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17 mayo 2003

El primer viaje -
Los ruiseñores y las amazonas de Colón

De Estampas de ocio, buen humor y reflexión*

Edgardo Rivera Martínez

El 12 de octubre de 1992 tuvo lugar lo que los europeos llamaron, con su viejo etnocentrismo, el «descubrimiento» de un nuevo mundo, y lo que para la humanidad significó el comienzo del más largo y cruento genocidio que registra la historia.

Las Cartas de Colón, y su Diario —en la versión que nos ha dejado Las Casas— dan cuenta de aquel acontecimiento, y de todo cuanto sucedió en sus viajes, y muy especialmente en el primero, con una mezcla de asombro, cálculo, espanto, orgullo, entusiasmo. Y no era para menos, pues se cumplía así, o empezaba a cumplirse, el antiguo vaticinio contenido en el canto del Coro en la Medea de Séneca: «Llegará un tiempo, en el curso de los siglos, en que el mar ensanchará el cinturón de la tierra, descubriendo a los hombres una inmensa tierra incógnita. El mar pondrá al descubierto nuevos mundos y Tule dejará de ser el límite de la tierra».

Especial importancia adquiere, en esa experiencia, la visión de la naturaleza, visión en la cual es posible percibir, más allá del testimonio de lo vivido por el Almirante y sus compañeros, las huellas de una tradición deudora de la cultura clásica y sobre todo de las figuraciones de la Edad Media. Una naturaleza que serviría, además, de escenario en donde colocar, entre otros, a un pajarillo literario, así como a otros seres fabulosos, hijos también, todos, de esa doble tradición.

Visión de la naturaleza

Imagen de libroLa isla de Guanahaní es descrita el 12 de octubre de sumaria manera: «Pues en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras». Pero más adelante, el 13, se anota:

«Esta isla es bien grande y muy llana y de árboles muy verdes y muchas aguas, y una laguna en medio muy grande, sin ninguna montaña, y toda ella verde, que es placer de mirarla». Y poco después se multiplican las entusiastas referencia a «islas muy verdes y fértiles y de aires muy dulces...». Y se habla de montañas altísimas, y ríos y fuentes. Y el 3 de noviembre se pondera «que todo era tan hermoso lo que veía, que no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza...».

Es la vegetación, sobre todo, lo que maravilla al navegante. La flora, y, en comparación, muy poco la fauna. Los árboles, más que nada. Dice, por ejemplo: «Hay árboles de mil maneras, y todos de su manera dan fruto, y todos huelen que es maravilla, que yo estoy el más penado del mundo de no los conocer, porque soy bien cierto de que todos son cosa de valía» (21 de octubre). Es verdad que muchos de ellos le parecen disformes, pero son tan variados «que es la mayor maravilla del mundo cuánta es la diversidad de una manera a la otra» (16 de octubre). Bosques poblados, además, por «el cantar de los pajaritos, que parece que el hombre nunca se quería partir de aquí... y aves y pajaritos de tantas maneras, y tan diversas de las nuestras que es maravilla».

Más adelante, en las costas de La Española (Haití), el asombro, no exento de una idea asimiladora, alcanza una suerte de clímax: «Las tierras de ella son altas... todas fermosísimas, de mil fechuras, y todas andables y llenas de árboles de mil maneras y altas, y parece que llegan al cielo; y tengo por dicho que jamás pierden la foja, según lo puedo comprender, que los vi tan verdes y tan hermosos como son por mayo en España, y dellos estaban floridos, dellos con fruto, y dellos en otro término, según su calidad; y cantaba el ruiseñor y otros pajaritos de mil maneras en el mes de noviembre por allí donde yo andaba».

No es de asombrar, pues, que ante tanta belleza Cristóbal Colón creyese, el 6 de diciembre de 1492, haber encontrado la bíblica y maravillosa tierra de Ofir, de donde Salomón trajo el oro y las maderas preciosas para el gran templo de Jerusalén. O que años más tarde, en el tercer viaje, y ante la vasta desembocadura del Orinoco, pensara haber alcanzado uno de los ríos del Paraíso.

Sin duda en esos pasajes se repiten los nombres genéricos de los componentes del escenario natural y los adjetivos que los califican, y tanto, que ha habido un estudioso, Cesare de Lollis, que hallaba en ellos «una atonía de colores y monotonía de expresiones», y un «entusiasmo artificial». Pero son más los autores que piensan de otra manera. Ya Alejandro de Humboldt decía que Colón era un enamorado de la naturaleza. Pedro Henríquez Ureña, por su parte, escribió que Colón era un «paisajista», y el historiador Carlos Pereira que «era un poeta, un gran poeta de la naturaleza». Antonello Gerbi admite, a su vez, que el Almirante «se esfuerza por ser poético, y nos prodiga canoros ruiseñores, primaveras floridas, vergeles de mayo y noches de Andalucía».

Pero esos paisajes tan hermosos y de eterna primavera eran algo así como la plasmación, no exenta por cierto de variantes, de los reiterados cuadros de naturaleza que se esbozaron en la literatura clásica, y, sobre todo, en las infinitas descripciones del Edén en las letras medievales (después de todo, según Dante, se ingresaba al Paraíso por una «divina floresta, espesa y viva»). Una imagen que hallamos, traspuesta de diversas maneras, pero única y reconocible, en la poesía de los trovadores, en la galaico-portuguesa, así como en la literatura caballeresca. Como decía A. Jeanroy, sus autores «dibujaban siempre el mismo paisaje, y es el mismo que dibujarán incansablemente sus émulos. Un paisaje ideal, una naturaleza ideal. Pero, ¿no estamos también con eso cerca de la Arcadia de Sannazzaro y las églogas de Juan de la Encina y Garcilaso?

