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9 enero 2003

Visitando Montpellier

Encuentro con André Coyné

Miguel Rodríguez Liñán

A pesar de vivir muy cerca, hacía muchos años que no visitaba la ciudad de Montpellier. Me sentía muy atribulado y bruscamente vacío por la desaparición de don Wilfredo Peláez Olórtegui, periodista fundador del Diario de Chimbote. La muerte deja un gusto áspero, terroso y, sobre todo, siempre desconocido, a pesar de que tenemos muchos conocimientos filosóficos y toneladas de vanidad; yendo a Montpellier, dos cosas me propuse: conocer personalmente a una joven traductora —actualmente se traduce mi libro Cadastro, cuya dificultad reside en transmitir el sentido del humor, por eso pregunto cosas a diestra y siniestra — y entrevistar al renombrado poeta y crítico francés André Coyné. Fueron Leopoldo Chariarse (1928), primero, y luego Américo Ferrari (1929) quienes me hablaron de André Coyné (1927). Una vez más, ésto comenzó en París durante una lectura de poesía organizada por el Cecupe (Centre Culturel Péruvien) en marzo del 2002 para festejar la vida y obra del poeta Emilio Adolfo Westphalen, recientemente fallecido entonces. Debo decir que es uno de los mayores honores que me han caído del cielo, gracias a mis patas Homero Alcalde (1957), a José Alberto Velarde (1954), y, por supuesto, a Yolanda Rigault. Estas egolatrías de principiante fueron ensombrecidas por la congoja que me produjo el deceso de don Wili. En el tren, rumbo a Montpellier, pensaba en la playa de Tortugas, en el Año Nuevo del 2001 cuando nos invitó a visitarlo, en los pantagruélicos almuerzos en la casa de la avenida Santa de la Urbanización Buenos Aires, y en un regalo que me hizo: la camiseta de la selección peruana firmada por los jugadores; para retribuir tal gesto me propuse regalarle la camiseta número 10 de Zinedine Zidane; pero no hubo tiempo. Este trabajo va en honor suyo, don Wili.

 

Montpellier es una bonita ciudad que pertenece al departamento Hérault. Se encuentra a 150 o 200 kilómetros de Marsella. Resalta en las fachadas el color ocre, pero  no es ocre provenzal, es otro color que ya tiende a transformarse en color ladrillo, una suerte de ocre rosado en la imaginación. Hay catedrales góticas e iglesias protestantes (saliendo de la estación hacia la rue de Maguelone, hay una: bloque ocre rosado en la imaginación, cerca del Hôtel du Commerce), castillos y acueductos. En el siglo XII se instituyeron escuelas de Medicina y Derecho; en el siglo XVI vivió aquí François Rabelais —antes de ir a sanar enfermos cuando la peste de Lyon—; existía también un arzobispado de nombre Maguelone. Camino precisamente por la rue de Maguelone (carrièira Magalona en provenzal) con Justine, que Ricardo Vírhuez me presentó en Lima, rumbo al Hôtel du Commerce donde me hospedaré esta noche del 30 de noviembre del 2002, y tal vez nunca más. «Vayamos a un restaurante», le digo a la joven traductora, «algo típico de preferencia». Por eso decía que el ocre tiende al rosado: ya estamos en el Languedoc, rumbo a Toulouse. La cocina del restaurante L'Escalier es de allá: pato y filete de pato, cassoulet, tremendas ensaladas con tocino. ¿Qué es el Languedoc? ¿Y por qué, a medida que el tren devora los kilómetros, el ocre se rosadiza? En Toulose, patria de D'Artagnan, todo es color ladrillo. ¿Y el antiguo francés, ese a caballo entre el latín vulgar y el idioma del siglo XII cuando el Rey Arturo y Lancelot? «Después, si quieres, vamos a una discoteca», dice Justine, y yo le pregunto ¿quién fue Saint Roch? No sé. Lengua del norte y lengua del sur, simplemente. El Loira y el Sur. París y Marsella. Ahora entiendo la rivalidad: la lengua d'oïl y la lengua de oc (Languedoc) distinguen regionalmente el francés antiguo, hablado en París, y el antiguo provenzal (carrièira de Magalona). Pedimos un vino de Languedoc y, de pronto, recuerdo los milagros de Saint Roch gracias a la magia mnemónica, mi amigo Pit Godert me habló de este santo poco venerado y prácticamente desconocido. Un huérfano que se va de la ciudad natal, Montpellier, a Roma en épocas de peste... Contrae la peste, regresa a Montpellier, lo encarcelan por considerarlo vagabundo, muere al cabo de cinco años de terribles sufrimientos físicos y seguramente síquicos... «¿Y el poeta Paul Valéry?» Por ahora vamos a una discoteca de africanos muy galantes, dos o tres casi devoran a Justine, vámonos, déjame cerca de la estación ferroviaria. En verdad, yo quería tomar un par de chelas más, por eso caminé por la rue de la Maguelone hasta la Place de la Comédie —no sólo tomé chelas, también estas notas—, regresé al hôtel du Commerce, y preparé la entrevista con Coiné: tenía cita con él a las once de aquel domingo.

