Crónicas de Memoria

Deportaciones, las de antes

[Ciberayllu]

Juan Gargurevich

 

I. La Revolución peligra

Pn Julio de 1975 el general Velasco se derrumbaba; todos los generales querían reemplazarlo. Disminuido de salud, rodeado de ambiciosos que alimentaban su paranoia, veía subversiones cada día (que eran ciertas, por lo demás, por lo menos un par).

El general Morales Bermúdez era el traidor y conducía conspiraciones paralelas y sus servicios de inteligencia habían diseñado un plan:  descubrir y desbaratar una conspiración para derrocar la Revolución, apresar y deportar a mucha gente de diversos sectores para impactar fuertemente en la sociedad civil y luego asaltar el poder. Sensibilizados —calculaban—,  los peruanos no protestarían por el reemplazo de Velasco por Morales, quien daría amnistía en la primera hora.

El proyecto se cumplió escrupulosamente (y resultó, como se sabe).

Pero nadie sospechaba de todo esto. Y yo, menos.

Un día de Julio de 1975 fui temprano al local de la izquierdosa revista Marka  en la Avenida Wilson, donde, oh, me esperaba la policía. Me condujeron en una veloz camioneta a la Comisaría de la PIP (Policía de Investigaciones del Perú) en Chorrillos. Para mi sorpresa, ahí estaban ya Humberto Damonte, Carlos Malpíca,  Virgilio Roel y otros. Más tarde llegó Luis Pásara; más allá, solito, César Lévano... Y nos contaron que en Lince estaban Armando Villanueva, Mirko Lauer y muchos sindicalistas. Había sido una redada de gran envergadura. El plan marchaba.

Todos estábamos acusados de subvertir el orden y pretender atentar contra la Revolución Peruana.

Era una estupidez mayúscula, pero ese era el libreto de Morales Bermúdez.

Nos acomodaron en una habitación al lado de las celdas comunes y pasamos ahí varias noches. Pásara y Lévano fueron liberados inmediatamente y llegaron dos sindicalistas. Total, éramos seis en un cuartito, donde compartimos el suelo de cemento.

Alguna familia y amigos solidarios, como Efraín Ruiz Caro, acudieron con frazadas, pollo a la brasa, chifa, cigarrillos; nos abrumaban de comida; les dábamos de comer a los Pips.

Pero un día el ingenioso Efraín me envió los cigarros envueltos en un papel de diario arrugado y manchado y allí leímos que seríamos deportados. Esa misma noche nos llamaron, fotografiaron y llenaron nuevos pasaportes. Y en la madrugada salimos en varios autos en dirección al aeropuerto.

Milagrosamente, Pierina —mi esposa— y mi hijo Eduardo habían ido temprano con el desayuno y asistieron al espectáculo de la partida, siguiéndonos hasta el aeropuerto. Vieron como trepábamos al avión de Aerolíneas Peruanas y agitaron manos y puños en alto como despedida.

Compungido, haciendo puchero, subí el primero la escalerilla y pregunté con voz trémula a la azafata:

—¿Adónde va este avión?

Atónita, la muchacha atinó a responder:

—A Buenos Aires, por supuesto...

  II. «El amargo ñoqui del destierro»

Subimos al avión escoltado por los Pips que nos dejaron en la parte delantera: estaba lleno y sólo había espacio en First Class... Así que ahí nos arrellenamos, ante el terror de cuatro gringos empalidecidos que temblaban al examinar nuestros aspectos patibularios. Cinco días sin afeitar, arrugados, sin peinarnos, y el dato de que éramos «dangerous political refugees».

Pero cuando el avión alzó vuelo salió a vernos el piloto, un agradable joven, sonriente: «Yo soy el capitán Schreiber Ladrón de Guevara, y soy sobrino de Efraín Ruiz Caro». Y la azafata añadió: «Y yo soy hija del dirigente aprista Rivero Vélez y a mi papá lo han deportado varias veces... ¿Qué desean?»

Nos trajeron champán, desayuno de Primera, nos prestaron avíos de limpieza... estábamos ya listos para conquistar Buenos Aires.

Pero al llegar, un empleado saltó a la pista con nuestros pasaportes en la mano y los entregó a un policía. Así que cuando entramos al aeropuerto de Ezeiza nos separaron del resto de pasajeros y un muy rudo oficial gritó:

—¡Documentos!

