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14 febrero 2002

Viaje al ayahuasca

Ricardo Vírhuez Villafane


A Daphne Viena Oliveira                               

 

Todos los viajes externos son épicos, y golpean a menudo nuestros cinco sentidos. Pero los viajes interiores se parecen a las danzas inmóviles. Son viajes concentrados, intensos, y para padecerlos no es necesario mover un solo dedo. En la amazonía peruana existe una planta alucinógena llamada, en su acepción quechua, ayahuasca, soga de los muertos. Se usa desde tiempos inmemoriales. Sus poderes mágico medicinales han sido celebrados mundialmente, y, entre sus propiedades alucinógenas, se dice que es 40 veces más poderoso que el LSD. Algunos investigadores, sin mucho éxito, han intentado aislar el elemento causante de las alucinaciones. Pero el misterio persiste. Hace pocos años, un investigador francés radicado en Tarapoto postuló la hipótesis de que el ayahuasca podía curar la narcodependencia. Y algo más osado, dijo que las imágenes de serpientes que se repiten durante las tomas reelaboran, de manera simbólica, la estructura íntima del ADN. Los curanderos creen simplemente que el ayahuasca cura, sana, limpia y, en fin, restituye el orden a nuestra vida.

En Tarapoto, Iquitos o Pucallpa, o en los distritos y caseríos cercanos a estas ciudades, no es difícil encontrar a un curandero experto en las artes del ayahuasca. Wendeler Siri Márquez, poeta, curandero y zapatero, además de filósofo, sanador y titiritero, atiende en la quinta cuadra de la calle Castilla, en Iquitos. Nos cita una noche, debidamente ayunados, sin haber comido chancho, sal ni licor, ni haber tocado cuerpo femenino en varios días. Dietar es la regla, de modo que débiles y hambrientos nos encontramos con las sombras de su habitación. Otras personas nos acompañan, llevan mapachos (esos cigarros brasileños o tarapotinos que huelen terriblemente) y miran con respeto y esperanza. Wendeler nos aconseja calma, sinceridad; pide hablarle a la madre del ayahuasca, contarle nuestro mal. Si ella nos quiere, veremos maravillas; si no, nada. La madre del ayahuasca es celosa, dice. También se burla, nos pone trampas. Y ronda por ahí el diablo y sus malos espíritus, así que debemos andarnos con cuidado.

Su figura huesuda coincide con su discurso. Cree en él. Una sombra afilada se recorta contra la pared. Wendeler enciende un mapacho, abre una botella con un líquido oscuro y sopla el humo en su interior. Pronuncia una rápida oración, con palabras que son una mezcla de quechua y español. Enseguida, en un cuenco de arcilla, sirve. Nos lo pasa uno por uno y recomienda beberlo de un tirón. El líquido es espeso. Raspa la garganta. Al acabarlo, pareciera haber tragado un árbol. También nos entrega un mapacho encendido y nos hace fumarlo. Paciencia, nos pide. Y fumando, esperamos.

El sabor del espeso líquido se arrastra en la garganta. La náusea es inevitable. Pasan los minutos y bostezamos. Hay un balde cerca de cada uno de nosotros. El baño también está listo, y cerca. Los bostezos se multiplican y nos cae una poderosa modorra. Casi el sueño. De pronto, sentimos que el cuerpo se alivia, pierde peso, se suelta, está flácido. La visión pierde nitidez. Movemos un brazo, y alrededor de él hay un halo brillante; las figuras en movimiento se multiplican. Miramos la mano: la piel emite un destello uniforme. Los sentidos se afilan: vemos luces que no veíamos, oímos el zumbido de una mosca lejana, sentimos el golpetear del corazón y el fluir de la sangre en nuestro cuerpo. Y la náusea de nuevo.

