcha de los esclavos introducidos a Bolivia en la época colonial, para reemplazar a los mitayos indígenas en la explotación de los yacimientos de plata en Potosí, donde fueron flagelados tanto por el frío del altiplano como por el látigo de los caporales. La danza de los morenos trasunta lo que fue la esclavitud de los negros bajo el dominio de los españoles, quienes creían que la fuerza física de un negro equivalía a la de dos indígenas juntos. Pero como las condiciones geográficas y climáticas de los Andes se opusieron a la voluntad de los señores de la Villa Imperial, los negros abandonaron la mina y se desplazaron hacia la región subtropical de los Yungas, donde aprendieron a convivir en armonía con la dadivosa y protectora Pachamama. Debo reconocer que este Achachi, cuya máscara refleja el hibridismo del mestizaje, me impresionó apenas lo vi bailar en las calles céntricas de la Venecia del Norte —como se le suele denominar a la capital de Suecia—, llevando a cuestas los 45 kilos de su traje hecho de mitos y leyendas. Pero mayor fue mi sorpresa al saber que la persona escondida detrás de este traje era Lasse Fyrestam, un sueco querendón de Bolivia y sus tradiciones. El Achachi, ostentando su majestuosidad con pompa y gallardía, avanzaba a paso lento pero seguro, secundado por un grupo de morenos y chinas moreno que, contorsionando el cuerpo al compás de las matracas de maderas y quirquinchos, exhibían vistosas polleras de gro, vaporosas blusas, botas bordadas y sombreros bombines adornados con plumas de aves tropicales. Las chinas moreno, que no representan necesariamente el doloroso tránsito de los esclavos engrillados y encadenados, reviven la leyenda oral sobre las hazañas de la negra María Antonieta, quien, a tiempo de rebelarse contra el poder del amo europeo, se valió de su belleza y sus encantos, en procura de seducir al caporal, su amante forzoso, y liberar a los esclavos de su condición infrahumana. Las piezas del traje de la morenada se diferencian de acuerdo a la jerarquía de cada danzante dentro de la tropa. Los vasallos llevan botas de caña alta, un saco como tonelete y un pollerón de tres secciones cónicas, hechos con hilos de Milán y filigranas de plata, al igual que los puños y las hombreras. El Rey Moreno, moviéndose entre quienes lo admiran y le rinden honores, se distingue por la corona y la capa, cuyas hombreras están bordadas con hilo brilloso, pedrería, lentejuelas y perlitas, y los bordes adornados con cristales en racimos. Los motivos decorativos de su traje representan animales fabulosos: dragones, serpientes, lagartos, cóndores y otras alimañas propias de la inventiva de los bordadores que, por su dedicación y experiencia, han convertido su oficio de artesanos en un arte entre las artes. El Achachi Moreno, cuyo caparazón termina en una cola de saurio, es el único que lleva una máscara de dimensiones mayores, un cetro y un látigo en las manos, como símbolos de mando y autoridad. No en vano sus parciales le llaman «intocable». La máscara del Achachi, sobreponiéndose a la contextura del cuerpo con una apariencia de monstruo infernal, representa los rasgos exagerados de la raza negra; una característica propia de la máscara del moreno: ojos saltones, labios voluminosos, lengua colgante, peluca encarrujada y cachimba entre los dientes blancos y apretados.
El traje del Achachi Moreno, bordado con filigranas que simbolizan las riquezas minerales, además de ser la plasmación mítica de la tradición popular, es una de las joyas del folklore boliviano, donde la mezcla entre la tradición cristiana y el paganismo ancestral han dado origen a un sincretismo religioso que, a mi modo de entender, es la mejor manifestación del llamado «realismo mágico» en el continente americano. Cómo no admirar este producto de la fantasía popular, capaz de distorsionar la figura humana y elevarla a un nivel surrealista; cómo no admirar estos trajes hechos con un sinnúmero de materiales que, una vez modelados con paciencia y buen gusto, se trocaron en verdaderas obras de arte, dignas de ser expuestas en cualquier galería del mundo.Es cuestión de mirar el alucinante traje de este Achachi Moreno para comprender que el grotesco social de una cultura, donde confluyen los diversos modos de contemplar la realidad, es algo tan vivo como la existencia misma del ser humano. Este Achachi Moreno, que parece haberse escapado del Carnaval orureño para pasearse por las urbes modernas de la Venecia del Norte, me recuerda a esos personajes creados por la fantasía popular que, apenas adquieren vida propia en las manos prodigiosas de los artesanos y bordadores, son como los hijos que un día se van de casa con la promesa de volver otro día... Espero que así lo haga; de lo contrario, en un país como Suecia, me temo que se vaya a morir de frío o de tristeza. |
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