El poeta erudito vive en el número 35 A de la rue de Barcelone, cerca de la estación ferroviaria. En el techo del 35 acechan, lengüilargos, tres hermosos dogos negros con collares de clavos. Pensé en el taumaturgo Leopoldo Chariarse, quien me dio las señas de Coyné. Leopoldo fue compañero de estudios y amigo de José María Arguedas, conoció a los surrealistas y  su pontífice André Breton; es gran conocedor de religiones orientales, de yoga, meditación y budismo. Pensé también en Américo Ferrari, profesor en la Universidad de Ginebra, poeta y crítico literario como Coyné, doctorado en San Marcos y en La Sorbona, profesor de la escuela de traducción e interpretariado en Suiza, donde reside. También el currículum vitae de André Coyné es trufado à merveille. Estudios brillantes en Francia, doctorado en San Marcos con una tesis sobre César Vallejo, miembro de la Academia Peruana de la Lengua, conferencista, profesor en el Brasil, en Camboya, en Mexico, en Argentina, en España, en Portugal (es además gran conocedor de la lengua portuguesa y traductor de Fernando Pessoa)... De pronto me sentí nervioso al hablar con este gran señor. «Quisiera, para comenzar, que me dijese cuál fue tu interés inicial por el Perú y por nuestra poesía». Listo. Ajústense los cinturones. A partir de este momento entramos en el túnel caledoscópico del tiempo... Recuerdo algo de Schopenhauer mientras Coyné carraspea y me informa de su dificultad para hablar: «El inteligente sólo desea evitar el dolor, las preocupaciones inútiles, y tiende al descanso y a ciertas formas de diversión.  Querrá una vida apacible y modesta, libre de intrusos. Después de haber frecuentado esos seres llamados hombres, elegirá una vida retirada. Y si se trata de una inteligencia superior optará por la soledad: cuanto más riqueza posee un hombre, menos le interesa el mundo exterior y, más aún, los demás seres le son indiferentes. Por esta razón la superioridad de la inteligencia implica soledad». «Bueno, antes del Perú, hablemos del castellano», le digo. «Hace siglos de eso, dice y sonríe. En 1948 obtuve una licenciatura de español en París, sólo dos fuimos admitidos, imagínate la diferencia, ahora hay tantas universidades que enseñan español, antes no era el caso. Los exámenes eran muy difíciles; y también se trataba de reanudar las relaciones entre Francia y España, que estaban interrumpidas por la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial. Pasé mi adolescencia bajo la Ocupación, y como mucha gente de entonces tuve problemas respiratorios, había riesgo de enfermedad pulmonar, de tuberculosis, me mandaron a un preventorio —que es distinto del sanatorio, donde mucha gente moría— en la Schwartzwald, la llamada Selva Negra de Alemania donde se trataban a los tuberculosos...» (Bruscamente yo pensé en el sanatorio de La Montaña Mágica y en Hans Castorp). En ese lugar continúa los interrumpidos estudios de L'Ecole Normale Supériore. Elige como especialidad el idioma español, ya que, estando en Alemania, conoce a otros estudiosos que tenían buenas relaciones con la Universidad de Estrasburgo, donde precisamente había una cátedra de idioma y literatura españolas. Luego, como ganador del primer premio, asiste a un curso de verano en Segovia, y vuelve a Francia... lo interrumpo y, no sé por qué, pienso en los hermosos perros dogos negros, «Volvamos al idioma español», insisto. «Empecé estudiando inglés, dice, pero los profesores eran malos, es decir que no te contagiaban la fiebre del idioma. Algunos fines de semana iba a la casa de mi abuela en le Bas de Quercy, tenía una chacra, y los granjeros eran españoles». La palabra «chacra», seguramente de origen quechua, me suena rarísimo en boca del intelectual francés, que habla el castellano con subjuntivos y largas frases con complemento directo e indirecto, con adjetivos, gerundios y elementos preposicionales... André Coyné es nativo del Bas Quercy en el departamento de Aquitania llamado Tarn-et-Garonne, valle fértil, otrora tierra del rey Pipino el Breve, de los visigodos, de francos, romanos,  de Carlomagno por supuesto, y