—¿Documentos? ¿Es un chiste? No tenemos documentos, ustedes los tienen —dijo Malpica.

—Cabasheros, están ustedes acusados de avasashar la soberanía argentina por ingresar sin  documentos —nos espetó.

Fue nuestro primer encuentro con el cinismo autoritario porteño.

—¡Avasa... ¿qué? —tartamudeé.

—Cabo Gonzales, lleve a estos cabasheros a la celda 4. Hasta luego cabasheros —y se marchó.

Sorprendidos, seguimos al cabo Gonzales y casi nos caemos: la celda era toda de cemento pulido y pelado; se preveía un suelazo peor que el de Lima.

Felizmente, algún policía enternecido, susurró al jefe del grupo: —Ché, mirá, son intelectuales, pasalos al Casino... por esta noche nomás—, y el oficial accedió: —¡¡Pero no toquen nada!!

El piso del Casino de Oficiales parecía un  colchón de plumas comparado al de la celda para los comunes. Pero teníamos un grave problema: el hambre nos atenazaba y se lo dijimos a los guardias.

—Aquí no tenemos ni comida, ni presupuesto ni plata. Ustedes deben pagarse sus alimentos —nos informó el Principal.

—Pero ¿cómo? Si de plata se trata no hay problema —arguyó Damonte.

—A ver alguien que vaya a comprar carne y pan. «Yo voy», dijo Malpica.

—¿Y quién cocinará? —preguntó el policía.

—¡Chó! —exclamé, en perfecto dialecto porteño.

Efectivamente, Malpica salió con un policía, trajo la carne y yo pasé a una gran cocina petrolera y me lancé a los bifes de chorizo con bastante juguito, termino medio, con pan tostado...

Después de lavar todo, incluyendo vajilla y piso (soy de familia numerosa y pobrete y no me arredra nada), pasamos a la cama, o sea, al suelo. Tempranito en la mañana, al desayuno. Igual, el mismo sistema. Pero al terminar nos llamaron, interrogaron brevemente, ficharon y nos dijeron secamente:

—Vashansé... rápido, a la cashe... Mañana a Relaciones a ver si quieren ser refugiados o turistas nomás, vamos, vamos, a la cashe... —casi nos arrearon.

Y salimos precipitadamente los seis. En la vereda sacamos cuentas contextuales: Isabelita, López Rega, Triple A, bifes, Cámpora, ñoquis, La Opinión, bombas... ¿qué habría más allá de Ezeiza?

Llamamos un par de taxis y nos dirigimos al hotel recomendado: «Regis, esquina Lavalle y Esmeralda».

III. «Adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos...»

Llegamos al hotel Regis en pleno centro , nos registramos, instalamos, bañamos, llamamos a los coleguitas de Prensa Latina para que hagan constar que estábamos ahí en Buenos Aires y bajamos al café más cercano para nuestro primer cortadito bonaerense: Café Suárez, esquina Lavalle y Esmeralda.

Los colegas sindicalistas no quisieron quedarse pues el hotel les pareció caro y tenían además sus propios contactos. Quedamos en el «Regis», Malpica, Roel, Damonte y yo.

Al día siguiente, cuando íbamos a la avenida Antártida Argentina para resolver nuestro status, nos percatamos del clima de guerra. Cada vez que pasábamos frente a un edifico público, policías y soldados nos apuntaban con sus armas, nos hacían cruzar la calle, nos seguían con la mirada.

Con paranoia creciente hablamos con un funcionario de RR.EE. (previa revisión por si teníamos armas) y juramos que no queríamos quedarnos allí ni un minuto más.

—Regresen en dos días, cabasheros —mintió el porteño. Comenzaba una mecida que duraría varias semanas.

Esa misma noche, saliendo del restorán Santa Generosa (ya no existe) en pleno Florida, mirábamos Damonte y yo una vitrina cuando sentimos atrás ruidos y frases ominosas:

—Click, clack... ¡¡Manos arriba, contra la pared.!! ¿Quiénes son ustedes!!?

Estábamos rodeados de soldados que nos encañonaban, en el centro de una redada debido a una bomba que no habíamos escuchado.

Volteamos lentamente y un rudo oficial puso su pistola en la cabeza de Damonte:

—¡¡Documentos!!

—So..so..mos... tu..tu..turistas... —tartamudeé.  —Y tenemos los papeles en el Hotel Regis, a la vuelta nomás...