Y, sin embargo, y a pesar de sus rezagos medievales y reminiscencias clásicas, y a pesar de sus propias limitaciones, Colón se aleja también en esas páginas, por obra de un doble y contradictorio movimiento, del espíritu de la Edad Media, y se sitúa, en lo que concierne a la apreciación de la naturaleza, en la línea del Petrarca que ascendió a la cima del Monte Ventoux en abril de 1336, y escribió que se sintió entonces «agitado por una extraña brisa y conmovido por una visión circular abierta por completa, y como aletargado».

Los ruiseñores

En la anotación del Diario correspondiente al 21 de octubre leemos que se escuchaba «el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que obscurecen el sol, y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras que es maravilla». Al tratar de La Española se dice, como vimos más arriba, que «cantaba el ruiseñor y otros pajaritos de mil maneras en el mes de noviembre por allí donde yo andaba». Y el viernes 7 de diciembre se escribe que el navegante «anduvo un poco por aquella tierra y oyó cantar el ruiseñor y otros pajaritos como los de Castilla».

Pero no ha habido nunca ruiseñores en la isla de Santo Domingo, ni en toda América prehispánica. Se trata de un ave del Viejo Mundo. No en vano sostenía Chateaubriand que Dios había dado el ruiseñor a Europa, porque era un don «para encantar [sólo a] oídos civilizados». Se trata, pues, de una pura reminiscencia literaria. «Este amable pajarito», como dice Leonardo Olschki, «que incluso para nosotros resulta ser una rara avis, fue, hasta el Paraíso Perdido de Milton, un atributo fijo, proverbial e inmutable de las primaveras poéticas, de los bosques umbríos y los vagos jardines de delicias que los poetas no se cansaban de celebrar». Se podría pensar, incluso, que el navegante no escuchó nunca a esa avecilla, y por eso, y por atenerse al tópico, incurrió en tal error.

No olvidemos que, por un fenómeno semejante, se empeñó en traducir en imágenes también familiares, a partir de las fabulaciones medievales, los seres extraños de los que hablaban, en su exótico lenguaje, los moradores de las islas del Caribe. Y creyó así,  por ejemplo, que «lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros, que comían hombres. Pero en ellos reconocemos también, claramente, a los cíclopes y cinocéfalos de la Antigüedad y de los relatos de marinos de la Edad Media, y en los hombres con cola de la isla Aván otras tantas fantasías presentes en relaciones anteriores, como la de Mandeville.

Amazonas y sirenas

El Diario cuenta, el 6 de enero de 1493, que una embarcación que Colón envió «rescató mucho oro, que por un cabo de agujeta le daban buenos pedazos de oro del tamaño de dos dedos, y a veces como la mano». Fue por allí, también, donde tuvo noticia de «una isla adonde no había sino solas mujeres». Y es que Colón, que creía hallarse en la vecindad de las costas asiáticas, tenía sin duda en mente las islas Femenina y Masculina de la cartografía del Medioevo, y habla por ello de las islas de Carib y Matinino, habitadas una por hombres y otra por mujeres. Y dice, además, que cada «cierto tiempo del año venían los hombres a ellas de la dicha isla de Carib, que diz que estaba dellas diez o doce leguas; y si parían niño enviábanlo a la isla de los hombres, y si niña dejábanla consigo...» (16 de enero de 1493). Leyenda que se difundió luego, y daría lugar a que Pedro Martir de Angleria dijese que esas mujeres se mutilaban un seno, y Antonio Pigafetta que «en una isla llamada Occoloro, junto a Java mayor, no se encuentran más que mujeres, las cuales conciben del viento. Y ya sabemos la fortuna que la versión tuvo más tarde con el descubrimiento del gran río que surca Sudamérica.

Afín a esta leyenda es la de las sirenas. Sí, ellas. Pues en un pasaje del Diario se narra cómo salían del océano unas sirenas, hermosas, pero que «en alguna manera tenían forma de hombre en la cara,» en un error que José Durand señaló como causado por la vista de esos seres graciosos pero prosaicos que son los manatíes.

Hacia una nueva visión del mundo

De algún modo, pues, a pesar de su obsesión por el Paraíso, el oro, la salvación, y de su reiteración de viejos tópicos, Colón se aproximaba, con su orgullo de saber que el mundo no era como se lo imaginaba la inmensa mayoría de las gentes, a esa concepción de Paracelso según la cual el hombre es el centro del universo, el punto que une al cielo y a la tierra. Quizás, incluso, y en cierto sentido, lo entendió de manera demasiado literal. Será por eso que al final del Diario dice que su empresa «será la mayor honra de la cristiandad». Más aún, en octubre de 1502, en Carta a Doña Juana de la Torre, asegura que sus viajes los dirigió «al nuevo cielo y mundo», con lo cual reclamará implícitamente haber alcanzado la nueva tierra y los nuevos cielos anunciados por el profeta Isaías.

¿Cómo sorprendernos, entonces, de que en su mente y en sus hechos se juntasen escenarios y plantas nunca vistos, y el estupendo y audaz manejo de las fuentes cartográficas y las más avanzadas técnicas de navegación de esa época, con ruiseñores inexistentes, y hombres extrañísimos y «salvajes» con mitológicas amazonas?


Publicado en Debate, Lima, junio-agosto de 2000, pp. 48-50.

*  Edgardo Rivera Martínez: Estampas de ocio, buen humor y reflexión, Fondo Editorial, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 2003. 209 pp.


© 2002, Edgardo Rivera Martínez
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Para citar este documento:
Rivera Martínez, Edgardo: «El primer viaje. Los ruiseñores y las amazonas de Colón.», en Ciberayllu [en línea]


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