de la reina Eleonora de Aquitania, madre de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra... todo esto me aturde por una mañana de resaca en Montpellier. «L'Aveyron  es el río, no el departamento del mismo nombre», especifica... Sistema de ríos e hijas de granjeros, pienso, y de nuevo veo a los dogos lengüirosados acezantes en el techo. Pero esa hija del granjero español lo inició a nuestro idioma, es decir, despertó su curiosidad. De regreso a París, cuando la Liberación, traduce un poema de Federico García Lorca y opta por especializarse en idioma español (pero todavía no dice concretamente qué lo motivó a interesarse en la poesía peruana)... Coyné utiliza verbos como «convidar», que me asombran, y El convidado de piedra viene a colación en mi imaginación (disculpas pido por el hiato y la falsa rima)... Animado por su profesor, y con el único prestigio de haber sido estudiante de l'Ecole Normale Supérieure, que a pesar de todo no le permitía ejercer la docencia, llega a la Universidad de Segovia donde conoce al erudito Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), autor de un importante Manual de gramática histórica española, al escritor Azorín y a los principales letrados de aquella época jurásica. «Estos nombres deben sonarte extraños», dice sonriendo, «como tantos otros». «Efectivamente hay un foso generacional», le digo ya menos nervioso, «pero me gusta que hablemos de eso... Disculpa que te interrumpa, vamos a dar otro salto, después haré un filtro y trataré de poner un poco de orden... Quisiera saber si algo sabes de la poesía peruana ulterior, de Hora Zero hasta nuestros días». «No», dice, «he perdido contacto». «Bueno, sigamos hablando» (ahora estamos en Lima de los años 50)... «Creo que Américo Ferrari mantiene contacto... Yo conocí a Ferrari, que hablaba muy bien francés, en la Alianza Francesa de Lima; y también a Rodolfo Milla que después se convirtió en maoísta; entonces quería formar un grupo surrealista». Allí estaba el poeta César Moro (1903-1956) quien, exigente, sólo acepta del grupo a Ferrari; y Moro entrega un poema que sería publicado en la revista Idea... «Después de la Guerra, todos los jóvenes querían ser surrealistas», dice sonriendo; y, como ya mencionábamos al poeta Moro, digo: «Disculpa que te interrumpa, vamos a dar otro salto. Me dijiste que faltan cuadros en tu apartamento, y que te hubiera gustado mostrarme algunos manuscritos». Sala de estar y bureau de André Coyné son impresionantes bibliotecas; él sigue escribiendo a máquina, no utiliza computadora. Dice que dichos cuadros y documentos se los ha dado a un amigo suyo, César Antonio Molina, del Centro de Bellas Artes de Madrid, donde habrá una exposición sobre Moro. Y que, hace dos años, hubo en la Embajada de España en Lima, una exposición sobre la obra pictórica del poeta. «La vocación inicial de Moro fue la pintura. Llegó a Francia en 1925 con muchos cuadros y pensando quizás que su destino era la pintura». De nuevo traté de interrumpirlo con otra de mis apuradas preguntas... «Estamos mezclando todo», dice. «No importa, digo, bueno, sigamos hablando de Moro». «Ya era pintor en el Perú; pero no tenía dinero, le escribía cartas a su hermano el pintor Carlos Quíspez Asín...»  Según partida de nacimiento, el poeta se llamaba Alfredo Quíspez Asín, conoció a Breton, escribió mucho en francés... «Nunca me gustó mi nombre», habría escrito Moro a su hermano, «y ya encontré el que será mío». (Yo pienso en Fernando Pessoa el Gran Heterónimo...) «César Moro era su verdadero nombre, no hubiera soportado que le dijeran seudónimo, era el nombre adecuado, el único fastidio era que no lo había inventado él, lo encontró en una novela de Ramón Gómez de la Serna, el único vanguardista que Moro leía; es curioso pero Moro, a pesar de su vanguardismo, siempre quiso que lo llamaran ‘señor’ o ‘don’...» «Bueno, ahora hablemos de Vallejo; hace poco leí un buen ensayo donde el crítico demuestra que, de una u otra manera, en fragmentos de la obra de Vallejo hay un secreto sentido del humor. ¿Qué piensas del sentido del humor en la obra de