Damonte le alcanzó, despacito una tarjeta del hotel, el oficial la miró, nos miró de arriba a abajo y gritó:

—¡Largo de aquí, corriendo, no quiero verlos ni un segundo más!!!

Cuando llegamos al hotel, acezantes, conversamos con los empleados y nos contaron del clima enrarecido, que la Presidenta Isabelita no duraría más, que era vox pópuli que los militares se preparaban para el golpe.

Al día siguiente fui a Prensa Latina donde estaban los entrañables colegas José Bodes, Carlos María Gutiérrez, Angel Ruocco, Fernando Mas, quienes nos confirmaron los vaticinios. Eduardo Galeano y muchos otros amigos de Crisis ya estaban clandestinos, aguardando lo peor. Y nos contaron, en voz baja, «cuidado, hay movimientos subversivos importantes... ya está desapareciendo gente». Y también nos relataron historias horripilantes de la Triple A de López Rega. «Váyanse, aquí se va a armar» nos urgieron.

Los otros deportados estaban más tranquilos en Panamá (Ernesto Hermoza), México (Mirko Lauer), etc.

O sea, en síntesis, había que largarse de ahí cuanto antes. Pero...

IV. «¡A profundizar la Revolución!»

Preocupados por las malas noticias locales, paseábamos cerca del hotel nomás, íbamos al Ministerio donde nos citaban para dos días después y así pasaban los días, yendo y viniendo, leyendo y tomando café...

De Lima las noticias no eran alentadoras. Todos protestaban por las deportaciones; hasta Expreso, fiel velasquista hasta ese momento, reclamaba nuestro retorno. El plan del general Morales Bermúdez marchaba.

Por fin, en plena reunión en Lima de los No Alineados, «Los 77», se alzaron los militares con Morales a la cabeza, el recordado «tacnazo». Y nadie movió un dedo para defender al desconcertado general Velasco.

La famosa frase «Chino, contigo hasta la muerte» quedó pintada en la pared y sólo el confundido y fiel general Meza Cuadra se disfrazó de comando, tomó su vieja metralleta y se presentó en Palacio a «defender la Revolución». Fue disuadido por el propio Velasco, quien, deprimido y solo, abandonó Palacio.

«¡Ahora sí, a profundizar la Revolución Peruana !!!» gritaban incluso los militares antiguamente velasquistas.

Cuando llegaron las noticias a Buenos Aires nos buscaron varios periodistas para pedirnos opinión. Damonte y Malpica fueron cautos; a mí me gustó el cambio, la verdad.

Me equivoqué, por supuesto, como me suele suceder con dramática frecuencia.

La siguiente buena noticia fue «amnistía general» que otorgaba el nuevo Presidente: los deportados podían volver.

Nos lanzamos a RR.EE. a pedir nuestros pasaportes para retornar a «profundizar la Revolución». Compramos nuestros boletos, fuimos a Ezeiza, nos dieron los documentos y ¡chau Buenos Aires!

Todo resultó, como se sabe, un engaño. Nos estafaron, todos fuimos estafados.  El alzamiento no era profundizar la Revolución, sino todo lo contrario. En pocos meses Morales Bermúdez se convirtió en el dictador que ha perseguido más sañudamente a los periodistas. Acertó Basadre cuando lo llamó «felón».

En el aeropuerto de Lima me esperaban Pierina, mis hijitos, mi querido hermano Alberto. No me reintegré a Marka.

Ay, meses después los deportaron nuevamente a todos, en episodios verdaderamente dramáticos pues ya asolaban Argentina el general Videla y sus crueles secuaces. Es decir, lo mío fue de lujo, una anécdota, comparado a lo que pasaron después mis amigos.

Todo esto se lo recordé a Pierina, 26 años después, acurrucados en el Café Suárez, esquina Lavalle y Esmeralda. Capuchinos y medias lunas. Afuera llovía; cerquita, el mozo doblaba y redoblaba un mantel y escuchaba simulando no escuchar, una señora vecina se hacía la distraída y en el silencio mis palabras recorrían el café casi solitario a media mañana.

Terminé mi historia con un buen suspiro; nos tomamos los deditos y nos juramos nuevamente amor eterno.

FIN


Comentario privado al autor: © Juan Gargurevich, 2001,[email protected]
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