Wendeler nos observa y sonríe. Sabe que ya empezamos a 'volar' y apaga la luz del débil fluorescente. Para que no esté todo oscuro —nos dice— voy a prender esta velita. Cerramos los ojos y repentinamente surgen lucecitas diminutas de distintos colores que empiezan a titilar, a brincar, a danzar al ritmo de las canciones monótonas de Wendeler invocando a la madre del ayahuasca. Abrimos los ojos nuevamente y volvemos a la realidad.

Enseguida, otra vez con los ojos cerrados, las lucecitas de colores se hacen nítidas, más luminosas. Pasan los minutos y ellas siguen danzando, dan vueltas sobre sí mismas, avanzan en grupo, retroceden, se hacen remolinos, y descienden: bajo ellas las lucecitas se hacen oscuras, casi negras, y adquieren formas siniestras y horripilantes. Ascendemos a la luz y la danza se hace más viva. También despierta nuestra conciencia, que todo lo evalúa. Estas figuras horribles que habitan debajo de la luz —nos dice la conciencia— son el mundo del terror forjado en nuestra infancia. Las lucecitas, de pronto, se unen para formar no una sino muchas figuras femeninas que miran, sonríen y llaman con sus cuerpos bellos y desnudos. Esas mujeres —dice la conciencia— son las imágenes de la adolescencia, cuando éramos puro sexo y sólo sexo. Pronto las visiones se multiplican: ciudades inmensas, calles oscuras y automóviles apretados; selvas de colores claros, ríos interminables y plantas alrededor de todo. Pero ninguna serpiente, como refieren a menudo los asiduos; ni siquiera un gusanito.

La conciencia no descansa y quiere imaginar qué habrían soñado con el ayahuasca los hombres antiguos, los indígenas, los que descubrieron primero sus propiedades alucinógenas. De pronto, ella pregunta a la madre del ayahuasca: ¿puedo hacerte consultas? Y miles de caritas, como pececitos emergiendo a la superficie, dicen sí con la cabeza y sonríen. ¿Debo tener hijos?, pregunta. Y las imágenes se confunden con las voces de miles de seres que habitan las profundidades, gritos largos, lamentos adoloridos y enojados acompañados por visiones de guerras, sangres derramadas y el hongo de una explosión nuclear que acusa a los hombres de tanta destrucción, como la de aquellos seres ya extintos para siempre. ¿Entonces no debo tener hijos?, interpreta la conciencia. Y las miles de caritas dicen noooooo. Y surgen imágenes de paz y tranquilidad, personas respetándose mutuamente, hombres y animales en una convivencia sabia. Pero la conciencia reacciona: esta no es una respuesta del ayahuasca, sino de mí mismo, de una idea que tenía guardada y escondida. Y las miles de caritas se ríen de lo lindo, como diciendo ajá, te diste cuenta.

Más adelante la náusea se hace insoportable. El vientre es una pelea de gallos. Acercamos el balde mecánicamente y al instante nos doblamos en arcadas profundas, casi secas. Otros se levantan tambaleantes y caminan recostados a las paredes hacia el baño. La respiración se agita y pensamos ya no, ya no más. La garganta aprieta. Aún el cuerpo está flácido. Wendeler lleva a cada uno de nosotros ante él y canta, golpea al aire el ramo de plantas como castigando a los malos espíritus y reza cantando. Les estoy limpiando, dice. Ya no más, pensamos. Las lucecitas aún están allí, pero ya no son agradables. Es la etapa final. Ya está pasando, dice Wendeler. La madre del ayahuasca les quiere, dice, por eso les ha mareado; cuando no quiere, no te hace ver, se esconde.

Esperamos un tiempo más. El cuerpo tiene la consistencia de una resaca descomunal. Afuera, el viento es una bendición, frío y refrescante. La garganta está más suave, pero el lejano sabor del espeso líquido nos llama a la renuncia. Nunca más, pienso. Pero la curiosidad es madre del conocimiento, y el ayahuasca tuvo que resignarse a tenerme en otras visiones impactantes para los veinte sentidos repentinamente despiertos.



© 2001, Ricardo Vírhuez Villafane
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