Vallejo?» «Claro que tenía sentido del humor. Se ha querido hacer de Vallejo solamente una persona que se queja, un doliente...» «¿Y el sentido del humor?» «El verdadero sentido del humor es sobre sí mismo», dice Coyné, pero, terco, yo insisto: «Cuando Vallejo habla de un hombre que pasa con un pan al hombro, parece tragedia. En verdad era un simple pasante francés con una baguette apoyada en el hombro...» «Es un poema de dísticos en que opone la gente del común con la literatura, con la poesía, y lo hace con humor trágico.» «A ver, explícanos un poco esto del humor trágico.» «En la primera línea del dístico se trata de una persona corriente, de la cual habría que tener lástima. Y la segunda es una diatriba contra la gente que habla de arte y literatura como si no fuese útil.» «Con algo de sarcasmo.» «Sí, con algo de sarcasmo; pero es un poema. Poco importa que pase un hombre con un pan sobre el hombro, lo esencial es escribirlo. La poesía puede ser poesía de la miseria pero es poesía.» Secretamente pienso viendo a los dogos negros: el humor es ruptura, contraste total: oxímoron. «La noche también es un sol» (Nietzsche). «Es un sentido del humor que poco o nada tiene que ver con el sentido del humor ordinario. El efecto se logra por el contraste de situaciones, sí, se puede hablar de sarcasmo.» «Para provocar risas que parecen muecas», digo. «Sí, que son como muecas. En todo caso lloroso es el epistolario; porque con su poesía crea objetos poéticos; y si éstos forman parte de la lírica universal, se trata de poesía, de poesía eterna.» «Bueno, como ya te dije, después hago un resumen... estábamos antes hablando del castellano, de los años 1948, de Segovia». Absurdamente, como absurdo es pensar en dogos negros, pienso en Saint Roch (1300-1327), el vencedor de la peste negra, y en la silenciosa oruga eléctrica de acero y fibra de vidrio azul del tranvía que pasa por la rue Maguelone... Este brusco regreso a 1948 prueba lo ágil que sigue siendo la memoria de Coyné, me sentí despistado en el tiempo, viendo a Cronos devorando  sus hijos en el cuadro de Goya, el tiempo, ese gran despistador metafísico. «Se trataba en aquella época de reanudar las becas de intercambio entre Francia y Perú...» El director le propone una por ser el mejor estudiante. «Su hermano Carlos era el único de los cuatro con quien Moro intimaba...» Pero la Guerra Grande había interrumpido tantas cosas, Coyné no quería regresar a Europa. «Da la casualidad que el agregado francés cultural era Roberto Bazán, autor de una Historia de la literatura sudamericana.» «Espera un segundito: ¿en qué circunstancias conoces la obra de Vallejo? (Tanto Coyné como Ferrari han escrito ensayos extensos sobre el poeta santiagochuquiano, pero me pica la curiosidad de las circunstancias en que fueron hechos...) André Coyné es autor del libro titulado Medio siglo con Vallejo, impresionante ladrillo espiritual de más de 700 páginas, publicado a cargo de la Universidad Católica; por su lado, Ferrari ha escrito y publicado en 1967 César Vallejo en colaboración con la viuda del poeta. «Los estudios de aquella época estaban ligados a España, no había relaciones con Hispanoamérica en ese tiempo. Ventura García Calderón hizo muchas cosas en París. En el Perú, era   la época del presidente Bustamante, y el rector de San Marcos era Luis Alberto Sánchez...»  «Regresemos a París, ¿qué hacía Ventura García Calderón en París?» «Era una figura de la vida parisina de aquel entonces; tenía un grupo de amigos, entre los cuales algunos habían conocido a Marcel Proust. Evidentemente, apenas llegado a París, Moro fue a verlo...» Después hablamos de muchas otras personas y cosas. Al despedirme, André Coyné me dijo «Ahora me ocupo más de metafísica», con una sonrisa precisamente metafísica. Eran las 12:30; yo tenía que irme en el tren de las 13:12. Al salir, miré el techo de los dogos negros; pero ya no estaban. Hubiese querido tocarles la húmeda nariz y apretujarles el cogote.

* * *

Marsella, 5 de diciembre del 2002


© 2003, Miguel Rodríguez Liñán
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