Chimbote cultural |
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Ricardo Vírhuez Villafane |
na forma curiosa de enfrentar los retos extraliterarios que afectan directamente a la literatura, como la falta de promoción de libros o un buen distribuidor de los mismos, las argollas en los medios de comunicación, y la ausencia de lectores capaces de modificar el penoso nivel de lectoría en nuestro país, entre otros males prosaicos, consiste en observar con espíritu divertido una marcha cultural por las calles de Chimbote, con poco sol y mucho viento, muy cerca de las orillas del verde mar en cuya superficie descansan las viejas lanchas perfilándose sobre las islas fantasmales. Y en medio de esa marcha, al son de la banda de músicos de un colegio local, con alumnos y público en general que elevan pancartas en favor del libro y la lectura, descubrir el rostro serio de Wáshington Delgado y sus pasos esforzados, la caminata lenta de Oswaldo Reynoso y su gran cabellera blanca que lo distingue del resto de mortales, y la cabeza limpia y brillante de Miguel Gutiérrez con su nueva novela El mundo sin Xóchitl entre manos, sonriente y conversador; y también los pasos de narradores no menos importantes como Macedonio Villafán, venido desde Huaraz; Jorge Ita, Ricardo Ayllón y Jorge Luis Roncal, viejos conocidos de la poesía, y al final o al comienzo, según donde se le encuentre, el rostro de fauno divertido del causante de este desfile interminable, Jaime Guzmán Aranda, poeta, degustador, bebedor y editor de obras chimbotanas contra viento y marea.
El motivo de la marcha era indudablemente de estirpe literaria. Miguel Rodríguez Liñán había venido desde Marsella, Francia, donde reside hace más de 17 años, para la presentación de su primera novela, Leyenda del padre, publicada por Río Santa Editores, seudónimo o sinónimo de Jaime Guzmán Aranda. Chimbote andaba movida, una vez más, por esta marea cultural que destacaba la edición de la denominada «primera novela de Chimbote», sin olvidar por supuesto a El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas. Pero había una razón adicional que movía los corazones de los chimbotanos: la novela trataba sobre la vida y aventuras de un viejo conocido, Miguel Rodríguez Paz, padre del novelista, abogado y poeta bohemio bastante famoso en el ambiente cultural de Puerto Perdido, nombre con que el narrador bautiza a la ciudad de Chimbote.
La sorpresa no terminó con la marcha por las calles. Porque a la noche, para la presentación del libro, el auditorio (el local de un amplio restaurante, donde antaño funcionó el primer prostíbulo de la ciudad) se llenó por completo, con más de 500 asistentes que oyeron a los presentadores y la música de un sesentero y querido grupo de cumbia chimbotano que amenizó el ambiente literario.
El rostro de Miguel Rodríguez Liñán carecía de la adustez de sus presentadores Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso y Washington Delgado. Tenía la cara de un muchacho que ha crecido de repente, que bebe litros de cerveza y que mira la vida con picardía. Pinta de pirañita, diría Jorge Luis Roncal. Lo cierto es que Miguel Rodríguez Liñán no sabía estarse serio. Sonreía como un niño feliz, no como el muchacho temeroso y constantemente sorprendido que podría ser su alter ego en la novela, en la que el padre es el personaje principal y sus aventuras son los otros protagonistas.
Si habláramos detenidamente de la novela, podríamos afirmar que los personajes bohemios y mujeres bellas que la pueblan son metáforas de los retos para enfrentar la pobreza que asfixia a diario a los personajes y decide los cauces de sus vidas. En el fondo, la vida alegre del padre, sus discursos literarios penetrantes, y sus intentos por formar agrupaciones artísticas, son formas de sobrevivir en la penumbra. La novela no es un canto a la vida. El padre no es un artista celebratorio, pero sí un poeta que se sumerge en la fiesta de la vida (mujeres, alcohol y amanecidas) como una tabla de salvación que siempre intenta justificar, explicar, iluminar. Tal vez Washington Delgado tenía razón al afirmar que la novela era pesimista.
Quizá por eso el autor, con una prosa vital y por momentos poética, trata esta historia como leyenda, como aclaración sobre el aura bohemia del padre ausente. Porque el padre ha muerto. Y con su muerte se abre la vida, es decir, comienza la novela, nace la historia que recrea el ambiente del puerto y sus bellezas femeninas, los gozos de los cebiches y los placeres de vinos y cervezas. La enumeración de platos deliciosos y sus elementos no es gratuita; es la reafirmación del placer por encima de todo, del olvido sobre la conciencia que duda y se prepara. Y es una hermosa novela. Una obra vital, sin duda alguna. Una leyenda para gozarla o pelearse a las patadas.
Antes de la marcha callejera por las calles de Chimbote los escritores invitados habían acudido a un almuerzo. Era un modo de prepararse para la novela o de adelantarse a su vivencia. Porque los cebiches y pescados fritos y pulpos al aceite de oliva y vinos y cervezas que se sucedieron aquella tarde era tan sólo el preludio a la novela. Y ahí estaba la pinta de fauno de Jaime Guzmán Aranda, ebrio de felicidad y preocupación, diciendo salud cuando en realidad estaba diciendo gracias.
Chimbote, setiembre 2001.